—¿Grallen?
Fue el propio susurro del enano el que lo preguntó.
El rostro asomado a la mente de Chane pareció hacer un gesto afirmativo. Luego se desvaneció.
Más desorientado que nunca en su vida, Chane Canto Rodado se guardó el cristal rojo en su bolsa, se echó el martillo a la espalda y descendió hasta los puntos de apoyo abiertos por él en la piedra. A partir de allí fue bajando poco a poco por el monolito. Encima de él, la antes rutilante luz palideció, y la punta del obelisco volvió a ser sólo un mineral iluminado por la luna.
Una vez abajo, los demás lo rodearon. El kender formulaba una pregunta detrás de otra, el mago trataba de decir algo, e Irda se había arrodillado para mirarlo de cerca a la cara.
En la frente del enano, encima del caballete de su nariz, destacaba una mancha colorada, casi de la misma forma y del mismo tono que la luna roja.
Cuando todos se hallaron reunidos en la cabaña de Irda, tomando una bebida sazonada con especias, Chane explicó lo descubierto. Sacó el cristal para mostrarlo a sus compañeros, pero así que Sombra de la Cañada quiso tocarlo, se quemó los dedos. También el kender había alargado la mano para cogerlo, pero la retiró enseguida al oír el grito de dolor del hechicero.
—Valdrá más que te lo guardes —dijo con expresión prudente.
Las dos lunas visibles eran nuevamente corrientes, tal como habían sido antes del presagio. En cambio, hacia el norte los cielos eran tremendamente oscuros, y no se veía ni una de las estrellas que allí deberían haber brillado. La luna negra parecía inmóvil, y Sombra de la Cañada se estremeció al mirar en dirección a ella. Irda se había sentado fuera de la cabaña, fija igualmente la vista en el norte, y tenía la cabeza echada hacia atrás como si escuchara con la máxima atención.
El resplandor de la lámpara y la cerveza dulce producían un efecto sedante. Chane notó que daba cabezadas, bostezó y, por fin, se apoyó en la mesa. El kender ya dormía.
* * *
Chane y sus compañeros no fueron los únicos que observaron el augurio de las lunas. A unos ciento cincuenta kilómetros al noroeste, en los calveros de Qualinost, los elfos de Qualinesti lo vieron también y enviaron soldados para que divulgasen la noticia. Aquello era un pronóstico que requería estudio. Algo malo se preparaba.
Unos cien kilómetros al oeste del valle de Waykeep, los magos de la Torre de la Alta Hechicería habían presenciado, igualmente, cómo la luna negra cubría primero la blanca y, después, la roja. Enseguida fueron convocados varios consejos, en los que quienes vestían túnicas blancas y los que iban de rojo destacaban mucho más que los que llevaban túnica negra.
Al norte del desierto, en la gran ciudad de Pax Tharkas, situada junto al puerto de montaña, la gente se agolpaba en las almenas para contemplar asombrada las lunas.
Y a unos treinta kilómetros del antiguo templo de Gargath, a través de la cordillera que separaba Waykeep del Valle del Respiro, filas de goblins armados se extendían por el extremo norte de un fértil valle en espera de recibir órdenes para avanzar hacia el sur, donde desprevenidas aldeas dormían entre los campos bañados por las lunas. Había entre esos goblins algunas criaturas de gran estatura, altaneros y que se mantenían aparte: unos ogros procedentes de sus guaridas para unirse a la horda de los goblins, seguros de que pronto habría buena caza.
En un altozano cubierto de maleza, que sobresalía por encima de los oscuros campamentos de los goblins, se alzaba una solitaria figura que miraba al cielo. Una luz de luna de dos colores iluminaba un yelmo cornudo y una brillante armadura negra. La lámina cubre-nariz era una horrible máscara metálica, un diabólico invento a través del cual vigilaban unos inquisidores y oscuros ojos. Cuando comenzó la ocultación de las lunas visibles, la figura se quitó la lámina cubre-nariz, y la claridad todavía existente reveló la faz que había detrás: un rostro de mujer, severo y de terrible mirada. Una cara que podría haber sido hermosa, de haberlo deseado, pero aquella persona había elegido otros caminos de los que no era posible el regreso. En el momento en que la luna negra de Krynn eclipsó el primero de los satélites visibles, la mujer extrajo una correa de debajo del peto, de la que pendía un informe bulto.
—Caliban —dijo ella.
La voz que contestó fue un seco y ronco murmullo, que sonó en los oídos de la mujer; una voz vieja y quejumbrosa.
«¿Para qué me llama ahora? —jadeó. ¡No me necesita aquí! ¡No hay aquí nada que no pueda hacer sola!»
La mujer se puso ceñuda.
—Las lunas, Caliban. ¿Qué significa eso?
«Las lunas, dice —susurró la seca voz—. ¡Quiere conocer la historia de las lunas!»
—¡Explícamela!
