La sombra del Coyote / El Coyote acorralado (4 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: La sombra del Coyote / El Coyote acorralado
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Mike le miró con los ojos llenos de salvaje sorpresa. Vaciló un momento y, por último, replicó:

—¡Váyase al diablo!

—¡Suelta ese látigo, cerdo!

Esta vez la orden fue claramente amenazadora.

Mike comprendió la amenaza y comprendió, también, que debía obedecer o luchar. Decidió hacer ambas cosas. Soltando el látigo echó mano a su revólver.

El forastero no hizo ningún movimiento hasta que el otro tuvo el revólver fuera de la funda. Entonces de su cadera derecha brotó un fogonazo y una nube de humo, y Mike cayó de lado, en medio del polvo. El forastero avanzó hacia él.

—¿Es tuyo este perro? —preguntó.

—Sí. ¿Qué tiene usted que ver con ello?

—He decidido comprarte el perro. Te daré cinco dólares por él, o sea cinco veces el valor del animal y mil veces el tuyo.

—Esto no terminará aquí —gruñó Mike, guardándose las monedas.

—Si no eres prudente y te marchas, es posible que no termine aquí —replicó el forastero, mientras el perro, reconociendo, sin duda, un amigo en él, fue a tenderse a sus pies. Su antiguo amo se alejó cojeando.

Su vencedor le siguió con la mirada durante unos minutos y se inclinó a acariciar la cabeza del animal. De pronto le interrumpió una furiosa y femenina voz, que gritaba:

—¡Cobarde!

Extrañado, el defensor del perro volvióse y descubrió a una joven que debía haber salido de la tienda inmediata. De estatura mediana, la muchacha vestía una corta falda de cuero, botas de altas cañas, camisa de hilo y llevaba ceñido al cuello un pañuelo vaquero. Un sombrero de ala ancha dejaba escapar la abundancia de una cabellera castaño oscura.

—Seguro, señorita —replicó el forastero—. Pude haberle matado y se lo merecía, pero sólo le estropeé un ala. Dentro de dos o tres semanas estará otra vez bien. Por lo que veo, a usted, señorita, no le gustan los perros.

—Ve usted mal, forastero. Me gustan los perros; pero no los coloco al mismo nivel que los seres humanos.

—Hace usted bien, señorita —sonrió, irónico, el joven—. Decir que un perro es igual que un hombre sería insultar al perro. Están muy por encima de la mayoría de ellos.

La chica mordióse el labio inferior y contestó:

—Usted provocó a ese hombre para hacerle que sacase el revólver y tener así una excusa para herirle. Sabía que podía usted disparar antes que él.

—Le advierto, señorita, que yo no había tenido hasta ahora el disgusto de conocer a ese amigo suyo. Él fue el primero en sacar el revólver, y seguro que estaba dispuesto a disparar.

—Ésa es la excusa que dan siempre los asesinos profesionales… como usted. Seguramente lo único que le interesaba era agregar una muesca más a la culata de sus revólveres.

Con veloz movimiento, el forastero desenfundó sus revólveres y los tendió hacia la joven, mostrándole las culatas: luego, como hablando al perro, dijo:

—Sí, me gusta notar cómo saltan en mis manos; pero nunca se me ocurrió ponerles muescas; un día de éstos se las añadiré. Hará bonito y servirán de aviso.

La joven le dirigió una mirada de desprecio y replicó, secamente:

—¡Es usted odioso!

El hombre guardó los revólveres, y tirando suavemente de las orejas del perro, comentó:

—No parece que le seamos simpáticos a la señorita. Y lo siento, porque es lá cara más bella que he visto en mi vida…

Las palabras del forastero fueron interrumpidas por la llegada de cuatro jinetes que frenaron sus caballos frente a la taberna. El jefe, hombre moreno y de aquilina nariz, no parecía estar de muy buen humor.

—¿Es usted el que disparó sobre uno de mis hombres? —preguntó, violentamente.

