Read La reina de la Oscuridad Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
La fiesta de primavera
Cuando despuntó el día, con una luz rosácea y dorada iluminando la tierra, los ciudadanos de Kalaman fueron despertados por un tañir de campanas. Los niños saltaron del lecho para invadir las habitaciones de sus padres y rogarles que se levantaran, a fin de gozar juntos de aquella jornada tan especial. Aunque algunos gruñeron y fingieron cubrirse los rostros con el embozo en su mayoría se desperezaron sonrientes, no menos entusiasmados que sus hijos.
Era aquél un día memorable en la historia de Kalaman. No sólo se celebraba la anual Fiesta de Primavera, sino que también se festejaba la victoria de los ejércitos de los Caballeros de Solamnia. Sus tropas, acampadas en los llanos que rodeaban la amurallada ciudad, harían su entrada triunfal en la urbe a mediodía, guiadas por su general, una Princesa elfa, que se había convertido en una figura legendaria.
Al asomarse el sol por detrás de los muros, el cielo que cubría Kalaman se llenó del humo de las fogatas donde se guisaban los suculentos manjares y, pronto, los aromas del chisporroteante jamón, de los panecillos recién horneados, del tocino frito y de los exóticos cafés expulsaron de los cálidos lechos incluso a los más perezosos. De todos modos se habrían despertado pues casi de inmediato los alborozados niños atestaron las calles. Se relajó la disciplina para el mejor disfrute de la Fiesta de Primavera; tras un largo invierno de confinamiento en las casas, los pequeños podían al fin campar por sus respetos durante el día. Por la noche se multiplicarían las cabezas magulladas, las rodillas surcadas de arañazos y los dolores de vientre a causa del exceso de golosinas ingeridas, pero todos recordarían el evento como algo glorioso.
A media mañana la fiesta se hallaba en pleno apogeo. Los buhoneros cantaban las excelencias de sus variopintos artículos, exhibidos en puestecillos de vivos colores, mientras los ingenuos perdían sus ahorros en juegos de azar, los osos danzantes evolucionaban en las calles y los ilusionistas arrancaban gritos de admiración tanto a los jóvenes como a los viejos.
A mediodía estalló un nuevo repicar de campanas, y, al instante, se despejaron las avenidas. Los ciudadanos se apiñaron en las aceras cuando se abrieron solemnemente las puertas para dar paso a los Caballeros de Solamnia en su regio desfile.
Un murmullo expectante flotó entre la muchedumbre. Las miradas confluyeron en el centro de la calzada y, a codazos unos y estirando la cabeza los más altos, todos se dispusieron a ver a los caballeros y muy especialmente a la elfa de la que tantas historias se habían narrado en los últimos tiempos. Cabalgaba sola, en primera fila, a la grupa de un caballo blanco de pura raza. El gentío, ansioso por ovacionar a su heroína, enmudeció, de pronto, a causa del sobrecogimiento que les producía la belleza y actitud majestuosa de aquella mujer. Ataviada con una refulgente armadura de plata enriquecida mediante una primorosa filigrana de oro, Laurana condujo a su corcel hacía el interior del burgo. Una delegación infantil había ensayado a conciencia para alfombrar el suelo de flores al paso del general, pero la chiquillería estaba tan maravillada frente a la estampa que ofrecía la hermosa elfa en su centelleante armadura que aferraron sus multicolores ramilletes y no arrojaron ni uno solo.
Detrás de la doncella de áureos cabellos avanzaban dos personajes que obligaron a no pocos espectadores a lanzar gritos de sorpresa, un kender y un enano, montados juntos a lomos de una vieja jaca provista de un cuerpo tan ancho como un barril. El kender parecía pasarlo bien vociferando y saludando a la gente con exageradas gesticulaciones. Pero el enano, a horcajadas tras su espalda, lo agarraba por el cinto como si le fuera en ello la vida, tan inseguro que se diría que un simple estornudo lo arrojaría por los aires.
Seguía a esta curiosa pareja un jinete elfo, tan semejante en sus rasgos a la doncella que nadie necesitaba del susurro de su vecino para comprender que eran hermanos. A su lado cabalgaba otra muchacha también elfa con una extraña melena argéntea y los ojos de un azul intenso, que parecía sentirse incómoda entre la muchedumbre. Desfilaban a escasa distancia los Caballeros de Solamnia, unos setenta y cinco hombres fornidos, resplandecientes en sus bruñidas armaduras. El gentío comenzó a gritar a su llegada, a la vez que ondeaba banderas al viento.
Algunos de los caballeros intercambiaron sombrías miradas al sentirse así agasajados, pensando que si hubieran entrado en Kalaman un mes antes habrían recibido una acogida muy distinta. Pero ahora eran héroes; tres siglos de odio, hostilidad y falsas acusaciones habían sido barridos de las mentes de aquellas gentes, que vitoreaban a quienes les habían salvado de los horrores infligidos por los ejércitos de los Dragones.
