La sombra del Coyote / El Coyote acorralado (2 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: La sombra del Coyote / El Coyote acorralado
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El jinete, que vestía a la moda mejicana, había desmontado y, acercándose al pequeño Forbes, examinó atentamente la marca trazada en el árbol.

—¿Qué es? —preguntó.

—La marca del ganado de mi padre. Bulder dice…

El desconocido escuchó atentamente la historia que el muchacho tenía que contarle, luego se acarició la barbilla y murmuró:

—Lamento no poder quedarme aquí. Tengo un trabajo urgente en el norte de California; pero algún día volveré a vengarte.

—¿Quién es usted, señor?

—¿Has oído hablar del
Coyote
? —preguntó el desconocido.

—¿Es usted?

—Yo soy —replicó el enmascarado—. Y nada me place tanto como vengar canalladas de esta especie. Pero no puedo quedarme. ¿Qué piensas hacer?

El muchacho se encogió de hombros.

—No sé.

—Tienes dinero.

—Unos diez dólares.

—Toma. —
El Coyote
tendió al muchacho una bolsita que contenía unos cien dólares de oro—. Con esto podrás vivir algún tiempo. Procura hacerte hombre y no olvides que, como tu padre sabía muy bien, los caminos difíciles son los más seguros. Dentro de diez años aguárdame en el patio de la Misión de San Juan de Capistrano. Si tu vida ha sido recta y quieres vengar a tu padre, yo te ayudaré a lograrlo.

—Gracias, señor, estaré allí.

—¿Cómo te llamas?

—Hasta ahora me he llamado Joseph Forbes; debo cambiar de nombre para que no me reconozcan.

—¿Te gusta el nombre de Nick Searles? —preguntó
El Coyote
.

—¿Nick Searles? Sí, es bonito.

El Coyote
sacó un lápiz y en un trozo de papel escribió el nombre y una fecha.

—Adiós, Nick —dijo luego, levantándose—. Hasta el cinco de mayo de mil ochocientos cincuenta y nueve. Recuerda el patio de la Misión de San Juan de Capistrano. Junto al pequeño estanque, frente a las campanas.

—Adiós, señor
Coyote
; hasta dentro de diez años.

El enmascarado montó de nuevo en su caballo y alejóse al galope. El muchacho le siguió con la mirada y luego fue en busca del caballo que Daniels había prometido dejarle entre los árboles.

Era lo único que le quedaba, y Joseph Forbes montó en él sintiendo los ojos nublados por la angustia. Desde su caballo y, mirando hacia la tumba, declaró:

—Joseph Forbes se marcha, Isaías Bulder; pero Nick Searles volverá para matarte. ¡Lo juro sobre esta sepultura!

Luego el muchacho azuzó su caballo con los talones y partió con la misma dirección que había seguido
El Coyote
; pero su montura no podía compararse con el veloz animal que montaba el enmascarado, y diez años tendrían que transcurrir antes de que los dos volvieran a encontrarse de nuevo.

Entonces todo sería distinto.

Prólogo en 1859

El sol caía de plano sobre Santa Ana, al sur de Los Ángeles. Era un sol de mediodía, que abrasaba la tierra y hubiera abrasado las cabezas de los santaninos si alguno se hubiera arriesgado a pasear por las polvorientas calles del pueblo en los momentos en que el reloj señalaba, exactamente, la una y media del 3 de mayo de 1859.

Si alguno de los habitantes del pueblo se arriesgaba a cruzar la calle lo hacía como si le obligaran a pasar por un lecho de ascuas con los pies descalzos. Era el clásico mediodía del Oeste, que los nativos dedican, muy sabiamente, a dormir la siesta, imitando con ello a los animales salvajes, que en las horas del máximo calor permanecen en sus cubiles o madrigueras en vez de pasear por la selva.

De haber querido hacer algo en plena calle, sin que nadie lo viera, ningún momento mejor que aquel en que la luminosidad alcanzaba su grado máximo. En cambio, de haberse querido que todos los vecinos de Santa Ana vieran una cosa, lo mejor hubiese sido hacerla de ocho de la noche a dos de la madrugada. En esas horas la población vivía al aire libre, disfrutando de la frescura que llegaba del océano, viendo a todos cuantos pasaban por la calle y dejándose ver de ellos.

Los tres jinetes que eligieron aquella hora para visitar Santa Ana debían de estar enterados de esa especial característica, pues sin que nadie los viera consiguieron llegar hasta delante del Banco Comercial. Tratábase de una sucursal del importante Banco de San Francisco; y como Santa Ana se encontraba en el centro de una importante región ganadera y agrícola, el movimiento del Banco Comercial era muy grande.

Cuando estuvieron delante del establecimiento, los tres jinetes se detuvieron.

—Nosotros nos encargaremos del trabajo de dentro —dijo uno de ellos al que parecía más joven de los tres—. Tú cubrirás la retirada.

—Eso fue lo convenido —replicó el otro.

No se habló más. Los dos jinetes se levantaron hasta los ojos los pañuelos que les rodeaban el cuello y echándose hacia la cara el ala del sombrero entraron en el Banco, que en aquellos momentos estaba ocupado sólo por un enjambre de zumbadoras moscas.

