Ala Torcida dejó su caballo al cuidado de un hombre que se ganaba la vida con ello y se dirigió al pabellón de Rogar Hebilla de Oro, el enano comerciante. Ese pabellón, con sus toldos rojos y amarillos, era uno de los mayores de Barter, ya que Hebilla de Oro y sus colaboradores realizaban la mayor parte del comercio exterior, encargado por los mercaderes daewar de Thorbardin. El pabellón era un gran rectángulo con cuidados puestos en tres de sus lados. Allí, unos enanos vestidos con los colores de Hebilla de Oro ofrecían los mejores artículos de Thorbardin: preciosas gemas de muchas clases, piritas y piedras talladas, minerales en polvo o granulados, caras setas estimadas por su buen sabor, pedernal para encender los fogones en invierno, gran variedad de dijes tallados y otros objetos decorativos y, desde luego, algunas de las más perfectas armas y armaduras que pudieran conseguirse en Ansalon.
El cuarto lado del pabellón estaba ocupado por las mesas de contabilidad, y allí encontró Ala Torcida a Rogar Hebilla de Oro. El comerciante levantó una de sus espesas cejas al ver al humano y exclamó:
—¡Caramba! Parece que todavía sigues vivo... ¿Acaso abandonaste la idea de ir a Pax Tharkas a través de los eriales?
—¡Nada de eso! —rió Ala Torcida—. Fui y he vuelto, dispuesto a cobrar lo que tú apostaste. Pero antes, escuchar mis aventuras te va a costar una jarra de cerveza, Rogar Hebilla de Oro. Pero que no sea de ese brebaje que tú vendes, sino de la que tienes para ti.
—¡Mira que llamarla brebaje! —protestó el enano—. ¡Todo lo que yo vendo es de primera clase, y cada barril sale mejor que el anterior!
A pesar de su reproche, Rogar Hebilla de Oro sacó cerveza de la suya en un rincón donde había una mesa y bancos. Servido el dorado líquido en un par de copas de plata, los dos permanecieron un rato en silencio saboreando la fuerte bebida. Sólo cuando Ala Torcida hubo vaciado su copa y relamido sus bigotes en señal de apreciación, pasó el enano al asunto.
—Prometiste traer pruebas —dijo Hebilla de Oro— ¿Qué pruebas me presentas?
Con un expresivo gesto, el humano sacó su fardo de debajo del banco, lo levantó y lo puso encima de la mesa hecha con tablas.
—Comprueba el sello —indicó—. Es de tu consignatario de Pax Tharkas. Como verás, está intacto.
El enano inspeccionó el bulto y el sello, aunque sin dejar de gruñir.
—En cualquier caso, fue una apuesta estúpida. De estar yo sobrio en aquel momento, tú no habrías podido enredarme. ¿Cuánto era, por cierto?
—Eso lo sabes tú de sobra —contestó Ala Torcida—. De manera que, ahora, te toca pagar. ¿Y qué significa eso de que yo te enredé? Recuerdo bien que fue tu idea.
—Simplemente, quise hacerte un favor —replicó Hebilla de Oro—. Tú no tenías nada provechoso que hacer, y yo decidí darte la oportunidad de realizar una agradable excursión.
—
¿Una agradable excursión?
¿Cuándo atravesaste tú esos páramos, viejo charlatán? Yo hice el camino de ida y vuelta, pero es algo que no pienso repetir así como así. Porque allí hay ladrones y salteadores de caminos en cada recodo, y ogros que salen de sus cuevas, y... ¡felinos!
—¿Felinos?
—¡Ya lo creo que sí! Y goblins, por si fuera poco. ¿Por qué hay goblins tan al sur, Rogar? ¿Oíste algo acerca de ello?
—¿De veras viste goblins? —inquirió el enano con ojos entrecerrados—. Corren rumores, desde luego, pero...
