—¿Qué haces aquí,
Leal
? —sonrió el capataz, palmeando el lomo del perro.
Éste lamió la cara con grandes lengüetadas. Al querer apartar a su perro, las manos de Searles tropezaron con un papel sujeto con una cuerda al cuello del animal.
El capataz quedó un momento inmovilizado, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Luego, haciendo un esfuerzo, desató la cuerda y con ayuda de una cerilla examinó el papel. Era una breve nota en la cual se le ordenaba:
«Regresa en seguida al rancho P.»
La firma era también del
Coyote
.
Searles releyó la nota, le aplicó la llama de la cerilla y antes de que el papel fuera consumido se puso en pie, guardó los revólveres en la funda, y deslizándose fuera de su refugio fue en busca de su caballo. Montó en él y primero a paso lento, para no llamar la atención, y luego, cuando estuvo ya a una distancia conveniente, al galope, partió hacia el rancho.
Dos horas invirtió el fatigado caballo en llegar a su destino. La noche era muy oscura; pero el plateado resplandor de las estrellas hacía visibles las construcciones del rancho P. Cansada.
Searles abandonó su montura a corta distancia y dirigióse hacia la casa, examinando bien el terreno. No se veía ninguna señal de vida; pero al llegar a unos cien metros del rancho, Searles creyó percibir un movimiento junto a una de las puertas.
Dirigióse hacia aquel lugar, con el revólver amartillado; pero no descubrió nada sospechoso. La puerta estaba cerrada y sin señales de forzamiento. El capataz fue rodeando la casa, examinando todas las puertas y ventanas. Al fin descubrió una de estas últimas que estaba entreabierta. Penetrando por ella encontróse en la cocina, cuya puerta interior daba a un pasillo por el que se llegaba a una de las escaleras que permitían subir al piso.
Searles estaba vacilando acerca del partido que debía tomar. El mensaje del
Coyote
indicaba que algo grave había ocurrido o iba a ocurrir en el rancho. Pero ¿qué podía ser? En la duda estaba a punto de decidirse por aguardar en el salón, cuando unas voces llegaron a sus oídos.
No se oían claramente las palabras, pero la voz era de hombre y parecía llegar del dormitorio de Carol.
Ésta fue despertada por el roce de una mano, y al abrir los ojos vio junto a su lecho la alta figura de un hombre.
—No se mueva —ordenó éste—. No le haré ningún daño.
Carol reconoció la voz.
—¡Donahue! ¿Qué hace usted aquí?
El vaquero lanzó un juramento.
—¡Cállese! —ordenó. Luego, soltando una carcajada, siguió—: Es inútil que grite, señorita Meade. No hay nadie en la casa y el cocinero no la oirá por mucho que usted chille. Dígame dónde está el dinero y le prometo que no le ocurrirá nada malo.
—¿Qué dinero? —tartamudeó Carol.
—El que retiraron del Banco antes de que se cometiera el robo. Démelo y me marcharé sin molestarla más.
—No sé nada de eso —mintió Carol—. Si el señor Searles lo retiró del Banco debió de llevárselo o esconderlo en un sitio que desconozco.
—Es inútil que trate de engañarme. Vieron a Searles entrar en la casa antes de marchar para reunirse con la
pose
. Dejó el dinero en sus manos porque no iba a llevarlo encima mientras perseguía bandidos. Vamos, entrégueme los mil novecientos dólares o le daré una lección que no le gustará.
—¡Cobarde! —chilló Carol—. Esto le costará la horca…
Donahue, rabioso, le cerró la boca con la mano, pero tuvo que retirarla en seguida, ensangrentada a causa de un violento mordisco.
—¡Maldita! —rugió Donahue.
Estaba enloquecido por la ira y por el ansia de matar. Su mano derecha buscó la empuñadura de su cuchillo y, desenfundándolo, lo levantó para hundirlo en el pecho de la joven.
Searles ignoraba esto, pero la imprecación de Donahue le previno de la gravedad de la situación. Veloz y silenciosamente subió por la escalera. Estaba a punto de penetrar en el dormitorio de Carol, cuando la oscuridad fue taladrada por un fogonazo.
El disparo llegó a tiempo. Medio segundo más y el cuchillo de Donahue hubiera descendido sobre su víctima.
Carol oyó la detonación, escuchó el erizante choque de la bala contra la cabeza de su atacante y le vio saltar hacia atrás y rodar por el suelo.
Durante unos segundos quedó demasiado aterrada para comprender lo ocurrido.
También Searles quedó desconcertado por el disparo y, por un momento, temió que hubiera sido dirigido contra Carolina; pero cuando se disponía a disparar a su vez se dio cuenta de que el fogonazo había iluminado una figura vestida do negro y cuyo rostro se hallaba oculto por un antifaz.
—¡
El Coyote
! —susurró, bajando el revólver.
El autor del disparo llegó junto a él y en voz baja le dijo al oído:
—No digas nada de mí. Tú le has matado. Llévalo al árbol. Adiós.
