Los señores de la instrumentalidad (52 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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¿Qué es la vida? Un poco de juego, un poco de sabiduría, unas palabras bien escogidas, un poco de amor, una pizca de dolor, además del trabajo y los recuerdos, y luego el polvo que asciende al encuentro del sol. ¡En eso la hemos transformado, nosotros que en el pasado conquistamos las estrellas! ¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde está el yo de quien estaba tan seguro, cuando la gente que me conoció fue arrastrada por el tiempo como un trapo barrido por la tormenta hacia la oscuridad y el olvido? Decidme. ¡Deberíais saberlo! Sois máquinas y recibisteis mentes humanas. Deberíais saber qué somos a fin de cuentas, de fuera hacia dentro.

—Nos construyeron los hombres —respondió Livio— y tenemos lo que los hombres nos grabaron, nada más. ¿Cómo podemos responder a tus preguntas? Nuestras mentes, con toda su eficacia, las rechazan. No sentimos dolor, temor ni furia. Conocemos los nombres de estos sentimientos, pero no los experimentamos. Oímos tus palabras, pero no sabemos de qué hablas. ¿Tratas de contarnos qué se siente al vivir? En tal caso, ya lo sabemos. No mucho. Nada especial. También los pájaros y los peces tienen vida. Sois vosotros, los hombres, quienes podéis hablar y enredar la vida en espasmos y enigmas. Embrolláis las cosas. Los gritos nunca hicieron que la verdad fuera verdadera, al menos no para nosotros.

—Llevadme abajo —pidió Sto Odín—. Llevadme al Gebiet, donde ningún hombre decente ha entrado en muchos años. Juzgaré ese lugar antes de morir.

Alzaron la litera y reanudaron él suave trote canino por las inmensas rampas que descendían hacia los tibios y humeantes secretos de la Tierra. Los transeúntes humanos empezaron a escasear, pero pasaban subhombres —la mayoría gorilas o simios en su origen—, trajinando cuesta arriba mientras arrastraban tesoros amortajados que habían hurtado de los depósitos no catalogados del más antiguo pasado del hombre. En otras ocasiones ruedas metálicas rechinaban violentamente sobre el camino de piedra; los subhombres, tras haber descargado los tesoros en algún punto intermedio en lo alto, se sentaban en las vagonetas y echaban a rodar cuesta abajo, como ampliaciones grotescas de los antiguos niños humanos que, según se decía, en el pasado jugaban así con vagonetas.

Una orden, apenas un susurro, detuvo de nuevo a los legionarios. Flavio se volvió, pero Sto Odín los llamaba a ambos. Soltaron las varas y se le acercaron, uno por cada lado.

—Puedo estar muriendo en este mismo instante —susurró—, y eso representaría un gran inconveniente en estas circunstancias. ¡Sacad mi maniquí meee!

—Señor —objetó Flavio—, los robots tenemos estrictamente prohibido tocar un maniquí humano, y si lo hacemos nos han dado órdenes de autodestruirnos inmediatamente después. ¿Quieres que lo intentemos de todos modos? En tal caso, ¿cuál de nosotros? Esperamos tus órdenes, señor.

4

Dejó pasar tanto tiempo que los robots se preguntaron si no estaría agonizando en el aire denso y húmedo, en el hedor de vapor y aceite.

El señor Sto Odín se incorporó y dijo:

—No necesito ayuda. Ponedme en el regazo la caja con mi maniquí meee.

—¿Ésta? —preguntó Flavio, levantando una caja marrón y manipulándola con tímida delicadeza.

El señor Sto Odín asintió casi imperceptiblemente y susurró:

—Abridla con cuidado. Pero no toquéis el maniquí, si éstas son vuestras órdenes.

