Read La reina de la Oscuridad Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Ariakas se plantó de un salto en uno de los lados del lecho y, rasgando los cortinajes que lo envolvían, estiró la mano y agarró el cabello corto y crespo de la joven para, acto seguido, arrastrarla fuera de las sábanas y lanzarla contra el pétreo suelo.
Kitiara cayó con violencia, emitiendo una queda exclamación de dolor. Pero se recobró enseguida, y empezaba a incorporarse en actitud felina cuando la voz de su oponente la paralizó.
—Ponte de rodillas, Kitiara —dijo. Despacio y con deliberación, desenvainó su refulgente espada mientras hablaba—. Ponte de rodillas e inclina la cabeza, como los condenados en el patíbulo. Porque yo soy tu verdugo, Kitiara. Así pagan su fracaso los oficiales asignados a mi mando.
La muchacha adoptó la postura indicada, pero alzó la mirada hacia él. Al advertir cómo ardía en sus ojos la llama del odio, Ariakas agradeció el contacto de su arma. Una vez más se sentía obligado a admirarla; incluso en presencia de un fin inminente no asomaba el temor en sus facciones. Éstas sólo reflejaban el desafío de su alma.
Enarboló su acero, pero no descargó el golpe mortal. Unos gélidos dedos aprisionaron la muñeca con que lo sostenía.
—Creo que antes deberías escuchar la explicación del reo —declaró una voz cavernosa.
Ariakas era un hombre fuerte. Podía arrojar una lanza con suficiente ímpetu como para que atravesara de parte a parte el cuerpo de un caballo, o romper el cuello de cualquier adversario mediante un simple giro de su mano. Sin embargo, no logró deshacerse de la fría garra que estrujaba su muñeca. Al fin, con un grito agónico, dejó caer la espada, que se estrelló estrepitosamente contra el suelo.
Todavía turbada, Kitiara se incorporó y ordenó a su esbirro con un gesto inequívoco que soltara a Ariakas. El dignatario dio media vuelta, al mismo tiempo que alzaba el brazo para invocar la magia que había de reducir a cenizas a su osado agresor.
De pronto se detuvo. Perdido el resuello, retrocedió y el hechizo que se disponía a formular se desvaneció de su mente.
Se erguía frente a él una criatura de su misma estatura, ataviada con una armadura tan antigua que evocaba la época ya remota del Cataclismo. Caracterizaba aquel metálico uniforme a los Caballeros de Solamnia y en su pectoral se perfilaba el símbolo de la Orden de la Rosa, apenas visible a causa de los estragos del tiempo. La figura que lo portaba no se cubría con ningún yelmo, ni presentaba arma alguna. Sin embargo Ariakas, al contemplarla, dio un nuevo paso atrás. No se hallaba frente a un ser vivo.
El rostro de aquel ser era translúcido, se podía ver a través de su contorno el muro del fondo de la estancia. Una pálida luz oscilaba en sus cavernosos ojos, que miraban hacia la lejanía como si también pudieran traspasar el opaco cuerpo de su oponente.
—¡Un Caballero de la Muerte! —susurró sobrecogido el mandatario.
Se acarició la maltrecha muñeca, insensibilizada por el helor que le transmitiera aquel morador de reinos privados del calor de la carne viviente. Más asustado de lo que osaba admitir, Ariakas se agachó para recoger su espada mientras farfullaba un encantamiento para desvirtuar los efectos de tan mortífero contacto. Cuando volvió a incorporarse lanzó una mirada de reproche a Kitiara, quien lo observaba con una maliciosa sonrisa.
—¿Esta criatura está a tu servicio? —preguntó ásperamente.
—Digamos que hemos llegado a un acuerdo para prestarnos ayuda recíproca —respondió ella encogiéndose de hombros.
Ariakas la contempló con recelosa admiración y, dirigiendo al Caballero de la Muerte una mirada de soslayo, envainó su acero.
