Read La reina de la Oscuridad Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Así concluye el relato de Astinus de Palanthas sobre el Juramento de los Dragones. Una nota a pie de página afirma que otros pormenores del viaje de Gilthanas y Silvara a Sanction, sus aventuras en esta ciudad y la trágica historia de su amor fueron registrados por Astinus en fecha posterior y se hallarán en sucesivos volúmenes de sus
Crónicas.
Laurana trasnochaba, pues tenía que dictar órdenes para la mañana siguiente. Sólo había transcurrido un día desde la llegada de Gilthanas y los Dragones Plateados, pero sus planes destinados a acosar al enemigo empezaban a tomar cuerpo. Dentro de escasas jornadas conduciría sus escuadras de dragones a la batalla con jinetes portadores de las nuevas lanzas Dragonlance.
Esperaba en primer lugar conquistar el alcázar de Vingaard, para liberar a los prisioneros y esclavos allí confinados. Luego proseguiría el avance hacia el sur y el este, precedida por los ejércitos de los Dragones, a fin de atraparlos entre el martillo de sus tropas y el yunque de las Montañas Dargaard que separaban Solamnia de Estwilde. Si conseguía recuperar Kalaman y su puerto, cortaría las líneas de abastecimiento que necesitaba el enemigo para sobrevivir en aquella parte del continente.
Tan concentrada estaba Laurana fraguando sus planes que ignoró la apremiante voz de alerta del guardián que custodiaba su puerta y la respuesta que recibió. Alguien entró en la estancia pero, convencida de que se trataba de uno de sus servidores, no levantó la vista de su trabajo hasta haber ultimado los detalles.
Sólo cuando el recién llegado se tomó la libertad de sentarse en una silla frente a ella alzó Laurana los ojos con sobresalto.
—¡Oh! —exclamó ruborizándose—. Discúlpame, Gilthanas. Estaba tan absorta en mis estudios que te tomé por un bien, no importa. ¿Cómo te sientes? Me tenías preocupada.
—Estoy mucho mejor, hermana —respondió el elfo con cierta hosquedad—. Lo cierto es que estaba más cansado de lo que yo mismo imaginaba, no había dormido apenas desde el episodio de Sanction. —Enmudeció, procediendo a contemplar los mapas que la muchacha había extendido sobre la mesa mientras, con aire ausente, asía una pluma muy afilada y acariciaba con sus dedos su volátil cuerpo.
—¿Qué ocurre, Gilthanas? —preguntó inquieta la Princesa elfa.
Él la miró y esbozó una triste sonrisa antes de contestar:
—Me conoces demasiado bien. Nunca pude ocultarte nada, ni siquiera cuando éramos niños...
—¿Se trata de nuestro padre? —inquirió Laurana, más alarmada a cada instante—. ¿Te has enterado de algo...?
—No, nada sé de nuestro pueblo salvo lo que ya te he contado, que se han aliado con los humanos y trabajan juntos para expulsar a los ejércitos de los Dragones de las islas Ergoth y de Sancrist.
—Alhana fue la causante de todo —musitó la joven—, ella me convenció de que no podían permanecer apartados del mundo. Incluso persuadió a Porthios...
—¿Debo asumir que esa persuasión ha llegado más lejos? —indagó Gilthanas sin mirar a su hermana, al mismo tiempo que empezaba a agujerear el pergamino con la punta de la pluma.
—Se ha hablado de matrimonio —confesó ella despacio—. Si se celebra esa alianza estoy seguro que será la típica boda de conveniencia, para mantener unido a nuestro pueblo. No imagino que el amor tenga cabida en el corazón de Porthios, ni siquiera por una mujer tan hermosa como Alhana. En cuanto a ella...
—Sus sentimientos quedaron enterrados con Sturm en la Torre del Sumo Sacerdote —concluyó con un suspiro Gilthanas.
—¿Cómo lo sabes? —Laurana escudriñó, atónita, sus ojos.