Marchaban tras los caballeros varios millares de soldados pedestres y, cerrando la comitiva para deleite de los ciudadanos, atravesaron el cielo numerosos dragones. No eran las temidas escuadras de animales rojos y azules que habían hecho cundir el pánico durante la estación invernal, sino criaturas de cuerpos dorados, argénteos y broncíneos que eclipsaron al sol con sus fúlgidas alas al trazar círculos y piruetas en ordenada formación. Se erguían sobre sus sillas varios jinetes, y las hojas dentadas de las Dragonlance despedían cegadores destellos en la luz matutina.
Concluido el desfile, los ciudadanos se congregaron para oír las palabras que en honor de los héroes pronunció el máximo mandatario del lugar. Laurana se ruborizó cuando este último afirmó que ella era la única responsable del hallazgo de las Dragonlance, del regreso de los Dragones del Bien y de las formidables victorias de su ejército. Trató de desmentir tales asertos señalando a su hermano y a los Caballeros de Solamnia, pero las ovaciones del gentío ahogaron su voz. Miró Laurana en actitud impotente a Michael, representante del Gran Señor Gunthar Uth Wistan, que había llegado poco antes desde Sancrist. Michael se limitó a sonreír y exclamar por encima del griterío:
—Deja que aclamen a su héroe, o debería decir heroína. Se lo merecen. Han vivido todo el invierno atenazados por el pánico, aguardando el día en que los dragones perversos aparecerían en el horizonte para destruirles. Sin embargo ahora contemplan a una bella joven, surgida de la leyenda, que viene a salvarlos.
—¡Pero eso no es cierto! —protestó Laurana, acercándose a Michael para que pudiera oírla. Sus brazos estaban llenos de rosas de invierno, cuya fragancia resultaba sofocante pero no osó ofender a nadie y prefirió conservarlas—. Yo no he surgido de ninguna fábula, sino del fuego, la oscuridad y la sangre. Ponerme al mando de las tropas fue una estratagema política de Gunthar, ambos los sabemos. Además, si mi hermano y Silvara no hubieran arriesgado sus vidas para devolvernos a los Dragones del Bien desfilaríamos por estas calles encadenados por los ejércitos de la Reina Oscura.
—¡Bah! Lo que a ellos favorece también es bueno para nosotros —susurró Michael, mirando de soslayo a la Princesa elfa mientras respondía a los vítores de la multitud—. Hace unas semanas ni siquiera habríamos podido mendigar al Señor de la Ciudad un mendrugo de pan seco y ahora, gracias a ti, Aureo General, ha aceptado albergar a los soldados en la urbe, suministrarnos alimento y caballos y en definitiva darnos cuanto necesitemos. Los jóvenes pelean por enrolarse en nuestras filas, que se incrementarán en más de mil contingentes antes de que partamos hacia Dargaard. y has elevado la moral de nuestros combatientes. Recuerda en qué estado se hallaban los caballeros de la Torre del Sumo Sacerdote, y observa el cambio que se ha obrado en su actitud.
«En efecto, les vi divididos en facciones rivales, sumidos en el deshonor, porfiando y confabulándose unos contra otros. Fue preciso que muriera un hombre noble y valiente para que volvieran a unirse», —pensó Laurana con tristeza. —La muchacha cerró los ojos. La barahúnda, el aroma de las rosas —que evocaban en su memoria la imagen de Sturm—, el agotamiento de la batalla y el calor que emanaba del sol primaveral se entremezclaron para aplastarla en una ola sofocante. Tan intenso era su mareo que temió desmayarse, si bien esta idea se le antojó, divertida. ¿Qué impresión causaría a los presentes que el Aureo General se desmoronase como una flor marchita?
De pronto rodeó su talle un fuerte brazo.
—Resiste, Laurana —dijo Gilthanas sosteniéndola. Silvara estaba a su otro lado y recogió las rosas, a punto de desprenderse de su debilitado pecho. La Princesa elfa saco fuerzas de flaqueza y, tras emitir un suspiro, abrió los ojos para dedicar una sonrisa al Señor de la Ciudad, que concluía en aquel instante su segundo discurso entre atronadores aplausos.