El que quedó fuera era un joven de unos veintidós años, de rostro atractivo, pero de ojos fríos como el acero. Llevaba dos revólveres con las fundas ceñidas a las piernas, y colocados muy bajos. Vestía pantalones negros a rayitas blancas, embutidos en unas botas tejanas. Una camisa de dril oscuro con numerosos botones completaba, junto con un chaleco de piel negro, el atavío del joven, que se cubría la cabeza con un sombrero de anchas alas y copa aplastada, adornado con un cintillo de hilos de plata.

El sobresaltado gerente del Banco, que en aquellos momentos se encontraba solo, levantó la cabeza al oír los pasos de los que llegaban y, al ver sus cubiertos rostros, lanzó una exclamación de espanto.

—¿Qué queréis? —tartamudeó.

—Todo lo que tenga —replicó uno de los bandidos.

—Pero…, señores…, el dinero no es mío —gimió el gerente—. Está en depósito. Es de los imponentes…

—Mejor, así no le robaremos nada a usted. ¡Pronto!

—Es que…

—Guarde la charla o le enviaremos al lugar donde se funde el oro —interrumpió el otro asaltante.

El salvaje tono con que habló el bandido y la forma en que manejaba el arma que empuñaba indicaron al aterrado gerente que no le quedaba otro remedio que obedecer y abrir el cofre fuerte donde se guardaba, en aquellos momentos, más de diez mil dólares.

Mientras uno de los ladrones vigilaba al gerente, el otro encontró unos saquitos de lona fuerte y los fue llenando de oro, ante la angustia del del Banco, que veía materializarse su ruina.

Esta convicción acabó de enloquecer al hombre. Se daba cuenta de que si aquellos bandidos salían del Banco y montaban a caballo, jamás se podría dar con ellos y recuperar el dinero robado, pues la hora para el robo no podía haber sido elegida con más acierto. En uno de los cajones del mostrador tenía el gerente una pistola de dos cañones, cargada. Si lograba apoderarse de ella y, aunque no fuese más, disparar al aire, la detonación serviría de alarma y quizá los bandidos pudieran ser detenidos.

Los ladrones, llenos de desprecio hacia el hombre cuyo aspecto no era, ciertamente, heroico, apenas se fijaban en él, de forma que no advirtieron cómo el gerente, siempre con las manos en alto, retrocedía hacia el mostrador. Uno de ellos estaba registrando los últimos rincones de la caja de caudales, mientras que el otro, habiendo escuchado, al parecer, un ruido sospechoso en la calle, tenía la mirada vuelta hacia la puerta.

El gerente estuvo seguro de que no se le presentaría una oportunidad mejor y, rápidamente, bajó las manos, abrió el cajón, empuñó la pistola y apretó los gatillos. No intentó apuntar. No hubiera tenido corazón para matar o herir a un hombre, aunque fuese un bandido. Sólo quería dar la señal de alarma.

—¡Maldito! —rugió uno de los ladrones, disparando su revólver contra el banquero, que se desplomó con una pierna atravesada por el balazo, mientras los dos bandidos, recogiendo los sacos de oro, corrían hacia la puerta.

Al oír los disparos, el que había quedado de centinela empuñó uno de sus dos revólveres con una rapidez que hablaba de larga práctica, y cuando uno de los santaninos asomó la cabeza por una ventana situada a unos cuarenta metros del Banco, una bala que casi le abrasó la mejilla calmó su curiosidad.

Pero la sucesión de los disparos sembró la alarma en el pueblo. No eran aquéllas las horas en que los vecinos de Santa Ana salían a la calle a dirimir a tiros sus diferencias de apreciación y, por tanto, se supuso en seguida que alguien se entretenía en asaltar el Banco. Por ello, todos los hombres que se decidieron a salir a la calle iban armados con fusiles de largo alcance, cargados hasta la boca.

Llegaron a tiempo de ver cómo los tres jinetes ponían tierra de por medio, y todos dispararon sus piezas artilleras.

La descarga fue ensordecedora y de efectos desastrosos para los bandidos, pues los dos que habían cargado con el oro se desplomaron completamente muertos, mientras su compañero, pegado a su caballo y milagrosamente ileso, a pesar del huracán de plomo y hierro que pasó en torno a él, lograba torcer por una callejuela, salir al campo abierto, cubrir los doscientos metros de terreno descubierto y meterse entre los árboles de un bosquecillo antes de que el grupo de ciudadanos audaces reunido por el
sheriff
para salir en su persecución hubiera podido emprender la marcha. Luego, durante unas cuantas horas, perseguidores y perseguido galoparon gastando las fuerzas de sus respectivos caballos, aunque, por fin, los santaninos sacaron la conclusión de que, después de todo, el oro había quedado en el pueblo, y si seguían persiguiendo a aquel veloz jinete sólo conseguirían fatigar de tal forma sus caballos que se verían obligados a pasar la noche en descubierto, pues los animales no tendrían fuerzas para conducirlos de nuevo a Santa Ana. Por lo tanto dejaron que el tercer ladrón siguiera galopando hacia el Sur y ellos emprendieron el regreso a sus hogares.

