Los señores de la instrumentalidad (106 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Adentro, entonces —indicó el hombre-gato—. ¡Deprisa!

La Gran Tienda de los Deseos del Corazón

Una vez dentro, Rod comprendió que la tienda era tan exuberante como el mercado. No había otros clientes. Después de la música, las frituras, los hervores, los estrépitos, los clamores, el zumbido de las armas de los robots y otros ruidos que había oído en el exterior, el silencio de la habitación le pareció un lujo semejante al terciopelo viejo y tupido. Los olores eran tan variados como los de fuera, pero diferentes y más complejos, y muchos resultaban imposibles de identificar. Reconoció un olor con certeza: miedo, miedo humano. Era un olor muy reciente.

—Deprisa —urgió el hombre-gato—. Tendré problemas si no os vais pronto. ¿Qué buscáis?

—Soy G'mell.

Él asintió afablemente, pero no pareció reconocerla.

—Me olvido de la gente.

—Éste es M'gentur —continuó G'mell, señalando al mono.

El viejo hombre-gato ni siquiera miró al animal.

G'mell añadió, con una nota triunfal:

—Tal vez hayas oído hablar de él por su nombre verdadero, A'ikasus.

El hombre parpadeó asombrado.

—¿Ikasus con una A?

—Transformado —insistió G'mell— para un viaje de ida y vuelta a Vieja Australia del Norte.

—¿Es verdad? —le preguntó el viejo al mono.

—Soy el hijo de Aquel en quien estás pensando —respondió serenamente A'ikasus.

El g'hombre cayó de rodillas, aunque con dignidad.

—Te saludo, A'ikasus. Cuando proyectes tus pensamientos hacia tu padre, dale mis recuerdos y pide su bendición. Soy G'william, el Maestro Gatuno.

—Eres famoso —declaró A'ikasus.

—Pero corréis peligro sólo por estar aquí. ¡No tengo permiso para subpersonas!

G'mell mostró la carta que tenía en la manga.

—Maestro Gatuno, tu siguiente invitado. No es un g'hombre sino un hombre verdadero, un extranjero, y acaba de comprar casi todo el planeta Tierra.

G'william contempló a Rod con profunda atención. Había cierta afabilidad en esta actitud. G'william era alto por ser un hombre-gato; le quedaban pocas facciones animales, pues la vejez, que reduce los contrastes raciales y sexuales a meros recuerdos, lo había arrugado dejándolo de un color pardo uniforme. El pelo no era blanco, sino que también era pardo; los pocos bigotes gatunos tenían un aspecto viejo y marchito. Vestía un traje excéntrico que —según Rod supo más tarde— era una túnica cortesana de uno de los Emperadores Originales, una dinastía que había gobernado muchos siglos entre las lejanas estrellas. Era viejo, pero también sabio; su estilo de vida unía inteligencia con amabilidad, una combinación muy poco frecuente. En su vejez recogía lo que había sembrado. Había vivido bien sus miles y miles de días, de modo que la edad había infundido una extraña alegría en sus modales, como si cada experiencia fuera una nueva recompensa antes de las largas y lúgubres tinieblas. Rod se sintió atraído por esa extraña criatura, que lo contemplaba con una curiosidad penetrante y personal pero sin actuar ofensivamente.

—Sé lo que estás pensando, señor y propietario McBan —dijo el Maestro Gatuno en un aceptable norstriliano.

—¿Puedes audir? —exclamó Rod.

—No tus pensamientos. Pero capto fácilmente tu expresión. Estoy seguro de que puedo ayudarte.

—¿Por qué crees que necesito ayuda?

—Todas las criaturas necesitan ayuda —declaró sentenciosamente el viejo g'hombre—, pero antes debemos liberarnos de nuestros otros visitantes. ¿Adonde quieres ir, excelencia? ¿Y tú, dama gatuna?