—Pues yo no sólo los vi, sino que además tuve que pelear con ellos. Si no, que te lo diga Garon Wendesthalas. Regresaba él de Qualinost, y una banda de goblins le preparó una emboscada. Dio la casualidad de que yo pasara por allí, y les estropeé el plan. Fue a media jornada de aquí, o poco más, exactamente donde la senda desciende de la Cordillera de los Lamentos.
—Pero... ¡si eso ni siquiera está en la zona desierta! Pertenece al reino de Thorbardin.
—Es lo que yo suponía. Garon y yo creemos que se trataba de un grupo de exploradores, pero no logramos averiguar nada más. El único al que conservamos con vida (o al menos lo intentamos) estaba hechizado, y el encantamiento lo mató antes de que pudiera decirnos nada, salvo un nombre: Pantano Oscuro. ¿Conoces a alguien que se llame así? ¿O Comandante?
El enano sacudió la cabeza.
Ala Torcida se encogió de hombros.
—Quizá no sepamos nunca de qué se trataba en realidad. ¿Qué son esos rumores que circulan?
—¡Bah, simples habladurías! Alguien dijo haber visto recientemente unos goblins en Dergoth, y otros aseguraron que los ogros abundaban más de lo normal, y que a veces parecían reírse, como si estuvieran de broma.
—Lo que para un ogro es broma, puede ser una mala noticia para todos los demás —observó el hombre—. ¿Qué más hay?
—Pues... dicen, también, que varias de las tribus de las llanuras del norte han iniciado un desplazamiento hacia el sur, y se habla de extraños sucesos en las montañas Khalkist.
—¿Qué clase de sucesos?
—Desapariciones de personas, y cosas por el estilo.
—Continuamente se producen desapariciones de personas.
—Pero no aldeas enteras, Ala Torcida, ¡y menos aún tribus enteras!
—No; eso ya no es corriente...
—¡Diantre! —gruñó el enano—. Vivimos en un mundo inseguro, amigo, y corren tiempos preocupantes. Apenas llegado aquí, ya tuve noticia de una docena de predicciones, como poco. Según ellas, Ansalon se verá arrasado por la guerra antes de dos años. Y hay quien opina que sucederá antes. Los adivinos han estudiado los augurios y comparado las notas tomadas, junto con algunos magos. Pero ninguno tiene la menor idea de quién o qué puede verse envuelto en la guerra, si llega a producirse. ¡Ay, cielos! ¿Qué va a hacer un pobre comerciante si las cosas se ponen tan mal?
Ala Torcida miró al enano con una risita.
—¿Que qué va a hacer? ¡Pues sacar todo el provecho posible del mercado, como siempre! Por cierto, espero que me pagues lo apostado, por si ya no te acordabas...
Y el hombre le tendió la mano.
—¡Cuernos! —exclamó Hebilla de Oro— ¡Es un montón de dinero! ¿Crees, acaso, que sólo necesito hacer un chasquido con los dedos para que...?
—¡Sí! —afirmó Ala Torcida—. ¡Viejo roñoso! Esa cantidad es una miseria para ti, y tú lo sabes bien. De modo que dámelo de una vez, y yo invitaré a la primera ronda de cerveza en los Cerdos Voladores. Garon se reunirá allí con nosotros, y podremos comparar las historias de goblins con los siniestros rumores.
Al ver que el enano todavía vacilaba, el hombre cruzó los brazos sobre la mesa y dijo:
—Si estás pensando en hacerme una jugarreta de las tuyas, ¡olvídala! Pero, desde luego, si prefieres quedarte el dinero y cancelar mi deuda de servicios...
—¡No puedo hacer eso! —murmuró el enano—. ¡Bueno, de acuerdo!
Sin volver la cabeza, alzó un robusto brazo, hizo la castañeta con los dedos y, apenas transcurridos unos segundos, apareció a su lado un contable. El mercader le susurró algo al joven enano, y éste se alejó para regresar enseguida con una bolsa de cuero de considerable tamaño, que hizo un sonoro y satisfactorio ruido cuando Hebilla de Oro la dejó caer sobre la mesa.
—El peor negocio que hice en toda mi vida —gruñó—. Pero soy incapaz de dejar sin pagar una deuda.