—¿Suele frecuentar tu dormitorio? —siguió inquiriendo. Ahora su muñeca era presa de un punzante dolor. ...
—Va y viene a su antojo ——contestó Kitiara. Recogió en actitud despreocupada los pliegues de su bata en torno a su cuerpo, al parecer más para protegerse del fresco aire primaveral que en una reacción pudorosa y, con un escalofrío, se pasó la mano por su rizado cabello y añadió—: A fin de cuentas, éste es su castillo.
Ariakas guardó silencio, perdida en lontananza su mirada a la vez que su mente rememoraba antiguas leyendas.
—¡Soth! —exclamó, de pronto, volviéndose hacia la sombría figura—. El Caballero de la Rosa Negra.
El aludido hizo una leve reverencia en señal de asentimiento.
—Había olvidado la vieja historia del alcázar de Dargaard —susurró Ariakas sin apartar sus ahora reflexivos ojos de Kitiara—. Posees más temple del que nunca te concedí, señora, si te has atrevido a fijar tu residencia en un lugar maldito. Según la leyenda, el caballero Soth dirige una tropa de guerreros espectrales...
—Una fuerza muy eficaz en la batalla —le interrumpió la joven con un bostezo y, acercándose a una mesa situada junto a la chimenea, levantó una jarra de cristal tallado—. Su mero roce —prosiguió sonriente— puede hacer que... pero sin duda conoces sus efectos sobre quienes desconocen las artes mágicas necesarias para defenderse contra él. ¿Un poco de vino?
—¿Dónde están las elfas oscuras, los espíritus femeninos que siempre le siguen? —inquirió Ariakas observando de nuevo la faz translúcida del caballero.
—En algún lugar del castillo. —Kit volvió a estremecerse y, llenando una copa, se la tendió—. Lo más probable es que no tardes en oírlas. Como sin duda imaginas, Soth nunca duerme y sus damas le ayudan a pasar las largas veladas. —Por un instante la muchacha palideció, y se llevó a los labios la copa que ofreciera a su huésped. Pero la posó en la mesa sin sorber su contenido, presa su mano de un ligero temblor—. No resulta agradable —sentenció, antes de cambiar de tema—. ¿Qué has hecho con Garibanus?
Sin pensar siquiera en refrescar su reseca garganta con el tino, Ariakas contestó en ademán displicente:
—Lo dejé en la escalera.
—¿Muerto? —indagó Kitiara, al mismo tiempo que vertía el rojizo líquido de la jarra en una copa vacía para de nuevo obsequiar al Señor del Dragón.
—Quizá. Se interpuso en mi camino. ¿Acaso te importa?
—Su compañía era... entretenida —confesó Kitiara—. Ha ocupado el lugar de Bakaris en varios aspectos.
—¡Ah, sí! Bakaris —Ariakis engulló al fin el recio mosto—. Tengo entendido que tu primer oficial fue capturado como un necio cuando tus tropas se dieron a la fuga.
—Tú lo has dicho, era un necio —respondió lacónica Kitiara—. Se obstinó en montar a lomos de un dragón pese a estar aún tullido.
—Conozco la historia. ¿Qué le ocurrió en el brazo?
—La mujer elfa le clavó una de sus flechas en la Torre del Sumo Sacerdote. Cometió un error, y ha pagado por él. Le había retirado del mando, nombrándole miembro de mi guardia personal, pero insistió en redimirse.
—No pareces lamentar su pérdida —apuntó el dignatario ti observar la actitud de la muchacha. Su bata, anudada sólo en el cuello, apenas ocultaba su cimbreante cuerpo.
—No, Garibanus es un espléndido substituto —admitió Kit—. Espero que no le hayas matado, será un auténtico fastidio tener que buscar a otro para que viaje a Kalaman mañana.
—¿Qué vas a hacer en Kalaman, prepararte para una rendición incondicional frente a la mujer elfa y los caballeros? —preguntó con amargura Ariakas, despertando de nuevo su ira bajo los efectos del vino.
