—¿Ya tienes todo lo que necesitas para ese viaje?
—Sí; llevo ropa de abrigo, una bolsa y un odre lleno de agua. Y el mapa, naturalmente. Supongo que no me iría mal contar con una compañía de hombres armados, pero no me puedo permitir tal lujo.
—¡No, desde luego que no! —contestó Silicia, picada—. ¡Con lo que la gente tiene que pagar por una simple escolta para atravesar los mercados! Imagínate lo que costaría una escolta para salir al..., al exterior...
La mujer recorrió con la vista las paredes y los armarios de su espaciosa habitación. En varios rincones había expuestos y amontonados grandes espadones y escudos, martillos y picas. Su marido, Petrus Orebrand, estaba muy orgulloso de su colección.
—Creo que, por lo menos, deberías coger un arma o dos...
—¿Cómo voy a hacerlo, si son de tu marido?
—¡Bah! Ha perdido la cuenta de lo que tiene, y no echará en falta lo que ya no recuerda —replicó Silicia y abrió una rinconera de la que extrajo una pequeña espada de doble filo y una daga en su vaina— Tomo esto, Jilian —dijo—. Mi hermano le regaló estas piezas a Petrus, en un arranque de generosidad, pero debe de hacer años que mi marido ni las mira. Ya sabes que no siente mucha simpatía hacia mi hermano.
Jilian aceptó la espada y la examinó con curiosidad.
—Pesa más que una palanca —comentó.
—¿Usaste alguna vez una espada?
—Pues... no, la verdad. ¿Y tú?
—Tampoco, Jilian. Pero no me parece muy complicado el manejo. Me figuro que sólo es cuestión de blandiría y...
—Como si se tratase de una barra, ¿no?
—Será mejor sujetarla con ambas manos. La empuñadura es suficientemente larga para tus dos manos. Ponte aquí, en medio de la habitación, y hazla girar un poco. Al menos ya tendrás un poco de práctica, si te ves forzada a luchar contra algo.
Jilian ayudó a Silicia a apartar los muebles, se colocó en el espacio libre y alzó la espada asiéndola cuidadosamente con las dos manos. Aunque el arma era menor que la mayoría de las espadas de la colección de Petrus Orebrand, sólo resultaba unos quince centímetros más baja que ella, y gran parte de su peso descansaba sobre su parte delantera, cerca ya de la punta, al estilo de los enanos. Como robusta joven de su raza, Jilian no tuvo dificultad para levantar el arma e, incluso, mantenerla a un brazo de distancia, pero la espada tendía a hacerle perder un poco el equilibrio.
—¿En qué la pruebo? —preguntó.
Silicia fue en busca de un candelero con una vela de unos treinta centímetros de largo.
—Corta el cirio —sugirió.
—Bien. Aléjate.
Jilian se situó a la derecha del candelero, calculó la distancia, alzó la espada y tomó impulso. Jadeante, se agarró con toda su alma al arma cuando ésta pareció pasar al ataque. La espada cortó silbando el aire por encima de la vela y continuó con el mismo ímpetu cuando el impulso del golpe se convirtió en fuerza centrífuga. Jilian comenzó a girar como una peonza. Sus pies no eran más que una mancha borrosa, y mantener el equilibrio con el arma en las manos le costaba un triunfo.
En su segunda vuelta, la espada cortó la vela. En la tercera partió en dos el candelero de roble. En la cuarta segó las patas del soporte y, de paso, arrancó dos velas de una araña que pendía al otro lado de la pieza. Silicia chilló y se agachó en busca de protección cuando Jilian daba vueltas aún más deprisa. Cuatro revoluciones más, y la espada destripó un tarro de hierbas, decapitó una silla, partió en dos un tapiz colgante y acabó empotrada en el marco de una puerta. Jilian parpadeaba desconcertada mientras continuaba en ella el mareo; luego arrancó el arma y se quedó mirándola.
—¡Cielos! —jadeó.
