—Que
El Coyote
no sabe.
—Tal vez no, o acaso sí, pues en su carta me decía que sabía todo lo relativo a mi pasado.
—Está bien, creeré que, desde el momento en que me ha enviado, sabe que las culpas de usted no son demasiado graves.
—Gracias. Tengo la impresión de que usted salvará mi rancho y a mi hija.
—¿Tiene usted una hija? Lo ignoraba.
—Sí, ahí viene. Carolina, quiero presentarte a nuestro nuevo capataz, el señor Searles.
La joven acababa de entrar en el salón y Nick reconoció en ella a la misma muchacha que le había llamado cobarde en Esperanza. Al ver al pistolero no hizo intención de tenderle la mano, limitándose a decir:
—El señor Searles y yo ya tuvimos el gusto de conocernos.
El ranchero miró extrañado a su hija y a Searles, y éste explicó:
—La señorita y yo nos conocimos hace unas horas, durante una discusión que sostuve con el señor Bulder y cuatro de sus sabuesos.
Y, sin alterar en nada los hechos, Searles explicó a Meade lo ocurrido.
El ranchero no pareció compartir la indignación de su hija. Al terminar el relato, dijo:
—Bien, esta noche cenará con nosotros, Searles.
—Gracias; pero prefiero cenar con los muchachos —se apresuró a replicar el nuevo capataz, advirtiendo que la joven no parecía muy satisfecha con la invitación de su padre.
Éste asintió y, levantándose, dijo:
—Venga, le presentaré a sus hombres.
Salieron del salón, dejando en él a la enfurecida Carolina, y dirigiéronse a las dependencias destinadas a los vaqueros, que en aquellos momentos estaban desensillando sus caballos o fumando a la sombra. El señor Meade anunció:
—Muchachos, os presento a Nick Searles, el nuevo capataz. Ocupará el puesto de Stevens desde este preciso momento.
Algunos de los vaqueros sonrieron amablemente murmurando un saludo; otros se limitaron a permanecer inexpresivos, en tanto que unos pocos evidenciaban su disgusto. Searles se conformó con observarlos a todos.
—Ésa será su cabaña, Searles —indicó Meade, señalando una construcción de troncos separada de la vivienda común de los vaqueros—. Está ya dispuesta; pero si necesita algo más se le proporcionará. Adiós.
Searles metió su caballo en el corral y guardó en su vivienda la silla de montar y la poca impedimenta que traía. La cabaña constaba sólo de una habitación amueblada con una cama, una estantería, varías sillas y una mesa.
Cuando el joven se hubo quitado el polvo del viaje, salió de su alojamiento y dirigióse al de los vaqueros. Al acercarse oyó voces.
—No me gustan los perros —decía alguien—. Y menos de noche. Me asustan.
Era Jonathan, el cocinero negro.
—No debes asustarte —replicó otro de los vaqueros—. No tienes que hacer más que cerrar los ojos y la boca y en la oscuridad el perro no podrá verte.
La entrada de Searles interrumpió la conversación. Al ver que el negro se apartaba de
Leal
, el nuevo capataz dijo, sonriendo:
—Yo sé de un sistema mejor, Jonathan. De cuando en cuando puedes darle al perro un buen pedazo de carne y será tu amigo para toda la vida. Los perros no son como los hombres. Si se les trata bien, ellos no lo olvidan nunca.
—Sí, señor; lo haré —prometió el negro, saliendo de la estancia y sonriendo ampliamente.
—Creo que hemos salvado a nuestro cocinero —sonrió Searles—. Supongo que debe de ser de los mejores que existen, ¿no?
—Sí —contestó el mismo que había hablado antes aconsejando a Jonathan que cerrase la boca y los ojos—. No hay cocinero que se le pueda comparar.
La cena servida en el comedor de los vaqueros justificó la reputación del cocinero.