—No —contestó Kitiara, antes de sentarse en una silla rente al irritado oficial y clavarle una fría mirada—. Me preparo para aceptar
su
rendición.
—¡Ja! —se mofó Ariakas—. No son imbéciles. Creen estar ganando, y no se equivocan. —Enrojeció su rostro cuando levantó la jarra y la vació en su copa—. Debes la vida a tu Caballero de la Muerte, Kitiara, pero sólo por esta noche. No siempre estará junto a ti como un fiel paladín.
—Mis planes están obteniendo mejores resultados de lo que nunca imaginé —afirmó con voz queda la interpelada sin dejarse desconcertar por la furibunda mirada de Ariakas—. Si te he engañado a ti, mi señor, no me cabe la menor duda de que también el enemigo ha caído en la trampa
—¿Puedo saber de qué modo me has engañado? —inquirió él en una actitud tan serena como mortífera—. ¿Pretendes insinuar que no estás perdiendo la batalla en todos los frentes, que no serás pronto expulsada de Solamnia? ¿Quieres hacerme creer que las lanzas Dragonlance y los Dragones del Bien no nos han infligido una ignominiosa derrota? —Elevaba su voz a cada palabra que pronunciaba.
—¡Así es! —lo espetó Kitiara, encendidos sus ojos en un inefable fuego. Estirando el cuerpo sobre la mesa, la muchacha agarró la mano de Ariakas en el instante en que éste se disponía a levantar la copa—. En cuanto a los dragones bondadosos, mis espías me han asegurado que su regreso se debe a la intervención de un Príncipe elfo y de un reptil plateado. Al parecer lograron introducirse en el templo de Sanction y descubrieron lo que allí se hacía con sus huevos. ¿De quién fue la culpa? ¿Cómo pudieron burlar la vigilancia? La custodia de ese lugar era tu responsabilidad...
Furioso, Ariakas liberó su mano de la firme garra de Kitiara. Arrojó entonces la copa de vino contra una pared de la estancia y se puso en pie para enfrentarse a tal acusación.
—¡Por los dioses, has ido demasiado lejos! —vociferó, quedando casi sin aliento.
—No adoptes conmigo tan absurda postura —le advirtió Kit y, levantándose a su vez, atravesó la habitación—. Sígueme al gabinete de guerra y te explicaré mis planes.
Ariakas contempló el mapa de la zona septentrional de Ansalon, y admitió:
—Podría funcionar.
—Funcionará —recalcó Kitiara, bostezando y desperezándose en lánguido ademán—. Mis tropas han huido de las huestes enemigas como conejos asustados. Peor para ellos si los caballeros no han sido lo bastante astutos para advertir que siempre se dirigían hacia el sur, ni para preguntarse por qué mis fuerzas parecían fundirse y desvanecerse en el aire.
Mientras hablamos, mis ejércitos se están concentrando en un protegido valle que se encuentra detrás de estas montañas. Dentro de una semana un contingente de varios millares de guerreros marchará sobre Kalaman. La pérdida de su Aureo General destruirá su moral, y la ciudad capitulará sin ofrecer la más mínima resistencia. Desde allí recuperaré la tierra que creen habernos arrebatado. Concédeme el mando de las tropas que ahora guía ese inútil de Toede, envíame las ciudadelas voladoras que te he pedido, y todos en Solamnia quedarán convencidos de haber sido arrasados por un nuevo Cataclismo.
—Pero la mujer elfa.
—No debemos preocuparnos por ella, caerá en la trampa —le aseguró Kitiara.
—Me temo que ése es el punto flaco de tu estrategia —declaró Ariakas meneando la cabeza—.¿Qué me dices del semielfo? ¿Puedes garantizarme que no interferirá?
—Lo que él pueda hacer carece ahora de importancia. Es la mujer quien cuenta, y está enamorada.—La Señora del Dragón se encogió de hombros—. Borra esa mueca de tu rostro, Ariakas, lo que afirmo es la pura verdad. Laurana confía demasiado en mí y muy poco en Tanis el Semielfo. Así sucede siempre cuando alguien quiere a otro, el ser amado es el que nos aparece como el menos fiable; fue una suerte que Bakaris cayera en sus manos.