Flavio tanteó la cerradura de la caja. Era difícil de manipular. Los robots no sentían miedo, pero estaban intelectualmente programados para eludir el peligro; Flavio notó que su mente era un hervidero de opciones decisivas mientras intentaba abrir la caja. Sto Odín trató de ayudarlo, pero su vieja mano, torpe y débil, ni siquiera llegaba a la parte superior de la caja. Flavio siguió forcejeando, pensando que el Gebiet y el Bezirk ocultaban sus peligros, pero que manipular maniquíes era el mayor riesgo que había afrontado desde que era robot, aunque en su vida humana había manipulado muchos, incluido el suyo propio. Era un maniquí electro-encefalográfico-endocrino fabricado a escala, y mostraba en una réplica miniaturizada todo el diagnóstico del paciente para quien estaba modelado.

—Es inútil. Elevad mi energía —susurró Sto Odín—. Si muero, llevad mi cuerpo de vuelta y decid a la gente que calculé mal mí tiempo.

Mientras él hablaba, la caja se abrió. En el interior había un hombrecillo desnudo, una copia perfecta de Sto Odín.

—Lo tenemos, señor —exclamó Livio desde el otro lado—, Deja que guíe tu mano, para que lo toques y decidas qué hacer.

Aunque los robots tenían prohibido tocar maniquíes meee, era legal que tocaran a una persona con el consentimiento de ella. Los fuertes dedos cuproplásticos de Livio, que tenían una reserva de muchas toneladas de fuerza trituradora en su diseño humanoide, guiaron las manos del señor Sto Odín hasta posarlas sobre el maniquí meee. Flavio, rápido, cauto, ágil, sostuvo la cabeza del señor erguida sobre el viejo y fláccido cuello, para que el anciano pudiera controlar visualmente el movimiento de sus manos.

—¿Hay alguna parte muerta? —preguntó el anciano señor al maniquí, con la voz momentáneamente más clara.

El maniquí titiló, y aparecieron dos negras y sólidas manchas en la parte superior del muslo derecho y la nalga derecha.

—¿Reserva orgánica? —inquirió el señor al maniquí meee, y de nuevo la máquina respondió a su orden. Todo el cuerpo en miniatura se tino de un púrpura violento y luego se opacó en un rosa plácido.

—Aún me quedan fuerzas en el cuerpo, incluso en las prótesis —dijo Sto Odín a los dos robots—. ¡Elevad mi energía, os digo! Elevadla.

—¿Estás seguro, señor —dudó Livio—, de que debemos hacer algo así mientras estamos los tres solos en un túnel profundo? En menos de media hora podríamos llevarte a un auténtico hospital, donde médicos genuinos podrían examinarte.

—He dicho que la elevéis —repitió el señor Sto Odín—. Observaré el maniquí mientras lo hacéis.

—¿Tu control está en el sitio de costumbre, señor? —preguntó Livio.

—¿Cuánto hay que hacerlo girar? —intervino Flavio.

—En la nuca, desde luego. La epidermis es artificial y cicatriza sola. Un doceavo de vuelta será suficiente. ¿Tenéis un cuchillo?

Flavio asintió. Del cinturón extrajo un cuchillo pequeño y afilado, sondeó suavemente el cuello del viejo señor y luego lo bajó haciéndolo girar con rapidez y firmeza.

—¡Eso es! —exclamó Sto Odín, con voz tan estentórea que ambos robots retrocedieron un paso. Flavio se guardó el cuchillo en el cinturón. Sto Odín, que un instante antes estaba casi en coma, ahora podía sostener el maniquí sin ayuda—. ¡Mirad, caballeros! —exclamó—. Sois robots, pero aun así podéis conocer la verdad y comunicarla.

Ambos miraron al maniquí meee que Sto Odín levantaba frente a sí, el pulgar y el índice en las axilas del homúnculo médico.

—Observad las lecturas —les dijo con voz clara y vibrante. Y gritó al maniquí—; ¡Prótesis!

El diminuto cuerpo pasó del rosa a una mezcla de colores. Ambas piernas se tiñeron de un azul profundo y cárdeno. Las piernas, el brazo izquierdo, un ojo, una oreja y la coronilla permanecieron azules, mostrando las prótesis en su sitio.

—¡Dolor real! —ordenó Sto Odín al maniquí.

