Con la misma obscuridad y contradicción que se veía el doctor a sí propio veía los demás objetos que venían a pintarse en su interior sentido.
La primera duda que se proponía el doctor era la siguiente:
—¿En qué concepto tendré a mi prima?
Ya estaba cierto de que era bonita, elegante y discreta: pero no sabía si era buena o mala.
Lo que no quería creer es que fuese medio mala o medio buena. O había de ser Costancita un breve cielo o un resumen y amasijo de todos los diablos. Propenso el doctor a exagerar las cosas, apasionado y romántico, decía de Costancita:
—¡Ella será mi salvación o mi perdición, mi infierno o mi gloria, mi Tabor o mi Calvario!
Claro está que Costancita no le era indiferente: que casi estaba ya enamorado de ella. Después se preguntaba:
—¿Y ella… pagará mi amor? ¿Será capaz de pagarle? ¿Será capaz de comprenderle siquiera?
Procedamos con método.
Este mismo amor, elevado, difícil de comprender, cuya magnificencia tal vez no cabe en el angosto cerebro del vulgo de las mujeres, ¿le sentía ya o no le sentía el doctor por doña Costanza?
El doctor no sabía qué responder a esto, como no sabía qué responder a casi nada, a fuerza de saberlo todo.
Amaba o no amaba a Costancita, según lo que por amor se entendiese. Y como él se daba una multitud de definiciones del amor, resultaba que unas veces la amaba y otras veces no la amaba.
Si la quería con el fervor de la mocedad, viéndola linda, fresca, aseada, elegante, algo coqueta, consideraba que podría amar sucesiva o simultáneamente a otras muchachas como se presentasen a sus ojos adornadas de los mismos requisitos.
—El amor —añadía—, es exclusivo: luego no amo a mi prima con verdadero amor.
¿Amaba a su prima porque en su rostro, en sus ojos, en su sonrisa, había creído descifrar y traslucir un espíritu simpático con el suyo, lleno de inteligencia, de pasión y de vida? El doctor recelaba que iba ya amándola así, y entonces concedía, no que la amaba como se ama a la mujer en general, sino con el exclusivismo propio del verdadero amor; con predilección al menos. A poco que hiciera la primita, el doctor se consideraba preso en sus redes.
Pero en este amor repentino, ¿no podría intervenir por mucho el interés? ¿no podría parecerse su amor al del profeta Elías hacia el cuervo? El doctor despojaba entonces mentalmente a su prima de la renta que debía darle su padre y de las esperanzas de una pingüe herencia. Con este despojo algo se sutilizaba y se esfumaba el amor; pero no se evaporaba ni desvanecía. Aún quedaba en el alma su figura, si bien menos determinados los contornos. Sentía el doctor que, prescindiendo de la conveniencia, importaba poner otras condiciones más poéticas que le acabasen de decidir; era menester que el dibujo de su amor se concluyese y determinase con líneas más puras, pero al cabo con otras líneas.
El amor propio, la vanidad, ¿no podría ser en este caso estímulo y fundamento del amor? El doctor se confesaba que sí. Pero ¿qué amor, nacido en corazón humano e inspirado por un objeto, humano también, finito y perecedero, hace su primera aparición, limpio de toda mezcla de otros sentimientos más vulgares? El oro del amor rara vez sale de sus ocultos mineros sin estar en liga con metales de más baja ley. Sólo el fuego vivísimo, que en sí lleva, le purifica después en el crisol del alma, donde, si el alma tiene la firmeza y el temple que necesita para resistir dicho fuego, acaba por resplandecer el amor puro, como oro exento de toda escoria y de superiores quilates.
Con esta comparación metalúrgica se tranquilizaba bastante el doctor, porque se estimaba en tanto y empezaba a estimar en tanto a su prima, que se afligía de que en sus relaciones con ella pudiera haber nada que no fuese poético y moralmente bello.
—¿Qué habrá pensado de mí la primita?… —era otra de sus preguntas.
Entonces sentía un noble deseo de agradar y un delicado y modesto temor de no agradar. Pero ¿esto probaba la existencia de un amor, tan sublime como el doctor lo fantaseaba? En manera alguna.
El doctor era de aquéllos que desean agradar a todo el linaje humano aunque no le amen, y ser apreciado aun de las personas a quienes menos aprecian.
Notaba él, sin embargo, que deseaba ya con más ansia agradar a la prima que agradar a cualquiera otro individuo. Sólo quedaba por cima de este deseo de agradarla, el deseo de agradar a muchos a la vez, el deseo de gloria. ¿Qué era preferible, enamorar a la muchedumbre o enamorar a la prima? ¿Llegaría a amarla de modo que hasta a la gloria la prefiriese? El doctor se quedaba perplejo en este punto. La cuestión estaba en hallar en lo profundo del alma de su prima los tesoros poéticos que él por momentos le atribuía con la imaginación generosa. Si hallaba estos tesoros, preferiría a su prima hasta a la gloria. Era indispensable que fuese tan mala o tan buena como él sonaba, ya que hasta por mala comprendía él que podría amarla de amor no vulgar.
