Authors: Anne Rice
—Quizá deberíamos poner otro guardia —opinó Samir—. O dos.
—Buena idea —repuso el anciano—. Pero, una vez más, hay que tener en cuenta los sentimientos de la señorita Stratford.
—Quizá podría usted visitarla —dijo Hancock mirando a Samir—. Era amigo de su padre.
—Muy bien, señor —respondió Samir en voz baja—. Desde luego que lo haré.
Eran las nueve de la noche y se hallaban en el Hotel Victoria. Ramsés estaba cenando desde las cuatro, cuando el sol todavía entraba a raudales a través de la vidriera emplomada y bañaba las mesas cubiertas de manteles blancos. Ahora había oscurecido y el comedor resplandecía a la luz de los candelabros. Los ventiladores del techo giraban lentamente, agitando apenas las hojas de las altas y esbeltas palmeras que se elevaban desde grandes macetas de latón.
Los camareros, vestidos con librea, dejaban sobre la mesa plato tras plato sin comentarios, arqueando las cejas al abrir la cuarta botella de vino tinto italiano.
Julie había terminado su escasa cena hacía horas. Estaban conversando animadamente, y el inglés fluía con tanta facilidad como el vino.
Julie había enseñado a Ramsés a utilizar los cubiertos de plata, pero él hizo caso omiso de ellos. En sus tiempos, sólo un bárbaro se habría llevado la comida a la boca con una pala.
Tras pensar un momento, Ramsés había señalado que, de hecho, en sus tiempos nadie hacía tal cosa. Le tocó a Julie explicar cómo habían aparecido los cubiertos y tuvo que reconocer que era mucho más... refinado, más elegante y civilizado cortar el pan y la carne en pequeños trozos y colocárselos en la lengua sin tocarse los labios con los dedos.
Ahora estaba explicándole en profundidad el concepto de revolución.
—Las primeras máquinas eran simples, para hilar o labrar el campo. Fue la idea de máquina lo que evolucionó.
—Sí.
—Si construyes una máquina que hace una cosa, puedes perfeccionarla para que haga otra...
—Te comprendo.
—Y así llegó la máquina de vapor, el coche de motor, el teléfono, el aeroplano...
—Quiero hacerlo. Volar por el cielo.
—Desde luego, lo haremos. ¿Pero comprendes el concepto? ¿La revolución del pensamiento?
—Por supuesto. Yo no he salido, como decís vosotros, de la dinastía XIX de Egipto; vengo de los primeros años del imperio romano. Mi mente es... ¿Cómo se dice? Flexible, adaptable.
¿Entonces yo estoy en una permanente... revolución?
Algo lo asombró de pronto. Al principio Julie no adivinó qué era. La orquesta había comenzado a tocar muy suavemente, de forma que apenas se oía sobre el rumor de las conversaciones. Ramsés se levantó, y su servilleta cayó al suelo. Señaló al otro lado del inmenso comedor.
Los suaves acordes del vals de la
Viuda Alegre
se alzaron de repente con fuerza sobre el ruido de la sala. Julie se volvió y vio la pequeña orquesta de cuerda que tocaba al otro lado de la pequeña y pulida pista de baile.
Ramsés se encaminó hacia ellos.
—Ramsés, espera —quiso detenerlo Julie, pero él no la escuchó. Echó a correr tras él.
Todo el mundo se quedó mirando al hombre de gran estatura que cruzaba la pista a grandes zancadas y se detenía frente a los músicos como si fuera su director.
Miraba con ojos muy abiertos los violines, el violonchelo; 7, mientras escuchaba la gran arpa dorada, su rostro se iluminó de tal modo que la joven arpista le sonrió y el viejo violonchelista de cabellos grises pareció vagamente divertido.
Debieron pensar que era sordomudo cuando apoyó los dedos sobre la caja del violonchelo.
Retiró la mano rápidamente, sorprendido por la vibración, y volvió a apoyarla.