El homúnculo recobró su color rosado. Todos los detalles estaban allí, incluidos los genitales, las uñas de los pies y las pestañas. No había rastros del negro color del dolor en ninguna parte del diminuto cuerpo.

—¡Dolor potencial! —continuó Sto Odín.

El muñeco titiló. Casi todo adquirió un color madera, castaño oscuro, con algunas zonas intensamente pardas que destacaban más que las demás.

—¡Colapso potencial... un día! —gritó Sto Odín. El cuerpecito adquirió el color rosa normal. Pequeños relámpagos centellearon en la base del cráneo, pero en ninguna otra parte—. Estoy bien —concluyó Sto Odín—. Puedo seguir tal como en los últimos cien años. Dejadme aprovechar esta elevada descarga vital. Podré aguantar unas horas, y si me ocurre algo no se perderá demasiado. —Guardó el maniquí en la caja, colgó la caja del picaporte de la litera y ordenó a los legionarios—; ¡Adelante!

Los legionarios lo miraron como si no pudieran verlo. Él siguió las miradas y vio que observaban atentamente el maniquí meee. Se había puesto negro.

—¿Estás muerto? —preguntó Livio, hablando con voz tan ronca como podía tener un robot.

—¡De ninguna manera! —exclamó Sto Odín—. He sido la muerte por fracciones de segundo, pero por el momento aún soy la vida. Lo que mostraba el maniquí meee era sólo la suma de dolor de mi cuerpo vivo. El fuego de la vida aún arde en mi interior. Observad mientras guardo el maniquí...

El muñeco emitió un remolino color naranja opaco mientras el señor Sto Odín cerraba la tapa. Los legionarios desviaron la mirada como si hubieran presenciado una calamidad o una explosión.

—Abajo, hombres, abajo —exclamó Sto Odín, concediéndoles títulos erróneos mientras ellos empuñaban de nuevo las varas para internarse aún más en las entrañas de la Tierra.

5

Soñó sueños pardos mientras descendían por rampas sin fin. Despertó un instante y vio deslizarse las amarillas paredes. Se miró la mano vieja y reseca y pensó que en esa atmósfera él mismo se había vuelto más reptil que humano.

—Soy víctima de la sequedad y opacidad de tortuga propias de la extrema vejez —murmuró, pero la voz sonó débil y los robots no le oyeron.

Bajaban por una larga y monótona rampa de cemento humedecido por una filtración de aceite antiguo, y avanzaban con cuidado para no resbalar y echar por el suelo a su caro amo.

En un lugar profundo y oculto, el camino se dividía: a la izquierda, un ancho anfiteatro con graderías que podían haber albergado a miles de espectadores para un espectáculo que jamás se representaría; a la derecha, una angosta rampa que subía
y
luego viraba, alumbrada por lámparas amarillas.

—¡Alto! —ordenó Sto Odín—. ¿Lo veis? ¿Lo oís?

—¿Oír qué? —preguntó Flavio.

—El ritmo y la cadencia del congohelio subiendo desde el Gebiet. El hervor y fragor de una música imposible que llega hasta nosotros a través de kilómetros de roca maciza. Esa muchacha a quien ahora ya puedo distinguir, esperando ante una puerta que jamás se debió abrir. El sonido de una música impulsada por las estrellas, en realidad no compuesta para el oído humano. ¿La oís? —gritó—. Esa cadencia. ¡El ilícito metal de congohelio, tan terrible, allá abajo! Da-a. Da-a. Da-a. Da-a. ¡Una música que nadie ha logrado comprender!

—No oigo nada —dijo Flavio—, salvo la pulsación del aire en este pasillo, y las palpitaciones de tu propio corazón, señor. Y algo más, un ruido mecánico, muy lejos.

—¡Eso! —exclamó Sto Odín—. Lo que llamas «un ruido mecánico» ¿no tiene un ritmo de cinco grupos sónicos aislados y distintos?

—No. No, señor. No cinco.

—Y tú, Livio, cuando eras hombre, ¿eras muy buen telépata? ¿Ha quedado alguna parte de aquella facultad en el robot que eres?

