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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La vidente de Kell (24 page)

BOOK: La vidente de Kell
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—Yo no contaría con ello —dijo Garion—. Me temo que no le clavamos las lanzas con suficiente profundidad. Deberíamos habernos alejado unos doscientos metros para coger más ímpetu. El abuelo dice que seguramente volverá.

«Garion», resonó la voz de Belgarath en su mente, «voy a hacer algo. Dile a Zakath que no se asuste.»

—Zakath —dijo Garion—. El abuelo va a emplear la hechicería. No te pongas nervioso.

—¿Qué va a hacer?

—No lo sé. No me lo ha dicho. —Entonces Garion oyó el ruido característico de la hechicería y el aire cobró un pálido tono azulado.

—Muy colorido —dijo Zakath—. ¿Qué se supone que va a hacer?

Belgarath emergió de la oscuridad con pasos silenciosos.

—Bastante bien —dijo en el lenguaje de los lobos.

—¿De qué se trata? —le preguntó Garion.

—Es una especie de escudo que os protegerá del fuego... al menos en parte. Podréis chamuscaros un poco, pero no sufriréis ningún daño grave. Sin embargo, no hace falta que demostréis demasiado valor. Todavía tiene garras y colmillos.

—Es una especie de escudo —le explicó Garion a Zakath—. Debería protegernos de las llamas.

De repente se oyó un chillido procedente del este y una oscura oleada de fuego cubrió el cielo.

—¡Prepárate! —exclamó Garion—. ¡Ya vuelve!

El joven ordenó al Orbe que se comportara y desenfundó la espada de Puño de Hierro. Zakath también desenvainó su corta espada con un zumbido metálico.

—Separémonos —dijo Garion—. Aléjate lo suficiente como para que sólo pueda atacar a uno por vez. Si se acerca a ti, yo lo sorprenderé por la espalda, y si viene hacia mí, tú haz lo mismo. Intenta herirle la cola, pues cuando lo hacen se pone frenético. Sin duda tratará de girarse para protegerla, entonces el que esté frente a ella podrá clavarle la espada en el cuello.

—De acuerdo —respondió Zakath.

Caminaron en direcciones opuestas, esperando en tensión el ataque del dragón.

Garion notó que las lanzas se habían partido y que sólo dos pequeños fragmentos de éstas sobresalían de los flancos del dragón. Por fin la bestia decidió seguir a Zakath y la fuerza de su ataque lo derribó del caballo. El emperador intentó incorporarse con torpeza mientras el dragón lo bañaba en llamas.

Una y otra vez luchó por levantarse, pero no podía evitar retroceder instintivamente ante las oleadas de fuego. Además, la bestia lo sujetaba con sus garras en forma de rastrillo, impidiéndole incorporarse. El dragón extendió su cabeza de serpiente y sus mortíferos colmillos chirriaron contra la armadura de Zakath.

Entonces Garion olvidó sus planes. Su amigo necesitaba ayuda urgente, así que saltó de su caballo y corrió a socorrerlo.

—¡Necesito fuego! —le gritó al Orbe y de inmediato su espada comenzó a desprender llamaradas azules.

Sabía que Torak había concedido al dragón inmunidad frente a la hechicería común, pero esperaba que el poder del Orbe pudiera vencerlo. Al llegar junto a Zakath, que seguía haciendo esfuerzos por levantarse, obligó a retroceder al dragón asestándole furiosos golpes de espada con las dos manos. La espada de Puño de Hierro chisporroteaba al tocar la cabeza de la bestia, que aullaba de dolor con cada nueva estocada. Sin embargo, no parecía dispuesta a huir.

—¡Levántate! —le gritó Garion a Zakath—. ¡Ponte de pie!

