Florecía entonces todo en los prados, merced a la primavera; y sobre el fondo verde de la yerba fresca y tierna, lucían, cual rico esmalte, o cual bordado primoroso, las nigelas azules, los lirios morados, la salvia purpúrea, la amarilla gualda y las blancas margaritas.
Otras mil flores y plantas brotaban espontáneamente por toda aquella llanura y al borde del sendero por donde iban ya caminando el doctor y Rosita. Las marimoñas y las mosquetas se podían segar: las adelfas arbóreas empezaban a abrir sus capullos y a mostrar el color sonrosado de sus más tempranas flores; y el romero y el tomillo perfumaban el aire puro.
Buscando sombra y frescura habían acudido allí mil linajes de pájaros, como pitirrojos, vejetas, oropéndolas, verderoles, gorriones y jilgueros, los cuales parecía con sus trinos que saludaban a los recién llegados.
Rosita estaba entusiasmada de todas aquellas bellezas y muy satisfecha de mostrar a D. Faustino los encantos de los dominios de su papá, en los cuales ya habían entrado. Aunque gentes de otros lugares tenían fincas en la Nava, la mejor y más grande era la del escribano D. Juan Crisóstomo Gutiérrez.
Poseía éste, en las laderas contiguas a aquel llano, muchas fanegas de majuelo, que estaban a la sazón binando más de cincuenta hombres que habían venido de varada: y en la misma meseta, muchos prados, donde tenían toros bravos, vacas, novillos, ovejas y carneros. El escribano había asimismo circundado de un seto vivo de granados, zarzamora y lentisco, un buen espacio de tierra, donde tenía un huerto con frutales y muchas legumbres. A la entrada del huerto se parecía la casa de campo, capaz, limpia y bonita. Allí había bodegas, lagar, tinado para los bueyes, y algunas habitaciones cómodas para los señores.
La placeta, que se extendía delante de la fachada, estaba empedrada de redondas chinitas o piedrezuelas, formando dibujos con sus varios colores, como si fuese un rústico mosaico, y todo alrededor había higueras, nogales, floridas acacias y una multitud de rosales de todos géneros, llenos entonces de rosas blancas, rojas y amarillas.
Una torre de la casería servía de palomar; y las mansas palomas bajaban a la placeta, y venían casi a posarse sobre las personas, y a tocarse los picos y a arrullarse allí, sin el menor recelo. Multitud de golondrinas habían formado sus nidos entre las tejas salientes y el muro de la casería. Aficionadas a la sociedad humana, las golondrinas prorrumpieron en jubilosos chirridos cuando llegaron Rosita, el doctor y los demás de la expedición.
La casera, el casero y sus hijos, salieron a recibirlos y a tener las caballerías, que llevaron a los pesebres.
Ya todos a pie, se formaron cuatro parejas, asidas de los brazos, y se fueron a ver el huerto, que era precioso. Aún no había más fruta que alguna fresa: pero el lozano y pródigo florecimiento de mil frutales, como cerezos, manzanos, membrillos y albaricoqueros, prometían abundante cosecha. Quedaban algunas violetas tardías, que era la flor de que más gustaba Rosita, y en busca de las violetas se fue Rosita con el doctor a los umbríos, donde penetrando poco los rayos del sol, se mantenía más fresca la tierra y consentía que las violetas durasen.
Allí dijo el doctor a su compañera:
—Todo esto es amenísimo, hechicero; mas, si tú no me amas, me parecerá horrible.
—¿Pues no te he dicho que te amo? —contestó Rosita.
—No basta decirlo —replicó el doctor. Mira tú cómo se aman todos los seres en esta venturosa estación. Imítalos amando. El aire que se respira parece un filtro de amor, y en todos, menos en ti, obra sus mágicos efectos.