—No, señor, nada. Poseo buenos sentidos, y también sintonizo la radio de subsuperficie de la Instrumentalidad. Nada fuera de lo común.

—¿No oyes un ritmo de cinco tiempos? ¿Cada nota separada, prolongada apenas, recibiendo sentido y forma a partir de la terrible música del congohelio, apresada con nosotros dentro de esta solidísima roca? ¿No oyes nada?

Los dos robots con forma de legionarios romanos negaron con un gesto.

—Pero yo la veo a ella, a través de esta piedra. Tiene los pechos como peras maduras y ojos castaños y oscuros como huesos de melocotones recién cortados. Y oigo lo que cantan, las palabras estúpidas y extrañas de un pentapablo, transformadas en algo majestuoso por la música imponente del congohelio. Escuchad las palabras. Cuando las repito parecen tontas, porque la abrumadora música no las acompaña. La muchacha se llama Santuna, y está mirándole. No me sorprende que lo mire. Él es mucho más alto que la mayoría de los hombres, pero transforma ese sonsonete en una melodía horrenda y extraña. Y se llama Yabayee, aunque ahora es el Joven-sol. Tiene la cara afilada y los labios gruesos de Akhenatón, el primer hombre que habló de un solo y único dios.

—Akhenatón, el faraón —dijo Flavio—. Ese nombre a veces se pronunciaba en mi oficina cuando yo era hombre. Era un secreto. Uno de los primeros y más grandiosos de los reyes más-que-antiguos. ¿Lo ves, señor?

—Lo veo a través de esta roca. A través de esta roca oigo el delirio generado por el congohelio. Voy a él.

El señor Sto Odín bajó de la litera y golpeó suave y débilmente la sólida pared de piedra del pasillo. Las lámparas amarillas brillaban. Los legionarios no podían hacer nada. Había allí algo que sus afiladas espadas no podían penetrar. Sus personalidades ex humanas, impresas en cerebros micro-miniaturizados, no podían captar la demasiado humana situación de una persona muy anciana que soñaba sueños salvajes en un túnel remoto.

Sto Odín se apoyó en la pared, respirando entrecortadamente, y dijo con un jadeo sibilante:

—Estos susurros no se pueden dejar de percibir. ¿No oís el ritmo quíntuple del congohelio, que produce de nuevo su feroz música? Escuchad las palabras de éste. Es otro pentapablo. Palabras tontas y esqueléticas que reciben carne, sangre y vísceras de la música que las lleva. Ahora, escuchad:

Leed. Ved.

Creed. Sed.

Red.

—¿Tampoco habéis oído ése?

—¿Puedo usar la radio para pedir consejo a la superficie de la Tierra? —preguntó uno de los robots.

—¡Consejo! ¡Consejo! ¿Qué consejo necesitamos? Éste es el Gebiet, y dentro de una hora de marcha llegaréis al corazón del Bezirk. —Trepó a la litera y ordenó—: ¡Corred, hombres, corred! No puede estar a más de tres o cuatro kilómetros en esta madriguera de piedra. Yo os guiaré, Si dejo de guiaros, podéis llevar mi cuerpo de vuelta a la superficie, para que reciba un espléndido funeral y sea lanzado al espacio en un ataúd-cohete, hacia una órbita sin retorno. No tenéis de que preocuparos. Sois nada más que máquinas, ¿verdad? —preguntó con voz estridente.

—Nada más —reconoció Flavio.

—Nada más —repitió Livio—. No obstante...

—No obstante, ¿qué? —preguntó el señor Sto Odín.

—No obstante —continuó Livio—, sé que soy una máquina, y sé que conocí los sentimientos cuando era un hombre vivo. A veces me pregunto si las personas no llegarán demasiado lejos. Demasiado lejos con los robots. Quizá también demasiado lejos con la subgente. Todo era muy simple en otros tiempos, cuando todo lo que hablaba era humano y todo lo que no hablaba no lo era. Tal vez estéis llegando al final del camino.

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