Leal
asistió a ella royendo un magnífico y carnoso hueso y dirigiendo miradas de inconfundible agradecimiento a Jonathan. Searles apenas habló, entreteniéndose en observar a los hombres de quienes acababa de ser nombrado jefe. Eran diez y había tres más ocupados en otros puntos del rancho. La juventud y la mediana edad estaban equitativamente representadas. Uno de ellos, llamado Donahue, atrajo en seguida su atención. Era un hombre de unos cuarenta años, fuerte, de ojos pequeños y largo bigote que ocultaba casi enteramente la boca. Era uno de los que no habían acogido con agrado el nombramiento del nuevo capataz. Con la misma hostil expresión con que le había mirado entonces contemplaba ahora el café.
—¿Qué clase de agua sucia es ésta? —gruñó, al fin, cuando Jonathan entró con un nuevo plato.
—Es café —aseguró el negro.
—Pues a mí me parece agua de fregar platos —gruñó el otro—. Tenemos un excelente capataz y en seguida tratas de envenenarle con esto.
Con una sonrisa, Searles declaró:
—Pues a mí me parece un excelente café.
—¿De veras? —replicó Donahue—. Depende de lo que esté usted acostumbrado a beber. Stevens no hubiera tolerado que nos sirvieran esto. Era un buen capataz y no será fácil que encontremos otro igual.
El torpe esfuerzo por mostrarse hostil era muy claro; pero Searles fingió no advertirlo. Dirigiéndose a todos, comentó:
—El señor Meade me dijo que la muerte de Stevens era un misterio.
—Nada de misterio —replicó uno de los vaqueros, llamado Bailey, pero más conocido por
Huesos
, ya que su cuerpo apenas constaba de otra cosa—. Los Máscaras Blancas lo mataron.
—Si repites mucho eso irás a reunirte con Stevens —dijo Donahue.
—¿Quiénes son los Máscaras Blancas? —preguntó Searles—. No había oído hablar de ellos.
—Son una cuadrilla de bandidos que operan por estas tierras y cuya identidad nadie conoce —contestó Bailey.
—¿Tenían algo ellos contra Stevens? —preguntó Searles.
—No creo; pero tal vez él descubriera su escondite en los Pinnacles —indicó Bailey—. Los Máscaras Blancas son muy peligrosos y creo que ni el mismo Negro Bulder desea ponerse a mal con ellos.
—¡Bah! —gruñó Donahue—. El día en que Bulder se lo proponga irá a comerse a esos Máscaras Blancas.
Searles tomó buena nota de la observación. Sin duda aquél era uno de los hombres que debían su puesto allí a la influencia de Bulder.
—Tarda mucho en proponérselo —comentó Rayton, uno de los vaqueros más viejos—. Quizá tengamos que ser nosotros los que al fin terminemos con esos bandidos.
Donahue dirigió una mirada de odio a Rayton, y Searles se dijo que antes de poco tendría que chocar con aquel hombre.
El choque ocurrió mucho antes de lo que él esperaba. A la mañana siguiente, después del desayuno, reunió a los muchachos en el corral para darles las instrucciones del día. Observó que Donahue, otro vaquero llamado Innes, y Daniels estaban juntos. Al momento sospechó que iba a haber algún choque. Los dos primeros cambiaban miradas de inteligencia y el tercero parecía muy nervioso.
—Creo que, desde que murió Stevens, usted, Donahue, se encargó del almacenaje del heno —dijo—. Puede seguir encargándose de eso.
En los ojos de Donahue se pintó el júbilo que estas palabras le producían. Si el nuevo capataz no le tenía miedo, al menos tampoco deseaba provocarle. Arqueando el pecho, replicó, belicosamente:
—Me parece que hay algo que oponer a eso.
—Diga lo que tenga que decir —replicó Searles.
Donahue frunció el ceño y replicó:
—Ha conseguido usted el empleo que legalmente debiera haber sido para uno de nosotros. El patrón no ha jugado limpio al traernos un forastero.
Searles no quería llevar las cosas por el camino de la violencia. Por ello replicó:
—Tal vez tenga usted razón, Donahue; pero ¿qué quería que le dijese yo al señor Meade? ¿Que había elegido mal a su capataz?