—Déjame ahora tranquila —contestó Rosita—. ¿No puedes gozar de la felicidad presente, ambicioso, inquieto, anhelante de mayor bien? Oye, Faustino; yo no soy calculadora: yo no reflexiono mucho, cuando me mueve la voluntad algún poderoso estímulo; pero un pensamiento triste me conturba a veces. Imagínate que estamos a orillas de aquel río misterioso de que habla la leyenda: que esta acequia, que riega el huerto, es ese río; que esta hoja seca que está cerca de la margen es la barquilla que nos convida a aventurarnos en la corriente, y que ya nos hemos aventurado. ¿No será posible que nos castigue el cielo y que en vez de ir al Paraíso terrenal, vayamos a caer en un precipicio?
—Cruel —dijo el doctor—, si tú me amases no pensarías tanto en lo futuro: reconcentrarías tanta felicidad en el momento presente, que bastaría con ella a llenar todos los siglos. ¿Qué martirio, qué desengaño, qué mal, que viniese más tarde, podría igualar la ventura de ahora?
Así se explicaba el doctor, cuando D. Juan Crisóstomo y Elvirita llegaron al sitio en que estaban. Luego vinieron también las otras dos parejas, y todas juntas rieron y charlaron.
La hora del crepúsculo fue encantadora en aquel sitio. Las flores dieron más perfume; el aire se llenó de más grata frescura; los pájaros despidieron al sol, que se sepultaba entre nubes de carmín y de oro, con trinos y gorjeos más amorosos y suaves.
Volvieron al tinado los bueyes y las vacas, y al corral, que servía de aprisco, los novillos más tiernos y muchas ovejas con sus recentales. Los cincuenta hombres, que habían estado binando, se vinieron a la casería, con el aperador a la cabeza. Todos traían las azadas al hombro, menos el aperador, que llevaba la vara, signo de su autoridad y como bastón de mando con que dirigía las faenas agrícolas. De la vara, sin duda, proviene que cuando van jornaleros a una finca distante de la población y duermen en ella, durante algunos días, hasta que terminada la obra, vuelven al lugar, se diga que van de varada.
La varada debía terminar al día siguiente. Los cincuenta hombres aún dormían aquella noche en la casería, donde tenían para dormir una cámara espaciosa.
Todo era, pues, animación y bullicio rústico en la puerta y placeta de la casería, cuando llegó la noche. Con la venida de los amos no pudo menos de prepararse una gran fiesta. La noche convidaba a ello. El cielo despejado dejaba que la luna y las estrellas derramasen su luz pálida sobre todos los objetos, orlando los árboles con perfiles de plata y difundiendo por donde quiera una incierta y vaga claridad. Los ruiseñores cantaban en la espesura: los rayos murmuraban con dulce monotonía: y lo apacible y regalado de la noche convidaba a tomar el sereno.
Pronto se improvisó un magnífico baile en la ya descrita placeta. Entre los jornaleros había dos que habían traído guitarras y que las tocaban bien, no sólo de rasgueado, sino de punteo. Cantadores sobraban y no faltaba por cierto gente que bailase. La casera que era joven, las Civiles y Elvirita y Jacinta, gustaban todas del fandango. Los jornaleros más ágiles bailaron con ellas: pero ni D. Juan Crisóstomo, ni D. Jerónimo, ni el propio doctor, a pesar de toda su gravedad filosófica, pudieron excusarse de dar unos cuantos brincos y de hacer dos o tres docenas de piruetas y mudanzas.
Respetilla estuvo inspirado, sobre todo hacia lo último de la función, porque en medio de ella, todos cenaron corderos en caldereta, guisados por los pastores, con lo cual se despilfarró el escribano, cocina de habas con cornetillas picantes y un salmorejo rabioso de puro salpimentado. Con estos llamativos de la sed nadie desdeñó el vino de las bodegas de la casería, que circuló con profusión, en jarros para los jornaleros y criados y en vasos para los señores. Con el jaleo, regocijo, confusión y general tremolina, Rosita y el doctor pudieron decirse cuanto quisieron. El escribano se puso alegre, y Respetilla recitó muy bien, y sin esforzarse, la relación del borracho que habla con su novia; y recitó además la relación de
El ganso de la botillería
.
Para que nada faltase, hubo juegos, que Respetilla sabía dirigir y aun componer admirablemente. Por
juegos
se entiende algo como representaciones dramáticas, en su forma más ruda. Los actores son cómicos y poetas a la vez y cada uno inventa lo que dice. Uno solo, y aquella noche lo fue Respetilla, es el que dirige y compone el argumento y plan del drama.
