—Podríamos acampar aquí —indicó Chane, pero calló al percibir de nuevo aquella misteriosa voz, ahora mucho más cerca.
A poca distancia de ellos, alguien cantaba en una lengua que ninguno de ellos conocía. La extensión de la voz era increíble, y su sonido, tan encantador que los dejó sin aliento y con el corazón encogido.
¿Una sirena, quizá? Chane pensó que, al fin y al cabo, era igual. La voz lo tenía esclavizado, y de ningún modo habría podido alejarse.
Detrás de los árboles se distinguía el resplandor de un fuego. Y de allí, precisamente, parecía proceder el canto. Todos se dieron prisa. El desnivel se hizo menor, y los árboles terminaron de repente alrededor de un calvero circular. La negra grava del camino desembocaba en un limpio espacio embaldosado de negro: una franja circular de piedra de color de ébano, cuyo diámetro alcanzaría casi los cien metros. Unos gruesos y cortos pilares de granito rojo se alzaban cual centinelas alrededor de la circunferencia, de trecho en trecho, y dentro del círculo negro había un redondel blanco, y otro negro. Las concéntricas baldosas se estrechaban hacia el centro, donde se elevaba un alto monolito cónico con un pequeño y pálido objeto en su punta. El resplandor procedía de unos fuegos de leña encendidos en amplios soportes colocados en los cuatro puntos cardinales, más exactamente en la cara interior de los cortos pilares.
Los recién llegados permanecieron donde se habían parado, tratando de distinguir detalles bajo aquella cambiante luz. Por la semioscuridad que envolvía el círculo se deslizaban unas sombras.
—Felinos! —susurró el enano—. ¡Docenas de ellos! Deben de vivir aquí.
El kender escudriñó aquella lobreguez y, de pronto, se irguió.
—¡Caramba! —jadeó. ¡Fijaos en ése!
Chane miró lo que el compañero señalaba. Un súbito golpe de aire hizo flamear uno de los fuegos, y los ojos del enano se abrieron desmesuradamente. Detrás del embaldosado calvero, todo lo llenaban las fieras. Y entre ellas había una que, incluso en comparación con las demás, resultaba enorme. Además clavaba en el enano unos grandes ojos dorados que destacaban de su maciza cabeza de un extraño color índigo, coronada por una generosa melena blanca como la nieve.
El mago no parecía prestar atención al fenómeno. En cambio tenía la vista fija en el monolito y, poco a poco, enfocaba la punta. El emblema de cristal de su bastón había perdido su resplandor, y ahora era casi de un gris opaco.
—El templo de Gargath —musitó—, donde la gema gris quedó atrapada.
—¿Qué? —preguntó Chane, dando media vuelta.
—Aquí es donde sucedió —dijo Sombra de la Cañada, como si hablara consigo mismo—. Y allá arriba está el... Sometedor de Hechizos.
«¡Ay...!», gimió algo que no era una voz.
El impaciente kender se había apartado de ellos en dirección al borde del suelo embaldosado, con objeto de ver mejor al formidable felino de las melenas blancas. Cuando el animal se fijó en él, retrocedió enseguida y prefirió observar de cerca el obelisco, detrás del cual desapareció.
—Aquí hay alguien —decidió Chane—. Alguien mantiene encendidos estos fuegos, y alguien entonó la canción que oímos. Tal vez... —empezó a decir al mismo tiempo que miraba la choza situada detrás del obelisco.
Pero en el acto se volvió. Algo se había movido muy cerca.
Una criatura distinta de todas las que hubiera visto hasta entonces pisó el pavimento. Era bastante más alta que Chane, e incluso que el mago.
Tenía la piel del color de la medianoche y captaba la luz en forma de unos dibujos azules y negros que fluían del modo más sensual sobre un rostro y unas formas de una hermosura casi más allá de toda belleza. Los cabellos eran de un blanco plateado, largos y flotantes en el aire, y la única prenda que aquel ser femenino llevaba —una corta túnica sujeta en un hombro y que caía hasta los tersos muslos— parecía tejida con seda de arañas.
