Authors: Anne Rice
A continuación había leído a Plutarco, el muy embustero. ¡Cómo se atrevía a afirmar que Cleopatra había intentado seducir a Octavio, su último conquistador! ¡Era una idea monstruosa!
Había algo en Plutarco que le recordaba a los viejos que cotillean incesantemente en los bancos de las plazas públicas.
Pero ya era suficiente. ¡Por qué darle más vueltas! De repente se sintió confuso. ¿Qué era lo que le preocupaba?
No eran las maravillas que había descubierto sobre el siglo XX durante el día, ni tampoco la tosca y ágil lengua inglesa. Ni, desde luego, el tiempo que había transcurrido desde que había cerrado los ojos. Lo que le preocupaba era la forma en que su cuerpo se recuperaba continuamente. Sus heridas se cerraban, los pies doloridos se relajaban, el efecto del coñac desaparecía al instante...
Le preocupaba porque por primera vez en su larga existencia estaba empezando a preguntarse si su corazón y su mente no estaban sujetas también a un sistema de renovación similar. ¿Lo abandonaría el dolor espiritual tan rápido como el físico?
No era posible. Y, si no era así, ¿por qué durante su visita al Museo Británico no se había echado a llorar desesperadamente? Sereno y silencioso, había paseado entre las momias, sarcófagos y manuscritos robados a todas las dinastías egipcias hasta los tiempos en que él se había retirado a su tumba en las colinas. Y sin embargo había visto el sufrimiento en los ojos de Samir, el hermoso egipcio de piel dorada y ojos negros, como los suyos en otro tiempo. Eran los mismos ojos, después de tantos siglos. Samir, su hijo lejano.
Y no era porque los recuerdos no fueran vividos. Lo eran. Le parecía ayer cuando había visto cómo trasladaban el sarcófago de Cleopatra desde su mausoleo al cementerio romano, junto al mar. Podía volver a sentir el olor del mar si lo evocaba. Podía oír los llantos a su alrededor. Podía sentir las piedras a través del fino cuero de sus sandalias.
Había pedido que la enterraran junto a Marco Antonio, y así se había hecho. Él se había ocultado entre la muchedumbre como un hombre común, envuelto en su burda capa, en medio de los lamentos de las plañideras. «¡La gran reina ha muerto!»
Entonces se había sentido agonizar de dolor. ¿Por qué no estaba llorando ahora? Miró el busto de mármol y pensó que el dolor estaba fuera de su alcance.
—Cleopatra —susurró.
Una sonrisa le curvó los labios al verla de nuevo, no como la mujer en su lecho de muerte, sino como la muchacha que lo había despertado: «Levanta, Ramsés el Grande. Una reina de Egipto te llama. Despierta de tu profundo sueño y sé mi consejero en este tiempo de aflicción».
No, no sentía ni el placer ni el dolor.
¿Quería eso decir que su capacidad de sufrimiento se había visto afectada por el poderoso elixir que no dejaba de trabajar en sus venas? ¿O era algo más, algo que siempre había sospechado: que mientras dormía, de alguna forma
sabía
el paso del tiempo? Incluso en estado de inconsciencia se había alejado de las cosas que lo habían herido, y sus sueños habían sido una simple indicación del razonamiento que no cesaba en la oscuridad y la quietud.
Antes de que el sol tocara su cuerpo sabía que habían transcurrido cientos de años.
Quizás estaba tan impresionado por todo lo que había visto del siglo XX que los recuerdos habían pasado a un segundo plano. El dolor volvería de repente con toda su fuerza y entonces se vería de nuevo al borde de la locura, incapaz de disfrutar de toda la belleza que lo rodeaba.
Sí, en el museo de cera, cuando había visto aquella vulgar efigie de Cleopatra y al grotesco e inexpresivo Marco Antonio a su lado, había sentido por un momento algo parecido al pánico.
Le había tranquilizado volver a salir a las ruidosas calles de Londres. Había vuelto a oír gritar a Cleopatra: «¡Ramsés, Marco Antonio se muere! ¡Dale el elixir! ¡Ramsés!». La voz parecía proceder del exterior, como si no pudiera silenciarla. Le había horrorizado lo grosero de la imagen de la reina en el museo, y el corazón le había martilleado como aquellos martillos mecánicos que taladraban los empedrados de Londres. Pero no había sentido dolor.
¿Y qué importaba que aquella estatua mancillara de tal forma su belleza? Al fin y al cabo, las estatuas que lo representaban a el tampoco se le parecían, y el incluso había estado charlando bajo el sol con los obreros que las tallaban. Nadie esperaba que el arte público tuviera nada que ver con el modelo de carne y hueso. Es decir, no hasta que los romanos llenaron sus jardines de retratos realistas.
Cleopatra no había sido romana. Había sido griega y egipcia. Y lo que más le dolía era que el siglo XX tenía una idea de el a completamente errónea. Había hecho de el a un símbolo de depravación, cuando en realidad había sido una mujer de gran talento. La habían castigado por una debilidad olvidando todo lo demás.
