Authors: Anne Rice
Henry se pasó las manos por el pelo. Si al menos cesara el dolor... Si pudiera disculparse un minuto, tomar un buen trago y pensar un poco...
—Reginald Ramsey —contestó mientras miraba fijamente a los ojos a Trent—. Así se llama ese tipo, ¿no? El egiptólogo. El está viviendo en casa de mi prima. Dios santo, ¿qué está sucediendo en esa casa?
—¿El señor Ramsey?
—Ya lo han interrogado, ¿no? ¿De dónde ha salido ese hombre? —Su cara se encendió mientras los dos hombres lo observaban en silencio—. ¿Es que tengo que hacer yo el trabajo por ustedes? ¿De dónde diablos ha salido ese tipo? ¿Y qué hace con todo ese tesoro en casa de mi prima?
La mañana era fría y húmeda. Ramsés estuvo caminando durante más de una hora, hasta que las grandes e imponentes casas de Mayfair dieron paso a los callejones y casuchas de los pobres. Recorrió estrechas callejuelas sin empedrar, similares a las de cualquier ciudad antigua, como Jericó o Roma: huellas de coches de caballos y hedor a estiércol húmedo.
De cuando en cuando algún transeúnte andrajoso lo miraba. Probablemente no debía haber salido con aquella larga bata de satén. Pero no le importaba. Otra vez era Ramsés el Vagabundo, Ramsés el Maldito, que vagaba por una nueva época. El elixir seguía manteniendo su potencia. Y la ciencia de esta época no estaba mejor preparada para recibirlo que la de cualquier otra. Contempló el sufrimiento, los mendigos durmiendo en los rincones. Aspiró el olor fétido que salía de una casa, como si su puerta fuera una boca que exhalaba aquel hedor intentando aspirar aire fresco.
Un mendigo se le acercó.
—Déme un penique, señor. Hace dos días que no he comido. Por favor, señor.
Ramsés pasó a su lado, con las elegantes zapatillas húmedas y salpicadas de barro.
«Y aquí viene una joven. Mírala. Escucha el silbido que brota de lo más profundo de su pecho.»
—¿Quiere pasar un buen rato, señor? Tengo un cuarto caliente y agradable, señor.
Sí, claro que deseaba sus servicios, tanto que sintió que su miembro se endurecía al instante. Y la fiebre hacía a la muchacha aún más atractiva. Ella hinchó el pecho con gracia y sonrió a pesar del dolor.
—No ahora, bella joven —susurró.
Parecía que la calle, si en realidad merecía tal nombre, lo había conducido a un campo de ruinas, con edificios ennegrecidos por el humo, ventanas sin cristales ni cortinas.
Un niño rompió a llorar desconsoladamente. Era el grito del hambre.
Siguió andando. Podía oír cómo la ciudad iba cobrando vida. No eran voces humanas, sino las máquinas que despertaban mientras el cielo gris se iba aclarando y adquiría un color casi plateado. A lo lejos sonó el silbido de un tren, y se detuvo. Podía sentir la vibración del gran monstruo de acero a través de la tierra húmeda.
De repente un bocinazo estridente lo sobresaltó. Se volvió a tiempo de ver un automóvil conducido por un joven que se lanzaba hacia él. Ramsés cayó hacia atrás contra el muro de piedra mientras el coche pasaba junto a él bamboleándose y salpicando barro en todas direcciones.
Estaba tembloroso, iracundo. Uno de los extraños momentos en los que se sentía indefenso, expuesto.
Entonces vio una paloma muerta sobre el pavimento, una paloma rol iza y gris, de las que abundaban en Londres. El automóvil la había atropellado y las ruedas le habían aplastado una ala.
El viento la agitó levemente, produciendo una ilusoria sensación de vida.
De improviso lo asaltó un recuerdo, uno de los más antiguos y vividos que tenía, que lo arrancó del presente con crueldad y lo transportó a otro tiempo y lugar.
Estaba en la cueva de la sacerdotisa hitita. Llevaba su coraza de batalla, y empuñaba su espada de bronce. Estaba mirando las palomas blancas que giraban sin cesar bajo la inmensa chimenea iluminada por el sol.
—¿Son inmortales? —preguntó a la mujer. Hablaba en la dura y gutural lengua hitita.
Ella había estallado en una risa salvaje.
—Comen, pero no necesitan comer. Beben, pero no necesitan beber. Es el sol quien las mantiene fuertes. Si se lo quitas caerán dormidas, pero no morirán, mi rey.
El la había mirado a la cara reseca y arrugada, furioso por su risa.
—¿Dónde está el elixir? —había exigido.
—¿Quieres saberlo? —Sus ojos resplandecían cuando se había acercado a él con gesto burlón—. ¿Y si el mundo se llenara de hombres que no pueden morir? ¿Y sus hijos? ¿Y los hijos de sus hijos? Esta cueva encierra un secreto horrendo, te lo advierto.
¡El secreto del fin
del mundo!
El había desenvainado el sable.
—¡Dámelo! —había rugido.
Ella no había mostrado ningún miedo. Simplemente había sonreído.