Silencioso como una sombra,
El Coyote
desapareció y Searles precipitóse dentro del cuarto.
Carol le vio enfundar su revólver y, dominada por los desbocados nervios, saltó de la cama y corrió a buscar protección entre los brazos del capataz. Durante unos minutos permaneció abrazada a él, notando, con infinito alivio, los labios de Searles en su cabellera, mientras el joven murmuraba:
—¡Pobrecita!, ¡pobrecita mía!
La joven quiso explicar el horror por que acababa de pasar; pero su garganta estaba atenazada como por una mano de hierro. Al fin, cuando la paz hubo vuelto a su espíritu, apartóse lentamente de Searles y bajó la vista hacia el cadáver de Donahue.
—¿Le hizo algún daño? —preguntó Searles. Y cuando la joven contestó con un negativo movimiento de cabeza, el capataz agregó—: Tranquilícese. Me lo llevaré en seguida. No creo que tuviese ningún compañero.
Inclinóse, cogió a Donahue por las piernas y lo arrastró fuera del cuarto, cargándolo luego sobre sus hombros y depositándolo, al fin, encima de uno de los caballos que habían quedado en el rancho. Regresó después al dormitorio de Carol y con unos trapos mojados borró las manchas de sangre que habían quedado en el suelo. Repitiendo una vez más la conveniencia de guardar silencio, separóse de Carol y ensillando otro caballo marchó hacia el árbol que sirviera para ahorcar a su padre. Cuando se alejó de allí para regresar junto a sus compañeros, el álamo tenía una muesca más y otro cadáver colgaba de él.
A la mañana siguiente, sin que al parecer nadie se hubiera dado cuenta de que durante cuatro horas Searles se había ausentado del campamento, la
pose
regresó hacia Esperanza. La persecución había fracasado y los hombres mostrábanse defraudados por lo poco emocionante que la salida había resultado; pero al llegar a las tierras que fueron de Forbes quedaron compensados de todo al ver el cadáver que pendía del álamo.
Bulder dirigió una escrutadora mirada a Searles; pero si comprendió algo se abstuvo de hacer ningún comentario. Asistió en silencio al descolgamiento del cadáver y encogióse de hombros cuando se le preguntó si sospechaba quién podía haber elegido aquel árbol para colgar de él los cuerpos de sus antiguos vaqueros.
Searles fue recibido en el rancho por una Carol muy distinta de la de antes. Acudiendo hacia él, dijo, con tímida sonrisa:
—Quisiera hablarle.
Searles vaciló. Antes de que pudiera replicar, la joven agregó:
—Quisiera dar un paseo por la pradera. ¿Puede acompañarme?
Searles recordó el momento de la noche anterior en que tuvo a Carol entre sus brazos y dudó un momento. Temía hallarse de nuevo a solas con aquella mujer. Sin embargo contestó:
—Sí, en seguida estoy con usted.
Abandonaron el rancho, seguidos por las sonrientes miradas de los vaqueros, y durante casi media hora no cambiaron ni una palabra. Al fin, Carol abordó el tema que les preocupaba a los dos.
—¿Qué hizo con… Donahue? —preguntó, en voz baja, como temiendo ser oída.
—No se preocupe por él, señorita Mcade.
—¿Qué hizo? —insistió Carol.
—Le coloqué donde debía estar.
Carol inclinó la cabeza y, sin mirar a Nick, preguntó:
—¿Lo llevó al árbol aquel?
—Sí.
—¿Por qué?
Searles no respondió. Carol, siempre sin mirar a su compañero, continuó:
—Hace diez años desapareció el colono que vivía junto a aquel árbol. Nadie sabe qué fue de él; pero algunos aseguran que fue asesinado.
—Sí, le asesinaron —contestó el muchacho.
—¿Y usted quiere vengar su muerte?
Searles no replicó; pero al cabo de un momento dijo:
—Innes murió al atacarme. Donahue murió por otra causa. Sin embargo, tanto él, como Shamrock y como Innes, fueron culpables de un odioso asesinato.
Carol comprendió la censura que vibraba en las palabras de su compañero. Al matar a Donahue, el capataz le había salvado a ella la vida y no era justo buscar un segundo motivo para su acto.
Buscando una salida de su turbación, la joven señaló de pronto un grupo de altas acotillas, cada uno de cuyos largos tallos estaba coronado por magníficas flores.
—¡Qué hermosas! —exclamó, desmontando de su caballo y corriendo hacia las acotillas, que crecían al pie de unas altas rocas.
Searles desmontó también y sosteniendo de las bridas los dos caballos, sentóse en una piedra. Un momento después Carol regresó hacia él trayendo un manojo hecho con las intensamente rojas flores. Estaba colocando una de ellas en la camisa de Searles cuando un jinete apareció al otro lado del recodo formado por la masa de rocas.
Al ver a la pareja el hombre detuvo un momento su caballo; luego, al reconocerlos, siguió adelante y, saludando con irónica cortesía, pidió:
—Perdonen que les haya interrumpido.
