En la cena reinó la mayor alegría; la conversación volvió a ser general; la botella, que era de cristal y triple que una botella ordinaria, se fue quedando vacía; y, ya cuando los señoritos estaban en los postres, Jacintica y Respetilla se sentaron patriarcalmente en la misma mesa y dieron fin de cuanto había quedado.
A poco volvió de arrullar a su tórtola el escribano y rico propietario D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, y, alegrándose mucho de ver a sus hijas en tan buena compañía, hizo mil cumplimientos al doctor Faustino.
A las doce terminó la tertulia, y se retiró el doctor a su casa, seguido de Respetilla, su escudero.
Durante seis noches más siguió el doctor acudiendo a la casa, cenando con las hijas del escribano, y formando con Rosita uno de los tres dúos en que la tertulia estaba dividida.
En la séptima noche, nos permitiremos oír parte del coloquio entre Rosita y D. Faustino. Poco antes de las once, hora de la cena, hablaban ambos de este modo en un rincón de la sala:
—Ya que te empeñas, te tutearé —decía Rosita—, pero soy tan distraída, que temo que he de tutearte en público. ¿Qué diría entonces la gente? Vaya, que digan lo que digan. Yo te tuteo… ¿Y el escapulario, le llevas siempre?
—Aquí le llevo —contestó el doctor—, sobre el pecho: por bajo de toda la ropa.
—¿Me quieres mucho?
—Con toda el alma.
—Mira, Faustino, querámonos así: pero no nos preguntemos cómo nos queremos. Hay un encanto en quererse sin saber cómo, que se desharía si nos obstinásemos en definir este afecto. ¿Es amistad? ¿Es amor? ¿Qué es?
—Es todo. Es algo de indefinible y poético —contestó D. Faustino—. Ignoro cómo te quiero, pero sé que te quiero.
—Pues abandonémonos a ese sentimiento indefinible, sin averiguar lo que sea en lo presente —dijo Rosita—, sin prever a dónde nos lleva en lo porvenir. ¿No hemos convenido en que somos dos ermitaños, aunque algo diabólicos: dos penitentes de extraña condición? Pues bien: yo he oído contar de otros dos penitentes que se encontraron una vez en un frondoso bosque, desierto y florido, por donde corría un río de claras ondas. Atada a la margen estaba una ligera y frágil barquilla. Los ermitaños tuvieron el valor de embarcarse, de desatar la barquilla y de abandonarse a la corriente, sin saber a dónde los llevaba. ¿Sabes a dónde fueron?
—¿Pues no lo he de saber? —respondió el doctor—. Fueron al Paraíso terrenal. El querubín, que le guarda con una espada de fuego, o estaba dormido o los quería bien, y no se opuso a su entrada, y entraron, y se regalaron allí como unos bienaventurados que eran.
—Veo que sabes la historia lo mismo que yo.
—Y dime, Rosita, ¿por qué no hemos de tener igual valor y confianza que los otros ermitaños? ¿Por qué no nos hemos de embarcar en la barquilla y dejarnos llevar de la corriente?
—Allá veremos —replicó Rosita—. Eso es para pensado. Por lo pronto no estamos mal. Nos hallamos en el bosque frondoso, en el florido desierto, a orillas del río de ondas claras. ¿No es ya bastante regalo? ¿No te contentas? Anda, ermitaño insaciable, ten calma. Oye cantar los pajaritos en el bosque, contempla las florecillas, sueña arrobado mirando cómo va corriendo el agua con manso murmullo; coge alguna campanilla o violeta de las que brotan a la orilla del río, y no pienses aún en lanzarte a la navegación, ni pidas Paraíso, como quien no pide nada. Pues qué, ¿vale tan poco lo presente? El Paraíso mismo, ¿no tiene precio, para querer llegar a él sin más ni más? Y el querubín, ¿no podrá oponerse a que entremos?
—No hay más querubín que tú. Tú eres a la vez ermitaño, querubín y Paraíso.