«Se trata de otro de los presagios de la Reina —graznó la fea voz—. Les comunica a los Grandes Señores que la hora de la invasión de Ansalon está a punto de llegar, y hace saber a todos los dioses que quieran escucharla que reclama como suyos esta época y este mundo, advirtiéndoles que no interfieran en ello.»
—Otro presagio —dijo la mujer armada, de malhumor—. ¿Y no hay un mensaje para mí?
«¡Ah! —graznó la seca voz— ¡Pide mensajes para ella!»
—¡Dímelo! —ordenó la mujer de la armadura negra.
«Si hay un mensaje para ella, no es más que esto: que prometió al Gran Señor que conseguiría y mantendría el acceso a la fortaleza de Thorbardin. La Reina no soportará a nadie que falle en las promesas hechas en su nombre.»
—¡Yo no fallaré! —replicó la mujer—. Aunque no cuente con más ayuda que la de... ¡ésos! —gritó a la vez que, con el brazo libre, señalaba despectiva los oscuros campamentos de la horda de goblins a la espera—. Pedí al Gran Señor unas buenas fuerzas de ataque. Pero... ¿qué me dio él? ¡Unos pestilentes goblins! Sin embargo, yo venceré. Thorbardin caerá cuando llegue el momento.
La seca voz dijo:
«No necesita explicarme todo esto. Es su problema; no el mío. Ahora me dejará descansar hasta que haya un motivo más importante para despertarme.»
—¡Yo haré lo que me dé la gana! —declaró la guerrera, pero, cuando unos diminutos relámpagos saltaron del negro objeto para pincharle la mano, emitió entre sus apretados dientes un sibilante sonido y se apresuró a esconderla bajo la armadura.
Aún le latía cuando, por fin, la tuvo descansando entre los senos.
—Presagios —gruñó ¡Yo no necesito presagios para realizar lo que me he propuesto!
Fijó entonces la mirada en el cielo, pero no allí donde las lunas contaban sus historias, sino más hacia el oeste, donde las cumbres que formaban el borde oriental del valle se alzaban cual mellados dientes contra el firmamento nocturno. Allí, a gran distancia detrás de la muralla de roca, se veía un resplandor carmesí; una luz que no procedía de la luna ni de un fuego, pero que permanecía suspendida en el cielo al otro lado de la cordillera como un eco del fulgor de Lunitari.
El objeto negro se movió entre sus pechos, y de nuevo percibió ella la seca y desagradable voz.
«Ah, pero sí que parece haber un mensaje para ella. Alguien anda por fuera esta noche, buscando el perdido camino de Thorbardin.»
* * *
La luz diurna inundaba el valle cuando Chane Canto Rodado despertó. Tardó unos instantes en saber dónde se hallaba. Parpadeó y miró a su alrededor.
Los postigos de la cabaña estaban retirados, y la puerta aparecía entornada. Los armarios habían sido dejados abiertos y vacíos, y la fresca brisa otoñal recorría la vivienda, arrastrando consigo los sonidos del canto de los pájaros y los producidos por otras pequeñas criaturas; sonidos que, como de pronto se dio cuenta el enano, no había oído desde su llegada a aquel extraño valle situado en plena soledad. Cerca de la puerta, Sombra de la Cañada dormía sobre una áspera estera.
Chane se desperezó antes de levantarse. Estaba entumecido de dormir apoyado en la mesa y con el martillo todavía colgado de la espalda. Al recordar la noche anterior, deshizo con torpeza el nudo de su bolsa y examinó su contenido. En efecto, el cristal rojo seguía allí. El enano se llevó una mano a la frente y, a continuación, utilizó como espejo la pulida superficie del martillo. La mancha encarnada seguía en su cara, encima mismo del caballete de la nariz, pero había perdido color y se veía menos. No obstante, su mente estaba llena de una información que, como bien sabía, no había poseído antes.
Chane se volvió al percibir un pequeño ruido. El kender acababa de entrar por la puerta.
—Irda se ha ido —dijo el menudo personaje con tristeza—. No puedo encontrarla en ninguna parte. Y me figuro que también se ha llevado los gatitos, porque tampoco los veo.
—Supongo que nos ha dejado, pues —dijo Chane, al mismo tiempo que reunía sus cosas—. Pero no importa. Ya sé qué camino debemos seguir.
«EL CAMINO DE ALA TORCIDA»
Según los rumores, había habido un tiempo en que las rutas comerciales habían enlazado los reinos de Ansalon de manera más o menos segura desde Palanthas y el alcázar de Vingaard, en el norte, hasta el meridional Thorbardin, pasando por Solamnia, Abanasinia y Pax Tharkas. Quizá llegaran todavía más lejos.
Ala Torcida había oído las historias y suponía que eran ciertas, si bien nadie se lo había podido confirmar nunca. A lo largo de los cuarenta años con que aproximadamente contaba, había visto buena parte del mundo conocido y tratado con toda clase de gente. Sabía el valor que los elfos de Qualinost daban a los cereales y productos alimenticios de Solamnia. El montañoso Thorbardin comerciaba con cereales y especias, como hacía su propia tierra natal de Abanasinia. Y en Abanasinia y Solamnia había visto —en manos de quienes se las podían permitir— abundancia de herramientas y armas elaboradas por los enanos de Thorbardin, así como finas telas procedentes de Qualinost.