—¿Y si te mata, orgulloso egipcio? Ningún ser humano lo ha tomado. Ningún hombre, mujer o niño.
Pero él ya había visto el altar, y sobre él la copa con el líquido blanco. Y tras ella estaba la tablilla cubierta de signos cuneiformes.
Se acercó al altar y leyó las palabras. ¿Podía ser aquél realmente el elixir de la vida?
Ingredientes comunes que él mismo podía recoger en los campos y riberas de su tierra. Sin acabar de creerlo, lo memorizó todo. Ni por un momento pensó que jamás los olvidaría.
Y el líquido. ¡Oh, dioses! Tomó con ambas manos la copa y apuró su contenido. A lo lejos oyó una risa incontenible que el eco multiplicaba en las paredes de la gran caverna.
Entonces se había vuelto mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Sintió una explosión en su interior. Su cuerpo se tensó como si estuviera en su carro a punto de entrar en batalla, a punto de alzar el sable y lanzar el grito de ataque. La sacerdotisa había dado un paso atrás. ¿Qué había visto? De pronto había sentido que sus cabellos grises comenzaban a agitarse, como movidos por una suave brisa, y caían, para ser reemplazados por una fuerte melena castaña; el negro de sus ojos se desvaneció y se volvió del color del zafiro. Era la asombrosa transformación que él mismo verificaría después delante de un espejo.
—¡Veremos quién tiene razón! —había gritado, eufórico. El corazón le martilleaba en el pecho, todos sus músculos vibraban. ¡Qué ligero y poderoso se había sentido! Había llegado a pensar que podía echar a volar—. ¿Viviré o moriré, sacerdotisa?
Como despertando de un sueño, miró el barrizal que tenía delante. Parecía que todo hubiera ocurrido pocas horas antes. Todavía creía oír el aleteo de las palomas que describían círculos incesantemente bajo la gran bóveda. Setecientos años habían transcurrido entre aquel momento y el día en el que había entrado a la tumba para sumergirse en el sueño por primera vez. Y dos mil años más desde que había sido despertado sólo para volver a la tumba poco después.
Y ahora, Londres. El siglo XX. Notó que estaba temblando violentamente. De nuevo el viento húmedo agitó las plumas de la paloma muerta. Se acercó, se arrodilló junto a el a y la tomó en las manos. ¡Qué frágil criatura! Tan llena de vida hacía un momento, y ahora no era más que un desperdicio. Aunque los plumones de su pecho, todavía cálido, se agitaban levemente.
¡Qué daño le hacía el viento! ¡Cómo le helaba el corazón la visión de aquella criatura!
Sosteniéndola en la mano derecha, sacó el tubo de elixir medio vacío del bolsillo con la izquierda, lo destapó con el pulgar y vertió el líquido reluciente en el pico de la criatura muerta.
Todo sucedió en menos de un segundo. Los pequeños ojos redondos de la paloma se abrieron. El pájaro se debatió por liberarse agitando con furia las alas. Ramsés la soltó y la vio alzar vuelo, describiendo amplios círculos mientras ascendía más y más en el cielo plomizo.
La miró hasta que desapareció de su vista. Ahora era inmortal: volaría para siempre.
Y otro recuerdo se introdujo en su mente, silencioso y rápido como un asesino: el mausoleo, los salones de mármol, los pilares y la delgada figura de Cleopatra corriendo a su lado mientras él se alejaba a grandes zancadas del cuerpo sin vida de Marco Antonio, tendido en la otomana dorada.
—¡Tú puedes devolverle la vida! —gritaba el a—. Sabes que puedes hacerlo. No es demasiado tarde, Ramsés. Dánoslo a los dos, a él y a mí. ¡Ramsés, no me abandones! —Sus largas uñas le habían arañado el brazo.
Furioso, se había vuelto y la había abofeteado con tal fuerza que la había hecho caer al suelo. Atónita, Cleopatra había prorrumpido en sollozos. ¡Qué frágil le había parecido entonces!
El pájaro había desaparecido sobre los tejados de Londres y el sol brillaba entre las nubes.
Se le nubló la visión. El corazón le palpitaba salvajemente. Estaba llorando desconsoladamente. Oh, dioses, ¿cómo podía haber pensado que el dolor no llegaría nunca?
Había despertado después de siglos en medio de una bruma espesa y maravillosa. Pero esa bruma se estaba desvaneciendo, y su amor y su dolor volverían a él con toda su violencia.
Apenas acababa de notar los primeros síntomas. ¿Y qué consuelo le cabía? ¿Qué estaba vivo de nuevo en cuerpo y alma?
Miró el tubo que tenía en la mano. Estuvo tentado de romperlo, de dejar chorrear su contenido entre los dedos a la calle sucia y fangosa. Llevar los demás tubos a algún lugar lejos de Londres, donde la hierba creciera alta, donde sólo las flores del campo fueran testigos, y allí verter el elixir.
Pero no eran más que vanas fantasías:
sabía cómo hacer más.
Había memorizado la fórmula al leer la tablilla. No podía destruir lo que ya estaba grabado para siempre en su mente.