Silicia asomaba la nariz por detrás de un banco de piedra.
—¿Crees que... has terminado?
—Eso creo, sí —contestó Jilian, aún medio atontada—. ¡Qué horror! ¡Fíjate en el desastre que he hecho!
Silicia salió de su escondrijo para admirar la espada que Jilian aún tenía agarrada.
—No necesitarás más práctica —balbuceó. ¡Creo que ya sabes manejarla!
—Es posible, pero... ¡es espantoso lo que he causado en tu habitación, con lo bonita que era! Lo siento de veras, Silicia...
La mujer dio varias vueltas a la habitación, fruncidos los labios al comprobar el desastre.
—Bueno, pues no es tan grave la cosa. En realidad nunca me gustó ese candelero, ¿sabes? ¡Y aquel horrible tapiz! Había pensado cortarlo por la mitad y hacer dos bordados para luego enmarcarlos... En cuanto a la araña, nunca me había imaginado que uno pudiera divertirse tanto con ella. Me pregunto si algunas de las damas tendrían interés en organizar clases.
Jilian dijo entonces:
—Creo que, si piensas que no le parecerá mal a tu marido, voy a tomar prestada esta espada.
—¡Con toda tranquilidad! Además, el arma es tan mía como suya. Llévatela, y también la daga. ¡Lo pasarás bien con estas cosas! Podríamos alquilar una sala —continuó Silicia, impulsada por sus pensamientos— y practicar al compás de la música. A más de una chica le convendría hacer ejercicio...
Después de su visita a Silicia Orebrand, Jilian fue a casa del comerciante Rogar Hebilla de Oro.
—¿Adónde dices que vas? —inquirió, mirándola con recelo por el rabillo del ojo.
—Afuera —repitió ella—. Quiero buscar a Chane Canto Rodado y traerlo a casa. Puede estar perdido o medio muerto de hambre. ¡Quién sabe...!
—¿Tú? —exclamó el comerciante, que no acababa de creer lo que oía—. ¡No puedes andar sola por ahí! ¿Tienes una idea de a lo que te expones?
—Pienso llevar una espada —contestó Jilian para tranquilizar al hombre—. Sé manejarla bastante bien. Lo que yo quería pedirte, era... Dado que tú tienes tratos con gente de fuera, tal vez puedas aconsejarme a quién preguntar, para ayudarme en la búsqueda.
—¡No hables con nadie del exterior! —replicó Hebilla de Oro—. No te fíes de nadie ni de nada, ahí fuera. ¡Sólo hay maldad y corrupción, hija mía!
—Poseo un mapa —explicó ella—, pero lo único que me indicará es dónde fue visto Chane por última vez. Y, como cabe la posibilidad de que ya no se encuentre allí, necesitaré preguntar por él. Por cierto —se le ocurrió añadir entonces—, tú no tendrás ninguna expedición que se dirija al norte, ¿verdad? Porque podría unirme a ella, hasta llegar al desierto. Allí es donde pienso empezar a mirar.
Hebilla de Oro buscó un banco donde acomodarse, y se dejó caer de golpe en él. La chica que tenía delante era la más bonita doncella enana que uno pudiera imaginarse, y siempre la había considerado sensata y práctica. Con frecuencia acudía a su tienda para comprar algo, o con objeto de entregar pedidos de su padre. Ahora, en cambio...
—No tengo ninguna expedición en marcha hacia allí —declaró con voz débil—. Nadie se acerca a aquellos parajes. No existe ruta comercial alguna por semejantes lugares desde el Cataclismo, y antes sólo se atravesaban en ocasiones. El loco de Ala Torcida sí que estuvo allí. Apostó a que iría a Pax Tharkas y regresaría, si yo le daba una comisión. Era la idea de un chiflado, pero él ya lo es, claro...
—¿Ala Torcida? ¡Qué nombre tan raro! —Jilian frunció sus encantadores labios— Tal vez me convenga hablar con él. ¿Dónde puedo hallarlo?
