Read La reina de la Oscuridad Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
—¡Es fantástico! —exclamó Tas mientras seguía experimentando—. ¡Golpe seco y cae un dragón! ¡Revés, y otro derribado! —Incluso se puso en pie sobre el lomo del animal, tan bien afianzado como el arma misma—. ¡Vamos, Flint, apresúrate! Los cabecillas vuelven para dar la orden de partir. ¡Veo a Laurana a la grupa de un gigantesco Dragón Plateado con rumbo hacia nosotros! Está pasando revista a las filas, y no tardará ni un minuto en dar la señal. Deprisa Flint— Tas empezó a dar saltos de excitación.
—En primer lugar, respetable señor —lo instruyó Khirsah— debes cubrirte con la chaqueta acolchada. Eso es, perfecto. Ensarta la tira de nuevo en la hebilla. No, ésta no, la que... ahora has acertado.
—Te pareces a un mamut lanudo que vi una vez—se mofó el kender al contemplar su abultada figura—. ¿Te he contado alguna vez la historia?
—¡Los diablos te confundan! —rugió el enano casi incapaz de andar, embutido como estaba en aquella prenda forrada de piel—. No es momento para escuchar uno de tus ridículos relatos. —E, incrustando la punta de su nariz en el hocico del Dragón, exclamó—: ¡Muy bien, animal, explícame ahora cómo monto! ¡Y no te atrevas a rozarme siquiera con uno de tus colmillos!
—Por supuesto que no, señor —dijo Khirsah en una actitud de hondo respeto. Inclinando la cabeza, el Dragón extendió una de sus alas de bronce sobre el suelo.
—Eso ya me gusta más —declaró el hombrecillo antes de lanzar una mirada satisfecha al atónito kender, atusándose la barba con gesto engreído. Empezó a caminar muy erguido por el ala de Igneo Resplandor para ocupar su lugar, ensoberbecido, en la parte delantera de la silla, y se abrochó la correa que debía mantenerle afianzado en su montura.
—¡Ya han dado la señal! —vociferó Tas a la vez que se apresuraba a acomodarse detrás de su compañero. Espoleando con los talones los flancos del Dragón, añadió—: ¡Levanta el vuelo!
—No tengas tanta prisa —lo amonestó el enano, que todavía no había terminado de verificar los movimientos de la Dragonlance—. ¿Cómo he de conducirte?
—Indícame la dirección que quieras tomar tirando de las riendas —explicó Khirsah aunque sin apartar la mirada de la Comandante, atento a la señal que en realidad aún no había sido dada.
—Comprendo —asintió Flint, estirando la mano hacia abajo—. Después de todo, soy yo quien ostenta el mando. ¡La señal! Vamos, elévate.
—A tus órdenes, señor. —Khirsah se lanzó al aire, desplegando sus alas para aprovechar las corrientes que flotaban frente a la colina desde donde habían despegado.
—¡Había olvidado las riendas! —gritó Flint mientras trataba de asirlas antes de que cayeran fuera de su alcance.
Khirsah sonrió vara sus adentros y siguió su curso.
Los Dragones del Bien y los caballeros que los cabalgaban se hallaban congregados sobre los ondulantes cerros que se erguían al este de las Montañas Vingaard. En aquel paraje los gélidos vientos invernales habían dado paso a las cálidas brisas del norte, fundiendo la escarcha del suelo. Los ricos aromas desprendidos por los renovados brotes perfumaban el aire donde los dragones evolucionaban formando amplios arcos para ocupar sus puestos en la formación.
El panorama que desde allí se divisaba era como para cortar el aliento. Tasslehoff sabía que lo recordaría siempre, quizá incluso más allá del final de los tiempos. Decenas de alas broncíneas, argénteas y cobrizas centelleaban bajo la luz matutina, y también las grandes lanzas Dragonlance, montadas sobre las sillas, despedían destellos iluminadas por el sol. Las armaduras de los caballeros brillaban intensamente, mientras la bandera en la que figuraba el martín pescador con su hilo de oro ondeaba resplandeciente al viento, ofreciendo un bello contraste con el azul del cielo.
