Los señores de la instrumentalidad (132 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
9.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Si recibes mi personalidad, Casher, nunca yacerás con una mujer sin comprender que sabes más sobre ella que ella misma. Serás un vidente entre multitudes ciegas, una persona que oye en un mundo de sordos. No sé si podrás disfrutar del amor romántico después de esto.

—Si puedo liberar mi planeta Mizzer —dijo Casher sobriamente—, valdrá la pena. Sea lo que fuere.

—¡No te convertirás en mujer! —rió T'ruth—. No será tan sencillo. Pero obtendrás sabiduría. Y te contaré la historia del Signo del Pez antes de que te marches.

—Eso no, por favor —imploró Casher—. Es una religión, y la Instrumentalidad me prohibirá viajar.

—Te pondré mecanismos de protección mental, Casher, para que nadie pueda explorar en ti durante un par de años. Y no será la Instrumentalidad quien te envíe, sino yo. Por el espacio tres.

—Necesitarás una nave grande y muy cara para ello.

—Mi amo lo aprobará cuando se lo cuente, Casher. Ahora dame ese beso que ansiabas darme. Quizá recuerdes parte de ello cuando termine el proceso.

Casher no se movió.

—¡Bésame! —ordenó ella.

Él la abrazó. T'ruth era como una niña grande. Levantó la cara. Acercó los labios a los de Casher. Se puso de puntillas.

Casher la besó como si adorara una imagen o un objeto religioso. Ya no sentía ardor ni pasión. No había besado a una mujer. Había besado un poder y una sabiduría tremendos unidos de una forma imperceptible.

—¿Así te besa tu amo?

Ella sonrió fugazmente.

—¡Qué sagaz eres! Sí, a veces. Ahora acompáñame. Tenemos que cazar algunos niños antes de que los técnicos estén listos. Te dará una buena oportunidad de ver lo que podrás hacer cuando te hayas transformado en lo que soy yo. Acompáñame, las armas están en el salón.

13

Bajaron por una enorme escalera de roble blanco hasta un piso que Casher no había visto antes. Debía de haber sido el centro de recreo y acogimiento de Beauregard mucho tiempo atrás, cuando el señor y propietario Murray Madigan era joven.

Los robots habían logrado contener el avance del polvo y el moho. Casher vio imperceptibles secadores de aire situados en puntos estratégicos, para que el cuero repujado de las paredes no se echara a perder, para que el terciopelo de los taburetes no se cubriera de musgo, para que las mesas de billar no se deformaran ni los palos de golf se estropearan con el tiempo y la humedad.
Por la Campana
, pensó,
Madigan podía acoger a mil personas en un lugar tan grande como éste.

La sala de armas era funcional. El vidrio relucía. El terciopelo del aceite brillaba sobre el acero y la madera castaña de las armas. Eran viejos modelos de la Tierra, muy raros y especiales. Para luchar, la gente usaba la barata artillería contemporánea o las puntas de alambre para el enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Sólo los más ricos y exquisitos tenían las viejas armas de la Tierra o podían comprarlas.

T'ruth tocó al robot guardián para despertarlo. El robot se cuadró, la identificó y abrió el gabinete sin hacer preguntas.

—¿Conoces las armas de fuego? —preguntó T'ruth a Casher.

—Sólo las puntas de alambre. Nunca he tenido en las manos un arma de fuego.

—Usa entonces un casco de aprendizaje. Yo podría enseñarte hipnóticamente con las reglas especiales de la hechicera, pero te podría causar dolor de cabeza o alterarte emocional—mente. El casco es neuroeléctrico y tiene filtros.

Casher asintió y vio cómo su reflejo asentía en la bruñidas puertas de vidrio del gabinete. Le sorprendió ver su semblante desvalido y sombrío.

