»Por dicha, el tal pariente, que ha estado aquí algunos días, es un pedantón de siete suelas, pervertido con las espantosas y abominables doctrinas que ahora se enseñan en las universidades, y tan impío que nadie le ha visto en misa una sola vez. ¿Cómo había de convenir semejante trasto a doña Costancita? Así es que apenas si ella le ha mirado. Ha sabido tratarle con afabilidad, como a pariente, eso sí; pero sin hacerle caso como a novio; tal vez sin caer en la cuenta de que venía a pretender su mano, porque la pobre niña, a pesar de lo lista y avispada que es en todo aquello que no puede inclinarse ni torcerse a lo pecaminoso, tiene completamente cerrados los ojos sobre ciertas particularidades. Tengo motivos para estar convencido de ello, y esto es lo que más me encanta.
»En fin, el primo ateo se ha largado a su lugar, con viento fresco, convencido de que no se ha hecho la miel para la boca del asno, y, estoy seguro de ello, sin haber obtenido siquiera ni una mirada amorosa de su prima. Pero ¿qué mucho, si su prima no sabe emplear sus hermosos ojos en semejantes liviandades? Yo la he observado con persistencia y no he sorprendido jamás que mire a nadie, sino como Dios manda. Sólo mira ella con intensidad amorosa, pero ¡de cuán distinto género! cuando mira a su padre o contempla en la iglesia la imagen de algún santo o de alguna santa.
»¡Qué diferente es esta Costancita de tantas y tantas señoritas de Madrid, que tienen novios a montones, que coquetean con unos y con otros, que no hay nada que ignoren y que son tan desenvueltas!
»¡No puedes figurarte lo que me he acordado de ti, cuando hacías la justa censura, ya de ésta, ya de aquella joven de la sociedad madrileña, porque me veías propenso a entrar en relaciones, y querías retraerme de tan funesta inclinación, mostrándome los peligros que me amenazaban! «Costancita es todo lo contrario —me decía yo entonces—. ¡A ésta sí que no la censuraría mi hermana!».
»En fin, para qué hemos de andar con rodeos. Tú eres la primera persona a quien doy parte. Costancita me ha enamorado perdidamente. Con ella no son posibles coqueteos, ni términos vagos. Ni se la puede hablar al oído, ni sacarla a valsar, ni entretenerla con unas relaciones que no conduzcan al matrimonio con el beneplácito de su familia. La honestidad y decoro de Costancita, el recogimiento con que vive, el respeto que infunde su honrado padre, y la misma sencillez e ignorancia de la linda muchacha, no consienten otra cosa. Rendido a la evidencia de estas razones, y prendado, cautivo, casi enfermo de amor, he buscado el único remedio posible y decoroso. He pedido a D. Alonso de Bobadilla la mano de su hija doña Costanza.
»D. Alonso me ha dicho que por su parte se honraría en ser mi suegro; pero que en nada quiere contrariar la voluntad de su hija; que la consultaría, y que sería lo que Costancita quisiese.
»Costancita ha pedido diez días para decidirse.
»Hoy ha cumplido el plazo de los diez días, y Costancita me ha hecho el más feliz de los hombres aceptando mi mano».
Así, salvo los cumplimientos y memorias, terminaba la carta del marqués. Y aunque sea adelantar demasiado algunos sucesos, turbando el orden cronológico rigoroso, añadiré que a las tres semanas de escrita la carta que dejamos copiada, en presencia de la virtuosa condesa del Majano, que vino aposta de Madrid, y sin boato, galas ni preparativos, porque la modestia de Costancita lo repugnaba, se celebraron sus bodas con el enamorado marqués, limitándose D. Alonso, en vez de los tres o cuatro mil duros que prometía, a dar dos mil duros al año, que el generoso marido, con otros cuantos miles más, señaló a su mujer, para que se vistiera como correspondía, y pudiera desquitarse con usura, después de la boda, de la carencia de joyas, galas y dijes que se había notado en ella.