—Desde luego, no en Thorbardin. ¡Nunca lo dejarían acercarse a las puertas en menos de treinta kilómetros a la redonda!
—¿Y por qué no? ¿Qué hizo?
—No lo entenderías, hija. Ala Torcida no es un enano, sino... Verás, tuve algún trato comercial con él y llegó a inspirarme confianza, pero... ¡es un humano!
Jilian lo miró asombrada.
—Y qué negocios hacías tú con los humanos? Ya sé que existió alguna relación comercial con ellos, pero... ¿no dicen que son...?
—Poco formales, sí. Por regla general. Volubles, además, y poco agradables en su mayoría. Claro que uno debe ser un poco indulgente, teniendo en cuenta lo breve que suele ser su vida... Pero dime, niña, ¿viste tú a algún humano?
—No. Nunca salí de Thorbardin. Pero he oído hablar de ellos. Chane conoció a varios, cuando cumplía encargos o llevaba mensajes para ti, y me hablaba de ellos. Incluso llegó a ver un elfo.
—Lo sé, lo sé —suspiró Hebilla de Oro—. En los lugares de trueque hay de todo, pero semejantes sitios no son para una chica como tú. ¡Créeme! Me estremece pensar que...
—Chane está en alguna parte de esos mundos. ¡Y por encargo tuyo visitó antes esos centros de intercambio, al fin y al cabo!
—¡Pero eso es diferente! Chane sabe cuidar de sí mismo, mientras que tú...
—Otra cosa que quería decirte... Es posible que Chane necesite el dinero que ganó trabajando para ti. Si me lo das, yo se lo entregaré a él..., ¡si es que lo encuentro!
Durante kilómetros y kilómetros, el negro sendero avanzó serpenteante por la densa selva. Luego, después de una larga curva final, salió de la espesura para seguir recto como una flecha a través de una ondulada llanura donde la vegetación era escasa. Sólo crecían allí musgos y alguno que otro mísero arbusto. La luz de las lunas Lunitari y Solinari —la primera casi encima de ellos, y la segunda sobre los riscos del Murallón del Oeste— bañaba el paisaje de un misterioso color rojo, salpicado de blancos toques de luz bajo un cielo lleno de estrellas.
—Más ruinas —señaló Chestal—. Aquí debió de existir una ciudad. Quizá fuera el Cataclismo lo que...
—¡No! Esas ruinas proceden de mucho antes —contestó Sombra de la Cañada—. Son antiquísimas. Dicen las leyendas que hubo una ciudad en la Edad de los Sueños.
—¿Lo dicen las leyendas? —gruñó Chane— ¿Y tú, que eres mago, no lo sabes?
—No, si no dispongo de un poderoso hechizo para ver a través del tiempo —replicó la rasposa voz invernal—. Y en un sitio como éste no pienso probar encantamientos. Aquí suceden demasiadas cosas extrañas.
Cerca de ellos a muy poca distancia,
algo
pareció estar de acuerdo... Algo, por cierto, que lamentaba el hecho.
—Dicen que en este valle hubo una ciudad —prosiguió el mago—. Y que en la ciudad vivía un rey que apresaba y mantenía cautiva la fuente de toda magia. Aquel rey se llamaba Gargath.
—¿Y cómo pudo adueñarse de la fuente de la magia? —preguntó Chess, muy excitado— ¿Supones que todavía está allí?
—No. Sólo queda el lugar donde en su día se celebraban las ceremonias, y también el correspondiente emblema. Se trata de un bien trabajado objeto llamado
Sometedor de Hechizos
, que todavía conserva poder. El suficiente para confundir y mantener dominados los más elevados niveles de la magia.
«¡Qué lástima!», pareció decir algo que no tenía voz.
—¿Es eso lo que sucede con mi hechizo? —preguntó Chess, mirando a su alrededor—. ¿También está preso?
El mago hizo un movimiento afirmativo.
—Probablemente.
—Diría yo que eso no le hace mucha gracia —señaló el kender.