—¿Me lo pregunta a mí? —replicó el forastero—. Lo único que puedo decirle es que metí una bala en un cerdo de dos patas. Si era uno de sus hombres, le diré que elige usted muy mal a sus amigos.

El recién llegado hizo como si no hubiera oído esto y siguió:

—¿Qué derecho tiene usted a interponerse entre un hombre y su perro?

—Éste —replicó suavemente el forastero, pasando las yemas de los dedos índices por las pulidas culatas de sus armas.

—¡Ya! —replicó el otro—. Es usted uno de esos aficionados a juegos malabares con los revólveres, ¿no? ¿Qué se le ha perdido por aquí?

—¿A mí? ¿Es usted acaso el
sheriff
o un representante suyo?

—No soy el
sheriff
, pero…

—Pero el
sheriff
hace lo que usted quiere, ¿no? —interrumpió, burlonamente, el otro—. Para el caso es lo mismo.

El forastero hablaba con acento cansado, como si estuviera discutiendo con un niño, pero de pronto su voz sufrió una perceptible alteración y, secamente, dijo:

—Si ese amigo que está detrás de usted no deja quietas las manos, se va a encontrar usted con otro hombre de menos, caballero.

—No te metas en esto, Peters —ordenó el jefe. Y volviéndose al que estaba de pie ante él, siguió—: Le he preguntado qué se le había perdido aquí. Es mejor que no ponga demasiado a prueba mi paciencia.

El desconocido se echó a reír.

—¡Poner a prueba su paciencia! ¡Tiene gracia! Bien, veremos de qué clase de madera están ustedes hechos.

El joven hizo un velocísimo movimiento con las manos y éstas aparecieron armadas con sus dos revólveres, con los cuales amenazó a los que estaban frente a él.

—Ahora —siguió— voy a contarles una verdad. En menos de segundo y medio puedo tumbarlos de espaldas a los cuatro. Por lo tanto vuelva la cola y desaparezcan. Me están molestando.

El aspecto del muchacho había variado por completo. La sonrisa había desaparecido de su rostro y todo su cuerpo estaba en tensión. No cabía error posible en la realidad de la amenaza. Cogidos por sorpresa, los cuatro hombres no tenían opción y de mutuo acuerdo dieron media vuelta y se alejaron hacia «El Dorado», seguidos por las asombradas miradas de toda la población de Esperanza. Cuando desaparecieron de la taberna, el forastero volvióse y tropezó con la mirada de incredulidad y consternación de Brennon.

—¿Qué le ocurre, amigo —preguntó.

—¿Qué me ocurre? Pues que se ha metido usted en un buen lío, forastero. ¿Sabe quién era ése a quien ha puesto en ridículo? Pues Isaías Bulder, más conocido por Negro Bulder. Cuando él habla, toda la población de Esperanza mueve la cola, aplaude y dice que sí.

Un destello de ira pasó por los ojos del desconocido. En seguida recobró su aspecto habitual y comentó:

—Debe de haberle resultado terrible encontrarse con alguien que ni aplaudía, ni movía la cola, ni decía que sí.

—No es cosa de risa —reprendió Brennon—. Tiene en sus manos todo el poder de Esperanza, y si regresa con sus fuerzas le acribillarán a tiros.

—Entonces conviene que Esperanza tenga un buen cementerio y un hospital espacioso. Todo hará falta cuando la discusión haya terminado.

—El que usted termine con algunos de ellos no mejorará su situación. Un hombre no puede ganar a veinte. Aunque no sienta ninguna simpatía por Negro Bulder, no me gustaría que me destrozaran la taberna. De todas formas, si no tiene otro sitio adonde ir, puede entrar en ella.

—Gracias. Me alegro de haber encontrado un hombre decente; pero no tema, no me haré matar en su establecimiento. Reanudo la marcha.