—Oooh, Julie —exclamó en voz alta.
Todo el mundo estaba mirándolos. Incluso los camareros los observaban, evidentemente alarmados. Pero nadie se atrevió a llamar la atención al imponente caballero vestido con el mejor traje de Lawrence, ni siquiera cuando se estremeció de placer y se llevó las manos a la cabeza.
Julie le tiró de la manga, pero él no hizo caso.
—¡Julie, qué sonidos! —murmuró.
—Entonces baila conmigo, Ramsés —dijo ella.
No había nadie más bailando, ¿pero qué importaba? Allí estaba la pista reluciente, y tenía ganas de bailar. Era lo que más le apetecía en aquel momento.
Ramsés la miró asombrado, pero se dejó poner en posición de baile mientras Julie le pasaba el brazo por la cintura.
—Así es como el hombre lleva a la mujer —le explicó al tiempo que comenzaba a seguir el ritmo del vals con los pies—. Mi mano debería estar en tu hombro. Yo me moveré, y tú... eso es. Pero déjame que te lleve yo.
Comenzaron a girar cada vez más rápido, y Ramsés siguió sus pasos con sorprendente facilidad, mirándose los pies sólo de vez en cuando. Otras dos parejas habían salido a la pista, pero Julie no las vio. No veía nada más que el rostro arrebatado de Ramsés, y la forma en que sus ojos recorrían los objetos de la sala como si fuesen tesoros. Julie sintió que a su alrededor se creaba un torbellino formado por velas, ventiladores dorados, flores y plata, mientras la música los rodeaba y los transportaba cada vez más deprisa.
Ramsés se echó a reír de repente.
—Julie, es como música en una copa, como música convertida en vino.
Ella giró en pequeños círculos aún más veloces.
—¡Revolución! —gritó él.
Ella lanzó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.
De improviso todo terminó. Debían de haber llegado al final de la pieza. Todo lo que sabía Julie era que el vals había concluido, que él estaba a punto de besarla, y que no quería detenerlo. Pero él pareció dudar. Vio que las demás parejas abandonaban la pista y la tomó de la mano.
—Sí, es hora de irse —dijo ella.
La noche era fría y neblinosa. Julie dio al portero unas monedas y le pidió que buscara un taxi.
Ramsés caminaba arriba y abajo, mirando a los grupos de viajeros comerciales que entraban y salían de coches y carruajes. Un muchacho le ofreció un periódico.
—«¡La maldición de la momia en Mayfair!» —voceó el chico—. «¡La momia se levanta de su tumba!»
Antes de que pudiera intervenir, Ramsés le arrebató el periódico al muchacho. Julie le dio una moneda con gesto de disculpa.
Allí estaba todo, el maldito y estúpido escándalo. Un dibujo a tinta de Henry saliendo a la carrera de la casa de Julie.
—Tu primo —dijo Ramsés con voz sombría—. «La maldición de la momia ataca de nuevo...» —leyó despacio.
—¡Nadie lo creerá! Es un chiste. El siguió leyendo.
—«Altos cargos del Museo Británico han declarado que la colección de Ramsés está totalmente a salvo, y que muy pronto será trasladada al museo.» —Hizo una pausa—. Museo...
Explícame esa palabra. ¿Qué es un museo, una tumba?
Samir veía claramente que la pobre muchacha estaba sufriendo y comprendió que tenía que irse. Pero debía ver a Julie, así que siguió esperando en el vestíbulo, sentado al borde del sofá, y ya había rehusado tres ofrecimientos de Rita de café, té o vino.
De vez en cuando miraba de reojo a través del salón y veía el reluciente sarcófago egipcio.
Si al menos Rita no estuviera allí... Pero era evidente que no pensaba dejarle solo.
Hacía horas que el museo estaba cerrado, pero Julie quería que Ramsés lo viera.