—Los vi juntos en Tarsis —explicó el joven—, y me bastó con contemplar sus rostros. También conocía la existencia de la Joya Estrella pero, como resultaba ostensible que él quería mantenerlo en secreto, no lo traicioné. Era un hombre excelente —añadió con voz amable—; me enorgullezco de haberle conocido, algo que nunca pensé poder decir de un humano.
Laurana tragó saliva, secándose las lágrimas que empezaban a deslizarse por sus pómulos.
—Sí —susurró como en un lamento——, pero no es ése el motivo de tu visita.
—En efecto —confesó él—, aunque quizá guarde alguna relación. —Durante unos minutos guardó silencio, sin decidirse a hablar. Al fin respiró hondo y prosiguió—: Laurana, sucedió algo en Sanction que no revelé a Astinus ni contaré a nadie si tú no lo deseas...
—¿Por qué entonces debo saberlo yo? —La muchacha palideció. Con mano temblorosa, depositó la pluma sobre la mesa.
Gilthanas fingió no haberle oído y continuó su relato sin apartar la mirada del mapa.
—Antes de escapar de Sanction tuvimos que pasar de nuevo por el palacio de Ariakas. No puedo explicarte la razón porque de hacerlo traicionaría a nuestro salvador, que , todavía corre peligro tratando de ayudar a cuantos cautivos necesitan de su concurso.
»La noche que pasamos allí ocultos, aguardando el momento propicio para la fuga, oímos una conversación entre Ariakas y un Señor del Dragón aunque debería decir Señora, pues se trataba de una mujer —ahora levantó la vista— de una humana llamada Kitiara.»
Laurana no despegó los labios. Su rostro había adquirido la lividez de la muerte, y también sus ojos habían perdido el color bajo la luz de las candelas.
Gilthanas suspiró de nuevo, y se inclinó para apoyar su mano sobre la de la joven. La piel de ésta estaba tan fría como la de un cadáver, y entonces él comprendió que sabía de antemano lo que se disponía a revelarle.
—Recordé que antes de abandonar Qualinesti me revelaste que aquella humana era la elegida del corazón de Tanis el Semielfo, y hermana, además, de Caramon y Raistlin. La reconocí gracias a lo que había oído decir de ella a estos dispares gemelos, si bien lo hubiera hecho de todos modos a causa del parecido que guarda con el mago. El tema central de su conversación era Tanis, Laurana. —Calló unos instantes, preguntándose si debía seguir adelante. La muchacha permanecía inmóvil, convertido su semblante en una máscara de hielo.
»Perdóname por el dolor que voy a causarte, hermana, pero tienes que saberlo —declaró al fin Gilhanas—. Kitiara bromeaba con Ariakas sobre el semielfo y dijo —se sonrojó—, dijo...No puedo repetirte sus palabras, pero te aseguro que son amantes. Su descripción no pudo ser más gráfica. Solicitó autorización de Ariakas para elevar a Tanis al rango de general del ejército de los Dragones, a cambio de una información que había prometido confiarle sobre un tal Hombre de la Joya Verde...»
—Detente —ordenó Laurana con un hilo de voz.
—Lo siento de veras —el Príncipe elfo estrujó su mano con un inmenso pesar dibujado en el rostro—. Sé cuánto le quieres, y ahora comprendo muy bien lo que significa amar de ese modo. —Cerró los ojos e inclinó la cabeza—. Comprendo qué es ver tu amor traicionado.
—Márchate, Gilthanas —susurró ella.
Dándole unas tiernas palmadas en la mano para expresarle su compasión, el joven se levantó y abandonó la estancia en silencio.
Tras cerrarse la puerta Laurana permaneció unos momentos inmóvil y, apretando firmemente los labios, recuperó su abandonada pluma y reanudó su trabajo en el punto en que lo había dejado al entrar su hermano.
Victoria.
—Deja que te ayude a subir —ofreció Tas.
—Creo que... ¡no, espera! —gritó Flint. Pero era demasiado tarde. El enérgico kender ya había agarrado la bota del enano y, al izarle, lo arrojó de cabeza contra el musculoso cuerpo del joven Dragón Broncíneo. Agitando las manos a la desesperada, Flint logró sujetarse al arnés que ceñía el cuello del animal y quedar suspendido, mecido en su desequilibrio como un saco atado a un gancho.