«Estoy atrapada», comprendió Laurana. Tendría que permanecer en su puesto el resto de la tarde repartiendo sonrisas y saludos, soportando encendidas arengas en las que ensalzarían su heroísmo una y otra vez, cuando lo que en realidad deseaba era acostarse en una alcoba fresca y umbría para descansar al menos durante unas horas. Todo aquello era una mentira, una vergonzosa patraña. ¡Si supieran la verdad quienes ahora la admiraban! ¿Por qué no se levantaba y confesaba que estaba tan asustada en las interminables batallas que tan sólo recordaba los detalles en sus pesadillas? ¿Por qué no les decía que era un simple comodín de los Caballeros de Solamnia, y que el auténtico motivo de su presencia allí era que, como una niña consentida, había huido un día del hogar paterno para perseguir a un semielfo que ni siquiera la amaba? ¿ Cuál sería la reacción de los ciudadanos ante tales confesiones?
—Y ahora —la voz del Señor de Kalaman resonó en la enfervorizada batahola—, es para mí un honor y un gran privilegio presentaros a la mujer que ha cambiado el rumbo de esta guerra, que ha puesto en fuga a los Dragones del Mal obligándoles a abandonar las llanuras para salvar sus vidas, que con ayuda de sus tropas ha capturado al perverso Bakaris, Comandante de los ejércitos de los Dragones, y que inscribirá su nombre junto al de Huma como uno de los más bravíos guerreros de Krynn. Dentro de una semana cabalgará hacia el alcázar de Dargaard para exigir la rendición de la mandataria enemiga conocida por el sobrenombre de la «Dama Oscura»...
Las aclamaciones del gentío ahogaron su voz. Hizo una pausa, acompañada de un ademán grandilocuente, antes de estirar la mano hacia atrás y arrastrar a Laurana junto a sí.
—¡Lauralanthalasa, de la casa real de Qualinesti! —anunció.
Tan ensordecedor era el griterío que pareció reverberar contra los altos muros de piedra. Laurana contempló aquel mar de bocas abiertas y ondeantes banderolas, y comprendió apesadumbrada que no era el relato de su miedo lo que la muchedumbre quería oír. «Ya tienen bastante con el suyo —se dijo—. Nada quieren saber de muerte y negrura. Esperan historias de amor, de esperanza y de Dragones Plateados. Como todos nosotros.»
Respirando hondo Laurana se volvió hacia Silvara para, una vez recuperadas las flores, alzarlas en el aire e iniciar su discurso frente a la jubilosa audiencia.
Tasslehoff Burrfoot disfrutaba de lo lindo. No le había resultado difícil eludir la vigilante mirada de Flint y deslizarse de la plataforma en la que le habían ordenado permanecer con los otros dignatarios. Mezclado con el gentío, podía, al fin, explorar de nuevo aquella interesante ciudad. Tiempo atrás había visitado Kalaman con sus padres y guardaba entrañables recuerdos de su mercado al aire libre, del puerto donde se hallaban ancladas numerosas naves de blanco velamen y en definitiva de las múltiples maravillas que encerraba el lugar.
Deambuló ocioso entre la festiva muchedumbre, espiándolo todo con sus curiosos ojos sin cesar de embutir objetos en sus bolas. ¡Qué descuidados eran los habitantes de Kalaman! Los saquillos de dinero habían adquirido en este burgo la extraña costumbre de caer de los cintos de las personas en las palmas abiertas de Tas. Tantos anillos y bagatelas fascinantes descubrió que imaginó que la calzada estaba cubierta de joyas en lugar de adoquines.
El kender se sintió transportado al reino mismo de la felicidad cuando se tropezó con un puesto de cartografía cuyo dueño, para colmo de dichas, había ido a contemplar el desfile. Estaban sus compuertas atrancadas con candado, y un gran rótulo donde se leía la palabra «Cerrado» se balanceaba colgado de un gancho.
«Qué lástima, pero estoy seguro de que a su propietario no le importará que inspeccione sus mapas», pensó. Estirando la mano, manipuló la pieza metálica con su proverbial destreza y esbozó una sonrisa. Unos pequeños tirones y se abriría sin oponer resistencia. «No debe preocuparle mucho mantener a raya a los curiosos cuando pone un candado tan frágil. Sólo me asomaré al interior para copiar algunos documentos y actualizar así mi colección», se dijo a sí mismo.
De pronto Tas sintió la presión de una mano en su hombro. Indignado de que alguien osara importunarlo en un momento como aquél, el kender dio media vuelta para enfrentarse a una extraña figura que se le antojó vagamente familiar. Vestía una gruesa túnica cubierta por una no más liviana capa, pese a que el día primaveral no hacía sino caldearse a medida que avanzaba. Incluso tenía las manos envueltas en retazos de tela que parecían vendas. « Vaya, un clérigo», pensó, molesto y preocupado.
—Os pido disculpas —susurró Tas al individuo que lo mantenía sujeto—. No pretendo ser grosero, pero...
—¿Burrfoot? —interrumpió el clérigo con una gélida voz que delataba cierto problema de pronunciación—. ¿El kender que lucha junto al Aureo General?