Descendieron del taxi y se aproximaron a la verja de hierro y a las altas ventanas. La calle estaba oscura, desierta, y había comenzado a caer una fina lluvia.
—Hay muchas momias dentro —dijo ella—. La tuya hubiera acabado ahí finalmente. Mi padre colaboraba con el Museo Británico, aunque pagaba sus propios gastos.
—¿Momias de reyes y reinas de Egipto?
—Hay más en Egipto, en realidad. Allí conservan la supuesta momia de Ramsés II desde hace años en una urna de cristal.
Él dejó escapar una suave risa mientras la miraba.
—¿La has visto? —Ramsés volvió a mirar hacia el museo—. Pobre necio. Nunca se habría podido imaginar que iba a ser enterrado en la tumba de Ramsés II.
—¿Pero quién era? —El corazón de Julie se aceleró: tenía demasiadas preguntas en la punta de la lengua.
—Nunca lo supe —repuso él quedamente, recorriendo con los ojos el edificio sin cesar, como si estuviera memorizándolo—. Ordené a mis soldados que trajeran a un hombre moribundo, alguien que no tuviera a nadie y a nadie le importara. Lo trajeron al palacio por la noche, y así..., ¿cómo se dice?, falsifiqué mi propia muerte. Y entonces mi hijo, Meneptah, tuvo lo que quería: el trono. —Se quedó un momento reflexionando. Su voz se hizo más profunda—.
Y ahora me dices que ese cuerpo está en un museo con otros reyes y reinas de Egipto.
—En el museo de El Cairo —respondió ella con suavidad—, cerca de Saqqara y las pirámides. Ahora hay allí una gran ciudad.
Julie se dio cuenta de que estaba afectado. Siguió hablando con dulzura, sin saber muy bien si él la estaba escuchando.
—En los tiempos antiguos el Valle de los Reyes fue saqueado. Los ladrones de tumbas las saquearon prácticamente todas. El cuerpo de Ramsés el Grande fue hallado con varias docenas más en una fosa común excavada por los sacerdotes.
Ramsés se volvió y la miró con gesto pensativo. Incluso cuando estaba angustiado, su expresión era franca, sus ojos interrogantes.
—Dime, Julie: la reina Cleopatra VI, que gobernó en tiempos de Julio César... ¿Dónde está su cuerpo? ¿En El Cairo, o aquí?
Julie percibió los sutiles cambios que se producían en él. El color le había vuelto al rostro.
—No, Ramsés. Nadie sabe qué fue de los restos de Cleopatra.
—Pero la conocéis.
—Claro, Ramsés. Cualquier colegial conoce el nombre de Cleopatra. Todo el mundo lo conoce. Pero su tumba fue destruida en tiempos antiguos. Nadie sabe dónde está, ni lo que fue de su cuerpo. Entonces el tiempo de las momias ya había pasado.
—No del todo —susurró él—. Fue enterrada según la antigua tradición egipcia, sin magia ni embalsamamiento, pero envolvieron su cuerpo en lino como debía ser y llevaron el cuerpo a su tumba por mar.
Ramsés dejó de hablar. Se llevó las manos a las sienes y descansó la frente sobre la verja de hierro. La lluvia arreció ligeramente. Julie sintió frío.
—Pero su mausoleo —agregó él— era una gran estructura cubierta de mármol.
—Eso nos dicen los escritores de la antigüedad, pero ha desaparecido. En Alejandría no hay rastro de él, y nadie sabe dónde estaba.
El la miró en silencio.
—Yo lo sé, desde luego —aseguró.
Ramsés echó a andar por la acera. Se detuvo bajo un farol y miró la bombilla incandescente. Al fin se volvió hacia Julie y le ofreció la mano.
—Sientes mi dolor —dijo él con calma—. Y sin embargo sabes muy poco de mí. ¿Qué te parezco yo? Ella reflexionó.