Carol adivinó en los ojos de Searles su intención. Rápidamente, le contuvo:
—¡No, por favor, no más violencias! Se lo ruego, Nick.
Searles retiró la mano de la culata de su revólver; pero la mirada con que siguió al jinete estaba preñada de amenazas.
—Es Givens —murmuró.
—Sí; pero no tiene importancia —sonrió Carol, recordando, con una angustia que no hubiera sabido explicarse, que aquel hombre gozaba en Esperanza de la fama de ser el mejor tirador de toda la región. Hacía años que estaba al servicio de Bulder y si sus manos estaban encallecidas era más por el contacto de las culatas de sus revólveres que por el manejo del lazo y de los hierros de marcar.
—Se dirige a Esperanza —murmuró Searles—. Hablará mucho…
—Todo el mundo tiene derecho a hablar —rió Carol.
—Pero no a decir según qué cosas.
—No dijo nada ofensivo.
—Sus labios, no; pero sus ojos, sí.
—No se puede impedir a una persona que tenga los pensamientos que prefiera —dijo Carol.
—Pero se le puede impedir que los exponga.
La alegría del paseo por el desierto estaba agotada. Inútilmente Carol se esforzó por reanimar la conversación. Searles contestó con monosílabos, aunque era evidente que luchaba por adoptar otra actitud.
Carol sintió como si el cielo se cubriera de amenazadoras nubes y al llegar al rancho se despidió tímidamente de su compañero, que anunció, tratando de dar a sus palabras un acento de completa indiferencia:
—Iré a echar un vistazo a los terneros que tenemos que marcar.
Carol le vio cambiar de caballo y con la mirada le siguió hasta que desapareció tras el polvo del camino de Esperanza, donde no había ni una sola res del P, Cansada.
Luego entró en el despacho que había utilizado su padre y, recordando el incidente de la noche anterior, abrió el cajón donde había guardado el dinero que le entregara el capataz.
Por un momento el corazón se le inmovilizó a causa del susto. Recordaba perfectamente cómo estaba el libro de cuentas bajo el cual se hallaba el dinero. Al dejar ella el libro, éste quedó con la etiqueta hacia abajo, inmediatamente encima de los billetes. En cambio, ahora estaba hacia arriba. Mas al levantar el libro, Carol lanzó un suspiro de alivio. El dinero seguía allí.
****
«El Dorado» rebosaba público ansioso de divertirse. Ante aquel público, Givens estaba anunciando algo que parecía merecer la aprobación general.
—La señorita Meade no parece sentir mucho asco de los vaqueros —decía Givens—. Ayer noche, cuando toda la pose dormía, el atractivo capataz del P. Cansada salió de su puesto, montó en su caballo y tomó el camino del rancho. ¿Para qué? Me imagino que todos nos lo figuramos, ¿no?
Un coro de carcajadas acogió estas palabras. Givens, satisfecho de su éxito, prosiguió:
—Y debió de ser muy agradable para la señorita Meade, pues esta tarde la encontré cortando flores de acotilla y prendiéndolas en la camisa de su capataz. Todas las mujeres son iguales. Esa Meade parecía una dama demasiado distinguida para hablar con nosotros; pero no sólo es capaz de hablar, sino…
—¡Givens!
El nombre sonó como un pistoletazo y fue seguido por un arrastrar de sillas y el rumor de los pasos que marcaba la prudente retirada de quienes se hallaban en la línea de fuego.
Searles, con las manos caídas y el cuerpo en tensión, había entrado en el bar y se hallaba frente a Givens. Su rostro expresaba un odio mortal.
En cambio, la cara de Givens expresaba brutal satisfacción. El pistolero acababa de recibir la provocación necesaria para poder matar a aquel hombre sin exponerse a molestos interrogatorios. No dudaba del resultado de la contienda. Era un experto tirador y, en cambio, su adversario estaba tembloroso de ira.
—¿Me llamaba el señor capataz? —preguntó Givens, con burlona sonrisa.
—Sí. Eres un cobarde, un canalla y un…
El resto lo dijeron los revólveres, que escupieron fuego al mismo tiempo. El capataz del P. Cansada giró sobre los tacones, empujado por el proyectil disparado por Givens, y cayó al suelo. Su adversario, herido en el pecho, cayó de bruces y quedó un momento inmóvil; luego hizo un inútil esfuerzo por incorporarse.
Viendo que Givens aún no estaba muerto, Searles se arrastró hacia él, diciendo:
—Givens, antes de morir quiero que sepas algo.
Inclinóse más hacia el moribundo y le murmuró unas palabras al oído.
Givens pareció haber recibido una descarga. Sus ojos se desorbitaron, miró incrédulamente a Searles y musitó:
—Tú… ¿tú eres…?
Un violento estertor ahogó sus palabras y Givens cayó de nuevo contra el suelo, quedando inmóvil para siempre.