—A casa —resopló A'ikasus. De nuevo se sentía cansado e irritado. Tras esa frase brusca, se sintió obligado a hablar en tono más cortés—: Este cuerpo me resulta incómodo, Maestro Gatuno.

—¿Sabes caer? —preguntó el Maestro Gatuno—. ¿En caída libre?

El mono sonrió.

—¿Con este cuerpo? Desde luego. Excelente, ya estoy harto.

—Bien —dijo el Maestro Gatuno—, puedes tirarte por mi conducto de desperdicios. Llega hasta las inmediaciones del palacio olvidado donde las grandes alas baten contra el tiempo.

El Maestro Gatuno se desplazó a un lado. Despidiéndose con un lacónico gesto y un breve «hasta luego», el mono siguió al Maestro Gatuno, quien levantó una tapa del suelo. El mono se lanzó confiadamente en el negro boquete y desapareció. El Maestro Gatuno cubrió la abertura y se volvió hacia G'mell.

Ella lo miró con hostilidad. Su postura arrogante estaba curiosamente reñida con la inocente voluptuosidad de su joven cuerpo femenino.

—No iré a ninguna parte.

—Morirás —advirtió el Maestro Gatuno—. ¿No oyes el zumbido de las armas frente a la puerta? Ya sabes lo que hacen con las subpersonas. Especialmente con nosotros, los gatos. Nos usan, pero desconfían de nosotros.

—Sé de alguien que confía... —objetó G'mell—. El Señor Jestocost podría protegerme, incluso aquí, tal como te protege a ti a pesar de tu edad excesiva.

—No discutas. Le crearás problemas con las demás personas verdaderas. Ten, muchacha. Te daré una bandeja con un falso paquete. Llévala a la zona subterránea y espera en el bar del hombre-oso. Te mandaré a Rod cuando hayamos terminado.

—Sí —replicó ella acaloradamente—, pero ¿cómo lo enviarás? ¿Vivo o muerto?

El Maestro Gatuno volvió hacia Rod los ojos amarillos.

—Vivo. Irá vivo. Ésa es mi predicción. ¿Alguna vez me he equivocado? Vamos, muchacha, largo de aquí.

G'mell aceptó la bandeja y el paquete, al parecer escogidos al azar. Rod pensó en ella con desesperado afecto. Era su lazo más íntimo con la Tierra. Pensó en la excitación de G'mell al mostrarle los jóvenes senos, pero ahora el recuerdo no le excitaba, sino que le colmaba de tierno afecto.

—G'mell, ¿estarás bien? —murmuró.

Ella se volvió desde la puerta, pura mujer y puro gato. El cabello rojo y desmelenado brillaba como una llamarada contra la luz de la puerta abierta. Se erguía como si fuera una ciudadana de la Tierra, no una mera subpersona o una muchacha de placer. Activa, extendió la mano derecha mientras sostenía la bandeja en la mano izquierda. Rod le estrechó la mano y notó que era una mano humana pero muy fuerte.

—Adiós, Rod —se despidió ella con voz firme—. Corro un riesgo contigo, pero vale la pena. Puedes confiar en el Maestro Gatuno, aquí en la Gran Tienda de los Deseos del Corazón. El hace cosas extrañas, Rod, pero son también cosas buenas.

Rod le soltó la mano y G'mell se fue. G'william cerró la puerta. Se hizo un silencio.

—Siéntate un momento mientras preparo las cosas. O, si prefieres, echa un vistazo por ahí.

—Señor Maestro Gatuno... —dijo Rod.

—Sin títulos, por favor. Soy una subpersona de origen gatuno. Puedes llamarme G'william.

—G'william, dime, por favor, Quisiera que G'mell estuviera aquí. Estoy preocupado por ella. ¿Me estoy enamorando? ¿Sabes qué significa enamorarse?

—Ella es tu esposa —explicó el Maestro Gatuno—. Sólo provisionalmente, y como parte de una farsa, pero aun así es tu esposa. En la Tierra los hombres acostumbran preocuparse por sus compañeras. Ella está bien.

