Cuando vio entrar al doctor, bueno, sano, alegre, y recitando unos versos de Zorrilla, que decían:
Si eres recuerdo endulzarás mi vida,
Si eres remordimiento te ahogaré,
le dio rabia de no hallarle enfermo y triste, y tuvo, no se sabe cómo, el desesperado pensamiento de que el recuerdo era el de su amor y de que el remordimiento que anhelaba ahogar era ella.
Rosita continuó, pues, en acecho, esperando, o mejor dicho, temiendo la aparición de su rival. Ya pensaba que esta rival sería alguna criada de la casa, alguna fregona; ya imaginaba que el doctor podría tener su poco de brujo, y esto le infundía cierto terror de verse frente a frente con espectros, y de figurar en escenas del otro mundo, entre hechiceras, magas o almas en pena; pero su ira era tan grande y sus bríos tan varoniles, que estaba resuelta a vengarse del mismo demonio, si venía con faldas y en forma de mujer a tener pláticas tiernas con D. Faustino.
Hasta sentía Rosita haberse venido desprovista de un par de pistolas o de un puñal siquiera, por lo que pudiese ocurrir. Mucho confiaba, no obstante, en su lengua y en sus manos.
El doctor, según su costumbre, puso la bujía sobre el velador, se arrellanó en el sillón, y siguió recitando versos en voz, aunque sumisa, clara:
—Yo no sé de tu esencia el misterio,
Tu nombre y tu vago destino no sé,
Ni cuál es tu ignorado hemisferio,
Ni a dónde perdido siguiéndote iré.
¡Oh! si gozas de voz y de vida,
Si tienes un cuerpo palpable y real,
Deja al menos, fantasma querida,
Que goce un instante tu vista inmortal.
Los versos hicieron el efecto de una evocación. La puerta se abrió sin ruido. El bulto negro apareció en la sala. Una voz argentina contestó a los versos, que el doctor decía, con estos otros versos:
—Tras de ti por las sombras camino,
Ni noche ni día descanso sin ti:
Ser tu esclava, adorarte es mi sino;
Ya postrada me tienes aquí.
María cayó de rodillas a los pies del doctor. Éste la levantó entre sus brazos, dándole mil besos en la frente y en las mejillas sonrosadas y hermosas.
Rosita no supo contenerse por más tiempo. Casi creía aún que el ser a quien D. Faustino abrazaba y besaba tenía algo de sobrenatural y de diabólico; pero su forma era de mujer, y la tempestad de los celos hizo a Rosita superior a todo miedo supersticioso.
Salió de su escondite, se arrojó sobre ellos como un tigre, los separó, y encarándose con D. Faustino, que atónito y estupefacto la miraba.
—Malvado —le dijo—, ¿así pagas mi amor? ¿Por qué me has engañado vilmente? ¿Por qué no guardaste para este demonio todas las dulces mentiras, todas las emponzoñadas ternuras con que me lisonjeabas y cegabas? Y tú, maldita de Dios, ¿de qué aquelarre vienes? ¿Dónde dejaste la escoba? ¿De qué lupanar te has escapado?
Antes de que D. Faustino se repusiese del asombro, antes de que nadie la respondiese, tomó Rosita la luz, y llevándola hacia la cara de María, se quedó contemplándola de hito en hito, devorándola con ojos que arrojaban fuego y rayos de ira. De súbito soltó Rosita una carcajada sarcástica. Su memoria, iluminada por el odio, le había sido fiel. Acababa de reconocer a María, a quien desde muy pequeña no había visto.
—¡Ah! Ya te conozco, infame; ya te conozco. Digna manceba de este perro judío, hereje, asesino. Tú eres María la Seca. ¿Dónde has estado desde que tu abominable madre bajó al infierno? ¿Y al ladrón de tu padre no le dieron todavía garrote?
Dicho esto, y sin dejar tiempo para que nadie la respondiese, Rosita volvió a poner la bujía en el velador y se lanzó sobre María, como para despedazarla entre sus uñas.
María estaba muda, inmóvil, serena aunque triste, como estatua alegórica del dolor resignado, llena de cierta soberbia y reposada majestad.
Rosita la hubiera, sin duda, herido el rostro con sus manos y arrancado los cabellos, si el doctor no hubiese acudido a tiempo, cogiéndola de un brazo y separándola con violencia del lado de su rival.
—¿Quién te ha traído aquí? —dijo el doctor—. ¿Cómo has entrado? Ahora mismo te voy a echar a la calle. No chilles, no alborotes, o te pondré una mordaza.
Rosita dio un grito agudo.
—Cállate —dijo el doctor—, cállate o te ahogo.
—No quiero callarme, traidor. No quiero callarme. Como eres un hidalgo de gotera, un danzante sin oficio ni beneficio, un tramposo, con más deudas que vergüenza, has elegido la querida más a propósito para ti. Anda, vete con ella; alístate de bandido en la cuadrilla de su padre. El conde de las Esparragueras es el yerno pintiparado de Joselito el Seco.