Sí, eso era lo que le había indignado en el museo de cera: que la recordaran, pero no por lo que había sido sino como una prostituta pintarrajeada tendida en una otomana de seda.
El corazón volvía a latirle con fuerza. Oyó el tictac del reloj.
A su lado tenía una bandeja de sabrosas pastas y coñac, y un frutero con naranjas y peras.
Tenía que comer y beber, algo que siempre lo tranquilizaba.
Y no quería volver a sentir aquella agonía, pero tampoco quería perder su vasta experiencia de los sentimientos humanos. Eso habría sido como morir.
Una vez más miró el hermoso rostro del busto de mármol, mucho más parecido a la realidad que aquel horror de cera. Algo en su interior amenazaba a la extraña quietud de su mente. Vio imágenes sin significado. Se llevó las manos a la cabeza y suspiró.
Desde luego, si pensaba en Julie Stratford, sola en su cama en el piso superior, su mente y su cuerpo se unían al instante. Dejó escapar una suave risa y tomó una pasta pegajosa y dulce. La devoró de un bocado. También deseaba devorar a Julie Stratford. Era una mujer espléndida, aquella delicada y atrevida reina moderna que no necesitaba un reino. Tan inteligente y tan fuerte a la vez. Pero, si no la apartaba de su mente, acabaría subiendo a su habitación. Se lo imaginó: derribar la puerta del dormitorio. La pobre doncella se despierta en el ático y comienza a gritar. ¿Y qué? Julie Stratford se incorpora en la cama con su camisón de encaje, y él se tiende sobre ella, se lo arranca mientras acaricia sus suaves piernas y la hace suya antes de que pueda protestar.
«No —se dijo—. No puedes hacer eso. Hazlo y destruirás lo que deseas.» Julie Stratford merecía mucha humildad y mucha paciencia. De eso se había dado cuenta al verla moverse por la biblioteca y hablarle mientras estaba en su ataúd, sin imaginar que él podía oírla.
Julie Stratford se había convertido en un gran misterio de cuerpo, alma y voluntad.
Dio un nuevo sorbo a la copa de coñac: estaba delicioso. Aspiró otra bocanada del cigarro.
Partió una naranja con el cuchillo y mordió su carne suave y húmeda.
El humo del cigarro llenaba la habitación con un perfume más delicioso que cualquier incienso. Era tabaco turco, le había dicho Julie. Entonces no había comprendido lo que quería decir, pero ahora lo sabía. En un curioso libro titulado
Historia del Mundo
había leído sobre los turcos y sus conquistas. Pensó que era así como debía comenzar, con aquellos libritos llenos de generalidades: «En siglo y medio toda Europa había caído en manos de las hordas bárbaras». Los detalles vendrían después. Había tanto por leer... Sólo pensarlo lo hizo sonreír.
El gramófono se detuvo. Ramsés se levantó, se acercó al mueble y encontró otro disco.
Éste tenía el curioso título de «Tan sólo un pájaro en jaula de oro». Por alguna razón, le hizo pensar de nuevo en Julie y desear cubrirla de besos. Puso el disco en el plato y apoyó la aguja sobre él. Una frágil voz de mujer comenzó a desgranar una canción. Se sirvió otra copa de coñac y comenzó a mecerse con la música, bailando lentamente sin levantar los pies.
Pero era hora de ponerse a trabajar. La oscuridad se estaba disolviendo tras las ventanas y las primeras luces del día comenzaban a aparecer. A pesar de los múltiples sonidos de la gran ciudad que despertaba, podía oír el lejano gorjeo de Tos pájaros.
Entró en la oscura y fría cocina, encontró un «vaso», como ellos lo llamaban, uno de aquellos maravillosos objetos, y lo llenó de agua del milagroso grifo de cobre.
Entonces volvió a la biblioteca y se quedó mirando la larga fila de redomas de alabastro.
Todas parecían intactas, sin grietas ni fisuras, y no faltaba ninguna. Allí estaba también el pequeño quemador y los cuencos de cristal. Todo lo que necesitaba era un poco de aceite; o una de aquel as velas, cortada a la longitud adecuada.
Tras apartar a un lado los rollos de papiro, colocó el quemador adecuadamente, introdujo la vela cortada en su interior y apagó la llama.
Entonces volvió a estudiar las redomas. Sus manos eligieron antes que su mente. Y cuando observó el polvo blanco y terroso supo que sus manos no se habían equivocado.
¡Si al menos Henry Stratford se hubiera confundido y hubiera vertido en el café ese polvo en vez del otro! Su tío Lawrence, convertido en un león rugiente, le habría arrancado la cabeza.
Se le ocurrió de repente que los venenos podían haber asustado a la gente de su tiempo, pero no detendrían a los científicos del siglo XX. Cualquier persona con dos dedos de frente hubiera probado el contenido de todas las vasijas en animales hasta descubrir el elixir. Era así de simple.