El viejo g'hombre desapareció detrás de una puerta que tenía un extraño letrero: SALA DEL ODIO.

Rod miró alrededor.

Lo primero que descubrió fue una vitrina con sellos postales. Era de cristal, y Rod pudo apreciar los suaves azules y los inimitables y cálidos rojos de los sellos triangulares del Cabo de Buena Esperanza. ¡Había venido a la Tierra y aquí estaban! Los atisbo a través del vidrio. Eran aún mejores que las ilustraciones que había visto en Norstrilia. Tenían el temple de la vejez, pero de alguna manera comunicaban el amor que los hombres, hombres que habían vivido y muerto, les habían brindado durante milenios. Miró alrededor, y descubrió que toda la habitación estaba atiborrada de extrañas riquezas. Había juguetes antiguos de todos los períodos, artefactos voladores, copias de máquinas, cosas que le parecieron trenes. Había un enorme guardarropa donde brillaban los bordados y relucía el dorado. Encontró una caja con armas limpias y engrasadas, modelos tan antiguos que ni siquiera sabía para qué servían, ni quién las había usado. Por doquier se esparcían cubos con monedas, en general de oro. Recogió un puñado. Tenían inscripciones en idiomas que desconocía y mostraban las caras arrogantes de los muertos antiguos. Escudriñó otro gabinete con alarmado pero curioso pudor: estaba lleno de objetos e imágenes indecentes de cien períodos de la historia del hombre, pinturas, dibujos, fotografías, muñecos, todos ellos reproduciendo versiones estremecedoras, cómicas, dulces, tiernas, impresionantes u horribles de los muchos actos del amor. La siguiente sección lo dejó mudo de asombro. ¿Quién podía querer esas cosas? Látigos, cuchillos, capuchas, corsés de cuero. Pasó a otra sala, atónito.

La siguiente sección lo dejó sin aliento. Estaba llena de viejos libros, viejos libros genuinos. Había algunos poemas enmarcados y muy adornados. Uno tenía un papelito pegado, que decía simplemente: «Mi predilecto.» Rod intentó descifrarlo. Era inglés antiguo y el extraño nombre era «E. Z. C. Judson, americano antiguo, 1823 - 1866 d.C.». Rod entendía las palabras del poema, pero no captaba el significado. Al leerlo, tuvo la impresión de que un hombre muy viejo, como el Maestro Gatuno, debía encontrar allí una agudeza que una persona más joven no captaría:

Bogando en la bajamar,

avanzo sin prisa pero sin pausa;

turbio el paisaje anterior,

inútil mirar atrás.

Bogando a contraviento

hacia la costa desconocida.

Midiendo el tiempo con el reloj,

esperando la conmoción final,

esperando la oscura eternidad.

¡Qué lentos transcurren los instantes!

¡Quizá nadie sepa como yo

cuán cerca está el río sin mareas!

Rod agitó la cabeza como para apartar las telarañas de una tragedia irremediable. Pensó: «Tal vez así se sentía la gente frente a la muerte cuando no moría a tiempo, como ocurre en la mayoría de los mundos; o cuando no enfrentaba la muerte varias veces ante de tiempo, como en Norstrilia. Debía de sentir temor e incertidumbre.» Otro pensamiento le cruzó la mente y jadeó ante su crueldad: «¡En esa época ni siquiera tenían las Zonas de Despersonalización! En la actualidad ya no las necesitamos, pero imagina lo que sería deslizarse hacia la muerte desamparado, inútil, desesperanzado. ¡Gracias a la reina, eso no nos ocurre!»

Pensó en la reina, quien tal vez había muerto hacía más de quince mil años, o quizás estaba perdida en el espacio, como creían muchos norstrilianos; por cierto, encontró su retrato, con las palabras «Reina Isabel II». Era sólo un busto, pero le pareció una mujer bonita de semblante inteligente, con un aire norstriliano. Se veía tan lista como para saber qué hacer si una de sus ovejas se incendiaba o si su hijo salía, atontado y risueño, de los camiones ambulantes del Jardín de la Muerte.