Entrando en el corral, el forastero ensilló su caballo y lo condujo a la parte delantera de la taberna. Después de haber bebido con el propietario, montó a caballo y alejóse lentamente hacia el Este.

El perro que había sido causa de todo el trastorno echó a correr tras él, en medio de alegres ladridos.

—No te alegres tan pronto, «Leal» —dijo el jinete, bautizando al perro con el primer nombre que le vino a la memoria—. La cosa aún no ha terminado y quizá antes de poco vuelvan a llover sobre ti algunos palos.

Capítulo IV: El rancho P. Cansada

Abraham Meade, propietario del rancho P. Cansada (su marca era una «P» inclinada a la izquierda, como si estuviese apoyada en un tronco), estaba sentado en el amplio porche de su casa, royendo pensativamente la boquilla de una pipa que hacía rato habíase apagado y mirando la amarilla y polvorienta carretera que cruzaba los prados en dirección a Esperanza, situada a unos treinta y tantos kilómetros de allí. Meade era un hombre no muy alto, recio, de cabello y bigote grisáceos, de unos cincuenta años cumplidos, en cuyo rostro se acusaba la tensión mental que le dominaba y que para cuantos le conocían era un problema, ya que en el P. Cansada todo parecía marchar viento en popa, pues se trataba del mejor rancho de toda la región.

De pronto la mirada de Meade captó un lejano puntito negro en la carretera, y cuando, al cabo de unos minutos, el puntito se transformó en un jinete, el rostro del ranchero se iluminó. Sacó del bolsillo una carta y, abriéndola, la releyó atentamente. Su mirada se posó unos segundos en la extraña firma, que representaba una cabeza de animal (de lobo o coyote) trazada de un solo rasgo. Al fin, respirando hondo, sacó una caja de cerillas de azufre y, encendiendo una, prendió con ella fuego a la carta, que utilizó, a su vez, para encender la pipa. Luego contempló cómo la llama consumía todo el papel y después aplastó los negros restos quemados.

Mientras tanto, el jinete que se aproximaba fue aumentando de tamaño y Meade vio que le seguía un perro. Desapareció un momento el viajero tras los primeros edificios del rancho y al reaparecer en el patio saludó con la mano al propietario, y desmontando, fue hacia la galería.

—Hola, Searles —saludó Meade—. Entre en casa. Este sol es terrible.

Teniendo en cuenta la época y el lugar, la habitación donde entraron era muy lujosa. El piso estaba cubierto por una alfombra india y los muebles, de roble, eran pesados, elegantes y cómodos. Con gran extrañeza, el visitante vio un lujoso piano. El dueño de la casa trajo una botella de coñac, vasos, agua fresca y una caja de cigarros. El recién llegado sirvióse de las tres cosas y, acomodándose en un sillón, encendió el cigarro elegido y aguardó a que el dueño hablase.

—Hace un par de semanas alguien mató a Stevens, mi capataz. Le disparó un tiro por la espalda… —Meade hablaba seca, casi violentamente—. Llegó su caballo, sin jinete, y envié a los muchachos a que vieran de encontrarle. Hallaron el cadáver en una cañada, en los Pinnacles. Era un hombre bueno, tranquilo, sin enemigos y, sobre todo,
era leal conmigo
. El hombre que ocupe su puesto correrá los mismos riesgos. ¿Lo comprende?

—Seguro —replicó Searles.

Meade acaricióse la barbilla y al cabo de un momento siguió:

—He recibido una carta en la cual se me anunciaba su llegada y se me daban ciertos consejos. He estado meditando sobre ambas cosas y, aunque al principio no me gustaba mucho la idea de que usted fuera mi capataz, luego, al recordar cómo asesinaron a Stevens y los riesgos que hay que correr, he llegado a la conclusión de que nadie mejor que usted podría ocupar la plaza vacante. La carta que he recibido tenía una firma extraña. ¿Se imagina cuál es?