Las últimas semanas habían estado marcadas por el triunfo. Quizá, tal como afirmaba Flint, la marea de la guerra fluía al fin en su dirección.
El Áureo General, como las tropas llamaban a Laurana, había creado un ejército a partir de la nada. Los habitantes de Palanthas, contagiados de su entusiasmo, se habían unido a la causa. Se ganó también el respeto de los Caballeros de Solamnia merced a sus osadas ideas y a sus acciones tan firmes como decisivas. Así pues, las fuerzas de tierra abandonaron la ciudad, arrojándose como un alud sobre el llano para obligar a las desorganizadas tropas de la Señora del Dragón, conocida como la Dama Oscura, a levantar el vuelo en medio de una oleada de pánico.
Ahora, con múltiples victorias a sus espaldas y el enemigo huyendo de su poderosa acometida, todos veían el triunfo definitivo como algo inapelable.
Pero Laurana era demasiado prudente para ceñirse los laureles. Todavía tenían que enfrentarse a los dragones de la Reina de la Oscuridad. Dónde estaban y por qué no habían intervenido en la liza era algo que ni ella ni sus oficiales habían acertado a imaginar. Día tras día mantenía a los caballeros y sus monturas en estado de alerta, prestos para el ataque.
Había llegado el momento tan esperado. Avistaron a los dragones, escuadrillas de tintes azulados y rojos que, según, los informes recibidos, se dirigían al oeste a fin de detener a la insolente general y su insignificante ejército.
Convertidos en una cadena de plata y bronce los Dragones de Whitestone, como solían ser denominados, surcaban la llanura de Solamnia. Aunque todos los caballeros que los montaban habían aprendido a volar durante el tiempo que sus ocupaciones les permitían —salvo el enano, que se negó rotundamente— aquel mundo de bajas y etéreas nubes, les resultaba desconocido y extraño todavía.
Los estandartes se agitaban incontrolables, a causa del viento huracanado y los soldados de a pie, que avanzaban bajo su mirada, no eran sino hileras de hormigas en la hierba. Para algunos de los caballeros volar constituía una experiencia emocionante, mas otros la consideraban una dura prueba que exigía todo cuanto valor poseían.
Siempre al frente de las tropas, guiándolas como un vivo ejemplo de arrojo, volaba Laurana a la grupa del colosal dragón argénteo que su hermano había trasladado desde las Islas de los Dragones. Ni el mismo sol lucía más dorado que el cabello que se arremolinaba en torno a su yelmo; Se había convertido a los ojos de todos en un símbolo tan sagrado como la Dragonlance, tan enjuta y delicada, tan bella y mortífera. La habrían seguido sin titubear hasta las puertas del Abismo.
Al estirar la cabeza por encima del hombro de Flint, Tasslehoff vio a Laurana en cabeza de la formación. Aunque no se rezagaba en ningún momento, volvía a menudo la vista para comprobar que nadie desfallecía ni se desorientaba. También inclinaba el cuerpo hacia adelante a fin de conferenciar con su plateada montura, tan segura de sí misma que Tas decidió relajarse y disfrutar de la cabalgada. Aquella era sin lugar a dudas la más inolvidable de cuantas aventuras había vivido. Las lágrimas trazaban en su rostro surcos desviados por el viento, delatando su inconmensurable júbilo.
Ahora el kender, tan aficionado a los mapas, podía contemplar el más perfecto de todos.
Se extendía a sus pies los ríos y los árboles, los montes y los valles, las ciudades y las granjas tan detalladamente que ni la más minuciosa maqueta hubiera conseguido reproducirlos. Deseó más que nada en el mundo capturar tal visión para siempre en su memoria.