Al lado había dos marcos de cristal pulcramente bruñido. Contenían poemas de alguien llamado «Anthony Bearden, americano antiguo, 1913 - 1949 d.C.». El primero parecía muy adecuado para ese lugar, pues hablaba de los antiguos deseos que la gente sentía en aquellos días:

¡DIME, AMOR!

El tiempo arde y el mundo está en llamas.

Dime, amor, cuál es tu mayor deseo.

Dime qué oculta tu corazón.

¿Está abierto o cerrado?

Si está cerrado, piensa que los días

pasan raudos en rugiente bruma,

sacudidos por llameante estela.

Dime, amor, cuál es tu mayor deseo.

Dime, amor, cuál es tu mayor deseo.

¿Manjares delicados, ropas suaves?

¿Libros antiguos? ¿Ajedrez?

¿Noches de vino? ¿Más amor o menos?

Ahora es el único ahora que tenemos,

y mañana dominará el mañana,

¡Dime, amor, cuál es tu mayor deseo!

El tiempo arde y el mundo está en llamas...

El otro parecía describir la llegada de Rod a la Tierra, su ignorancia ante lo que podía o debía sucederle:

DE NOCHE, Y UN EXTRAÑO CIELO

Las estrellas de la experiencia me han extraviado.

A lo largo del camino perdí mi designio.

¿Adonde iba? ¿Cómo saberlo?

Las estrellas de la experiencia me han extraviado.

Se oyó un ruido suave. Al volverse, Rod vio al Maestro Gatuno. El viejo no había cambiado. Aún llevaba la túnica extravagante y pomposa, pero su dignidad sobrevivía aun a ese efecto audaz.

—¿Te gustan mis poemas y mis cosas? A mí me agradan. Muchos hombres entran aquí para arrebatarme cosas, pero descubren que el título pertenece al Señor Jestocost, y deben hacer cosas extrañas para obtener mis bagatelas.

—¿Todos estos objetos son auténticos? —preguntó Rod, pensando que ni siquiera Vieja Australia del Norte podría comprar esa tienda si lo eran.

—Claro que no —contestó el viejo—. La mayoría son falsificaciones, maravillosas imitaciones. La Instrumentalidad me permite bajar a los pozos donde destruyen a los robots dementes o gastados. Puedo quedarme con algunos, siempre que no sean peligrosos. Los hago trabajar haciendo copias de todo lo que encuentro en los museos.

—¿Esos triángulos del Cabo son reales?

—¿Triángulos del Cabo? ¿Te refieres a los adhesivos para cartas? En efecto, son auténticos, pero no son míos. Me los ha prestado el Museo de la Tierra hasta que pueda hacerlos copiar.

—Los compraré —dijo Rod.

—No. No están en venta.

—Entonces compraré la Tierra, te compraré a ti y compraré los triángulos —insistió Rod.

—Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan ciento cincuenta y uno, no lo harás.

—¿Quién eres tú para decírmelo?

—He visto a una persona y he hablado con otras dos.

—Bien. ¿Quiénes?

—He visto al otro Rod McBan, tu criada Eleanor. Está un poco desconcertada con su cuerpo de hombre, pues está muy bebida en la casa del señor William No-de-aquí y una bella joven llamada Ruth. El señor No-de-aquí trata de persuadir a Eleanor de que se case con su hija, ignora que en el cuerpo de Rod se esconde una mujer, y Eleanor, en esa copia de tu cuerpo, encuentra la experiencia interesante pero muy confusa. No sufrirá ningún daño, tu Eleanor está a salvo. La mitad de los pillos de la Tierra se han reunido ante la casa del señor William, pero él tiene todo un batallón de la Flota de Defensa apostado alrededor del edificio, así que nada ocurrirá, excepto que Eleanor sufrirá una jaqueca y Ruth una desilusión.

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