Examen de conciencia
Sin ningún incidente digno de contarse, había hecho el doctor su viaje de retorno a Villabermeja.
Su madre, a quien refirió de palabra lo que por cartas no había contado de sus amores con doña Costanza y del fin desengañado que tuvieron, puso a su sobrina como hoja de perejil, y no trató con más piedad al bueno de D. Alonso de Bobadilla.
Después de este natural y disculpable desahogo, la señora doña Ana Escalante de López de Mendoza se afligió en el alma de ver a su pobre hijo derrotado y humillado, y el mismo doctor tuvo que consolarla, mostrando que la derrota apenas lo era, ya que él había ido a enamorar a Costancita, y no a su padre, y sosteniendo que no había humillación en que no se llevase a cabo la boda por razones de estado y hacienda que D. Alonso aducía, y por razones de prudencia que Costancita había expresado y que él mismo había reconocido y aceptado como buenas.
Así pasaron algunos días, hasta que llegó por el correo el parte oficial del casamiento de Costancita con el marqués de Guadalbarbo. El furor de doña Ana se recrudeció entonces, y el doctor hizo por calmarle con mil reflexiones juiciosas.
Calmados ambos al fin, porque no hay agitación que no acabe, cayeron madre e hijo en una melancolía tranquila, y siguieron viviendo en Villabermeja, más apartados que antes del trato de toda aquella gente.
Doña Ana administraba el caudalillo, cuyos productos se consumían casi todos en pagar los intereses de la deuda, y cuidaba diestramente de la casa, donde con orden y severa economía lograba conservar el lustre señoril.
El doctor, entre tanto, estudiaba, meditaba y daba largos paseos a pie, subiendo a menudo a los cerros, y sobre todo al de la Atalaya, para descubrir más horizonte. También iba a veces en su jaca a la quinta, que era lo mejor de su caudal. La quinta estaba en un sitio muy agreste y distante de los caminos reales, en la cumbre de otro cerro.
Casi la única persona con quien hablaba el doctor, además de su madre, era el fiel Respetilla, quien solía entretenerle y arrancarle alguna sonrisa, contándole los chismes y novedades del lugar, y a quien, por falta de otro sujeto más a propósito, había tomado el doctor por contrario para tirar al sable y al florete, llenándole a menudo de cardenales el cuerpo con el sable de madera, y no saliendo ileso casi nunca, pues el doctor no era un portento en la esgrima ni para serlo había recibido las suficientes lecciones. Por lo demás, aunque el doctor tenía la mano pesada y daba a Respetilla sobre diez palos por cada uno que recibía, los de Respetilla eran tan recios y desaforados, que valía tanto el diezmo que pagaba como la cosecha que por todo su cuerpo iba recogiendo. Este ejercicio, no obstante, era muy provechoso para el cuerpo y para el alma de los dos, y en fuerza de la costumbre, sentían ya amo y mozo como necesidad y comezón, y hasta cierto deleite en apalearse todos los días.
A pesar de sus coloquios y combates con Respetilla, y a pesar de las largas conversaciones con doña Ana, siempre quedaban al doctor muchas horas de día y de noche, durante las cuales, en la más esquiva y completa soledad, se complacía en recogerse y reconcentrarse dentro de sí mismo, juzgando los sucesos de su vida y sondeando los senos más profundos de su conciencia.
De la aparición de la mujer misteriosa nada había dicho a su madre: pero una de sus primeras diligencias al volver a Villabermeja había sido ir a ver el retrato de la coya, que estaba en el estrado, el cual era la
cuadra
o sala cuadrada del piso principal. El doctor examinó atentamente el retrato, pero no acertó a decidir si era real o imaginada su perfecta semejanza con su
inmortal amiga
. Por otra parte, su
inmortal amiga
le tenía al parecer olvidado hacía tiempo, y su recuerdo, aunque persistente, iba haciéndose algo confuso.