Varios de los vaqueros se echaron a reír; pero Donahue acentuó su furiosa expresión y violentamente replicó:
—Ya le diré yo unas cuantas cosas al señor Meade.
—Lo único que le dirá, Donahue, es que acabo de despedirle —dijo, sin ninguna violencia, Searles. Y cuando Donahue hizo un significativo movimiento con las manos, agregó—: Retire la mano del revólver. ¡No tiene usted valor para desenfundarlo!
Durante unos segundos los dos hombres permanecieron frente a frente, separados por sólo un par de metros. Al fin, Donahue bajó los ojos.
—¡Maldito! —rugió—. Te voy…
Searles esperaba lo que iba a hacer Donahue y, antes de que éste pudiera empuñar su revólver la mano del capataz se cerró en torno de su muñeca, impidiéndole todo movimiento.
—¡Cobarde! —exclamó—. Ibas a disparar contra un hombre que te volvía la espalda. Así murió Stevens. ¡Y tú deseabas su puesto! Me dan tentaciones de…
Searles sacudió violentamente al hombre hasta hacerle castañetear los dientes y, al fin, lo tiró al suelo.
—¡Ve a cobrar tu sueldo y lárgate en seguida! —ordenó.
Gruñendo amenazas, Donahue se puso en pie y se alejó hacia el edificio del rancho. Searles volvióse hacia los otros, preguntando:
—¿Alguien más desea marcharse?
—Yo —declaró Innes, partiendo tras de Donahue. Searles miró a Daniels y preguntó:
—¿Y usted?
—Yo prefiero quedarme.
—Perfectamente —replicó el capataz, procediendo a dar las instrucciones para el trabajo del día.
Cuando todo quedó arreglado y los vaqueros marcharon a sus tareas, Searles se encaminó al rancho, encontrando juntos a Meade y a su hija.
—Hola, Searles —saludó el propietario—. Parece que la cosa ha empezado a funcionar.
—Sí, patrón —replicó el joven—. He tenido que desprenderme de dos de sus hombres. No me parecían muy seguros.
—Pues hasta ahora lo habían sido —intervino Carolina Meade—. Eran de confianza. Los recomendó el señor Bulder.
La violencia del ataque sorprendió a Searles.
—Ignoraba que fueran amigos suyos, señorita Meade —murmuró.
—No hago amistad con vaqueros, señor capataz —replicó la joven—. Supongo que, siguiendo su sistema, los provocó para hacerles empuñar sus revólveres y poderlos matar.
—Y añadir dos muescas más, ¿verdad? —sonrió Searles—. No, señorita. La única provocación fue encargar a Donahue un trabajo que él juzgó indigno y rechazó. Al intentar asesinarme por la espalda tuve que discutir con él. Innes le siguió por su propia voluntad.
—El señor Bulder no verá eso con gusto —objetó la joven.
—¡Estoy harto ya de Bulder! —gritó el señor Meade—. Cuando concedo un puesto importante a un hombre le apoyo con todas mis fuerzas, Carol. Searles, puede usted despedir a todo el equipo, si quiere. ¿Deseaba verme para algo más?
—Quisiera hablar con usted de algunos negocios, señor. Asunto de hombres, que aburriría mucho a su hija. Volveré luego.
Carol demostróse deliberadamente hostil y no parecía dispuesta a retirarse, por lo cual Searles salió del salón a tiempo de ver llegar a Bulder, quien, sin parecer fijarse en el nuevo capataz del P. Cansada, entró en la casa. Allí fue acogido con poco entusiasmo por Meade.
—Hola, Abe
[1]
—saludó—. He venido a buscar a Carol para llevarla a dar un paseo; pero antes quiero hablar contigo.
—¿Qué sucede? —preguntó Meade.
—¿Qué significa eso de despedir a Donahue y a Innes?
—Donahue recibió una orden y, en vez de cumplirla, quiso empuñar su revólver contra mi capataz —explicó Meade—. En cuanto a Innes, él mismo se marchó.