Chane contempló boquiabierto a la mujer, tan asombrado por su divinidad como por su canto. Nunca había oído una voz semejante, en la que la fuerza del trueno y la suavidad de las nubes de verano resonaban en perfecto equilibrio, dado que parecía cantar cada cosa por separado, pero asimismo a la vez. El enano no había percibido nunca en su vida una voz como aquélla, ni visto una criatura de tan hechicero encanto, ni que irradiase un poder tan intenso y, a la vez, tan sereno. Chane tuvo la sensación de que ella podría aplastarlo con sólo apoyar una mano en él, si se lo propusiera..., o bien tocarlo con la delicadeza de una mariposa al posarse en un pétalo.
Detrás y encima del enano, el mago susurro:
—¡Irda!
Sin que se notara casi el cambio, el canto se transformó en habla.
—Bienvenido de nuevo, hombre de magia —tarareó la voz—, ¡al lugar donde fallan los hechizos...! ¿Es éste? ¿El descendiente de Derkin? ¿El poseedor del destino?
Unos inmensos ojos en un rostro de color de ébano miraron a Chane, examinándolo con una expresión muy semejante a la del enorme felino, momentos antes.
Al enano le dio un vuelco el corazón al darse cuenta de que eran los mismos ojos.
—¡Alteradora de formas! —jadeó.
—Desde luego que lo es —dijo el mago—. Ya te expliqué que es Irda y, en consecuencia, puede adquirir muchas formas.
—¡Bienvenido, pequeño guerrero! —entonó Irda— Las lunas prometieron que vendrías, siguiendo el sendero de tu...
Otra voz, bastante menos agradable, rompió el encanto:
—¡Ven a mirar la parte trasera de esto! —gritó Chestal Arbusto Inquieto—. Hay algo parecido a una escalera, y... ¡hola! ¿Quién es ésta?
El kender se precipitó hacia ellos y pestañeó cuando Irda se volvió para mirarlo.
—¡F... formidable! —tartamudeó, desconcertado.
—¡Este no está emparentado con los hylar! —rió la mujer.
Chess parpadeó de nuevo y contempló a la alta y sorprendente criatura de la cabeza a los pies, muy despacio. Luego, sus fruncidos labios emitieron un silbido.
—¡F... formidable! —repitió—. Me llamo Chestal Arbusto Inquieto. Soy un kender de Hylo. Y... ¿de qué parte de Krynn eres tú?
—Me resultas inquisitivo —murmuró la criatura—. Soy Irda, pequeño amigo.
—¡Ah! Me preguntaba qué aspecto tendrías —dijo Chess—. Mi tío abuelo, Burlón Correbordes, solía hablarme de Irda, pero debo confesar que tú no te pareces en absoluto a un ogro...
Chane giró sobre sus talones y clavó en el kender una furiosa y sorprendida mirada.
—¡Qué cosas dices!
Mas, en aquel momento, una mano se apoyó en su hombro.
—Los ogros e Irda pertenecieron largo tiempo atrás a un mismo pueblo... —susurró Sombra de la Cañada, inclinándose sobre el enano—. Eso era antes de que los ogros se volvieran feos y espantosos. Ahora ya no se parecen en nada.
—¡Los felinos se han ido! —exclamó de pronto Chess, a la vez que recorría todo el calvero con los ojos.
—No os molestarán más —anunció Irda—. Os han visto conmigo, y están tranquilos. Ahora hacen la ronda por el valle. Waykeep quiere preservar su intimidad.
—Pues esas fieras constituyen un modo muy eficaz de desanimar a cualquier visitante —gruñó Chane.
—Venid a mi hogar —dijo entonces Irda, haciéndoles una seña—. Puedo ofreceros cerveza dulce, y hablaremos cómodamente.
La mujer se encaminó a la cabaña que asomaba entre los árboles, y ellos la siguieron.