La obra de Pantoja era bellísima, pero al cabo no era más que una imagen y no podía despertar en el doctor, que gozaba de cabal juicio, sino simpatías meramente artísticas. La certidumbre de que aquél era el retrato de una antepasada suya, muerta hacía tres siglos, cortaba además los vuelos a su imaginación.
El doctor había leído un cuento oriental de cierto príncipe que halló en el tesoro de su padre un retrato de mujer de quien se enamoró: pero el príncipe creyó contemporáneo suyo el original del retrato. Salió en su busca por el mundo, y nunca pudo dar con la mujer amada. Sólo vino a averiguar, después de mucho tiempo y peregrinaciones, que la dama, a quien amaba por el retrato, había sido una reina de la isla de Serendib, no menos prendada de Salomón que la de Saba, y quizás la más bella y favorita de sus mujeres. Si el príncipe hubiera sabido a tiempo que el retrato era de aquella antiquísima reina, jamás se hubiera enamorado. El doctor Faustino no podía ni quería ser más loco que el príncipe.
A pesar de todo, se deleitaba tanto en mirar el retrato y llegó a cobrarle tanto cariño, que se le trajo al salón del piso bajo donde él vivía, poniendo en el hueco otro retrato, de los que adornaban y autorizaban su salón.
No dejaba el doctor, entretanto, de recordar a su
inmortal amiga
de carne y hueso, y de forjar nuevas hipótesis para explicarse la carta que de ella recibió y la extraña cita y aventura que tuvo con ella. Base de estas hipótesis era siempre la afirmación de la existencia real, visible, tangible, corpórea y sólida de una hermosa mujer, que le había escrito, que le había hablado y que le había besado los párpados. Pero ¿quién era esta mujer? Harto sabía el doctor que ni la boca, ni los ojos, ni los brazos, ni la frente, ni todo el cuerpo en conjunto, eran lo esencial de aquella mujer: que algo había en ella de indivisible que pensaba y amaba, y a esto llamaba espíritu. Dábale, pues, nombre de espíritu y no se encontraba más adelantado. Su ciencia impía no le llevaba más allá. ¿Era algo el espíritu por sí, o era un resultado de toda aquella trabazón y concordia de partes, una armonía divina que brotaba de aquellos órganos? Si el espíritu era algo por sí, bien podía permanecer después de la muerte y ser antes del nacimiento. En este caso, ¿por qué no había de estar en aquel cuerpo de mujer, que él había visto y tocado, el espíritu de la coya? El espíritu que le animaba a él ¿no podía también ser el mismo que animó a uno de sus abuelos, el amante y marido de la coya, pongamos por caso? Pero pronto desechaba de sí este pensamiento como un desatino.
«¿Qué razón hay —se decía—, para sospechar tal cosa, cuando nada recuerdo de ninguna vida anterior a ésta que vivo? De esta misma vida apenas tuve conciencia hasta que mi espíritu acabó de formarse, saliendo de la primera infancia, como quien sale a luz de un seno tenebroso. Se diría que fue menester que la luz material hiriese mis ojos, que los objetos sensibles hiciesen impresión en mi alma, que la palabra humana me revelase la verdad penetrando en las ondas sonoras del aire por mis oídos, para que el espíritu, que sólo estaba en germen, diese razón de sí: fuese conociéndose a sí propio, pues sin conocerse no era».
El doctor, si bien más inclinado a dudar que a negar o afirmar, infería de todo que ni su
inmortal amiga
era la coya ni él era otro que no fuese el doctor Faustino. No aseguraba ni negaba para sí una vida más allá de la tumba. Sobre esto vacilaba. Pero, cuando se prometía la vida ultramundana, se la prometía con recuerdo completo, con la misma forma y el mismo carácter, nombre y fisonomía de entonces. Cuando se prometía, en sus momentos de entusiasmo, una prolongación de su existencia, más allá del sepulcro, todo lo ideal y etérea que puede suponerse, en otros mundos, en otras esferas, en otros cielos, no se comprendía sino como tal doctor Faustino, hasta con el mismo cuerpo que entonces tenía, aunque los átomos que le formasen fueran de luz y de gloria, en vez de ser de lodo terrestre.