—Nunca lo dudé —declaró Ala Torcida—. Y, por cierto, ¿qué hay en el paquete que te he traído?
—Dinero —respondió Hebilla de Oro con voz suave.
—
¿Dinero?
—Los beneficios acumulados de un año por mis empresas en Pax Tharkas. Te sorprenderías si supieses lo difícil que resulta efectuar envíos de moneda en estos tiempos, Ala Torcida.
El humano quedó boquiabierto. No podía creer lo que oía.
—¿Y tú..., tú me hiciste recorrer todo ese territorio tan peligroso con tu fortuna de un año a cuestas? ¿Sabes lo que te habría cobrado por cargar con semejante responsabilidad? ¿Incluso exigiéndote una participación?
—¡Claro que lo sé! —contestó el enano en tono sedoso—. Realmente fue mucho más barato hacer la apuesta.
—¡Sinvergüenza! ¡Caradura...!
—Añade que soy un maldito enano ladrón —sugirió Hebilla de Oro—. Si sueltas algún reniego humano, te sentirás mejor.
Ala Torcida farfulló algo, estuvo a punto de estallar y, al final, se apaciguó. No había que darle vueltas. El enano le había tomado el pelo mientras él actuaba con toda la buena fe.
El humano suspiró, recogió las ganancias de la apuesta y las guardó en su túnica.
—Bueno; al menos ya pasó todo —dijo—, y he quedado harto de esos eriales por mucho tiempo.
—Respecto de eso... —comenzó Hebilla de Oro—. Recordarás que dije que no podía librarte de tu deuda de servicio. El motivo es que... le pasé la deuda a... ¡a un amigo mío!
—Ah, sí? ¿A quién?
—¡A ella!
Hebilla de Oro miró más allá de donde estaba el hombre.
Ala Torcida se volvió y quedó aturdido. A un metro de distancia, esperando con paciencia, se hallaba la más atractiva muchacha enana que hubiese visto jamás. De poco menos de un metro treinta, tenía el ancho y enérgico rostro de los de su raza, grandes ojos bien separados y una pequeña boca, de labios carnosos, graciosamente colocada entre la naricilla y el obstinado mentón. Sujeta a la espalda, llevaba una espada.
—Es Jilian —señaló Hebilla de Oro—, Jilian Atizafuegos. No intentes quitarle de la cabeza la idea que se le ha metido en ella. Sería inútil.
—¡Que las lunas me caigan encima si vuelvo a hacer negocios con un enano! —gritó Ala Torcida cuando caminaba por la calle principal de Barter, sin preocuparle que la gente se volviera para mirarlo.
Eran muchos los que se detenían a mirar a aquel enojado hombretón que usaba botas propias de un soldado o de un bárbaro, si bien la envainada espada y el escudo indicaban al guerrero de cierta categoría..., y también a la sorprendente joven enana —cuya estatura apenas superaba la mitad de la del humano— que lo seguía y procuraba, aunque no sin esfuerzo, mantener su paso.
Aquello representaba un entretenimiento más en una población que ya ofrecía unos cuantos.
—No me importa lo que tú sientas —le dijo la muchacha al hombre, que andaba tieso sin volverse—. ¡Tienes que ayudarme a encontrar a Chane! Rogar Hebilla de Oro aseguró que lo harías.
—Es una empresa descabellada —replicó Ala Torcida, picado—. Primero, me engaña de mala manera, y luego me obliga a realizar una empresa descabellada. ¡Que los vientos tempestuosos me lleven si vuelvo a meterme en asuntos con...!
—No será un viaje difícil —lo interrumpió la joven, jadeante, porque apenas lograba seguirle el paso—. Al menos, eso creo yo. Tengo un mapa de donde Chane fue visto por última vez, ¿sabes?
El hombre se detuvo bruscamente. Al lado de Jilian, parecía una torre.
—¡Estás loca! —bufó—. Un enano solo, ¡y una chica, además!, en esas soledades. No sobrevivirías ni una hora. ¿Tienes idea de lo que hay por ahí fuera?