En aquel momento, desde luego, sólo Julie y Samir sabían de la existencia del elixir, y nunca divulgarían el secreto. Pero Lawrence Stratford había traducido parcialmente la historia, y su cuaderno estaba en algún lugar (Ramsés no había conseguido encontrarlo) donde cualquiera podía leerlo. Y, por supuesto, estaban los rol os que contenían toda la historia.
En cualquier caso, aquella situación tenía que cambiar. Tenía que llevar el elixir consigo a todos lados. Y siempre existía la posibilidad de que la mezcla hubiera perdido su efectividad.
Aquellos polvos llevaban casi dos mil años en la redoma.
En ese lapso de tiempo, el vino se habría convertido en vinagre, o en cualquier fluido imposible de beber. Y la harina, en un polvo incomible.
Le tembló la mano cuando vertió los gruesos granos de polvo en el cuenco de metal del quemador. Dio unos golpes a la redoma para asegurarse de que no había quedado nada dentro. Entonces lo mezcló en el plato suavemente con el dedo y añadió una buena cantidad de agua del vaso.
Luego volvió a encender la vela. Cuando la pócima comenzó a hervir, reunió los tubos de cristal y los alineó junto al quemador. Cuatro tubos con tapones de plata.
En pocos segundos tuvo lugar el cambio. Los ingredientes, ya poderosos por sí solos, se habían convertido en un líquido hirviente que despedía un leve resplandor fosforescente. Su aspecto era peligroso, como si el fluido fuese a quemar la lengua de quien osara beberlo. Pero no era así. No había sido así hacía milenios, cuando él había apurado una copa entera sin vacilar, decidido a alcanzar la inmortalidad. Y no había sido doloroso, nada doloroso.
Tomó el cuenco con mucho cuidado y repartió el elixir entre cuatro tubos. Entonces esperó a que el plato se enfriara y lamió los restos. No debía quedar ni rastro de la sustancia. A continuación tapó los cuatro tubos y con la cera derretida de una vela selló todos menos uno.
Se guardó los tres tubos sel ados en el bolsil o de la bata y con el cuarto en la mano fue al invernadero. Se quedó allí un momento, observando en la oscuridad las plantas que llenaban la habitación.
Las paredes de cristal estaban perdiendo su opacidad, aunque todavía podía ver su propio reflejo con claridad: una figura alta vestida de rojo vino, y una habitación cálidamente iluminada tras él. Pero los pálidos objetos del exterior también comenzaban a ser visibles.
Se acercó al helecho que tenía más cerca, una planta con grandes hojas verde oscuro, y vertió un poco de elixir en la tierra húmeda de la maceta. Enseguida se volvió a la buganvilla, que tenía unos pocos capullos rojos, escasos y distantes entre sí, y vertió una cantidad aún mayor.
Se produjo en las plantas un leve temblor, seguido de leves chasquidos. Usar más cantidad sería una locura. Siguió dejando caer gotas de elixir en todas las plantas, y al terminar todavía quedaba medio tubo lleno. Ya era suficiente. Si la mezcla había perdido su poder, lo comprobaría en pocos segundos. Miró al techo de cristal. El dios Ra enviaba los primeros rayos de sol.
Las hojas de los helechos comenzaron a alargarse, y por todos lados salían tiernos brotes que crecían a ojos vista. La buganvilla se hinchó y tembló y al instante empezaron a aparecer pequeños capullos de color rojo sangre por toda la planta. El invernadero parecía haber cobrado vida. Ramsés cerró los ojos y escuchó el sonido del crecimiento. Se estremeció ligeramente.
¿Cómo podía haber llegado a creer que el elixir había perdido su efectividad? Su poder era tan grande como siempre. Una sola copa lo había hecho a él inmortal. ¿Por qué la sustancia no iba a ser tan inmortal como él?
Se guardó el tubo en el bolsillo, junto a los demás. Abrió en silencio la puerta trasera de la casa y salió al húmedo amanecer.
Henry sentía un dolor tan agudo en la cabeza que apenas podía ver a los dos policías con claridad. Estaba soñando con aquella cosa, la momia, cuando lo habían despertado. Helado de terror, había alcanzado la pistola y, tras amartillarla, se la había guardado en el bolsillo y había abierto la puerta. Si por algún motivo decidían registrarlo...
—¡Todo el mundo conocía a Tommy Sharples! —exclamó indignado, enmascarando su miedo—. Todo el mundo le debía dinero. ¿Por esa estupidez me despiertan a estas horas?
Miró al tal Galton, que le mostraba la moneda de Cleopatra. ¿Cómo podía haber sido tan idiota? Irse y dejar aquella moneda en el bolsillo de Sharples... Pero tampoco había planeado matarlo. ¿Cómo iba a pensar en cosas como aquél a?
—¿Alguna vez ha visto esto, señor?
«Tranquilo —se dijo—. No hay la menor evidencia que te relacione con el asesinato. Utiliza la indignación como has hecho siempre.»
—Sí, pertenece a la colección de mi tío. ¿Cómo la han conseguido? Debería estar cerrada bajo llave.
—La cuestión es —dijo el llamado Trent— cómo la consiguió Sharples. Y por qué la llevaba encima cuando lo mataron.