—¡Ven de una vez! —gritó el kender—. ¡No disponemos del día entero!
Con Chess tirando de él y el esfuerzo de sus propias piernas, Chane logró librarse de las zarzas que lo tenían sujeto y rodó al suelo. No veía más que una masa de broza y espinas delante de su cara. El enano intentó ponerse de pie, trastabilló y volvió a caer con la cabeza envuelta en tallos de enredadera. Detrás de él, así como a su derecha y a su izquierda, seguían los peligrosos ronquidos de los enormes felinos. Chane se preparó para hacer frente a su ataque, y esperó.
Pero no sucedió nada.
Muy cerca de él, el kender dijo:
—¡Caramba! Creo que hemos dado con el «camino».
Después de arrancar y cortar la maleza que cubría al enano, Chess consiguió abrir un túnel en la espesura para que el compañero pudiese ver lo que tenía delante. Chane miró a su alrededor. Se hallaban tocando al centro de una amplia senda que conducía al bosque, y cuya superficie estaba cubierta de grava negra. Las piedrecillas relucían en la moteada luz como pequeños fragmentos de carbón. Y a ambos lados de esa senda había varios de los terribles felinos cazadores, que gañían entre fieras miradas al mismo tiempo que avanzaban con paso quedo a lo largo del borde del camino de grava.
—No quieren entrar en el sendero —murmuró el kender—. Supongo que esto es lo que quiso decir el pájaro.
Chess procuraba apartar del enano los pinchos y las enredaderas, y lo hacía con la mejor voluntad.
—Estás hecho una pena —señaló divertido—. Con un poco de tiempo, creo que llegarían a nacerte bayas.
Cuando, por fin, los brazos del enano quedaron libres, él mismo se fue desenredando. Prefería que el kender no tuviera que ayudarlo.
—Esto va de maravilla —comentó Chess, a la vez que alzaba el utensilio de que se había servido.
Chane lo miró. Era una daga hecha con el diente de un felino.
—¡Oye! —exclamó. ¿Qué haces con eso? ¡Es mío!
—¿Ah, sí? —contestó el kender, observando de cerca el cuchillo—. Lo encontré en alguna parte, cuando rodábamos ladera abajo. ¿Supones que lo perdiste?
—¡Devuélvemelo!
—Muy bien —dijo Chess, entregándoselo—. Si tienes la certeza de que te pertenece, ¡tómalo! De todas maneras, yo tengo otro igual...
* * *
Por encima del negro camino empezó a describir círculos un iridiscente cuervo que luego partió hacia el norte como si quisiera indicarles el rumbo a seguir. También otros ojos vigilaban al pájaro, aunque no de modo directo. En lo alto de un risco azotado por el viento entre los picachos que se elevaban al este del valle de Waykeep, un hombre permanecía arrodillado junto a un charco de hielo, estudiándolo con profundo interés. Una oscura manta de piel de bisonte ceñida alrededor de sus hombros lo protegía del frío, y sólo permitía ver aquí y allá el color de la larga prenda que llevaba debajo: una especie de hábito que tiempo atrás habría sido de un intenso tono bermejo, pero cuya capucha, así como la esclavina y los bordes, había palidecido hasta tener ahora el color rosicler del crepúsculo. A la sombra de la capucha, ese matiz se mezclaba con el gris invernal de los despeinados bigotes.
En el charco de hielo había una imagen: la de dos seres en un sendero negro por cuyos lados merodeaban unos felinos negros, mientras un pájaro igualmente negro trataba de llamar la atención de los dos hombrecillos desde arriba. La imagen se hizo borrosa e indistinguible cuando un golpe de viento esparció nieve seca y dura sobre la capa de hielo. Sin levantar la vista, el hombre empuñó un largo báculo que tenía un emblema de cristal en la punta. La luz del sol se reflejaba en ese cristal, concentrándose para brillar en la helada superficie, que se alisó hasta derretirse y, después, volvió a ser compacta y clara. Los dos seres del valle seguían al ave. Como una mortal guardia de honor, unas grandes bestias negras avanzaban por ambos lados del camino, como si los escoltasen.
La imagen se desplazó de repente, y en el hielo apareció una amplia cámara subterránea, abierta en la piedra viva. Vacía y a media luz, la pieza contenía varios objetos y estructuras. Lo que más destacaba era un extenso estrado sobre el que descansaba un sarcófago. Distribuidos por las sombrías paredes había diversos cuadros, todos ellos del más puro estilo de los enanos. La vista del hombre quedó fija en una pintura, que pareció acercarse y aumentar de tamaño: representaba un enano en lucha, de brillante armadura, que conducía a un grupo de guerreros enanos a través de la voladura practicada en una montaña. La visión volvió a aproximarse, ahora enfocando el rostro del enano caudillo.
El hombre estudió con la máxima detención las facciones de aquella cara: anchas y enérgicas, eran las de un enano que había conocido el poder y también el sufrimiento. Los ojos, separados e inteligentes, habían visto mucho, y disfrutado todo lo posible. Era un rostro cincelado para la paciencia, pero ahora desfigurado por la furia mientras guiaba a sus soldados al asalto final.
