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El Coyote
se había dirigido recto desde la boca del cañón hacia el sendero que había tratado de seguir la noche de su entrada en el valle. No tardó en alcanzarlo y ascendió por él, seguro de no encontrar ningún centinela. A la luz del día el camino era más fácil y se advertía que debió de ser trazado muchos años antes. De cuando en cuando, en los muros se veían inscripciones aztecas.
—Debe de ser el camino hasta una tumba real —se dijo
El Coyote
.
Al cabo de quince minutos de subir,
El Coyote
encontróse frente a lo que parecía boca de la mina; pero cuyo dintel, formado por un pesado bloque de granito, mostraba numerosas inscripciones y figuras típicamente mejicanas.
El estudio que como César de Echagüe había realizado
El Coyote
en Méjico, le permitió descifrar algunos de los jeroglíficos que adornaban los muros y la entrada del subterráneo. En pocos momentos logró comprender que en aquel lugar habían sido enterrados tres grandes príncipes aztecas que huyeron del norte de Méjico para escapar de los españoles, llevándose grandes riquezas. Y aquellas riquezas, consistentes en máscaras, diademas, joyas diversas y otros muchos objetos de oro y plata, con incrustaciones de piedras preciosas, habían sido depositadas en las tumbas de los príncipes, y ahora están desparramadas por el suelo, a punto de ser conducidas hacia las casas blancas que siglos antes sirvieran de palacios a los exiliados príncipes mejicanos.
Por la memoria del
Coyote
pasaron los recuerdos de todas las conversaciones que había escuchado. En un momento adivinó los propósitos de Quincey. Éste debía de haber descubierto la tumba azteca y comprendido que, si hacia público el descubrimiento, el Gobierno le prohibiría comerciar con los objetos de arte allí encontrados, de forma que su hallazgo no le serviría de casi nada. Era lo bastante inteligente para haber comprendido desde el primer momento el formidable valor artístico del tesoro, y estaba seguro de que ese tesoro le proporcionaría abundantes cartas de felicitación, muchos honores, pero ningún resultado práctico; en cambio, fundiendo aquellas piezas maestras de la orfebrería azteca, reuniendo las piedras preciosas que se arrancasen y transformando las monturas en lingotes de oro o plata, se podrían obtener millones, o sea, un resultado práctico mucho mayor.
¡Y para mantener aquel secreto y evitar la intromisión del Gobierno y de los hombres de ciencia, Carl Quincey no había vacilado en hacer matar a cuantos habían rondado los afluentes del río Colorado en busca del oro! De la misma forma que no vacilaba en destruir caretas, diademas y coronas de oro macizo —que eran grandes obras de arte— para transformarlas en feos pero valiosos lingotes que el propio Gobierno Federal compraría muy satisfecho.
Rápidamente recorrió las diversas estancias de que se componía la tumba, y todas las halló completamente llenas de maravillosas obras de arte; luego encontró otros compartimentos que aún no habían sido abiertos y comprendió que el verdadero valor de aquel hallazgo no podía ni calcularse.
Estaba sumido en el examen de todas aquellas riquezas en peligro de destrucción, cuando oyó unos pasos fuera de la cueva. Rápidamente corrió a la entrada y hallóse frente a tres hombres.
El primer disparo lo hizo Quincey.
El Coyote
sintió como si le arrancasen el costado. Cayó de rodillas y esto le salvó de los otros disparos que, en su nerviosismo, hicieron contra él Shepler y Ramey.
Antes de que los tres hombres pudieran rectificar su puntería, el enmascarado desenfundó a la vez sus dos revólveres y disparó simultáneamente.
Cayeron Shepler y Ramey, y Carl Quincey, saltando ágilmente a un lado, corrió camino abajo. Cuando
El Coyote
logró llegar a la puerta de la sepultura, lo vio ya lejos, cabalgando en dirección a la cerca que cerraba el camino del exterior…
El Coyote
sentía que la visión de sus ojos se nublaba, al mismo tiempo que sus piernas doblábanse contra su propia voluntad. Recogiendo al fin su Winchester, lo levantó, graduó el alza al máximo y, apoyando el rifle en un saliente de la roca, trató de apuntar hacia el fugitivo.
Durante unos segundos tuvo que luchar para que se aclarasen sus ojos. Por fin, cuando ya Quincey estaba a cuatrocientos metros de distancia, el enmascarado consiguió fijar la puntería y dominar el temblor de sus manos. Entonces, lentamente, seguro de no fallar el tiro, apretó el gatillo.
El disparo resonó hondamente en las profundidades de la caverna.
La comisión que la Universidad de Harvard había enviado al Cañón del Trono, tropezó, desde el primer momento, con numerosos y macabros hallazgos. El jefe de la expedición, catedrático de prehistoria de las razas americanas, releyó una vez más la extraña carta recibida veinte días antes, sin fecha y sin que se indicara el punto desde donde había sido enviada. Como firma, para completar el misterio, llevaba una tosca cabeza de lobo o de coyote. En aquella misteriosa carta, el desconocido comunicante indicaba al profesor Button que si se trasladaba en seguida al poblado de Ladrón y de allí marchaba al Cañón del Trono, encontraría, en este último, un magnífico ejemplo de la cultura azteca, representado por unas tumbas reales, repletas de labores indígenas y de joyas de la misma procedencia. El autor de la carta aconsejaba que se fuese en seguida, pues existía el peligro de que los vecinos del pueblo descubrieran el emplazamiento de las tumbas y las saquearan, destruyendo las joyas, como ya había estado a punto de ocurrir, pues una numerosa banda de forajidos habíase apoderado del Valle del Trono y en uno de los tres edificios que construyeron los aztecas habían dispuesto un crisol de fundir oro y plata, con la intención de destruir todo aquel tesoro que en su forma más valiosa sería de imposible venta.