Chane hizo una pausa cuando pasaban junto al monolito y echó una mirada a su extremo superior. Una extraña sensación se apoderó de él; una intuición que le erizó los pelos del cogote le produjo un escalofrío que recorrió toda su columna vertebral. Por un instante, tuvo la impresión de que algo situado en lo alto del monolito le había hablado..., algo que lo aguardaba y lo llamaba. Al enano le pareció haber estado allí en otra ocasión, aunque sabía que no era así. Había algo en aquel lugar semejante a lo que experimentaba durante sus sueños.
«¿Es éste el sitio? —se preguntó a sí mismo—. ¿Es aquí donde encontraré el yelmo?»
Una mano grande y afectuosa descansó en su hombro, Chane se estremeció y miró a Irda, que se encontraba a su lado.
—Lo que tú buscas, no está aquí, Chane Canto Rodado —le hizo saber ella con su cantilena—. Pero sí es aquí donde debes iniciar tu busca.
La sorprendente criatura reanudó su guía, y el enano se dijo que sus movimientos —la sensación de gran fuerza en sus ligeros y gráciles pasos, la ágil y sensual ondulación de sus músculos debajo de la reluciente piel de ébano— le recordaban la fluida gracia de los enormes felinos que eran sus compañeros.
—En tiempos antiguos, en la Edad de los Sueños, esto era un lugar habitado por humanos —explicó Irda—. La magia no se conocía en Krynn. Así rezan las más viejas leyendas. Pero entonces llegó la gema gris, procedente del reino de los dioses, y con ella vinieron la magia y... el caos. Dicen algunos que el dios Reorx indicó al rey Gargath la manera de atrapar y conservar la gema gris. Fuera así o no, Gargath la capturó con un ingenio formado por dos cristales: uno para hallarla y apresarla, y el otro para dominar su magia.
—Esto es lo que dijo el mago —la interrumpió Chestal Arbusto Inquieto, después de tomar un pequeño sorbo de la caliente y dulce cerveza servida por la mujer—, sólo que, según él, había únicamente un cristal.
—¡Calla y escucha! —lo riñó Sombra de la Cañada.
—Gargath la conservó durante algún tiempo —prosiguió Irda—, pero se perdió cuando la ciudad fue sitiada por los gnomos, que disponían de grandes ingenios.
—De modo que eso son aquellos montones de chatarra —comentó el kender. Ahora fue Chane quien le mandó callar. El enano pasó el brazo por encima de la mesa, agarró la túnica del compañero y lo hizo levantar de su asiento.
—¡Limítate a escuchar, diantre! —rugió. Irda continuó, impávida.
—Cuenta una de las leyendas que, cuando la gema gris quedó en libertad, su magia produjo la transformación de varios gnomos en enanos y kenders, con lo que se originaron las dos razas.
—¡Bobadas! —protestó Chess, picado—. Ningún kender es pariente de los enanos, y desde luego no descendemos de los gnomos.
—Rayos y centellas! —intervino Chane—. Primero estuvieron aquí los enanos. ¡Esto lo sabe todo el mundo!
—¿Queréis callar los dos? —exclamó Sombra de la Cañada, con una voz áspera como un golpe de ventisca—. ¡Mantened el pico cerrado!
—¡Me siento difamado! —insistió Chess.
Los ojos del mago centellearon como el hielo. Sombra de la Cañada señaló con su báculo al kender y murmuró:
—
Thranthalus eghom dit...
Pero de repente enmudeció. Aunque los labios del encantador seguían moviéndose, de ellos no partía sonido alguno.
—Eso ha sido un error —dijo Irda con expresión compasiva—. La antimagia de este lugar es muy poderosa.
«Muy poderosa», repitió un ser invisible. El kender miró al brujo.
—¿Qué le ocurre a éste? —gruñó.
Chane se inclinó hacia el hechicero y observó la confusión que reflejaban sus ojos.
—Me figuro que intentó lanzar un encantamiento —susurró—, pero debió de salirle mal, y ahora está anonadado.