Oyó el chasquido metálico de la armadura de su amigo, que intentaba incorporarse a su espalda. De repente, sin hacer caso del dolor que Garion le causaba, el dragón lo atrapó entre sus garras y le hizo perder el equilibrio. Garion se tambaleó y cayó encima de Zakath. Entonces la bestia profirió un chillido triunfal y avanzó hacia ellos. Garion lanzó desesperadas y torpes estocadas hasta que por fin, con un silbido chisporroteante, le sacó el ojo izquierdo. Sin dejar de luchar, el joven pensó que la historia se repetía, pues el Orbe también había destruido el ojo izquierdo de Torak. Entonces, a pesar del terrible peligro que corrían, supo que vencerían.

El dragón, que había caído hacia atrás, chillaba de rabia y de dolor. Garion aprovechó la ocasión para incorporarse y ayudar a Zakath.

—¡Ve hacia su izquierda! —le gritó—. Ahora está ciego de ese lado. Yo lo distraeré mientras tú intentas herirlo en el cuello.

Se separaron y se apresuraron a situarse en las posiciones apropiadas antes de que el dragón se repusiera. Garion dejó caer su colosal y llameante espada con todas sus fuerzas e infligió una enorme herida en el hocico de la bestia. La sangre manaba a borbotones, empapando su armadura, pero el dragón respondió al ataque con una nueva oleada de fuego. Sin embargo, Garion no hizo caso de las llamas y siguió hiriéndole la cara. Vio que Zakath le dirigía estocadas con ambas manos al cuello de serpiente, pero la gruesa piel de escamas superpuestas truncaba sus esfuerzos. Garion continuó su ataque con la ardiente espada. El tuerto dragón intentó atraparlo entre sus garras, pero el joven hirió su pata escamosa y estuvo a punto de amputársela. Por fin, incapaz de soportar el dolor de sus múltiples heridas, el dragón comenzó a retroceder despacio y de mala gana.

—¡Sigue el ataque! —le gritó Garion a Zakath—. No le des tiempo a recuperarse.

Los dos hombres obligaron a retroceder a la bestia, turnándose para atacarla. Cuando Garion arremetía, el dragón se giraba para bañarlo con fuego, y entonces Zakath asestaba sus golpes en la desprotegida nuca de la bestia. El dragón giraba la cabeza para contener el ataque y Garion lo hería. Confundido y frustrado por esta mortífera táctica, el dragón sacudía la cabeza de adelante hacia atrás, y su ardiente aliento chamuscaba la tierra y los arbustos, en lugar de alcanzar a sus atacantes. Por fin, al límite de sus fuerzas, comenzó a agitar con desesperación sus alas enormes como velas en un torpe intento por levantarse.

—¡No pares! —gritó Garion—. ¡Sigue insistiendo! —Los dos amigos continuaron su salvaje ataque—. ¡Intenta darle en las alas! —exclamó—. ¡No lo dejes escapar!

Dirigieron su ataque a las alas de la criatura, similares a las de un murciélago, con la intención de mutilarla e impedir su huida, pero la gruesa piel del dragón truncó sus esfuerzos. Por fin se alzó pesadamente en el aire, sin dejar de chillar y arrojar fuego mientras la sangre manaba de sus múltiples heridas, y se alejó hacia el este.

Belgarath, que había recuperado su forma natural, se aproximó a ellos con la cara pálida de furia.

—¿Estáis locos? —les gritó—. ¡Os dije que tuvierais cuidado!

—Las cosas se nos escaparon de las manos, Belgarath —dijo Zakath, jadeante—. Hemos hecho todo lo que hemos podido. —Se volvió hacia el rey rivano—. Has vuelto a salvar mi vida —dijo—. Parece que se ha convertido en un hábito.

—Me pareció lo correcto —respondió Garion mientras se arrojaba al suelo, exhausto—. Creo que tendremos que perseguirlo. De lo contrario, volverá.

—Oh, no lo creo —dijo la loba—. Tengo mucha experiencia con bestias heridas. Le clavasteis lanzas, le sacasteis un ojo y lacerasteis su cara y una de sus patas delanteras con fuego. Regresará a su madriguera y permanecerá allí hasta que se cure... o hasta que muera.