Después de unos momentos de esforzada observación, el hombre movió bruscamente su bastón. La visión cambió de nuevo, mostrándole de súbito el negro sendero del valle de Waykeep. Y en el hielo surgió el ceñudo y enfadado rostro de un enano vestido de piel negra, con dos orejas de felino encima de la cabeza.
Del mismo modo que el hombre había examinado la cara del hombrecillo de la pintura, ahora estudió la del enano que se hallaba en el valle.
El camino de piedras negras se hacía sinuoso a medida que se adentraba más en el valle de Waykeep. A veces describía extrañas curvas sin aparente motivo, y en algún momento daba casi un rodeo, de forma que el kender y el enano se encontraban de improviso andando hacia el sur a bien poca distancia de donde acababan de pasar en dirección norte. En otras ocasiones discurría recto durante un trecho, pero sólo para doblar bruscamente hacia el este o el oeste, como si quisiera eludir algún obstáculo que ni Chane ni Chess podían ver.
También había ratos en que el sendero se estrechaba hasta medir sólo unos dos metros. Entonces, los grandes felinos se amontonaban a lo largo de sus bordes —sumando una docena o más, que no cesaban de roncar y ronronear de excitación—, y los dos pobres caminantes se veían obligados a ponerse en fila india y pasar una verdadera carrera de baquetas entre las terribles y amenazadoras garras de las fieras, que hacían todo lo posible para atraparlos.
—Decididamente, estas criaturas son muy hostiles —jadeó Chess cuando logró rehuir una enorme pata de garras como agujas. Y, al ver que aún procuraba darle alcance, le soltó un duro golpe con la jupak—. ¡Maldito morrongo! —gruñó.
El rugido con que respondió el animal fue atronador.
Detrás mismo de él, Chane se agachó cuando una de las fieras intentó golpearlo.
—¡Deja ya de provocarlos! —le gritó al kender— ¿No ves que todavía lo estropeas todo más?
—No entiendo por qué han de mostrarse tan agresivos —contestó Chess con un encogimiento de hombros—. Quizá no se alimenten de manera regular. Me pregunto, además, por qué este dichoso sendero da tantas vueltas. ¿No te sorprende que un camino se tome semejantes molestias para evitar cosas cuando en realidad no hay nada que evitar? ¡Mira! Ahí tenemos otra vuelta... —agregó, indicando el punto donde la negra senda giraba de manera brusca hacia la izquierda y desaparecía en la espesura—. ¿Ves tú algún motivo para que no podamos seguir adelante en línea recta?
—No sólo uno, sino una docena —respondió el enano, a la vez que contaba los negros felinos.
—No me refiero ahora a ellos. ¿Qué supones que puede existir ahí delante, para que el camino no quiera que lo descubramos?
Chane notó que una tremenda garra rozaba la punta de su bota y se apartó de un salto, pero en el acto tuvo que agazaparse, porque una de las bestias apostadas al otro lado intentaba arrancarle la cabeza. El enano perdió el equilibrio y cayó de bruces, con lo que levantó una lluvia de grava.
Los felinos que estaban cerca retrocedieron. Chane se alzó hasta quedar de rodillas y, con una mano, arañó la capa de grava, que parecía extendida de modo uniforme sobre una superficie lisa, como si alguien la hubiese barrido. Sólo tenía unos centímetros de grueso, y debajo había simplemente tierra. El enano reunió un puñado de grava y se la arrojó a un animal, que se hizo a un lado como si tuviese miedo.
—Ya veo que estas piedras no les gustan —murmuró Chane—. Creo que las temen.
Chess había vuelto unos pasos atrás.
—¡Ah, pues bien...! Eso es fácil —dijo—. Sólo necesitamos mover el camino.
—¿Moverlo? ¿Cómo? —inquirió Chane, ceñudo.
—Yo no lo sé —respondió el kender—. Eso tú, que eres un enano. Tengo entendido que vosotros sabéis hacer muy bien cosas así..., como mover la grava... Dime cómo lo harías.
—Utilizaría una suerte de pala. Algo plano y pesado para arrastrarlo de un sitio a otro. Pero no lo tenemos.
—Pero quizá podrías confeccionar uno —sugirió Chess—. A nuestro alrededor hay muchas cosas apropiadas.
Chane suspiró al echar una mirada al bosque que se extendía más allá del camino. En efecto, allí abundaban los materiales, y estaban bien a mano. Pero también había una serie de gigantescos felinos negros, dispuestos a atrapar a quien se saliera un dedo del sendero.
—Desde luego —admitió el enano—. Aquel trozo de tronco caído podría servir de arrastre, con unos vástagos enganchados... Pero está allí, y no aquí.
—¡Pues sal en su busca! —dijo el kender—. Aguarda un minuto. Voy a ver si te hago un poco de sitio.