Samir bajó del coche de caballos y recorrió andando los cincuenta metros que lo separaban de su destino, con las manos hundidas en los bolsillos y el cuello del abrigo alzado para protegerse del viento. Al llegar a la casa de la esquina, subió los escalones de piedra de la entrada y llamó a la puerta.
Una mujer completamente vestida de negro abrió la puerta unos centímetros y al verlo lo dejó pasar. Samir entró en silencio en una pequeña habitación en la que había dos hombres de piel oscura sentados, fumando y leyendo los periódicos de la mañana, rodeados de objetos egipcios. A un lado de la mesa había un papiro extendido y una gran lupa.
Samir miró el papiro: no era nada importante. Se acercó a una momia amarilla y alargada, bastante bien conservada, tendida descuidadamente en un estante.
—Ah, Samir, no te molestes —dijo el más alto de los dos hombres, cuyo nombre era Abdel—. No hay nada más que falsificaciones en el mercado. Las hace Zaki, como sabes.
Menos ése de ahí... —El hombre señaló a la momia—. Ése es auténtico, pero no merece que pierdas tu tiempo con él.
A pesar de todo, Samir observó la momia con detenimiento.
—Restos de una colección particular —explicó Abdel—. Poca cosa para ti.
Samir asintió y se volvió hacia Abdel.
—Pero he oído que han aparecido unas monedas de Cleopatra muy extrañas —comentó Abdel con una sonrisa soñadora—. Ah, si pudiera ponerle a una las manos encima...
—Necesito un pasaporte, Abdel —lo interrumpió Samir—. Y documentos de identidad. Muy rápido.
Abdel no respondió enseguida. Observó con interés a Samir, que buscó algo en un bolsillo.
—Y también necesito mucho dinero.
Samir le mostró la reluciente moneda de Cleopatra.
Abdel se levantó de su silla como un rayo y se la arrebató. Samir lo miró con gesto inexpresivo mientras la examinaba.
—Discreción, amigo mío —dijo Samir—. Rapidez y discreción. Discutamos los detalles.
Oscar acababa de volver. Aquello podía suponer un nuevo problema, pensó Julie, pero, aunque a Rita se le escapara algo, Osear nunca la escuchaba, convencido como estaba que Rita era estúpida.
Mientras Julie bajaba por la escalera, vio a su mayordomo cerrar la puerta de la calle. Tenía en las manos un ramo de rosas. Le dio la carta que las acompañaba.
—Acaba de llegar, señorita —dijo.
—Sí, lo sé.
Vio con alivio que era de Elliott, no de Alex, y leyó la misiva con rapidez mientras Osear esperaba.
—Llama al duque de Rutherford, Osear. Dile que me va a ser imposible acudir a su casa esta noche. Llamaré más tarde yo misma para disculparme.
El mayordomo estaba a punto de retirarse cuando Julie cogió una de las rosas del ramo.
—Ponías en el comedor, Osear —le pidió. Aspiró su fragancia y acarició los suaves pétalos con los dedos. ¿Qué iba a hacer con respecto a Alex? Era demasiado pronto para decirle nada, pero cada día que pasara no haría más que empeorar las cosas.
Ramsés. ¿Dónde estaba? Aquello era realmente lo importante. La puerta del dormitorio de su padre estaba abierta, y su cama intacta.
Bajó corriendo al invernadero. Antes de llegar a la puerta vio la inmensa buganvilla cargada de flores rojas.
Y pensar que el día anterior no había reparado en aquellas extraordinarias flores... Miró los helechos. Estaban magníficos. Y los lirios también habían florecido de repente.
—Es un milagro —susurró para sí.
Vio a Ramsés sentado en un sillón, mirándola. Y ya completamente vestido para comenzar la aventura del día. Esta vez no había cometido errores, y tenía un aspecto saludable y hermoso a la luz del sol. Sus cabellos se habían espesado y sus grandes ojos azules brillaron un instante con sombría melancolía antes de iluminarse por completo con aquella irresistible sonrisa.
Julie sintió miedo por un momento, pues Ramsés parecía al borde de las lágrimas.
Poniéndose de pie, él se acercó a ella y le rozó la cara con los dedos.
—
¡Tú
eres un milagro! —dijo.
Julie sintió deseos de echarle los brazos al cuello pero, conteniéndose, lo miró, extendió una mano y le tocó la cara, aunque sabía que no debía hacer aquello. Para su sorpresa, él se apartó ligeramente y le besó la frente con reverencia.
—Quiero ir a Egipto, Julie. Antes o después, tendré que ir a Egipto. Que sea ahora.
Su voz sonaba terriblemente cansada y desgarrada. Toda la gentileza que había en él el día anterior se había teñido de tristeza. Sus ojos parecían más oscuros y más grandes. Y Julie no se había equivocado: estaba al borde de las lágrimas. De nuevo el miedo le heló el alma.
«¡Dios, qué grande debe de ser su capacidad de sufrimiento!»
—Desde luego —repuso ella—. Iremos a Egipto, los dos juntos...
—Ah, ésa era mi esperanza —dijo él—. Julie, esta edad no puede comenzar para mí hasta que me haya despedido de Egipto, porque Egipto es mi pasado.