Dos juegos o dramas hizo y representó Respetilla aquella noche: uno histórico y otro fantástico. Versaba el histórico sobre las burlas que la reina María Luisa hacía a muchas personas, porque era muy chistosa y amiga de burlas. Sólo Quevedo puede y sabe más que la reina en esto de burlar, y acaba por hacer a la reina una burla más aguda, con lo cual quedan las otras vengadas. En este juego hizo Jacintica de reina María Luisa y Respetilla de Quevedo.
El otro juego fue más común y ordinario; fue de los que más se usan en las caserías y cortijos. El protagonista es un jornalero decidor, enamorado, valeroso y algo borracho; en suma, un D. Juan Tenorio plebeyo. Respetilla hizo este papel. Nuestro héroe, aunque comete doscientas mil insolencias, se gana la voluntad de San Pedro, de San Miguel o de otro santo, y cuando viene el diablo en su busca para llevársele al infierno, hace que el diablo pase la pena negra y se mofa de él a casquillo quitado. Para diablo se busca siempre en estos juegos al más bobo que se puede hallar en toda la compañía. Aquella noche había, por fortuna, uno muy bobo, y Respetilla hizo reír a su costa, obligándole a salir dando bramidos, con unas trébedes en la cabeza, como corona del monarca del abismo, a cuatro patas, todo tiznado con hollín de la chimenea, y luciendo en cada pie de las trébedes un trapo mojado en aceite y encendido como una antorcha.
Todos rieron y celebraron mucho lo mortificado, vejado y rendido que quedó el diablo en aquella contienda.
Con esta representación diabólica terminó la función.
En la casa había cuartos de sobra para los señores, y todos fueron a acostarse, a su cuarto cada uno, a fin de levantarse temprano y ver amanecer en la Nava.
D. Faustino estaba tan embelesado de la fiesta, del campo, de aquellas escenas primitivas y agrestes, y sobre todo de Rosita, que se creyó trasladado a la edad de oro, se olvidó de sus ilustres progenitores los Mendozas, de la coya y hasta de María, y se tuvo por un pastor de Arcadia y tuvo a Rosita por su pastora.
A la mañana siguiente, salieron todos a caballo a recorrer la Nava, a ver los toros y a visitar el majuelo, donde los trabajadores terminaban ya la bina.
El doctor iba al lado de Rosita, como encadenado por el amor y la gratitud. Rosita parecía una reina que mostraba a su favorito a los demás vasallos. Parecía la reina de Cilicia, Epiaxa, pasando revista con el joven Ciro a los bárbaros y a los griegos, o Catalina II presentando a Potemkin a toda su corte.
Por la tarde volvieron los señores al lugar. Los jornaleros, que habían ido de varada, volvieron también, y no quedó casa en que no se refiriese y comentase el triunfo de Rosita.
Por la noche se suprimió la tertulia de los tres dúos. A la puerta de la casa del escribano se despidieron todos.
—¡Adiós; hasta mañana! —dijo Rosita al doctor.
—¡Adiós, bien mío!
—¿Me querrás siempre? ¿Estás contento de mí? ¿Eres dichoso? —añadió Rosita en voz baja.
D. Faustino le apretó la mano con efusión, y contestó:
—Te adoro.
Más pueden celos que amor
El doctor, de vuelta a su casa, fue a ver a su madre y le dio el gusto de estar de conversación y de cenar aquella noche con ella, de lo cual la tenía muy deseosa, por acudir a la tertulia de las Civiles.
Después de la cena, y retirada el ama Vicenta que la servía, doña Ana y su hijo hablaron de sus negocios, nada florecientes, y al cabo dijo doña Ana:
—Mal estamos, hijo mío: pero te aseguro que hoy me arrepiento de que no te hayas ido a Madrid, y sueño con buscar medio de que te vayas, aunque sea empeñándonos más.
—¿Y por qué, madre mía, quiere Vd. ahora alejarme de sí?