****

El joven bandido durmió aquella noche junto a una fuente, dejando que su caballo reposara de su agotadora marcha. Al amanecer reanudó el jinete la marcha, siempre en dirección Sur, atravesando una maravillosa región inundada de flores que llenaban con su aroma el ambiente. La primavera estaba en su apogeo, y la verbena silvestre se mezclaba con pequeños girasoles que eran como una miniatura de sus enormes hermanos. Todos los colores del iris estaban repartidos por la tierra en forma de flores. En algunos puntos parecía como si el suelo estuviera sembrado de oro.

Todo respiraba paz y alegría y, sin embargo, no había ni paz ni alegría en el corazón del fugitivo cuando montó de nuevo en su caballo y descendió hacia el mar. Casi al atardecer divisó los viejos muros de una Misión, y, seguro de encontrar en ella refugio sin preguntas indiscretas, encaminó a aquel lugar el paso de su caballo.

Cuando estuvo cerca llegó hasta él el agradable olor de carne asada, recordándole que llevaba más de veinticuatro horas sin probar bocado. Desmontando de su caballo a las puertas de la misión, entró en el patio.

Un fraile que, con el hábito subido y los pies descalzos, trabajaba en el huerto, levantó la cabeza y sonrió al recién llegado.

—Buenas tardes, hermano —saludó en español.

—Buenas tardes —replicó el viajero, quitándose el sombrero y como vacilando acerca de lo que debía hacer.

—Entra y descansa —siguió el franciscano, dejando la azada contra un almendro y sacudiendo de sus manos la tierra prendida en ellas—. ¿Vienes de muy lejos?

—Sí, padre —replicó el otro.

El fraile debió de comprender sus temores, pues se apresuró a decir:

—Entonces siéntate en el porche y descansa tu fatiga. Cenarás con nosotros.

—Es que… quizá no debiera hacerlo.

—¿Por qué? —preguntó el fraile.

—No sabe usted quién soy.

—Sí, hijo mío. Sé quién eres —respondió el franciscano—. Eres un hermano mío que sufre hambre y cansancio. Aquí, como Dios nos ordena, te ofreceremos reposo para tu cuerpo, comida y alivio, si lo deseas, para tu fatigado espíritu.

Un indio había aparecido por entre unas grandes plantas de cactus cuyas palas eran como almohadones y de las cuales surgían unas grandes flores amarillentas, de pétalos suaves y delicados.

—Hazte cargo del caballo de nuestro huésped, Ignacio —ordenó el fraile. Después volviéndose hacia el viajero, pidió—: ¿Quieres seguirme?

El joven acompañó al fraile hasta la fresca sombra del arqueado porche e, invitado por el franciscano, sentóse en un frailuno sillón.

—Haré que te traigan un refresco —dijo el religioso.

—Un momento, padre. ¿Podría decirme qué Misión es ésta?

—La de San Juan de Capistrano, hijo mío —respondió el fraile, alejándose hacia las cocinas.

—San Juan de Capistrano —murmuró el viajero, acomodándose en el sillón.

Los recuerdos acudieron tumultuosamente a su cerebro. Cuando el fraile volvió con un jarro de agua con limón encontró al joven paseando lentamente por el porche. Al verle, el forastero acudió, nerviosamente, hacia él.

—Padre, ¿puede decirme con exactitud qué día es hoy?

—Sí, hijo mío. Es el cuatro de mayo de mil ochocientos cincuenta y nueve.

—¡Parece mentira! Padre, ¿cree usted en Dios?

La sorpresa del religioso ante semejante pregunta fue tan evidente que el joven se apresuró a excusarse:

—Perdone esta estúpida pregunta; pero es que yo, durante muchos años, he dudado tanto de la existencia de Dios que hoy, al volver a encontrarme ante un suceso que bordea lo maravilloso, he tenido que pensar en Él.

—Dios tiene a veces formas muy extrañas de hacernos sentir su existencia, hijo mío. Bebe el agua; es fresca y no la hallarás más pura en toda la región. Fray Junípero Serra bendijo con su propia mano el pozo de donde la sacamos y desde entonces jamás nos ha faltado.

El viajero bebió el agua con limón, y cuando el religioso se disponía a alejarse lo contuvo con un ademán, pidiendo:

—¿Podría hablar con usted, padre?

—Estoy a tus órdenes, hijo mío. ¿Qué deseas?

—¿No siente curiosidad por saber quién soy?

—Tal vez —sonrió el viejo fraile—. ¿Quién eres?

—Me llamo Nick Searles.

—Hasta mis oídos ha llegado tu nombre. Y llegó acompañado de relatos de violencia. No creí que fueras tan joven.

—¿Me supone un hombre malo?

—Dios no creó malos ni buenos, sino hombres. Algunos, porque Dios no quiso hacer al hombre infalible, viven equivocados. Otros conocen la verdad. Tú no la conoces y hasta ahora has vivido engañado.

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