A este punto llegaban, cuando Jacintica los interrumpió, llamándoles a la cena, que estaba ya dispuesta. La conversación tuvo que hacerse general. Aquella noche fue más animada que nunca. Jacintica y Respetilla se sentaron a la mesa, sin ceremonia, poco después de los señoritos. Hubo gran tiroteo de chistes y de bolitas de pan. Respetilla, que tenía mil habilidades, lució algunas de ellas; cantó como el gallo, ladró como el perro, maulló como el gato, zumbó como la abeja y la mosca, rebuznó como el burro, e imitó los brincos y movimientos de la rana y del mono. Jacintica, que remedaba muy bien a las personas, puso en caricatura a varias de las más conocidas en el lugar. Hasta D. Jerónimo, aunque era formalísimo, se salió algo de quicio, y procuró contar dos o tres cuentos; pero todos eran sabidos, y, como por allá se dice, se los
espachurraron
con alboroto y risa. Rosita, por último, viendo a todos tan amenos y alegres y considerando que estaban en el mes de Mayo, propuso una expedición a la magnífica casería que tenía su padre en la Nava.
Los tertulianos aprobaron y aplaudieron con frenesí.
—Iremos mañana mismo —dijo Rosita—. Estas cosas si se retardan no se hacen. Saldremos de aquí a las tres. A las tres de la tarde, todos a caballo, a mulo o a burro, en la puerta de casa.
—No faltaremos —contestó el doctor.
—No faltaremos —repitieron los otros.
Cuando llegó, a poco, el escribano, Rosita le dio parte del proyecto, y el escribano le aprobó.
—Claro está, papá —añadió Rosita—, que tú vendrás acompañándonos.
—Pues ¿cómo había de ser de otra suerte? —dijo D. Juan Crisóstomo.
—Iremos —prosiguió Rosita—, todos los que estamos aquí, y además, papá me permitirá que yo convide a una amiga mía.
—Haz como quieras.
—Pues entonces convidaré a Elvirita, y seremos ocho. Buen número, ¿no es verdad?
—¡Buen número! —exclamó Respetilla—. No hay más que pedir. ¿Qué mejor apaño?
Con estas profundas y filosóficas exclamaciones de Respetilla, terminó cuanto de importante se dijo aquella noche en la tertulia de los tres dúos, y los tertulianos se separaron hasta el día siguiente.
El Paraíso terrenal
Alguien pensará quizás que, estando de por medio los amores poéticos del doctor con su
inmortal amiga
, había mucho de profanación y de miseria humana en enredar con Rosita, la hija del escribano usurero, otros amores bastante vulgares. El doctor pensaba lo mismo, sobre todo cuando no estaba bajo la influencia de Rosita. Cuando hablaba con ella, era el doctor hombre perdido. Desde la cumbre serena y clara de las más sublimes especulaciones se precipitaba y hundía en un abismo tenebroso.
¿De qué le valía meditar teóricamente en las cosas eternas, en lo permanente y absoluto, en el origen, destino y último fin de lo creado, si en la práctica venía a caer en ser un camarada de Respetilla y de D. Jerónimo, con quienes hacía, no ya
partida cuadrada
, sino partida cúbica o casi cúbica?
No pocas razones hallaba el doctor para disculparse, algunas de las cuales no estará de más consignar aquí. María, la
amiga inmortal
, era sin duda una mujer que le amaba de un modo noble; pero el doctor, en vista de que ella misma se había descubierto y se había mostrado sin ningún prestigio de elevación y tan envuelta en la realidad impura, no podía convertirla en una como diosa, en un símbolo de todo lo santo y lo bueno: no podía hacer de ella lo que Dante de Beatriz y Petrarca de Laura. Exigir además amor exclusivo y fiel, aun siendo posible el endiosamiento del ser amado, era empeño superior a nuestra condición terrenal, ocultándose, como el ser amado se ocultaba. El propio Dante había tenido mil prosaicos extravíos, a pesar de Beatriz, y Petrarca, a pesar de Laura, no se había descuidado tampoco.