Garion tradujo las palabras de la loba a Zakath.

—Sin embargo, hay un problema —señaló el emperador de Mallorea con voz dubitativa—. ¿Cómo vamos a convencer al rey de Perivor de que lo hemos ahuyentado para siempre? Si lo hubiéramos matado, habríamos cumplido nuestro compromiso, pero el rey, aconsejado por Naradas, podría pedirnos que nos quedáramos para asegurarnos de que no volverá.

—Creo que Cyradis tenía razón —dijo—. El dragón no se comportaba como era de esperar. Cada vez que Garion lo tocaba con la espada se encogía por un momento.

—¿Tú no habrías hecho lo mismo? —le preguntó Zakath.

—Hay una pequeña diferencia. El dragón no debería sentir el fuego. Es evidente que alguien lo dirigía..., alguien a quien el Orbe podría dañar. Lo consultaré con Beldin cuando volvamos. En cuanto recuperéis el aliento, iremos a buscar los caballos. Quiero volver a Dal Perivor y echar un vistazo a ese mapa.

Capítulo 15

Regresaron al palacio cerca del amanecer y los sorprendió encontrar a todo el mundo despierto. Cuando el rey de Riva y el emperador de Mallorea entraron en la sala del trono, se oyeron innumerables exclamaciones de asombro. La armadura de Garion estaba tiznada y manchada con la sangre del dragón, el sobreveste de Zakath chamuscado y su pechera tenía profundas marcas de colmillos. La condición de sus trajes ofrecía un mudo testimonio de la gravedad de la pelea.

—¡Mis gloriosos campeones! —exclamó el rey mientras los dos amigos entraban en la sala.

Al principio, Garion creyó que el rey se había apresurado a sacar conclusiones, y que al verlos regresar vivos, pensaba que habían logrado matar al dragón.

—En todos los años que esta horrible bestia ha estado asolando esta región —dijo el rey, sin embargo—, nadie había logrado hacerla huir. —Luego, al notar la mirada perpleja de Belgarath, explicó—: Hace apenas dos horas, vimos al dragón sobrevolando la ciudad, gimiendo de dolor y miedo.

—¿Hacia dónde se dirigía, Majestad? —preguntó Garion.

—Fue visto por última vez en dirección al mar, caballero, pues como todos sabemos su madriguera está en el oeste. El castigo que vos y vuestro compañero le habéis propinado lo ha obligado a huir de este reino. Sin duda buscará refugio en su madriguera y se lamerá las heridas allí. Ahora, si no os importa, nuestros oídos están impacientes por escuchar el relato de lo sucedido.

—Dejadme a mí —murmuró Belgarath y dio un paso al frente—. Vuestros dos campeones, Majestad, son hombres modestos, como corresponde a su nobleza, y sin duda tendrían reparos en ofreceros una descripción exacta de lo sucedido, por temor a parecer presuntuosos. Por consiguiente, quizá sea mejor que yo describa la pelea, para que vuestra Majestad y los miembros de la corte podáis escuchar una versión fiel de lo sucedido.

—Bien dicho, maestro Garath —respondió el rey—. La humildad es el atributo esencial de cualquier hombre de noble cuna, pero, como bien habéis dicho, podría oscurecer la verdad sobre un encuentro como el que habéis presenciado. Os ruego, entonces que lo relatéis.

—¿Por dónde empiezo? —musitó Belgarath—. Ah, bien, como ya sabéis, el aviso del maestro Erezel sobre la peligrosa presencia del dragón en la aldea de Dal Esta no pudo ser más oportuno, de modo que tan pronto como abandonamos esta sala, montamos nuestros caballos y nos dirigimos a la mencionada aldea. Allí encontramos colosales fuegos, pruebas fehacientes del ardiente y devastador aliento del dragón, además de numerosos habitantes y animales aniquilados o parcialmente devorados por la bestia, para quien todo tipo de carne es comida.