Comprendió que con el tiempo un recuerdo podía distorsionarse, de manera que debía hallar un medio para perpetuar lo que ahora se grababa en su retina. Dicho y hecho aunque las palabras no traspasaron los límites de su pensamiento. Aferrándose con las rodillas a la silla, el kender soltó a Flint y empezó a rebuscar en sus bolsas. Extrajo al fin un pergamino, lo apoyó con firmeza en la espalda del enano y procedió a emborronarlo con un carboncillo.
—¡Deja ya de moverte! —ordenó a su compañero, que aún se afanaba en asir las riendas.
—¿Puede saberse qué haces, criatura impertinente? —protestó el enano, golpeando a Tas como si fuera una avispa que no pudiera quitarse de encima.
—¡Dibujo un mapa! —respondió Tas en un súbito trance—. ¡Un mapa perfecto! Seré famoso. ¡Mira, allí están nuestras tropas como un ejército de insectos! ¡El alcázar de Vingaard acaba de entrar en mi campo visual! Estate quieto, o me harás errar el trazo.
Flint emitió un gruñido y abandonó sus intentos de recuperar las riendas o liberarse de la presión del kender tras decidir que lo mejor sería concentrarse en no perder el control del Dragón ni del desayuno en su revuelto estómago. Había cometido el error de bajar la mirada, y ahora se obstinaba en mantener la vista al frente con el cuerpo a un tiempo rígido y tembloroso. El penacho de plumas de grifo que adornaba su yelmo le azotaba salvajemente el rostro en el vendaval. Los pájaros planeaban en el cielo
debajo
de él. Ambos factores contribuyeron a hacerle tomar la inapelable resolución de incluir a los dragones en aquella lista encabezada por las embarcaciones y los caballos, en la que figuraba cuanto debía evitarse a cualquier precio.
—¡Fíjate! —exclamó Tas muy excitado—, allí están los ejércitos enemigos! ¡Se despliega ante mí una batalla y puedo verla en perspectiva! —El kender dobló el cuerpo para espiar lo que sucedía unos metros más abajo. Incluso creía oír, entre las rugientes ráfagas, los tintineos metálicos de las armaduras y los clamores—. ¿No podríamos acercarnos un poco... ¿no, mi mapaaaa!
Con una imprevisible rapidez, Khirsah había trazado un bucle para lanzarse en picado. La fuerza de esta maniobra arrancó el pergamino de las manos de Tas, que vio desesperado cómo revoloteaba ligero cual una hoja en otoño.
Flint vociferaba con el índice extendido. Aunque Tas trataba de no perderse detalle, en aquel momento atravesaron una densa nube y no acertaba a ver ni la punta de su nariz,
Tan repentinamente como había entrado en él, Khirsah , emergió del banco de nubes y el panorama se aclaró por completo.
—¡Es increíble! —gritó el kender sobrecogido. Debajo de ellos, acosando a las tropas pedestres, volaban varias filas de dragones. Sus correosas alas de tonalidades rojas y azules ondeaban como banderas del mal al arrojarse sobre los indefensos ejércitos del Aúreo General.
Tasslehoff distinguía desde su atalaya a aquellas sólidas líneas de guerreros que se rompían a causa del pánico. Pero no había lugar donde huir, donde ocultarse en el herbáceo llano. Tas comprendió que era éste el motivo por el que habían esperado las huestes enemigas, y la visión del fuego, que surgía de sus bocas como hálitos calcinantes para abrasar a las desprotegidas tropas, le llenó de desazón.
—¡Tenemos que detenerles!
Tan deprisa se volteó Khirsah que Tas a punto estuvo de tragarse la lengua. El cielo parecía elevarse sobre su flanco, y por un instante el kender experimentó la extraña sensación de estar cayendo hacia
arriba.
Más por instinto que por razonamiento, se agarró al cinto de Flint al recordar que también él debería haberse ajustado las correas como su compañero. Ahora ya no había tiempo, se ataría la próxima vez.