—¿Puede saberse qué haces dando vueltas de ese modo? —preguntó Tas, alzando la vista—. No es momento para juegos. Yo te empujaré...
—¡No, suelta! —rugió el enano al tiempo que propinaba un puntapié a la mano de Tasslehoff—. ¡Te ordeno que te apartes!
—Muy, bien, monta tú solo si quieres —respondió dolido Tas, y retrocedió.
Resoplando y con el rostro encarnado, Flint se dejó caer al suelo.
—Me encaramaré al dragón cuando llegue el momento ¡sin tu ayuda! —vociferó con una mirada furibunda.
—Será mejor que te apresures —replicó el kender con frialdad—. Todos los demás están ya sobre las sillas.
El enano observó unos instantes al enorme Dragón Broncíneo y, testarudo cruzó los brazos sobre el pecho.
—Debo pensar bien la jugada.
—¡Vamos, Flint! Lo único que haces es perder tiempo, ¡Y yo quiero volar! ¡Termina de una vez! —le imprecó—. Claro que siempre puedo partir en solitario...
—¡No harás tal cosa! —replicó el enano enfurecido—. Ahora que al fin la guerra parece haber dado un giro favorable, no se puede mandar a la batalla a un kender montado en un dragón. Sería una hecatombe, tan desastrosa como si entregásemos al enemigo las llaves de la ciudad. Laurana dijo que sólo te permitiría volar si lo hacías en mi compañía...
—¡Entonces monta! Temo que cuando lleguemos haya terminado la guerra. Seré abuelo antes de que decidas moverte.
—¿Abuelo tú? —se burló Flint estudiando de nuevo al corpulento animal, que parecía mirarle con expresión hostil... o al menos, así lo imaginó—. El día en que tú seas abuelo me arrancaré la barba.
Khirsah, el Dragón, los observaba a ambos con divertida impaciencia. Joven e impulsivo —aunque la edad se contaba de un modo harto peculiar en Krynn—, el animal estaba de acuerdo con el kender en que había llegado la hora de volar, la hora de luchar. Había sido uno de los primeros en acudir a la llamada hecha a todos los dragones de oro y plata, de bronce y de cobre. El fuego de la batalla ardía con virulencia en sus entrañas.
A pesar de su juventud, Khirsah profesaba un gran respeto a los ancianos del mundo. Sobrepasaba ampliamente en años al enano, y, sin embargo, lo veía como una criatura de larga y fructífera vida, como uno de aquellos mayores a los que reverenciaba. Sea como fuere, en aquel instante pensó que si no hacía algo al respecto se cumpliría la predicción del kender y no llegaría a tiempo para intervenir en la pugna.
—Discúlpame, respetable señor —dijo con un suspiro, cuidando de utilizar los términos adecuados—. ¿Hay algún modo en que pueda prestarte mi auxilio?
Sobresaltado, Flint dio media vuelta para comprobar quién le dirigía tan corteses palabras. El Dragón inclinó entonces su descomunal cabeza e insistió, esta vez en lengua enanil:
—Honorable y respetado señor...
Flint retrocedió, tan anonadado que tropezó contra Tasslehoff y lo arrastró al suelo en un revoltijo de cuerpos.
El Dragón Broncíneo estiró su cabeza y, asiendo con suavidad los ropajes de ambos entre sus impresionantes colmillos, los incorporó como si fueran cachorros de gato recién nacidos.
—N-no sé —balbuceó Flint, sin poder evitar el rubor ante la manera en que le había abordado el animal. Se sentía tan incómodo como complacido—. Podrías... o quizá no. —Recuperó su dignidad, estaba decidido a no delatar su sobrecogimiento—. Puedes imaginar que no es nuevo para mí volar a lomos de un dragón. Lo que ocurre es que, verás, lo que sucede es que...