—Una cabeza —replicó Searles.

—Sí, una cabeza; pero ¿de qué?

—¿De qué? —preguntó a su vez Searles—. Usted es quien ha recibido la carta.

—Sí; pero usted es quien llega. ¿Cómo sé que no ha habido otra jugada sucia?

—La persona que firmó esa carta que dice usted haber recibido, me entregó como presentación una carta del juez Palmerston para usted.

—Eso decía
El Coyote
—murmuró Meade.

Searles sonrió.

—Toda prudencia es poca, aunque yo le reconocí en seguida.

—¿Cuándo nos hemos visto? —sorprendióse el otro.

—Hace años. Yo era muy joven y usted algo más que ahora. Bulder le tiene en sus manos, ¿verdad?

—Sí —murmuró Meade—. En la vida uno suele cometer a veces tonterías que se pagan muy caras. Hubo un tiempo en que, como todos, yo robé tierras. Podría decir que la ley me apoyaba y que los verdaderos propietarios no tenían sus documentos en regla. Pero no quiero dar a las cosas un nombre falso. Hubo un día en que uno de los hombres a quienes despojé vino a verme. Trató de asesinarme de una cuchillada y yo me anticipé a él y le maté de un tiro. Fue en defensa propia; pero, aunque quisiera, no podría probarlo. Bulder tiene ciertas pruebas que, si se sacaran a relucir, me perjudicarían. Sobre todo porque él domina a la ley. Gracias a esas pruebas me tiene puesto el pie encima y me obliga a hacer lo que quiere.

—¿No puede librarse de esa carga?

—No. Hasta ahora no he podido; pero esa persona de quien hemos hablado me ha hecho ver que la solución es mucho más sencilla de lo que hasta ahora yo me había figurado. Todo depende de usted. El hombre que gobierne este rancho ha de ser de toda confianza, pues en sus manos quedará la hacienda.

—Un momento, señor Meade. ¿Sabe esa persona que usted mató a aquel hombre?

—Sí. Y también sabe que a su familia no le ha faltado, desde entonces, nada de lo necesario y hasta de lo superfluo. He cuidado de que su mujer, sus hijos y todos sus familiares trabajasen en el rancho cobrando buenos sueldos. No saben que yo lo maté, y una de las amenazas que Bulder mantiene suspendidas sobre mi cabeza es la de que descubrirá la verdad a esa gente, y así, si la justicia no termina conmigo, los hijos de aquel hombre se encargarán de matarme.

—Supongo que no pensará utilizarme para deshacerse de estos hombres.

—No, Searles. Sé que es usted veloz y certero en el manejo del revólver; pero no quiero alquilar sus armas para ese fin. Las quiero para defender mis propiedades.

—¿Es de confianza su equipo de vaqueros?

Meade movió, dubitativamente, la cabeza.

—No sé —replicó—. Eso es algo que tendrá que comprobarlo usted por sí mismo. Stevens afirmaba que algunos de nuestros hombres eran de absoluta confianza; pero no citó nombres. Lo malo es que algunos de mis vaqueros vinieron recomendados por Bulder y tuve que tomarlos. Le concedo libertad de acción para disponer de ellos como guste.

—Bien. ¿En qué sentido le tiene puesto Bulder el pie encima?

—Me despoja de mi ganado.

—¿Se lo roba?

—No; de cuando en cuando me pide cincuenta o sesenta cabezas y tengo que enviárselas.

—¿Sólo por haber matado a un hombre en defensa propia? —preguntó, incrédulamente, Searles.

Meade le dirigió una profunda mirada. Al fin inclinó la cabeza y murmuró:

—No. Hay otra cosa. Otro motivo por el cual nunca toco eso —y señaló la botella de coñac—. Una vez bebí demasiado e hice algo que… que quisiera contarle; pero aún no me atrevo. Se trata de algo que, unido a lo otro, bastaría para condenarme. Es algo grave…

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