«Sin embargo —seguía meditando el doctor—, ¿dónde va mi espíritu cuando duermo? ¿No se corta, no se para entonces su vida? ¿No será la muerte como el sueño? Cuando duermo, no siendo el sueño muy profundo, creo sentir, aunque confusamente, que soy. Cuando despierto, me asegura la verdad de mi existencia el recuerdo claro y patente de toda mi vida anterior. Pues ¿por qué, aun imaginando la muerte como un largo y profundo sueño entre dos vidas, no ha de acudir al alma cuando despierta, esto es, cuando vuelvo a nacer, el recuerdo patente y claro de todas las existencias pasadas? Cuando tal recuerdo no acude, no hay razón para creer el dogma de los antiguos brahmanes, divulgado en Europa por el sabio de Samos y renovado tantas veces. Yo soy todo lo que soy, y en la sucesión y en las mudanzas de mi vida hay una esencia permanente, que es como hilo de oro que enlaza en un collar muchas perlas. El mundo visible, la serie de mis impresiones, mis deleites, mis dolores, mis esperanzas, mis desengaños, mis dudas, mi ciencia, todo está enlazado en este hilo que persiste, que a veces creo que no se acabará jamás. Pero ¿cómo he de creer que es eterno? ¿Cómo creer que tampoco ha empezado, cuando veo y noto su principio? Si en el sueño queremos suponer que se rompe, la memoria de todo lo anterior al sueño al punto le reanuda. Pero si en mí hubo muerte corporal antes de ahora ¿dónde está la memoria que reanude la vida actual a la vida anterior a esa muerte? ¿Se baña quizás el espíritu, cuando el cuerpo muere, en el río del olvido? ¿Va a confundirse acaso en el infinito Océano del espíritu? ¿Hay un mundo del espíritu, como hay otro de la naturaleza, y la compenetración de ambos es la humanidad? Si fuera así, lejos de creer en la existencia de mi individuo antes de mi nacimiento y después de mi muerte, me inclinaría mucho a dudar de la misma vida que ahora vivo. ¿Qué sería yo entonces sino apariencia, ilusión efímera? Sólo habría real y efectivo por un lado la naturaleza y el espíritu por otro, como dos modos de la misma sustancia. Ni mi ser ni mi conocer serían más que ilusorios, en cuanto yo me afirmase como ser finito y limitado, que vale tanto como afirmarse distinto de los demás seres».
El doctor discurría así, de noche, a solas, en la gran sala baja donde estaban los retratos, incluso el de la coya; y donde había también un espejo. En aquella soledad, sin temor de que le viesen y tuviesen por loco, se tocaba el cuerpo con las manos, se miraba al espejo y se veía, andaba y oía sus pisadas al andar, hablaba y escuchaba su palabra misma. Luego se reía de aquella prueba pueril que se estaba dando de su propia existencia. Cerraba entonces los ojos, se quedaba inmóvil en un sillón, y prescindía de todo, hasta del pensamiento, y entonces la prueba de que existía era más clara: no era porque se veía, ni porque se tocaba, ni porque andaba, ni porque se oía, ni porque pensaba, sino era porque era. Desenvolvía luego aquella escueta y pura afirmación de su ser, y resultaba algo como el hilo o lazo de unión donde venía la memoria a engarzar todos sus pensamientos, impresiones, ideas y deseos. Más allá de cierto término, ni había hilo ni objeto alguno que ensartar en el hilo. Luego allí espiraba todo; luego aquello había tenido principio; luego antes no había sido nada.