Sin vacilar, Chess se colocó en el borde de la senda, alzó su bastón y pinchó con él entre las orejas a uno de los animales. Mientras éste reculaba, el kender golpeó a otros dos felinos, le dio a un cuarto animal en las costillas y se apartó en el acto para saltar de la alfombra de grava negra con unos pies increíblemente veloces y volver a entrar en terreno seguro. Los felinos de aquel lado quisieron saltar sobre él entre furiosos rugidos.
—¡Date prisa! —voceó.
Por espacio de unos instantes, Chane permaneció perplejo ante la retirada de sus perseguidores.
—¡Rayos y centellas! —susurró—. Este kender está loco.
Pero luego salió disparado en busca de los materiales necesarios para construir el aparato.
»
No sé por qué hago esto —gruñó mientras arrastraba lo encontrado hacia lugar seguro—. No fue idea mía eso de cambiar el camino, sino suya.
Aun así, cuando el kender reapareció en la curva del sendero con una manada de rabiosos felinos acechándolo, Chane ya sujetaba tallos de enredadera a un tronco, al que añadía peso con piedras. Chess se le acercó para observar por encima de su hombro lo que hacía.
—¿Crees que servirá? —preguntó.
—¡Claro que no! —replicó Chane, picado— Sólo hago esto para pasar el rato.
—¿Qué problemas presenta el artefacto?
—En primer lugar, para que mueva la grava tiene que haber alguien que tire de él. Y quien sea que lo haga, tendrá que traspasar el borde del camino en más de dos metros antes de que la carga de grava llegue a su destino.
—Eso puede resultar un poco arriesgado —admitió Chess, a la vez que vigilaba a las fieras que merodeaban a su alrededor—. Pero, si no tiras con demasiada rapidez, yo puedo ir detrás de ti y...
—¿Yo he de tirar de eso?
—Es tu invento, ¿no? —señaló el kender—. Además eres más corpulento que yo. En cualquier caso, yo puedo seguirte y arrojar grava hacia adelante en suficiente cantidad para mantener apartadas a las bestias mientras tú cambias la dirección del camino...
—¡Yo no veo ningún inconveniente en dejar esta maldita senda tal como está!
—¡Eso ya está hablado! —refunfuñó Chess.
* * *
Teniendo en cuenta las circunstancias en que había sido construido, el ingenio funcionó bastante bien. La negra grava que cubría el camino formaba sólo una capa de pocos centímetros de grueso, y debajo había arcilla, y, cuando Chane se echó sobre los hombros los tallos de enredadera que habían de servir para arrastrar el tronco, formó delante un creciente montón de negros guijarros, dejando atrás el suelo pelado.
—¡Perfecto! —exclamó Chess con una risita—. Enfila la curva y, después, continúa en línea recta. Yo iré detrás mismo de ti.
—Suena muy consolador —rezongó el enano.
Cuando alcanzó la curva, Chane apenas avanzaba. La grava amontonada delante del artefacto era ya tanta, que el enano tenía que emplear todas sus fuerzas para moverlo. Una vez en el borde del camino, vaciló. Allí tenía que enfrentarse a los felinos. De pronto, una lluvia de negra grava empezó a volar por encima de sus hombros y, dado que el kender arrojaba entusiasmado un puñado detrás de otro con toda la rapidez posible, algunas piedras rebotaron en la espalda del enano. Las fieras rugieron e hicieron gestos de querer atacar, pero lo cierto es que empezaron a retirarse.
—¡Quita los pesos del aparato! —gritó Chane.
—¿Por qué?
Un nuevo puñado de grava voló por los aires, y un guijarro de considerable tamaño le dio en la mejilla al enano cuando se volvió.
—Porque entonces dispersará la grava en vez de acumularla. ¡Haz lo que te digo, y no discutas!
Chess retiró los pesos y reanudó las duchas de piedrecillas mientras Chane cargaba de nuevo con los arreos.
Cuando la pala estuvo vacía, el camino que quedaba al sur de la curva presentaba una desnuda franja de arcilla que formaba un ángulo desde el centro del sendero hasta el linde de la desviación, y un nuevo camino negro, del ancho de esa franja, penetraba unos quince metros en la espesura.
Chess se puso a corretear de delante atrás y viceversa por la senda recién aparecida, alargando el cuello para ver qué había en el bosque. Finalmente anunció:
—Por ahora no se distingue nada interesante. Será mejor que retrocedamos para cargar más grava.
La segunda franja que partía del camino principal alargó otros quince metros la nueva vereda, y la tercera los introdujo en las profundidades de la selva, desde donde casi ya no se veía el camino que habían seguido. Una vez en el extremo de la línea de grava, el kender estudió el terreno con ojos entrecerrados.
—Allí hay algo —indicó—, pero no puedo decir qué es. En cualquier caso, se trata de algo grande. Una carga más, y lo habremos alcanzado.
—¡Otra carga, y habremos borrado el camino original! —replicó Chane.