D. Faustino se armó de la paciencia de Job para no pisotear allí aquella víbora. Sin responderle palabra, pero sin soltarla del brazo de que la tenía asida fuertemente, la llevó medio arrastrando hacia el cuarto de Respetilla.
Deseaba el doctor llamar a su criado sin alborotar la casa y sin dejar suelta a Rosita con María, a quien hubiera sido capaz de asesinar. Bien calculaba que era Respetilla quien le había traído aquel presente, y que por lo tanto Respetilla estaba en casa.
En efecto, apenas llegó a la puerta del cuarto de su criado y le llamó dos o tres veces, Respetilla apareció, seguido de Jacintica, que proseguía con él la tertulia en la otra casa comenzada.
Ambos habían dado por cierto que habían proporcionado a sus amos una gran ventura y los suponían ejecutando la segunda parte del Paraíso terrenal. Cuando de tan diferente modo los vieron, se llenaron de espanto.
El doctor tenía encendidos los ojos como brasas, el rostro pálido, trastornadas las facciones. Con la mano que le quedaba libre asió a Respetilla de una oreja, y tirando de él, exclamó:
—No sé cómo no te mato. ¿Por qué has traído a mi casa a esta furia del averno? Vamos, pronto, abre la puerta de la calle, y llévatela de nuevo sin hacer ruido.
Respetilla obedeció, Jacintica fue en pos de Respetilla, y el doctor, detrás de ambos, con Rosita, asida siempre del brazo.
Ya en el zaguán, y antes de que Respetilla abriese la puerta, dijo Rosita al doctor:
—Suéltame el brazo, cruel. ¡Me le destrozas, me le rompes! ¿Qué te hice yo para que así me trates? ¿No te he amado? ¿No me he rendido a tu voluntad sin condiciones? ¿Quién más humilde, más mansa, más enamorada que yo? ¿Por qué me dejas por esa hija del bandido? Abandónala, échala a ella, y yo seré tu esclava: besaré la tierra que pisas. Todo te lo perdonaré. ¡Perdóname! ¡Ámame!
—Imposible —respondió el doctor—. Ni te amo, ni te amaré nunca. Vete. Apártate de mi vista.
Aquel último arranque de ternura se trocó en más cruda saña con el nuevo desprecio. Rosita se revolvió contra el doctor como un escorpión pisado:
—Villano —dijo—, te acordarás de mí: me vengaré de un modo sangriento. Te he de reducir a la miseria. He de lograr que achicharren en una hoguera a la bruja de tu madre.
D. Faustino no acertó a tener calma; perdió la paciencia y alzó la mano para dar una bofetada a Rosita. Por fortuna se contuvo a tiempo.
—¡Cobarde! ¡Con una mujer te atreves!
—No; tú no eres una mujer —respondió el doctor—; tú eres una arpía.
Aún no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando Rosita se arrojó sobre él, y con la mano que le quedaba libre, le clavó las uñas en el rostro, bañándosele en sangre.
Lo que antes quedó en amago, tuvo que terminarse entonces. Rosita sintió en la mejilla los cinco dedos del doctor, si bien más trémulos que violentos.
—Mátale, Respetilla: véngame; mátale. Tú eres más fuerte. Tú puedes más que él. Son las doce de la noche. Te doy dos mil duros si le matas. Te doy tres mil duros y un caballo para que huyas a Gibraltar y desde allí a América. ¡No seas mandria! Mátale y te harto de oro.
Respetilla, sin responder, abrió la puerta y echó a Jacintica a la calle. Luego volvió por Rosita, y tomándola de manos del doctor, se la llevó en volandas.
El doctor cerró la puerta de la calle y volvió en busca de su
inmortal amiga
.
No la halló en el salón. Recorrió los otros cuartos y no la halló tampoco.
Sobre la mesa, donde el doctor escribía, vio por último un papel, en el cual María había escrito lo siguiente:
«Motivos muy poderosos me obligan a alejarme de ti. Adiós, quizás para siempre».
—¡Oh, no te irás! —dijo el doctor—. Yo rompo el pacto que hice. No dejaré que te vayas. Sabré detenerte.
Bien había calculado por dónde había entrado María. Sin vacilar, corrió con la luz a un patio interior, donde estaba hacinada la leña. Uno de los lados del patio estaba formado por el muro del castillo. En el muro había una puerta que con el castillo comunicaba.
El doctor dio un empujón a la puerta; pero no cedió. Estaba cerrada con llave. La llave que había en la casa, o se había perdido, o era la llave de que sin duda se servía María. No quedaba más recurso que echar la puerta abajo.
D. Faustino agarró un hacha de leñador, y dio tres o cuatro golpes furiosos. La puerta, de madera vieja y apolillada, vino a tierra enseguida.
Con la bujía en una mano y el hacha en la otra, penetró entonces el doctor por los pasadizos oscuros, bajo las bóvedas ruinosas y por las antiguas salas de armas, llenas de escombros.
Ignorante o más bien olvidado de aquel laberinto (aunque no pocas veces le había visitado en otro tiempo por curiosidad), tropezó en una gruesa piedra que halló a su paso, y para sostenerse y no caer, soltó maquinalmente el candelero que llevaba en la mano. La luz se apagó, y D. Faustino quedó en las tinieblas más completas, sin saber hacia qué lado encaminarse, a fin de encontrar salida o volver a su casa a encender de nuevo.