¿Y si la primita no era ni buena ni mala, ni tonta ni discreta, sino un ser mediano? Aquí el doctor creía que no llegaría a amarla, salvo en un caso. Su prima podía tener en el metal de la voz, en la luz fulmínea de la mirada, en la armonía de las facciones, en el movimiento del cuerpo, en el aire, en el ambiente magnético de su ser, un atractivo misterioso, cuya fuerza, sin que ella la comprendiese, sedujera y encadenara a un hombre como él. Así tal vez hay demonios o genios que acuden sumisos a un conjuro, pronunciado por alguien que sabe la fórmula de memoria, si bien ignora su valor y el secreto y la razón de su eficacia. Así tal vez un músico, cantando o tocando, despierta en un alma superior, como el doctor juzgaba la suya, sentimientos y pensamientos que él ignora, que él no atina ni a concebir en su mente.
Todo esto y mil cosas más discurrió el doctor con rapidez y en forma de maraña, sin poner orden ni concierto en sus vagas imaginaciones.
Descendiendo luego a negocios más triviales, pensó en que le convenía que su prima gustase de él, para lo cual era de suma importancia no ponerse en ridículo a sus ojos, pues él entreveía ya que su prima era algo burlona.
El miedo de hacerse blanco de sus burlas crecía con el afecto. Mientras más imaginaba amarla, más miedo tenía de hacerla reír a su costa. Importa declarar aquí, a pesar de todo, y aun exponiéndonos a que nuestro héroe pierda muchas simpatías entre nuestras lectoras, si llegamos a tenerlas, que el doctor no formaba muy favorable opinión del juicio de las mujeres en general. A la más recta y acertada en sus juicios no solía darle un criterio superior al de un niño de diez años. Temblaba, no obstante, de aparecer digno de risa a los ojos de su prima.
Aunque era inocentón y casi siempre estaba en Babia, se dio a cavilar y presumir que el retrato, enviado por doña Ana a doña Araceli, con muceta, bonete y borla, había hecho reír a doña Costanza. Entonces se percataba de que el retrato estaba mal pintado, como pintado por seis duros, y de que además estaba él muy serio en el retrato.
—Vamos —decía—, mi prima imaginó que yo era un extraño pedantón de lugar: un bicho raro. Mejor… ya se habrá desengañado: ya me ha visto; ya habrá formado de mí mejor idea. De todos modos bien pronosticaba yo que el uniforme de lancero y el de maestrante no habían de cautivar a este diablo de chica. No quise disgustar a mi madre. Por eso los he traído; pero los dejaré en el fondo de los baúles y me guardaré de decir que los tengo aquí.
Tomada con brío esta resolución de no emplear los uniformes para conquistar el corazón de doña Costanza, surgía otra dificultad de mayor tamaño, si cabe.
—Y el piñonate, los gajorros y demás comestibles, que vienen de presente, ¿me estará bien entregarlos?
Aquí el doctor se acordó de aquellos versos de
La gatomaquia
, cuando habla el poeta del presente que Micifuf enviaba a Zapaquilda:
¿Qué gala, qué invención, qué nuevo traje?
en fin, vio que traía
un pedazo de queso
de razonable peso,
una pata de ganso y dos ostiones.
Su presente le pareció gatuno. Lamentó su miseria. Deploró no haber traído algún brazalete de oro y diamantes, algún collar de perlas o algún rico medallón de esmeraldas y rubíes, en vez de traer empanadas de boquerones. Pero, en fin, en Villabermeja no había otras joyas mientras no se descubriesen las emparedadas por su tatarabuela la princesa india.
Nemo dat quod in se non habet
. Además, todo el busilis estaba en dar el arrope, las gachas de mosto y las empanadas de un modo sencillo y humilde. La mirra, el oro y el incienso de los reyes de Oriente, no fueron más gratos a la divinidad humanada que las pobres y rústicas ofrendas de los pastores.
No se serenaba el ánimo del doctor con este recuerdo evangélico. La sangre se le agolpaba a las mejillas sólo de pensar en el instante de la entrega de las empanadas y del arrope.
¿Entregaría el presente a doña Araceli de parte de su madre, salvando toda su responsabilidad? En esto podría haber falta de piedad filial y sobra de cobardía. ¿Haría que Respetilla lo diese todo buenamente a alguna criada para que ésta lo entregase a la señora? Tal arbitrio o recurso no parecía mal al pronto; pero, apenas recapacitaba el doctor, cuando le encontraba relleno de inconvenientes y preñado de peligros. Acaso las criadas, que en Andalucía suelen ser aficionadas a golosinas, se atracasen de todo, o se llevasen gran parte a sus casas, o agasajasen a sus novios con lo más apetitoso y delicado, menoscabando así la grandeza y dignidad del presente, antes de que le viese doña Araceli y fuese a encerrarle en la despensa.
Ello es que la entrega del presente dio mucho en qué pensar a D. Faustino. ¡Cuánto se arrepentía de haberle traído!