Pero era real. Nunca en su vida le había dominado la situación, arrasándolo como una gran ola, dejándolo sin opción ni responsabilidad. Era T'ruth quien decidía ahora, no él, pero Casher sentía que el poder de la niña era benigno, limitado, restringido por factores que él apenas podía imaginar. Casher había ido en busca de un arma, el crucero que le había ofrecido el administrador Rankin Meiklejohn. T'ruth le ofrecía algo mejor: armas psicológicas que él desconocía.

T'ruth lo observó atentamente un largo instante y luego se volvió hacia el robot guardián.

—Tú eres el pequeño Harry Hadrian, ¿verdad? El cuidador de las armas.

—Sí, mi señora —respondió vivazmente el robot—. Además, tengo cerebro de búho, lo cual me hace muy brillante.

—Mira esto —dijo T'ruth, extendiendo los brazos y bajándolos tras agitar las manos—. ¿Sabes qué significa?

—Sí, mi señora —asintió deprisa el pequeño robot. La voz inexpresiva trasuntaba emoción por la celeridad, no por el tono—. Significa-que-tú-te-haces-cargo-y-yo-quedo-libre. ¿Puedo-sentarme-en-el-jardín-para-mirar-las-cosas-vivas?

—Todavía no, pequeño Harry Hadrian. En el exterior hay gente del viento que podrían lastimarte. Antes tengo otro encargo para ti. ¿Recuerdas dónde están los cascos didácticos?

—Sombreros de plata en el tercer piso, en un armario abierto, con un cable de cada sombrero. Sí.

—Trae uno, deprisa. Despréndelo con mucho cuidado de la conexión eléctrica.

El pequeño robot echó a trotar escalera arriba.

T'ruth se volvió hacia Casher.

—Ya he decidido qué hacer contigo. Te ayudaré. No tienes por qué estar tan desanimado.

—No estoy desanimado. El administrador me envió aquí con la descabellada misión de matar a una subpersona desconocida. Descubro que esa persona es en realidad una niña. Luego me entero de que no es una subpersona, sino una temible mujer muerta que todavía vive. Mi vida se desquicia. Todos mis planes se alteran. Tú me ofreces una esperanza para llevar a cabo mis propósitos en Mizzer. ¡He luchado tantos años para conseguirlo! Ahora haces que todo se cumpla, aunque me enviarás por el espacio tres para conseguirlo, e incluirás elementos religiosos ilegales y trucos hipnóticos. No sé si podré manejarlo. Ahora me dices que te acompañe a cazar niños con armas de fuego. Nunca he hecho algo parecido en mi vida y sin embargo te obedezco. Estoy exhausto, niña, exhausto. Si me tienes en tu poder, ni siquiera quiero saberlo. Ni siquiera quiero saberlo.

—Aquí estás, Casher, en el húmedo y ruinoso mundo de Henriada. Dentro de una semana o menos te estarás recobrando en un hospital de campaña del ejército del coronel Wedder. Estarás bajo el claro cielo de Mizzer, y el Séptimo Nilo correrá allí cerca, y al fin estarás preparado para llevar a cabo tu misión. Tendrás recuerdos fragmentarios de mí, no tantos como para saber regresar ni contar a la gente todos los secretos de Beauregard, pero los suficientes para recordar que alguien te amó. Hasta es posible —T'ruth sonrió dulcemente, con humor tierno y amargo— que te cases con alguna muchacha de Mizzer porque su cuerpo, su rostro o sus modales te recuerden a mí.

—¿Dentro de una semana...? —jadeó Casher.

—O quizá menos.

—¿Quién eres? —exclamó Casher—. ¿Por qué, siendo una subpersona, diriges y manipulas las vidas de las personas verdaderas?

—Yo no he buscado el poder, Casher. El poder no funciona cuando lo buscas. Me quedan ochenta y nueve mil años de vida, Casher, y mientras mi amo viva lo amaré y cuidaré. ¿No lo consideras apuesto? ¿No es sabio? ¿No es el amo más perfecto que hayas visto jamás?

Casher evocó el cuerpo viejo y caduco con conexiones de plástico; pensó en los pantalones descoloridos. No dijo nada.