—No, la verdad. Nunca había salido de Thorbardin. Sin embargo, no puede ser algo tan malo... La gente sale a veces, ¿o no? ¡Pero mira!
—¿Qué pasa?
—Un gnomo! ¿Verdad que lo es? ¡La primera vez que veo uno! Son muy pequeños, ¿no?
—Un gnomo, sí —gruñó Ala Torcida—. El mundo está lleno de gnomos. Igual que está repleto de elfos, y por aquí abundan especialmente los enanos... ¿Qué quieres decir con eso de que es pequeño? Ese gnomo es casi tan alto como tú. —El hombre reanudó el camino en dirección a la Posada de los Cerdos Voladores, y agregó:— El mundo está lleno de muchas otras cosas bastante menos agradables. De goblins, por ejemplo. Además hay otros tipos de duendes, y trolls...
—Tengo una espada —contestó Jilian, tranquila.
—También hay ogros —continuó Ala Torcida—. Por fortuna, no tantos, pero los hay. Lo que tú debieras hacer es volver a casa y...
—¡Oh, fíjate! —exclamó la joven, señalando al cielo—. ¡Mira eso!
Cerca de ellos, un oscuro pájaro acababa de posarse en el hombro de un hechicero. Ahora le hablaba con el pico aplicado a su oreja, pero su voz era perfectamente audible para quienes estaban alrededor, aunque pocos entendían la lengua que empleaba.
El hechicero escuchaba con gran atención. Luego alzó su bastón y murmuró algo. En el extremo superior del bastón, un globo lechoso parecía formar remolinos de brillantes colores, y de él partía un fuerte zumbido, que sonaba como si lo produjesen las abejas. Inmediatamente corrieron hacia él otros magos, abriéndose camino a través de la multitud. Cuando los primeros llegaron junto a él, anunció:
—El presagio ha sido confirmado. Lo vieron desde la Torre de las Ordenes. Nuitari cruzó las órbitas de Solinari y Lunitari. Las dos lunas fueron eclipsadas, una detrás de otra.
Los excitados murmullos producidos a continuación no se limitaron a los magos que habían acudido, sino que se extendieron rápidamente entre la multitud.
—¿Qué significa ese tumulto? —preguntó Jilian a Ala Torcida—. ¿Hablan de las lunas? ¿Qué pasó?
—Que hubo un eclipse —contestó el hombre, sin dejar de avanzar hacia la Posada de los Cerdos Voladores.
Tres pasos más adelante, tropezó y cayó al suelo de narices. A su alrededor, todo fueron risas y bromas. Ala Torcida se incorporó malhumorado. Jilian se inclinaba sobre él, con la espada en ambas manos. Ala Torcida la miró.
—¿Me hiciste caer tú?
—¡Desde luego! —declaró ella, devolviendo la espada a su sitio.
Una vez arrodillado, el hombre se sacudió el polvo de encima. Sus ojos echaban chispas. En esa postura, se hallaban cara a cara.
—¿Por qué?
La sonrisa de triunfo que asomó al ancho y bonito rostro de Jilian fue suficiente para provocar suspiros de admiración en buen número de los jóvenes enanos allí reunidos.
—Porque actúas de modo grosero —declaró ella—. Y porque, si tenemos que discutir algo, es preciso que reduzcas el paso.
—No hay nada que discutir —replicó Ala Torcida— Ya te dije que...
—Bien, pero no te queda otra opción. Por consiguiente, cuanto antes te avengas, mejor será para los dos.
El hombre murmuró reniegos en diversas lenguas, y al fin se puso de pie.
—¡Eres el renacuajo más obtuso que jamás haya...!
—Jilian —dijo ella, fríamente.
—¿Cómo?
—Mi nombre es Jilian, y no Renacuajo. Pero no necesitas disculparte. Puedes llamarme todo lo que te dé la gana, mientras me ayudes a encontrar a Chane Canto Rodado. ¡Lo prometiste!