—¡Nunca antes habías cabalgado sobre estas criaturas! —desmintió Tas encolerizado—. y además... ¡ay! —Flint había dado un puñetazo en las costillas de su compañero.
—Últimamente he tenido asuntos más importantes en que pensar, debo admitirlo, y necesito un poco de tiempo para acostumbrarme.
—Por supuesto, señor —dijo Khirsah sin un asomo de sonrisa—. ¿Puedo llamarte Flint?
—Puedes —accedió condescendiente.
—Me llamo Tasslehoff Burrfoot —se presentó el kender, estirando su pequeña mano—. Flint nunca viaja sin mí. Oh, me temo que no tienes un miembro adecuado para estrechar el mío. No importa. ¿Cuál es tu nombre?
—Para los mortales mi apelativo es Igneo Resplandor —anunció el Dragón con una nueva reverencia—. Y ahora, respetable Flint, ¿podrías ordenar a tu escudero kender ...?
—¡Escudero! —repitió Tas ofendido. Pero el animal lo ignoró.
—Te ruego que hagas montar a tu escudero, y yo le ayudaré a ajustar la silla y la lanza.
Flint se acarició pensativo la barba antes de dirigirse al atónito y boquiabierto Tas con un gesto grandilocuente:
—Vamos, escudero, haz lo que se te ha dicho.
—Y-yo... nosotros... —tartamudeó el kender. Pero no terminó la frase que se disponía a pronunciar, porque el Dragón ya lo había alzado en el aire. Con los dientes apretados contra su zamarra, Khirsah lo mantuvo en suspenso y al fin lo depositó sobre la silla que tenía atada a su broncíneo cuerpo. Tan encantado estaba Tas por hallarse a lomos del dragón que guardó silencio, respondiendo así al propósito del animal.
—Y ahora, Tasslehoff Burrfoot, escúchame atentamente —le instó Igneo Resplandor—. Intentabas izar a tu señor desde detrás, cuando la posición correcta es la que has adoptado ahora. La montura metálica de la lanza debe estar delante y a la derecha del jinete, bien apalancada frente a las articulaciones de mi ala y por encima de mi hombro. ¿Has comprendido?
—¡Sí! —exclamó Tas muy excitado
—El escudo que ves en el suelo os protegerá del aliento de los dragones enemigos, o al menos de la mayor parte...
—¡No puedo creerlo! —protestó el enano, cruzando de nuevo los brazos en terca actitud—. ¿Qué significa «la mayor parte»? ¿Y cómo voy a arreglármelas para volar y sostener al mismo tiempo una lanza y un escudo, por no mencionar el hecho de que este maldito artefacto es más grande que el kender y yo juntos?
—Creía que eras un consumado jinete de dragones, respetable Flint —se burló Tas.
El rostro del enano se encendió de ira. Empezó a lanzar improperios, pero Khirsah lo interrumpió con su hábil diplomacia.
—Es probable que el honorable Flint no esté acostumbrado a este nuevo modelo, escudero Burrfoot. La pelta se encaja en la lanza, y ésta a su vez debe introducirse en el agujero diseñado para recibirla. De ese modo el arma descansa sobre la silla y se desliza de un lado a otro según convenga. Cuando os ataquen, no tenéis más que atrincheraros tras ella.
—¡Pásame el escudo, honorable Flint! —ordenó, más que solicitó, el kender.
Gruñendo, el enano se acercó al lugar donde yacía el enorme pertrecho. Aunque con cierta dificultad a causa de su peso, logró levantarlo del suelo e izarlo por el costado del Dragón para, con ayuda del animal, entregárselo al kender que no tardó en ajustarlo siguiendo las indicaciones de su broncíneo amigo. Le tocaba ahora el turno a la lanza Dragonlance. También con esfuerzo, Flint la arrastró hasta los pies de su compañero y le tendió la punta. Tas la agarró y, después de perder casi el equilibrio y salir despedido de su montura, la introdujo en el agujero del escudo. Cuando el eje quedó bien insertado, la lanza se equilibró y empezó a mecerse con ligereza y facilidad guiada por la diminuta mano del kender.