—No tienes que estar de acuerdo —dijo T'ruth—. Sé que yo lo miro de un modo especial. Pero me quitaron el cerebro de tortuga y elevaron mi cociente de inteligencia por encima del nivel humano normal. Me tomaron cuando yo era una niñita feliz, cautivada por la voz y la mirada y el tacto de mi amo. Me llevaron a donde estaba esa mujer moribunda y me pusieron e una máquina. A ella también la pusieron en una máquina. Cuando terminaron, me levantaron. Yo llevaba un vestido rosa con calcetines de color azul y zapatos también rosas. Me llevaron al pasillo y me dejaron en una alfombra. Habían terminado conmigo. Sabían que yo no moriría. Estaba sana. ¿No entiendes, Casher? Me dormí llorando, hace novecientos años.

Casher no pudo responder. Sólo asintió en un gesto de comprensión.

—Yo era una niña, Casher. Alguna vez fui una tortuga, pero no lo recuerdo, así como tú no recuerdas el vientre de tu madre ni la probeta de laboratorio. En esa hora dejé de ser una niña. Ya no necesitaba ir a la escuela. Tenía la educación de otra, y era buena. Esa mujer hablaba veinte idiomas o más. Era psicóloga, hipnotizadora, estratega. Era también la tiránica dueña de esta casa. Lloré porque mi infancia había terminado, porque sabía lo que tendría que hacer. Lloré porque era consciente de que podía hacerlo. Amaba mucho a mi amo, pero ya no podría ser la graciosa criada que le llevaba pastillas, golosinas o cerveza. Vi la verdad: al morir ella, yo me había transformado en Henriada. El planeta estaba en mis manos, y yo debía proteger a mi amo. Si te protejo y te ayudo, ¿crees que representa mucho para una mujer que apenas será adulta cuando tus nietos hayan muerto de viejos?

—No, no —tartamudeó Casher O'Neill—. ¿Pero qué hay de tu propia vida? ¿No tendrás una familia?

La furia transformó la bonita cara de T'ruth. Los rasgos eran los de la deliciosa muchacha—niña, pero la expresión era quizá la de la ciudadana Agatha Madigan, una mujer con experiencia que había renacido recuperando su mundana sabiduría.

—¿Quieres que pida un esposo al banco de tortugas? ¿Que alquile una parte de las propiedades de mi amo, para ser vendida a alguien porque soy una subpersona, o que me pongan a trabajar en una planta industrial? Soy yo. Quizá sea un animal, pero en mí hay más civilización que en toda la gente del viento de este planeta. ¡Pobres criaturas! ¿Qué clase de personas son, si sólo alcanzan la felicidad cuando cazan un gran pato mutante y lo despedazan para comerlo crudo? No voy a perder, Casher. Voy a ganar. Mi amo vivirá más tiempo del que ninguna persona haya vivido. Me encomendó esta misión cuando era fuerte y sabio y estaba en la flor de la juventud. Haré aquello para lo cual estoy destinada, Casher, y tú regresarás a Mizzer para liberar tu mundo, te guste o no.

Ambos oyeron unos pasos felices en la escalera.

El pequeño robot plateado, Harry Hadrian, se les acercó con un casco pedagógico.

—Vuelve a tu puesto —dijo T'ruth—. Eres buen muchacho, pequeño Harry, y podrás sentarte en el jardín más tarde, cuando no haya peligro.

—¿Puede sentarme en un árbol? —preguntó el pequeño robot.

—Sí, si no hay peligro.

El pequeño Harry Hadrian volvió a su puesto de guardia. Conservó la llave en la mano. Era una llave muy rara, afilada en la punta y larga como una lezna. Casher sospechó que era una de esas llaves magnéticas que activaban la cerradura mediante una serie de señales.

—Siéntate en el suelo un momento —le dijo T'ruth a Casher—. Eres demasiado alto para mí.