—¿Y cuánto rato crees que permanecerá así? —preguntó el kender, con la cabeza ladeada.
—Lo ignoro —contestó Chane, con un encogimiento de hombros—. Es su encantamiento. Por cierto que me gustaría que encontrases la manera de hacer callar al tuyo.
—¿Mi qué?
—Tu encantamiento, amigo. El que te persigue por todas partes. Resulta tétrico oír constantemente los quejidos de alguien a quien no ves.
—Tened cuidado con ese misterio —señaló Irda—. Su poder mágico es tan grande que, finalmente, tiene que suceder.
—¿Tú tropezaste con mi encantamiento? —exclamó el kender con una risita—. En realidad supongo que no es mío, pero se ha pegado a mí.
—Lo sé —dijo la mujer—. Lleva doscientos años en este valle, esperando el suceso. Está aquí desde que los enanos lucharon cerca, en la Guerra de Dwarfgate.
—Apuesto algo a que todos aquellos enanos helados proceden de ella —opinó Chess.
—Fue donde por primera vez intercedió Fistandantilus —explicó Irda.
Chane se sobresaltó.
—¿Fistandantilus? ¿El archimago? ¿Estuvo aquí?
—Primero aquí, sí, y después en la batalla final, dos cordilleras más allá, en las llanuras de Dergoth —le respondió Irda al enano.
—¡Ah, ya! Es donde el ejército de Grallen fue exterminado —recordó Chane—. Siempre oí contar esa historia.
—Ambos ejércitos fueron aniquilados por el cuarto y peor de los hechizos elementales de Fistandantilus —detalló la mujer—. Sus primeros tres encantamientos fueron empleados en el momento de la batalla preliminar, aquí en el valle de Waykeep. Unos hechizos elementales. El primero consistió en fuego; el segundo, en hielo...
—Bosques quemados debajo del hielo! —jadeó el kender—. ¡Yo los vi! ¿Y cuál fue el tercer hechizo?
—Nadie lo sabe —admitió Irda—. Fue absorbido por la antimagia de este lugar, y todavía no se ha manifestado.
«¡Infortunio y miseria!», dijo la voz que no era tal.
—Te refieres a él? —musitó Chess, mirando innecesariamente a su alrededor—. ¿A
ello,
quiero decir?
—A tu encantamiento aún no revelado —contestó la mujer con calma.
—¡D... diantre! —fue todo cuanto pudo balbucear Chess.
Chane dio unos golpecillos en la mesa con su copa. Estaba ya muy impaciente.
—Pero... ¿qué tiene que ver todo esto conmigo y con mis sueños?
Irda lo examinó con ojos luminosos.
—Ya te expliqué que en el emblema de Gargath había dos cristales. Sólo uno de ellos sigue allí arriba. Se llama Sometedor de Hechizos. Su presencia es la causa de que la magia falle con frecuencia en este valle. El otro cristal, Rastreador, fue hallado por el príncipe Grallen, de los hylar.
—¿Grallen? ¡Pero si murió en la Guerra de Dwarfgate!
—Grallen, hijo de Duncan, el último rey de Thorbardin. El mago conoce tus sueños, Chane Canto Rodado. ¿Qué es lo que soñaste encontrar?
—Un antiguo yelmo —respondió el enano—. Un yelmo de guerra, con cuernos y una punta coronándolo.
—¿Y un cristal en la frente?
—¡Pues sí, exactamente! Una piedra verdosa.
—Esa gema verde es Rastreador. El yelmo es el de Grallen, y tus sueños eran más que simples sueños. Grallen se enteró de algo respecto de Thorbardin, cuando desde aquí se dirigía a su última batalla de Zhamen, que ahora lleva el nombre de Monte de la Calavera. Supo que allí existe una entrada secreta a Thorbardin y, de haber vivido, la habría descubierto y sellado. Pero Grallen murió. En la actualidad, en el norte se acumulan los ejércitos... Sus unidades de vanguardia ya invaden áreas claves en muchas tierras cercanas.