Button, en contra de los consejos de sus amigos, que insistieron mucho para convencerle de que se trataba de una broma, reunió un grupo de arqueólogos y marchó con ellos hacia Arizona, salvando un sinfín de dificultades; pero llegando a tiempo de convencerse de que nadie se les había anticipado.
Mas en cuanto cruzaron la derribada valla que debió de cerrar la salida del cañón, encontráronse con dos esqueletos, uno de los cuales estaba clavado, por medio de un largo cuchillo, a uno de los troncos de la valla. Luego, a poca distancia, encontraron otro esqueleto caído en el suelo. Junto a él se veía un rico revólver enfundado en una agrietada pistolera.
—Cualquiera diría que ese pobre diablo trataba de ponerse a salvo —comentó uno de los miembros de la expedición.
Y otro, que había estado examinando una blanca roca cercana, indicó:
—Fijaos, ¿qué querrá decir esto?
Señalaba una cabeza de coyote junto a la cual se veía el número doce.
El profesor Button se acercó, comparó la firma que le había hecho ir allí con la que estaba grabada en la piedra y, lentamente, contestó:
—Ésa es la marca del
Coyote
.
Y como antes de llegar allí habíase enterado de muchas de las hazañas del
Coyote
, contestó, cuanto todos le preguntaron quién era
El Coyote
.
—Nadie lo sabe. Algunos le han visto la cara; pero ninguno ha vivido lo suficiente para descubrir su identidad. Suele dejar su marca cerca de todo hombre a quien se ve obligado a matar.
—¿Es un bandido? —preguntó otro de los expedicionarios.
—Para unos sí y para otros no. La realidad es que debe de ser un poco de todo, o mejor dicho, que para lograr un resultado justo, se vale de medios menos justos; pero sí muy eficaces.
—¿Y ese número doce? ¿Qué puede significar?
—Tal vez encontremos doce cadáveres y entonces comprenderemos que este pobre diablo fue el número doce de los que cayeron.
—¿Cree que ese
Coyote
puede haber matado a doce hombres? —preguntó, escandalizado, otro de los expedicionarios.
El catedrático se encogió de hombros.
—No sé —dijo—; pero no hemos venido a eso, y como en la pared frontera a las casas veo una a modo de boca de cueva o mina creo que debemos ir hacia allí sin perder un momento y comprobar si la comunicación es cierta o no.
—¿Denunciará estas muertes? —preguntó el expedicionario que antes se había escandalizado.
—¿Para qué? —sonrió Button—. Nadie podrá probar quién las ha cometido; por lo tanto, enterraremos a los muertos y dejaremos que ellos se venguen de sus matadores. Y si no pueden o no quieren hacerlo, no debemos ser nosotros más exigentes que ellos. Por tanto debemos limitarnos a desearles que descansen en paz y, al mismo tiempo, desear buena suerte al
Coyote
, a quien, al fin y al cabo, deberemos el descubrimiento de unos tesoros que estaban en peligro de ser destruidos.
FIN
JOSÉ MALLORQUÍ FIGUEROLA, Barcelona, 12 de febrero de 1913 – 7 de noviembre de 1972, escritor español de literatura popular y guionista, padre del también escritor César Mallorquí. El padre del futuro novelista abandonó a su madre, Eulalia Mallorquí Figuerola, poco antes de nacer. El niño fue criado por su abuela Ramona, después pasó a un internado de los Salesianos. Esta niñez le produjo su carácter tímido y soñador. Fue mal estudiante y a los 14 años abandonó el colegio y comenzó a buscarse la vida trabajando. Fue un gran lector de todo cuanto caía en sus manos. A los 18 años una herencia cuantiosa de su madre fallecida le proporcionó un periodo de bienestar y lujo y una vida diletante, practicando toda clase de deportes. En 1933, comienza a trabajar para la Editorial Molino. Aparte de dominar el francés, aprendió con un amigo inglés, lo que le permitió traducir y leer en ambas lenguas en idioma original. Mallorquí se anima a escribir aventuras como las que traduce y publica en «La Novela Deportiva», de Molino (que se publicó en Argentina a partir de 1937), larguísima colección íntegramente escrita por Mallorquí y que constó de 44 novelas, más otras doce en su segunda época, ya en España.
[1]
Abe, diminutivo de Abraham..
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[2]
Pose
se llama a la reunión de vaqueros y ciudadanos que en las poblaciones del Oeste se reunían para perseguir a los bandidos.
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[3]
La matanza de Mountain Meadows, o
Mountain Meadow's Massacre
, es uno de los crímenes más horribles y famosos cometidos en el Oeste. Unos proscritos mormones, capitaneados por John Doyle Lee, cayeron en un amanecer de septiembre de 1857 sobre un campamento de emigrantes. Iban disfrazados de pieles rojas, y como los emigrantes, siguiendo los traicioneros consejos del propio Lee, iban desarmados, no pudieron ofrecer ninguna resistencia, siendo todos pasados a cuchillo, sin que perdonaran a mujeres, ancianos ni niños. Luego, los asaltantes robaron todo cuanto iba en la caravana y escaparon, creyendo no dejar tras ellos ninguna huella comprometedora; pero quedaron con vida diecisiete niños, los mayores de doce años, y por ellos se pudo descubrir la verdad, y al cabo de muchos años, prender a Lee en la región de Los Cañones de Arizona y ahorcarle. Entre los niños que sobrevivieron figura el que luego fue famosísimo
sheriff
de Abilene: «Bear River», Tors Emith.
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