—Estuve sobrado condescendiente con mi madre —se decía, sin recordar que él mismo, dentro de Villabermeja, respirando aquellos aires, sujeto a aquellos influjos campesinos, y distante aún de la prima burlona y seductora, no había considerado con desdén o desvío el presente suculento. Ahora, por el contrario, quizás ponderaba más de lo justo su ridiculez, murmurando entre dientes:
—Costancita se va a burlar de mí. De seguro que ha visto los tres mulos de reata que venían en pos de nosotros. Sin duda que estará diciendo: ¿Qué traerán aquellos mulos? ¿Qué ocultarán aquellos serones y cofines? Tal vez repetirá, en prosa, el verso de
La gatomaquia
:
¿Qué gala, qué invención, qué nuevo traje?
Cruelísima carcajada va a soltar cuando su tía Araceli le envíe de mi parte gachas de mosto y arrope y empanadas de boquerones. ¡No falta más sino que yo haga la advertencia que me encargó mi madre que hiciera! Mi madre me encargó que hiciera la advertencia de que estas empanadas se toman con chocolate… Pero señor, ¿y por qué no han de tomarse con chocolate? Pues lo que es a mí me gustan. No pocas veces, a pesar de su picadillo de cebollas y tomates, me he sacado con ellas, a pulso, un par de jícaras bien hondas. Con todo, mejor hubiera sido no traer las empanadas. ¿Me callaré que he traído los comestibles y se los cederé a Respetilla para que los devore? Tampoco. ¡No, y mil veces no! Respetilla es interesado, y podría poner con ellos tienda en la feria, y hasta suponer que era por cuenta mía y que el alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de Villabermeja se había metido a bodegonero.
Así cavilaba y se contradecía el doctor, cuando entró Respetilla, cargado con los baúles.
—¿Dónde vienen los uniformes? —preguntó el doctor en voz baja no hiciese el diablo que le oyeran.
—En este baúl —dijo Respetilla señalando el mayor—. ¿Saco el de lancero para que su merced vaya de lancero a ver a su prima?
—No, maldito de Dios. No saques ni el de lancero, ni el de maestrante. No digas siquiera que has traído tales uniformes.
—Pues qué, ¿no le gusta a la señorita la gente de tropa?
—No, no le gusta. Guárdate bien de decir que he traído los uniformes.
—Válgame Dios —añadió Respetilla—, pues si a la señorita no le gusta la vestimenta militar, ¿por qué no trajo su merced aquellos arreos de doctor?
—Porque tampoco le gustan aquellos arreos.
—Entonces, ¿qué arreos le gustan?
—Yo no sé. Ningunos.
—Pues todo aquello de doctor es muy vistoso. ¡A fe que lo celebraron poco el cura y el médico, el día en que su merced se lo puso para que le viesen en casa!
—No digas simplicidades. Cuenta con charlar aquí. Que no sepan que yo me vestí de doctor en Villabermeja para que me viesen el médico y el cura.
—Toma… ¡y qué mal hay en eso! Y el ama Vicenta también quiso ver a su merced, y su merced se volvió a poner otro día el bonete y el ropón negro y la esclavina colorada. Por señas que el ama dijo a su merced: ¡Ay, hijo mío, qué hermoso estás así: te voy a comer a besos! ¿Quién me había de haber dicho que se criaría a mis pechos un doctor tan resalado?
—Bien, bien; pero aquí no está el ama que me crió, y como en cada tierra hay sus usos, y como esto se parece más a Granada que a nuestro lugar, conviene obrar con circunspección. Lo que en Villabermeja fue una condescendencia inocente, lícita y hasta indispensable, aquí podría pasar por una tontería. No hables a nadie tampoco del traje de doctor.
—¿Pues de qué hablo?
—De nada. De ti mismo. ¿Qué necesidad tienes de hablar de mí? Cállate.
Respetilla se calló, y su amo se lavó y vistió con pantalones, levita y chaleco.
Cuando le llamaron al comedor, y durante la comida, le dijo doña Araceli que Respetilla le había entregado el presente de su madre, al doctor se le quitó un peso de encima.
Doña Araceli, sin la menor ironía, elogió el arrope y las gachas y todo lo demás, incluso las empanadas, y dijo que había enviado gran parte a su sobrina, a quien gustaban mucho aquellas cosas.
El doctor se avergonzó entonces por un motivo contrario. Creyó que había tenido una mala vergüenza del lugar en que había nacido, del presente y hasta de su madre que le enviaba. Lo cierto es que la esencia de esto que llaman ahora
cursi
está en el exagerado temor de parecerlo.
Mientras que el doctor había estado pensando y haciendo cuanto queda dicho, su prima doña Costanza tenía con su padre, que acababa de llegar del campo, el siguiente coloquio:
—¡Dios te guarde, muchacha! —dijo D. Alonso, entrando en el cuarto de su hija, sin haberse aún descalzado las espuelas—. ¿Llegó por fin Faustinito, como anunciaba mi prima Ana?