—¿Te refieres al encantamiento? —gruñó el enano—. ¿Qué saben los hechizos y encantamientos? ¡No son personas! Oye, ¿tenemos que caminar aún mucho más? —agregó de cara al mago.
—No; ya no queda lejos —contestó Sombra de la Cañada— ¿Tan pronto te has cansado?
—¿Cansarme yo? ¡Nada de eso! Lo que ocurre es que tengo cosas que hacer, y no acabo de entender cómo...
—Ya lo verás —lo tranquilizó el mago—. Tú quieres encontrar el yelmo soñado, ¿no? ¡Pues por aquí tienes que empezar!
Chane lo observó ceñudo.
—Qué tiene que ver eso contigo? Es
mi
sueño, ¿no? ¿Qué te importa a ti?
—Tu sueño puede ser de gran importancia para mucha gente —suspiró Sombra de la Cañada—. En tiempos ominosos, los significados adquieren nuevas trascendencias. Tengo mis buenas razones para ayudarte a realizar tu destino, Chane Canto Rodado..., si es que lo consigues.
—Si tan importante es para ti, ¿por qué no vas tú en busca del yelmo y me dejas regresar a Thorbardin? A mí no me hace ninguna gracia esto de no tener un techo sobre mi cabeza.
—Lo sé. Tú eres un Enano de las Montañas. Sin embargo, él sueño es tuyo, Chane, y no mío.
—¡Un cuerno! —murmuró el enano—. Es como intentar obtener una respuesta razonable de ese kender. —Y en voz más alta añadió—: ¿Qué quieres decir con eso de «tiempos ominosos»?
—Hubo ciertos presagios. Algunos los interpretaron a su manera, y hay quien cree en ellos. Algunos opinan que estas tierras van a ser víctimas de la devastación. Otros afirman que esa devastación ha comenzado ya. Se trata de una invasión, de guerra... De lo peor que puedas imaginarte.
Chane se detuvo y miró al hombre.
—¿Cuándo ocurrirá eso?
—Pronto —declaró el mago—. En opinión de algunos, dentro de unos cinco años. Según otros, este mismo año.
—Pero... ¿por qué?
—Espero que se produzcan más presagios —dijo Sombra de la Cañada, y su voz, aunque queda, resultaba gélida como una noche de invierno—. Entonces quizá sepamos más.
Delante de ellos, el camino avanzaba hacia lo que podría haber sido una enorme puerta abierta en un gran muro, salvo que tal puerta ya no existía hacía tiempo. Todo cuanto quedaba era una desgarrada grieta en una alargada y alta estructura de piedras rotas, que se extendía hacia la izquierda y la derecha hasta una distancia perdida entre las sombras. Tratábase de una vetusta pared reducida aquí y allá a escombros. Junto a ella, al lado mismo del oscuro sendero, había un separado montículo de cascotes que resultaba familiar. Era semejante al que habían encontrado antes en el bosque: un cúmulo de lo que antaño habrían sido diversas cosas relacionadas entre sí, y del que sobresalían tocones y extrañas formas.
—¿Otra máquina hecha por gnomos? —exclamó Chess—. ¿Para qué supones que pudo servir?
—Lo ignoro, pero se ve una cosa muy antigua —respondió el mago.
«¡Muy, muy antigua!», pareció asentir algo invisible.
—Un artefacto para asedios —explicó Sombra de la Cañada—. Los construían para atravesar la muralla.
—¿Y quién lo hizo?
—Los gnomos. ¿Quién, si no?
—¿Qué diantre querían?
—Lo que tenía Gargath. ¡La fuente de toda magia!
—Nunca había oído decir que los gnomos utilizasen la magia —comentó el kender.
El mago frunció el entrecejo y pareció estremecerse.
—Será mejor seguir adelante —dijo.
Más allá del muro, el sendero descendía abruptamente hasta penetrar en una selva tan densa que la luz de las lunas era sólo un mosaico a través de las entretejidas ramas.