Le puso el casco en la cabeza, ajustó los niveles en ambos lados para que el casco le encajara.

Con un conmovedor gesto, por el cual pidió disculpas con una sonrisa, humedeció los dos pequeños electrodos con saliva, llevándose el dedo a la lengua. Los electrodos se conectaban a las sienes.

Ajustó los cuadrantes del casco, cogió el cable de atrás y se lo apoyó en la frente.

Casher oyó el chasquido de un interruptor.

—Con eso basta —dijo la voz de T'ruth desde muy lejos.

Casher estaba cautivado por la sala de armas. Las conocía todas y amaba algunas de ellas. Conocía el contacto de las culatas en el hombro, el brillo de los cañones ante los ojos, el bailoteo del blanco ante la mira, el grato peso del arma en el brazo, el placentero retroceso de la culata contra el hombro. Conocía todo esto, aunque no sabía cómo.

—La hechicera Agatha era una gran deportista —murmuró T'ruth—. Pensé que sus conocimientos tolerarían una segunda transferencia cuando te los comunicara a ti. Cojamos estas armas.

Hizo una seña al pequeño Harry Hadrian; que abrió la sala y extrajo dos enormes armas que se parecían a los mosquetes largos que la humanidad había usado en la Tierra antes de la era del espacio.

—Si vas a cazar niños —dijo Casher con su flamante pericia—, éstas no servirán. Destrozarán los cuerpos.

T'ruth hurgó en la bolsa que le colgaba del cinturón. Extrajo tres cartuchos de perdigones.

—Tengo tres más —dijo seguidamente—. Sólo necesitamos seis niños.

Casher miró la bala que sobresalía de la vaina metálica. No se parecía a ningún proyectil que conociera. La artesanía era increíblemente fina y precisa.

—¿Qué son? Nunca las había visto.

—Aturdidores de proximidad. Si disparas diez centímetros por encima de la cabeza de cualquier ser viviente, el proyectil lo dormirá.

—¿Quieres a los niños con vida?

—Con vida, desde luego. E inconscientes. Forman parte de tu prueba final.

Dos horas después, tras un interesante paseo hasta el límite de control climático, tenían a los seis niños tendidos en el suelo del gran salón. Había cuatro varones y dos niñas; eran seres de huesos delicados y cabello suave, muy delgados, pero no diferían mucho de un niño normal de la Tierra.

T'ruth llamó a un subhombre médico de entre sus sirvientes. Debía de haber una multitud de cincuenta o sesenta subhombres y robots por allí. John Joy Tree estaba escondido en un piso de arriba, entre las sombras. Casher sospechó que sentía tanta curiosidad como los demás pero que le tenía miedo al «hombre de sangre».

T'ruth habló al médico en voz baja pero firme.

—¿Puedes administrarles un estimulante eufórico fuerte antes de despertarlos? Si se desbocan al despertar, tendremos que desprenderlos de las cortinas de la casa.

—Nada más fácil —dijo el subhombre médico. Parecía ser de origen canino, aunque Casher no estaba seguro.

El médico cogió un tubo de vidrio y lo apoyó en la nuca de los niños. Todos tenían el cuello mugriento. Esos niños nunca se habían lavado, excepto bajo la lluvia.

—Despiértalos —indicó T'ruth.

El médico retrocedió hasta una mesa giratoria donde relucía el instrumental. Debía de tener los dispositivos preparados, pues le bastó pulsar un botón para despertar a los niños.

La primera reacción fue de salvajismo. Los niños echaron a correr. El más corpulento, que según pautas de la Tierra tendría diez años, avanzó tres pasos antes de detenerse y echarse a reír.

T'ruth les habló en la vieja Lengua Común, muy despacio y con largas pausas entre una palabra y otra:

—Niños del viento... ¿sabéis... dónde... estáis?

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
9.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The King in Reserve by Michael Pryor
44: Book Six by Jools Sinclair
Caught in Darkness by Rose Wulf
Stillwater Creek by Alison Booth