—Es lastimoso —suspiró el rey.

—Su compasión está muy bien —le dijo Zakath a Garion en un murmullo—, pero me pregunto si estará dispuesto a ayudar a los aldeanos en la reconstrucción de sus casas.

—¿Te refieres a devolverles los impuestos después de haberse tomado la molestia de arrebatárselos? —preguntó Garion con fingido asombro—. ¡Qué sugerencia tan escandalosa!

—Los caballeros exploraron las cercanías de la aldea con cautela —continuaba Belgarath—, y pronto localizaron al dragón, que en aquel momento se alimentaba con una manada de caballos.

—Yo sólo vi uno —murmuró Zakath.

—A veces embellece la realidad para hacer más interesante el relato —respondió Garion con otro murmullo.

Belgarath comenzaba a entusiasmarse.

—Siguiendo mi consejo —dijo con modestia—, vuestros campeones se detuvieron a estudiar la situación. De inmediato reparamos en que el dragón concentraba toda su atención en su espeluznante festín, pues sin duda, a causa de su tamaño y ferocidad, nunca había tenido razón para temer a nadie. Los campeones se separaron y caminaron alrededor del dragón en direcciones opuestas, con el fin de atacarlo por ambos lados y clavarle las lanzas en los flancos. Avanzaron paso a paso, con extrema cautela, ya que, a pesar de ser los hombres más valientes del mundo, no son unos insensatos.

En la sala del trono reinaba un silencio absoluto y la corte del rey escuchaba al anciano con la misma fascinación con que Garion solía hacerlo muchos años atrás, en la hacienda de Faldor.

—¿No crees que está recargando demasiado la historia? —murmuró Zakath.

—No puede evitarlo —respondió Garion con otro murmullo—. El abuelo es incapaz de dejar un buen relato librado a sus propios méritos. Siente la imperiosa necesidad de mejorarlo artísticamente.

Convencido por fin de que había logrado captar toda la atención de su público, Belgarath comenzó a emplear todos los trucos sutiles del arte narrativo. Cambiaba de cadencias y a menudo bajaba la voz hasta convertirla en un susurro. Era evidente que se divertía mucho. Describió el ataque simultáneo al dragón con lujo de detalles. Habló de la retirada inicial de la bestia, añadiendo gratuitamente un infundado sentimiento de triunfo en el corazón de los dos caballeros, convencidos, según él, de que habían matado al dragón con sus lanzas. Aunque esa parte del relato no fuera enteramente cierta, colaboró a aumentar el suspenso.

—Ojalá hubiera podido presenciar esa pelea —murmuró Zakath—. La nuestra fue mucho más prosaica.

Luego el anciano pasó a describir el vengativo regreso del dragón, y con la única intención de acrecentar el interés del público, exageró enormemente la situación de peligro de Zakath.

—Y entonces —continuó—, sin preocuparse por su propia vida, su intrépido compañero se metió en la pelea. Temiendo que su amigo ya hubiera sufrido heridas mortales y presa de una justificada ira, se arrojó a los dientes de la bestia, dando furiosas estocadas con su poderosa espada.

—¿Realmente pensabas en esas cosas? —le preguntó Zakath a Garion.

—Más o menos.

—Y entonces —dijo Belgarath—, aunque podría haberse tratado de una ilusión óptica provocada por la luz procedente de la aldea en llamas, creí ver cómo la espada del héroe se encendía en llamas. Una y otra vez atacó al dragón y cada una de sus estocadas era recompensada por ríos de sangre roja e intensos chillidos de dolor. Y luego, horror de los horrores, un golpe fortuito de las poderosas garras del dragón hizo perder el equilibrio a nuestro campeón, que tras tambalearse unos instantes cayó sobre el cuerpo de su compañero, que hacía vanos esfuerzos por levantarse.

Entre la multitud que atestaba la sala del trono se oyeron varios gritos de terror, aunque la presencia allí de los dos héroes era un claro testimonio de que habían sobrevivido.

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