—Donahue está disgustado porque no se le concedió el puesto de Stevens —dijo, duramente, Bulder—. ¿De dónde sacaste a Searles? El nombre me es vagamente familiar.
—Me hablaron de él y me lo recomendaron como hombre capaz de imponerse a un equipo y a una cuadrilla de bandidos.
—Tal vez lo sea; pero no me es simpático y tiene que marcharse.
Meade vaciló un momento. Al fin, humillando la cabeza, replicó:
—Dentro de unos días…
—¡Tiene que marcharse mañana sin falta! —ordenó Bulder—. Y, a propósito —siguió luego—: me faltan setenta y cinco cabezas para completar una remesa de ganado. Dentro de un par de días las enviaré a buscar. Que sean de tres a cinco días.
El ganadero ahogó difícilmente su ira.
La llegada de su hija, dispuesta para dar un paseo a caballo, le ahorró la dificultad de una réplica violenta. Al ver a la joven, Bulder se suavizó.
—Veo que no has olvidado el paseo que convinimos —dijo.
Carolina se sonrió y, despidiéndose de su padre, montó a caballo, ayudada por el propietario de I. B. que, montando en seguida en su caballo, se colocó junto a ella. Cuando pasaban frente al rancho de los vaqueros vieron a Searles que entraba en él.
—Ése es vuestro nuevo capataz, ¿verdad, Carol? —preguntó Bulder—. ¿Qué opinas de él?
—No opino nada —replicó la joven, aunque faltando a la verdad.
—Me alegro —replicó Bulder—. Así no debo preocuparme. He aconsejado a tu padre que lo despida y temí que sintieras alguna simpatía por él.
—Mi simpatía no se deja ganar fácilmente, señor Bulder —replicó Carol—. Espero que papá siga su consejo.
Pero, al decir esto, una duda pasó por su cerebro. Había advertido que, a pesar del poco tiempo que Searles llevaba allí, su presencia parecía haber logrado un significativo cambio en Abraham Meade, que había vuelto a ser más el de antes.
Bulder, satisfecho de que sus temores no se confirmaran, olvidóse del nuevo capataz y durante el resto del paseo sólo se preocupó de admirar a Carolina. Aunque nunca le había hablado abiertamente de amor, había dejado entrever claramente sus intenciones respecto a ella, y la misma Carol daba por descontado que alguna vez ella y Bulder se casarían; sin embargo, aquel día se encontró con que la comparación entre el hombre que debía ser su marido y el que cabalgaba junto a ella surgía demasiado a menudo y con un resultado que no hubiera sido ciertamente agradable para Bulder, de haberlo éste conocido.
A última hora de aquella tarde, el capataz del rancho P. Cansada fue llamado de nuevo por su jefe.
—Ha venido Bulder —empezó el ranchero.
Searles asintió con la cabeza y aguardó lo que Meade tenía que decirle.
—Las cosas han llegado a un punto en el que ya no pueden continuar. Hay que buscar una solución.
—¿Cuál?
—Bulder me tiene dominado —prosiguió Meade—. Pero el poder que posee sobre mí sólo es personal. Si yo desaparezco, desaparece también su fuerza. ¿Comprende?
Searles inclinó la cabeza.
—El motivo de la visita de Bulder ha sido doble —siguió Meade—. Quiere que le despida a usted y quiere, también, que le entregue setenta y cinco cabezas de ganado. ¡No pienso obedecer ninguna de sus dos órdenes! Los acontecimientos se han precipitado un poco; pero eso no puede evitarse, y aunque me hubiera gustado tomar la decisión con más calma, tendré que obrar de acuerdo con las circunstancias. Yo desapareceré hoy mismo sin dejar ningún aviso ni rastro alguno. Usted, como capataz del rancho, se hará cargo de la dirección del mismo y no recibirá órdenes de nadie, pues sólo puede recibirlas de mí. El juez Palmerston, de Desierto, ha sido nombrado ejecutor testamentario y tutor de Carol. No sabe lo que pienso hacer; pero le ayudará a salir de los apuros en que se va a encontrar usted.