El doctor, por otra parte, aunque amaba lo ideal, no estaba muy seguro de lo que fuese, porque de nada estaba seguro.
—Si lo que amo y quiero amar está abstraído, sacado por mí de lo real, como si fuera una esencia o un espíritu destilado o más bien evaporado en el alambique del entendimiento, cierto que sería un absurdo dejar la realidad y la substancia por la apariencia, el vapor y la sombra. Ello es que no acierto a concebir nada más bello que la forma de una mujer bella. Si quiero poética o artísticamente representarme a una diosa, a una ninfa, a una sílfide, a la religión, a la filosofía, tengo que darle forma de mujer. Verdad es que le quito imperfecciones y que le añado bellezas, que las mujeres que he visto tal vez no tienen; pero, en lo esencial, lo que me represento es una mujer. Luego la forma, el ser de la mujer es lo más hermoso, deseable, poético y artístico, que puede concebir y amar el hombre.
En cuanto a las perfecciones y a las imperfecciones también había mucho que dilucidar. El doctor abrió una vez el libro del orador romano,
De natura deorum
, donde se toca magistralmente este punto, y halló que hasta los lunares de Rosita pudieran pasar por divinas perfecciones. El poeta Alceo estuvo perdidamente enamorado de un lunar, ¿por qué no había él de enamorarse de dos lunares?
Hechos estos estudios filosóficos, el doctor, si bien creyó ver en el retrato de la coya ciertas miradas severas, desechó los escrúpulos que le asaltaban y se decidió a imitar a su modo al ermitaño de la leyenda, entrando en la barquilla y dejándose llevar de la corriente.
Doña Ana sabía ya las visitas de su hijo en casa de escribano, y estaba contrariada; estaba como sobre ascuas. Era duro exigir de un joven que se enterrase en vida, que no tratase con nadie. De tratar con alguien en Villabermeja, era evidente que lo más
comm'il faut
, la
high life
legítima, el verdadero mundo
fashionable
residía en la tertulia de las Civiles. Y sin embargo, doña Ana (tan cogotuda la había hecho Dios) se avergonzaba de que su hijo cenase con las Civiles y las tratase familiarmente, y se asustaba previendo mil compromisos y enredos. Algo de esto expuso a su hijo con notable circunspección y prudencia; pero todo fue inútil. A la hora convenida, el doctor, caballero en su jaca, y Respetilla en su mulo, estaban en la puerta de las Civiles para ir a la jira campestre.
Rodeada de multitud de chiquillos, salió y se puso en marcha la expedición. El escribano y don Jerónimo iban en sendas mulas, con aparejos redondos. Rosita a caballo, a la inglesa, con traje de amazona, hecho en Málaga. Y por último, Ramoncita, Elvirita y Jacintica, iban en burros con jamugas. Resultaba, pues, que Rosita y el doctor, que iban al lado la una del otro, parecían los reyes de aquella pompa, y los demás el séquito o comitiva. Aquello era lo que vulgarmente se titula dar una gran campanada. El lugarcillo se alborotó. Todas las mujeres salían a las ventanas para ver pasar a las Civiles y al doctor Faustino, que desempedraban las calles. Se diría que era el triunfo de Rosita, que iba luciendo a su cautivo enamorado.
Durante todo el viaje, Rosita fue delante, siempre con el doctor al lado, el cual le daba la derecha, mientras la anchura del camino lo consintió.
No hacía ni calor ni frío. El tiempo era hermosísimo.
Por medio de viñas y olivares, fueron subiendo la falda de uno de los cerros que tanto limitan el horizonte bermejino. A la media legua, no se veía a un lado y otro ni planta, ni yerba alguna, sino piedras enormes. El cerro, casi como cortado a tajo, era una masa de áridos peñascos, sin capa vegetal. Formando mil revueltas, se prolongaba el camino, que más que camino pudiera calificarse de escalera. Sólo caballerías muy acostumbradas, como las de que se servían nuestros expedicionarios, podían ir por allí sin venir al suelo y derrocar a los jinetes.