—Voy a decírtelo claro, sin andar con rodeos; como una madre debe hablar a su hijo: porque tus relaciones con Rosita me traen sobresaltada.
—¿He de vivir como en un desierto, sin tener relaciones con nadie?
—Tienes razón. Yo debí pensar en eso, y, no ya detenerte, sino estimularte para que te fueses de este lugar. Aquí tenías que avillanarte por fuerza.
—Madre, esa palabra es muy dura. ¿En qué y por qué me he avillanado?
—Faustino, no creas que te culpo; casi te excuso. Conozco que no habías de vivir, en la flor de tu edad, como vive un anacoreta. Sólo un fervor de religión, que por desgracia no tienes, podría haber hecho tal milagro. Los hombres, o por educación o por naturaleza, carecéis del santo pudor; carecéis del estímulo de quien cifra en el recato la honra, que es lo que salva a las mujeres.
—Aun así, madre mía —dijo el doctor—, no todas las hermanas de mis abuelos, cuando tuvieron hermanas, acabaron por meterse monjas, a fin de no emparentar con gente baja y deslustrar el brillo de nuestra familia. Algunas se casaron con arrieros enriquecidos, con labriegos dichosos y con afortunados contrabandistas. Parientes tenemos por este lado entre lo más ruin del lugar.
—Lo sé, hijo mío; pero sé también que ningún López de Mendoza, ningún varón de tu casta, desde hace siglos, se ha casado jamás con mujer que no sea de su clase. ¿Serás tú el primero?
—Y a Vd., madre mía, ¿quién le ha dicho que yo me voy a casar?
—Pues entonces, ¿a qué esas visitas? ¿A qué esos amores? ¿Me negarás que los hay? ¿Qué fin, qué desenlace van a tener?
D. Faustino se puso rojo como la grana y bajó los ojos al suelo guardando silencio.
—Todo me lo explico —prosiguió doña Ana—; pero has caído en un error harto peligroso; no has comprendido los mil inconvenientes de tu conducta. Quiero prescindir del pecado, de la vergüenza, del escándalo de unas relaciones amorosas que no se piensa en que tengan por término el matrimonio. Quiero suponer, además, que esa Rosita es tan descocada y sin decoro que te acepta por amigo, y que no piensa siquiera, por amor a su libertad y por seguir siendo señora de sí misma, de su casa y de sus bienes, en convertir a su amigo en dueño y marido legítimo. Todo esto quiero suponer. ¿Has reflexionado tú el papel que vas a hacer, el papel que probablemente estás ya haciendo?
D. Faustino entrevió todo el peso de la acusación de su madre. Se sintió abrumado bajo él. No contestó palabra.
—Los vicios de un caballero —prosiguió doña Ana—, no dejan de serlo aunque sean de un caballero: pero aún es mayor dolor cuando se llega a ser vicioso sin nobleza y sin hidalguía.
—Vd. se propone martirizarme. Vd. está afrentándome, madre. ¿Qué pretende Vd. decir con eso?
—No, hijo de mis entrañas; tu madre, que te ama, no puede afrentarte, diga lo que diga. Si mi voz es hoy harto severa, acalla tus pasiones, oye en silencio la voz de tu conciencia, y lo será más aún. Lo que yo quiero significar (estamos solos y voy a hablarte con crudeza) es que si tu mocedad te incitaba a tener amores groseros y vulgares, hubiera sido menos indigno, menos impropio de un caballero, buscarlos en una mujer pobre, de lo más infeliz del pueblo, a quien, sin engañarla nunca con necias esperanzas, hubieras en cierto modo elevado hasta ti, cuya miseria hubieras socorrido. Aunque pobre y empeñado, todavía podías permitirte este lujo en nuestro miserable lugar. Ante Dios hubieras cometido un pecado gravísimo; para los hombres hubiera sido un escándalo: pero sobre el escándalo y el pecado no hubiera venido la humillación como viene ahora. La hija del escribano usurero es rica, te agasaja, te lleva a sus posesiones, te muestra a sus criados como si tú fueses su criado favorito, su Gerineldos, su… chulo. No falta ahora más sino que digan por ahí que te mantiene o que te mantenga en efecto.