—Un hombre —contestó—, un hombre fuerte y hermoso. Un hombre que sufre como todos sufrimos. Y sé más cosas... porque tú las dejaste escritas en los rollos de tu tumba.
Era imposible adivinar si aquello le agradaba.
—Tu padre también leyó los rollos —comentó él.
—Sí. Hizo algunas traducciones.
—Lo vi —susurró Ramsés.
—¿Es cierto lo que escribiste?
—¿Por qué iba a mentir?
De repente él se aproximó a ella para besarla, y Julie retrocedió.
—Ramsés, escoges los momentos más extraños para tus efusiones —dijo el a sin aliento—.
Estábamos hablando de... una tragedia, ¿no?
—De la soledad, y de la locura. Y de las cosas que el dolor nos impulsa a hacer.
Su expresión era conciliadora. De nuevo había aparecido su sonrisa juguetona.
—Tus templos siguen en Egipto. Aún permanecen en pie —dijo ella—. El Rameseum, en Luxor. Abu Simbel. Oh, no son ésos los nombres por los que tú los conociste. ¡Y tus colosales estatuas! El mundo entero las ha visto. Los poetas ingleses han escrito sobre ellas. Grandes generales han viajado hasta allí para verlas. Yo he paseado entre el as, he puesto mis manos sobre el as. He entrado en tus antiguos salones.
Él no dejaba de sonreír.
—Y ahora estoy recorriendo estas calles contigo.
—Y te alegra hacerlo.
—Sí, eso es muy cierto. Mis templos envejecieron mucho tiempo antes de que cerrara los ojos. Pero el mausoleo de Cleopatra acababa de ser construido. Ah, es como si fuera ayer.
Parece un sueño distante. De algún modo sentí el paso de los siglos mientras dormía. Mi espíritu creció mientras dormía.
Ella pensó en las palabras de la traducción de su padre.
—¿Qué soñaste, Ramsés?
—Nada, cariño mío, nada que se pueda igualar a las maravillas de este siglo. —Hizo una pausa—. Cuando estamos cansados, hablamos de los sueños como si fueran la imagen de nuestros propios deseos: simbolizan lo que nos gustaría tener cuando no nos satisface lo que tenemos. Pero para mí el mundo concreto siempre ha sido el verdadero objeto del deseo. Y el cansancio llegó cuando el mundo comenzó a parecerse a un sueño.
Ramsés miró la lluvia. Ella intentó en vano captar el significado completo de sus palabras.
Su breve vida se había visto marcada por el suficiente dolor como para hacerla apreciar lo que tenía. La muerte de su madre, años atrás, había hecho que Julie se acercase mucho más a su padre. Había intentado amar a Alex Savarell porque quería amarlo; y a Lawrence no le había parecido mal. Pero lo que Julie amaba realmente eran las ideas y las cosas, como su padre.
¿Era eso lo que había querido decir Ramsés? No estaba segura.
—¿No quieres volver a Egipto? ¿No quieres volver a ver el viejo mundo con tus propios ojos? —preguntó ella.
—Me siento dividido —murmuró él.
Una leve brisa húmeda barrió el pavimento reluciente de agua. Los cables eléctricos de la calle zumbaron imperceptiblemente. Ramsés levantó la vista para mirarlos.
—Es más vivido que un sueño —dijo, volviendo a mirar el solitario farol iluminado—. Me gusta este tiempo, cariño mío. ¿Me perdonas que te llame así? ¿Como tú llamaste a tu amigo Alex?
—Puedes llamarme así —repuso ella.
«Porque te amo mucho más de lo que nunca lo he amado a él.»
Ramsés le dedicó una de sus cálidas y generosas sonrisas. Se acercó a ella con los brazos abiertos y la levantó en el aire sin esfuerzo.
—Mi pequeña y ligera reina —susurró.
—Déjame en el suelo, gran rey —musitó ella.
—¿Por qué debería hacerlo?