Al percibir una leve alteración en su voz el dignatario lanzó una penetrante mirada a su oponente, pero ésta había apartado el semblante y lo mantenía oculto. Al instante comprendió que no se sentía tan segura como aparentaba, y supo que le había mentido. ¡El semielfo! ¿Por qué no quería hablar de él? ¿Dónde estaba aquel individuo? Ariakas había oído hablar de él, aunque nunca lo había visto. Especuló sobre la posibilidad de presionarla en ese punto, mas pronto cambió de opinión. Era mejor guardar para sí el conocimiento de que le ocultaba algo, pues de este modo ejercería cierto poder frente a tan peligrosa mujer. Dejaría que se relajase en su supuesta complacencia.
—¿Qué harás con la elfa? —preguntó con un fingido bostezo para respaldar su indiferencia. Sabía que ella esperaba tal reacción por su parte, de todos era conocida la pasión que profesaba por las doncellas rubias y delicadas.
—Lo lamento, amigo mío —dijo Kitiara enarcando las cejas y espiándole con gesto socarrón—, pero Su Alteza Oscura ha exigido que se le entregue la dama. Quizá te la ceda cuando haya terminado con ella.
Ariakas se estremeció antes de comentar despreciativamente:
—¡Bah! Entonces no me servirá para nada. Dásela a Soth, tu secuaz. Si mis recuerdos son exactos, solían gustarle las mujeres elfas.
—En efecto —susurró Kit. De pronto sus ojos se encogieron en meras rendijas, a la vez que alzaba la mano—. Escucha —añadió con un hilo de voz.
Ariakas guardó silencio. Al principio no oyó nada, pero de modo gradual penetró en sus tímpanos un extraño sonido. Era un hondo lamento, como si un centenar de mujeres se hubieran reunido para llorar a sus muertos. Los ecos quejumbrosos aumentaron, rasgando la quietud de la noche.
El Señor del Dragón se sobresaltó al percibir el temblor de sus manos. Alzó la vista hacia Kitiara, percatándose de la palidez que asomaba debajo de su tez curtida. Tenia los ojos muy abiertos pero cuando se sintió observaba los entornó y, tras tragar saliva, humedeció sus resecos labios.
—Terrible, ¿verdad? —farfulló con voz entrecortada.
—Me enfrenté a muchos horrores en las Torres de la Alta Hechicería, mas eran menudencias comparados con esto. ¿Qué significan tan pavorosos murmullos? —preguntó el mandatario.
—Sígueme —le invitó Kit poniéndose en pie—. Si tienes el temple necesario, te mostraré la escena.
Abandonaron juntos el gabinete de guerra y Kitiara guió al Señor del Dragón por los sinuosos corredores del castillo hasta alcanzar de nuevo su dormitorio. Una vez situados en la galería que jalonaba el espacioso vestíbulo del techo abovedado, Kit advirtió a su acompañante:
—Intenta permanecer en la sombra.
Ariakas pensó que no era precisa tal recomendación mientras continuaba su sigiloso avance por el pasillo abierto. Asomándose a la barandilla de la galería el férreo dignatario se sobrecogió ante la espantosa visión que se reveló a sus ojos y, sudoroso, se retiró con toda la rapidez que pudo hacia la penumbra de la alcoba de Kitiara.
—¿Cómo puedes soportarlo? —preguntó cuando la muchacha entró tras él y cerró la puerta en silencio—. ¿ Sucede lo mismo todas las noches?
—Sí —fue la trémula respuesta. La joven respiró hondo Y cerró unos momentos los ojos para recobrar el control de sus nervios—. En ocasiones creo haberme acostumbrado, y cometo el error de contemplar de nuevo lo que ahora también tú has visto. El cántico no es desagradable...