Por seguir a una mujer
Aunque el doctor logró recoger a tientas el candelero, de nada le servía sino de estorbo con la luz apagada. En balde iba buscando salida, palpando las paredes. No había en aquel obscuro recinto ventana ni hueco por donde entrase la luz de la luna, que, si bien en su cuarto menguante, iluminaba los cielos en aquella noche de primavera.
Un vientecillo fresco susurraba meciendo las copas de los árboles y doblando la yerba; pero el susurro, oído desde el lugar donde el doctor se hallaba, tenía más de medroso que de apacible y grato. Penetrando el aire por los pasadizos y aberturas, por donde el doctor quisiera salir, gemía encarcelado en la lobreguez de aquellas ruinas, produciendo mil ecos tenues y mil tristes y fantásticos rumores. No menos desagradable ruido hacían las ratas, que allí abundaban, y que corrían alborotadas con el extraño y no esperado huésped que había venido a visitar sus dominios.
A pesar de todas sus filosofías, el doctor pensó que no estaba muy bien demostrado que no hubiese diablos o duendes u otros monstruos y seres sobrenaturales, y tuvo algún miedo de ellos. Sin embargo, la rabia de verse burlado y encerrado en aquélla a modo de mazmorra, sin poder salir, pesó más en su ánimo que la hipotética y vaga aprensión de que hubiese diablos y anduviesen cerca. El doctor, dando forma a su pensamiento en resonantes palabras, lanzó, Dios se lo haya perdonado, dos o tres blasfemias espantosas. Como si con su voz le atrajera, sintió entonces cerca de sí los pasos de un ser de mucha mayor corpulencia que las ratas. Nada se veía en realidad; pero de los ojos doctor brotaban unos círculos luminosos que se dilataban en el espacio y llenaban las tinieblas ensanchándose cada vez más, como los círculos de una fantasmagoría. Dentro de aquellos círculos, rojos a veces, a veces entre verdes y amarillos, ora se mostraba Joselito el Seco, con corbatín de hierro y sacando un palmo de lengua; ora un espectro de mujer, que ya se parecía a María, ya a la coya, ya tenía de ambas; ora otras figuras como las que se pintan en los cuadros de las tentaciones de San Antonio. No se acobardó por eso el doctor; antes bien, como para desafiarlo todo, blasfemó de nuevo en voz alta.
No bien salió de sus labios la reiterada blasfemia, aquel ser que había sentido cerca de sí, se le echó encima. Pareciole al doctor que le enlazaban unos brazos deformes, forzudos, aunque descarnados como los de la momia de un gigante, y sintió en su cara el contacto de un rostro peludo. El efecto, que esto le produjo, fue horrible. Casi maquinal mente, pues no tuvo fuerzas ni serenidad para reflexionar, dio un empellón al monstruo: pero el monstruo, rechazado por un instante, volvió sobre el doctor, y le aplicó un inmundo y frío beso, pasando por su mejilla el hirsuto y húmedo hocico.
Confesemos que el lance era para asustar a cualquiera. El viento gemía, zumbaba, murmuraba, remedando mil voces, cantos, suspiros, sollozos y hasta palabras de un mágico y desconocido idioma; y un ser repugnante y maravilloso abrazaba y besaba a D. Faustino.
D. Faustino se dio a creer, a despecho de su ciencia, que se las había con el mismo diablo. Ya vacilaba entre si debía esgrimir el hacha para vencer al monstruo o hacer la señal de la cruz para ahuyentarle, cuando éste exhaló un aullido lastimero, que nada tenía de humano.
El doctor se echó a reír y dijo algo confuso y vergonzoso:
—¡Hola, Faón! ¿Tú por aquí?… ¡Qué demonio de Faón!
Era el más hermoso y grande de sus podencos, que lleno de buen deseo, circunspección y prudencia, le había seguido silencioso, a fin de no espantar la caza, y sin recelar que espantara a su amo.
El doctor pasó la mano por el lomo de Faón y se cercioró bien de que no era otro quien había acudido a sus blasfemias. Confiando en la clara inteligencia canina del amante de Safo, esperó que le sacase de aquella oscuridad, y, para servirse de él como de lazarillo, le ató el pañuelo al pescuezo guardando en la mano uno de los picos.
El podenco entendió, con admirable instinto, que le convenía guiar; pero no sabía a dónde. Echó a andar, no obstante, y el doctor le siguió.
Pronto llegaron a un punto en que percibió el doctor que Faón subía. Luego tropezó con el primer escalón de una escalera y subió por ella en pos de su perro. A poco vio el doctor la luz de la luna, sintió vientecillo fresco en la cara y se encontró en el adarve, no lejos de la albacara o torre saliente, que comunica con la iglesia por medio del arco-pasadizo.
Por desgracia, no había medio de penetrar en la albacara, desde el adarve. No había puerta por allí, y por los angostos tragaluces no cabía ningún cuerpo humano por escuálido que estuviese.