Si había una próxima vez. El viento rugía a su alrededor, mientras la tierra daba vertiginosas vueltas al compás de la espiral que trazaba el Dragón en su descenso. A los kenders les entusiasmaban las nuevas experiencias, y sin duda ésta era una de las más excitantes... pero Tas deseó que la tierra no se alzara a su encuentro a semejante velocidad.
—¡No he querido decir que tuviéramos que detenerles ahora mismo! —rectificó, dirigiéndose a Flint. Al levantar —¿o quizá la bajó?— la mirada, vio otros dragones a escasa distancia, aunque el panorama se le antojó borroso y no sabía en qué posición se hallaban respecto a ellos. Volaban ora por encima, ora a sus pies, y unos segundos más tarde detrás. ¡Se habían puesto al frente, en solitario! ¿Qué pretendía Flint?
—¡Aminora la marcha, esto es una locura! —ordenó al enano—. ¡Te has adelantado a todos los compañeros, incluso a Laurana!
Nada le habría gustado más a Flint que obedecer al kender. La última pirueta había puesto las riendas a su alcance y ahora tiraba de ellas con todas sus fuerzas, sin cesar de repetir «¡So, animal!» que, de no engañarle su memoria era la señal más usada para frenar a los caballos. Sin embargo, su fórmula no surtía
efecto
con el Dragón.
No fue reconfortante para él comprobar que no era el único que tropezaba con dificultades en el manejo de su montura. Detrás de él, la delicada línea de plata y bronce se deshacía como guiada por una voz de mando silenciosa que hubiera ordenado a los animales agruparse en cuadrillas de dos o tres.
Los caballeros manipulaban las riendas a la desesperada, en un vano intento de devolver a los dragones a sus ordenadas hileras. Pero los animales no atendían a estos impulsos: el cielo era su reino. Luchar en el aire era diferente de hacerlo en tierra firme, y debían mostrar a sus jinetes el modo de batirse a la grupa de unas criaturas que nada tenían que ver con los caballos.
Describiendo un grácil círculo, Khirsah se lanzó en picado contra un nube. Al verse envuelto en la densa bruma, Tas perdió de nuevo el sentido de la orientación hasta que el soleado cielo volvió a estallar frente a él, en el instante en que el Dragón abandonaba el cúmulo. Ahora sabía dónde estaban las alturas y el suelo, y este último se acercaba a un ritmo inquietante.
Flint emitió uno de sus rugidos, que obligó a Tas a alzar la mirada para advertir que se dirigían hacia un grupo de Dragones Azules. Tan concentrados estaban en perseguir a unos aterrorizados soldados pedestres, que no se percataron de su avance.
—¡La lanza! —vociferó Tas.
Flint forcejeaba con el arma, pero no tuvo tiempo de ajustarla ni de afianzarla debidamente en su hombro. De todos modos, tampoco importaba. Aprovechando que los Dragones Azules aún no los habían descubierto Khirsah surcó otra nube y, al deslizarse de nuevo a cielo abierto, los sorprendió por la espalda. Como una llama broncínea el joven Dragón se arrojó sobre el grupo enemigo dirigiéndose hacia su cabecilla, un enorme animal cuyo jinete se cubría con un yelmo de tonos también azulados. Embistiendo raudo y sigiloso, Khirsah clavó en el cuerpo de su oponente sus cuatro garras mortíferamente afiladas.
La fuerza del impacto desplazó a Flint hacia adelante; Tas aterrizó sobre su amigo, aplastándolo. El enano trato de incorporarse, pero el kender lo atenazaba con un brazo mientras con la mano libre golpeaba su yelmo y alentaba al Dragón.
—¡Has estado fantástico! ¡Atácale de nuevo!
—lo
azuzaba, presa de una gran agitación y sin cesar de aporrear la cabeza del pobre Flint.