Cerca de una hora duró esta ascensión dificultosa. El horizonte iba extendiéndose a medida que subían. Al rayar en lo más alto, se descubrían desde allí provincias enteras, iluminadas por un sol refulgente, y claras y distintas, merced a la transparencia del aire, limpio de nieblas y nubes. Se veían en lontananza Sierra-Morena, al Norte; hacia el Oriente, el picacho de Veleta, cubierto de nieve, y la serranía de Ronda hacia el Mediodía. Dentro de estos límites, poblaciones blancas y alegres, caseríos, huertas, viñedos, ríos y arroyos, bosques de olivos y encinas, santuarios célebres en las cimas de varios cerros, y muchísimos sembrados, que verdeaban entonces con todo el esplendor de la primavera.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó Rosita—. ¡Qué vista tan hermosa!
—Yo no veo más que a ti —contestó el doctor—. ¿Para qué buscar la hermosura remota cuando la tengo a mi lado? En ti se cifra todo lo mejor de la tierra y del cielo. ¿Para qué cansar la mirada y la mente recogiendo la belleza difusa, y para qué abarcar tanto espacio y cuadro tan extenso al concebirla toda, si la tengo en ti, en compendio y resumen?
—Cállate, lisonjero, mentiroso: cállate, que me voy a volver tonta y presumida con tus elogios. ¿Ves todos esos campos? ¿Ves todas esas tierras que desde aquí se divisan? Pues en verdad que nada de por sí vale tanto como la Nava, a donde pronto vamos a llegar. El verdadero Paraíso terrenal está en la Nava.
—Donde quiera que estés tú estará para mí el Paraíso.
Entre el doctor y Rosita se cruzaron esta pocas palabras en un momento en que pudo el doctor aproximarse a ella. Casi siempre, durante la subida, tenían que ir en pos unos de otros, pues la senda no tenía anchura para más, y aspirar a ir dos en fondo por allí hubiera sido exponerse a bajar derrumbados.
Respetilla, que iba detrás de Jacintica, como no podía tener
apartes
con ella, se distraía cantando coplas de playeras muy amorosas. En todo era Respetilla jocoso, menos en esto de cantar playeras. Las cantaba con mucho sentimiento. Era un gemido prolongado que ansiaba llegar al cielo; era un suspiro melodioso que traspasaba los corazones. Así iba cantando entre otras coplas:
Cuando yo me muera
dejaré encargado
que con una trenza
de tu pelo negro
me amarren las manos.
Esta oración jaculatoria, esta melancólica saeta hería sin duda el alma de la divinidad a quien se dirigía, que no era otra sino Jacintica; mas no por eso dejaba de agradar a los demás oyentes. No hay nada que, en medio del campo, en la soledad de un camino, cuando se va andando paso a paso, tenga mayor hechizo que una copla de playeras bien cantada.
Por último, llegaron todos a lo alto. Un hermoso espectáculo se ofreció entonces a sus ojos.
Aquellos peñascos áridos y desnudos se diría que forman como un enorme vaso lleno de la tierra más fértil. La Nava es una meseta que tendrá por la parte más ancha dos leguas de extensión. Por unos lados se sube a la meseta desde terrenos más bajos: por otros, se levantan soberbios montes, desde donde descienden varios arroyos abundantes, que fertilizan aquel lugar delicioso. En las laderas, que se inclinan hacia la Nava, hay viñas, almendros, acebuches y encinas: en la misma Nava, prados cubiertos de yerba y de mil géneros de flores silvestres. Los arroyos se han abierto cauce, al parecer, sin que intervenga la mano del hombre, y en sus orillas y cerca de sus orillas se han formado sotos frondosos, donde resplandecen los alisos, los álamos blancos y negros, los fresnos y los mimbrones. Cuando un arroyo hace remanso, crecen los juncos, las espadañas y la juncia; y por todas las orillas embalsaman el ambiente los mastranzos, el toronjil y la mejorana.