Fibras y tejidos, plumas y pieles, comestibles y combustibles, exóticas chucherías... Cada uno de los países que había visitado en sus viajes poseía en abundancia determinados artículos, mientras que tenía escasez de otros.
En alguna época del pasado, el comercio probablemente se habría extendido por todo Ansalon. Ahora, en cambio —y durante todo el tiempo que Ala Torcida y sus conocidos recordaban—, el comercio era irregular y arriesgado.
«Así es el mundo —se había dicho a sí mismo en más de una ocasión—. Siempre hay alguien más determinado a matar de lo que los demás están dispuestos a vivir en paz.»
Para algunos poetas, el mundo era el «pobre y asolado Krynn». Ala Torcida, en cambio, no tenía nada en contra de la naturaleza de las cosas. Era el único mundo que había conocido y, en ciertos aspectos, la combatividad de sus razas lo ayudaba en sus esfuerzos. Sus caracteres reservados y la mutua desconfianza hacían mucho más preciosos todos los artículos deseados. A veces, Ala Torcida era contratado como guía, o bien para escoltar a mercaderes. También se daba el caso, como ahora, de que transportase sus propios fardos, en general por una apuesta.
En esta ocasión, la apuesta era con el comerciante Rogar Hebilla de Oro, Enano de las Montañas. Animados por sendas jarras de cerveza en la Posada de los Cerdos Voladores, en Barter, Hebilla de Oro había afirmado que Ala Torcida nunca lograría hacer, con vida, el camino desde Barter a Pax Tharkas y luego el de regreso con una carga de mercancías de sus agentes de esa última ciudad.
El regreso con el bulto sellado sería poca cosa en comparación con lo que le tocaría pagar a Rogar Hebilla de Oro por su apuesta.
De todos modos, el viaje no había salido mal, porque Ala Torcida sabía elegir sus rutas con cuidado y se había dirigido hacia el norte, camino de Pax Tharkas, por una senda para volver por otra, con objeto de rehuir posibles emboscadas y otras cosas desagradables que podían producirse en los desiertos. Había cabalgado siempre atento y había dormido con todos sus sentidos alerta, pero aun así recordaba peligrosos incidentes: el ogro que, salido de una cueva, por poco lo había matado en un atajo de montaña, en las cercanías del bosque de Wayreth; el corrimiento de tierras que le había obstruido el camino al sur de Pax Tharkas; la banda de ladrones asesinos que, después de descubrir su pista en la
Cordillera de los Pesares
, lo habían seguido hasta obligarlo a enseñarles mejores modos... Luego, el vado inundado que lo había forzado a cambiar de curso, cosa que precisamente lo había conducido al escondido valle donde el pájaro le había lanzado un grito de advertencia y donde había salvado la vida por milagro al perseguirlo una manada de gatos salvajes.
Y, por si todo eso fuera poco, los goblins... Ala Torcida meneó la cabeza, perplejo. ¿Qué hacían los goblins al sur de Pax Tharkas? Nunca había oído hablar de goblins en aquellas regiones. En otras partes, sí, pero no allí. Eso le recordó los comentarios escuchados en Pax Tharkas... Espantosos rumores, muy confusos todos, de augurios y profecías, de extraños fenómenos observados en lugares remotos.
Incluso había quien afirmaba que, según testigos presenciales, en el norte se veían dragones.
Y por último, la noche anterior, aquel doble eclipse de lunas... Ala Torcida había oído conjeturar sobre ello a filósofos y astrónomos, pero nunca antes lo había visto con sus propios ojos. Poco faltó para que la sorpresa le costara el caballo y sus fardos.
Geekay
se había encabritado y se había soltado del ronzal, y a Ala Torcida le había tocado correr detrás del animal durante casi un kilómetro, antes de conseguir atraparlo.
¿Significaba esto algo especial? Ala Torcida pensó en Garon Wendesthalas y se preguntó dónde estaría. Los elfos solían saber más que otros respecto de semejantes fenómenos. Quizás encontrase al elfo en Barter, y entonces podría preguntárselo.
El hombre cambió de posición en su montura, para aliviarse de la fatiga del viaje, y se ciñó más la chaqueta de piel de alce. El caballo descendía por una curva del empinado sendero, y Ala Torcida notó que se había levantado un viento bastante fresco. Incluso a principios de otoño hacía frío en aquellas alturas.
Hacía frío, sí, y, como el hombre notó de repente, reinaba allí una extraña quietud. Ala Torcida miró a su alrededor. Habían enmudecido todos los usuales sonidos del día: el crujir que producían a su paso los pequeños animales, las incontables voces de las aves que habitaban los peñascos... Lo único que se percibía eran los tristes gemidos del viento.