Authors: Anne Rice
Había tomado por sorpresa a Julie. Y también a Ramsés, que dejó sobre la mesa el pedazo de pan que tenía en la mano y miró al duque con rostro inexpresivo. Entonces aparecieron en sus mejillas aquellas leves sombras de color.
—Bueno, sí, por un lado está esa cuestión —respondió Julie haciendo un esfuerzo—. Y
después iremos a Luxor y Abu Simbel. Espero que estéis en forma para un viaje pesado. Pero, desde luego, si no queréis acompañarnos...
—Abu Simbel —intervino Alex—. ¿No están ahí las estatuas gigantes de Ramsés II?
Ramsés tomó la mitad del pescado con los dedos y la engulló sin dificultad. A continuación hizo lo mismo con la segunda. Una curiosa sonrisa apareció en los labios de Elliott, pero Ramsés no lo vio. Estaba mirando a Henry fijamente. Julie creyó que en cualquier momento iba a empezar a gritar.
—En realidad hay estatuas de Ramsés el Grande por todo Egipto —comentó Elliott, sin dejar de observar cómo Ramsés limpiaba el resto de la salsa con pan—. Ramsés dejó más monumentos de su persona que ningún otro faraón.
—¡Ah, es ése! —exclamó Alex—. El egomaníaco de la historia egipcia. Ahora recuerdo que lo estudié en el colegio.
—¡Egomaníaco! —repitió Ramsés con una extraña sonrisa—. ¡Más pan! —indicó al camarero. Entonces volvió a dirigirse a Alex—. ¿Qué es un egomaníaco, por favor?
—Aspirina, marxismo, egomanía —murmuró Elliott—. ¿Son nuevas para usted todas esas ideas, señor Ramsey?
Henry estaba poniéndose histérico. Ya había vaciado su segunda copa de whisky y parecía pegado al respaldo de la silla. No dejaba de mirar las manos de Ramsés.
—¿No lo sabe? —respondió Alex alegremente—. Aquel tipo era un fanfarrón. Se construyó monumentos por todos lados. Siempre estaba jactándose de sus victorias, sus mujeres y sus hijos. Así que ésa es la momia, y yo no me había dado cuenta hasta ahora.
—¿Pero de qué estás hablando, Alex? —dijo Julie de repente.
—¿Es que ha habido otro rey egipcio en la historia que ganara tantas batallas, complaciera a tantas mujeres y criara a tantos hijos? —intervino Ramsés acaloradamente—. Y supongo que comprenderá que, al construir tantos monumentos, el faraón estaba dando al pueblo lo que quería.
—¡Esa teoría sí que es original! —comentó Alex en tono sarcástico, dejando el cuchillo y el tenedor sobre la mesa—. No intentará convencerme de que los esclavos querían morir al sol bajo los latigazos para edificar todos aquellos templos y estatuas.
—¿Esclavos muertos a latigazos? —preguntó Ramsés—. ¡Qué está diciendo! ¡No ocurrió nada parecido! —Se volvió hacia Julie.
—Alex, ésa no es más que una teoría sobre cómo se construyeron los monumentos —
explicó el a—. Nadie sabe en realidad...
—Yo lo sé —aseguró Ramsés.
—Cada uno tiene su teoría —siguió Julie elevando la voz ligeramente mientras lanzaba una mirada furiosa a Ramsés.
—Bueno, por el amor de Dios —se obcecó Alex—. Ese tipo construyó estatuas con su efigie de un extremo a otro de
Egipto. No intentará convencerme de que esa gente no hubiera sido más feliz cultivando sus jardines...
—Joven, es usted muy extraño —replicó Ramsés—. ¿Qué sabe del pueblo egipcio?
Esclavos. Está hablando de esclavos cuando sus suburbios están repletos de niños hambrientos. El pueblo quería los monumentos. Se enorgullecía de sus templos. Cuando el Nilo inundaba sus riberas no se podía trabajar en los campos, y entonces los monumentos se convertían en la pasión de la nación. El trabajo no era forzoso. No era necesario obligar a nadie. El faraón era como un dios, y tenía que hacer lo que su pueblo esperaba de él.
—Supongo que nos lo está pintando demasiado bonito —intervino Elliott, pero estaba completamente fascinado.
Henry estaba blanco como el papel. Ya no se movía. El nuevo vaso de whisky que le habían servido estaba intacto.
—En absoluto —contestó Ramsés tajantemente—. El pueblo egipcio estaba orgulloso de Ramsés el Grande. Derrotó a sus enemigos; conquistó a los hititas; mantuvo la paz en el Alto y Bajo Egipto durante sesenta y cuatro años de reinado. ¿Qué otro faraón dio tanta paz a la tierra del gran río? Y sabe usted lo que sucedió después, ¿verdad?
—Reginald —susurró Julie—, ¿crees que es realmente importante?
—Por lo visto le interesa al amigo de tu padre —contestó Elliott—. Yo sospecho que los reyes de Egipto eran unos tiranos. Pienso que azotaban a sus esclavos hasta la muerte si no trabajaban en esos absurdos monumentos. Las pirámides, por ejemplo...
—Usted no es tan ingenuo, lord Rutherford —lo interrumpió Ramsés—. Está usted... ¿cómo se dice? Tirándome de la lengua. ¿Azotaban a los ingleses cuando construyeron ustedes su catedral de San Pablo? ¿Es que la Torre de Londres es obra de esclavos?
—Nadie sabe esas respuestas —habló Samir con voz débil—. Quizá deberíamos intentar...
—Hay mucho de verdad en lo que dice —intervino Elliott, haciendo caso omiso de Samir—.
Pero, con respecto al gran Ramsés, debe usted admitir que fue un monarca especialmente inmodesto. La estela en que se jacta de sus victorias es irrisoria.
—Señor, realmente... —intentó decir Samir.
—No lo es en absoluto —replicó Ramsés—. Era el estilo de los tiempos, la forma en que el pueblo quería que el rey se representara. ¿No lo comprende? El rey era el pueblo. Para que el pueblo fuera grande, su rey tenía que serlo. El rey era el esclavo del pueblo en lo relativo a sus deseos, sus necesidades, su bienestar.
—¡No irá ahora a decirnos que ese tipo era un mártir! —se mofó Alex. Julie nunca lo había visto tan agresivo.
—Quizás a una mente moderna le resulta imposible comprender a una mente antigua con facilidad —concedió Elliott—. Me pregunto si también sucedería lo contrario. Si un hombre de la antigüedad que volviera a la vida en nuestro tiempo sería capaz de comprender nuestros valores.
—No es tan difícil comprenderlos —repuso Ramsés—. Ustedes han aprendido a expresarse demasiado bien como para que quede algo velado o misterioso. Sus periódicos y libros lo cuentan todo. Y sin embargo no son tan diferentes de sus antepasados. Quieren amor, comodidad; quieren justicia. Eso mismo querían los campesinos egipcios cuando salían a labrar sus campos. Eso es lo que quieren los trabajadores de Londres. Y, como siempre, los ricos temen perder lo que poseen. Y la codicia provoca grandes crímenes, como ha ocurrido siempre.
Clavó los ojos implacablemente en Henry, que ahora lo miraba espantado. Julie lanzó una mirada de desesperación a Samir.
—¡Vaya, habla usted de este siglo como si no fuera el suyo! —comentó Alex.
—Entonces lo que usted nos dice —intervino Elliott— es que no somos ni mejores ni peores que los antiguos egipcios.
Henry cogió su vaso de whisky y lo vació de un trago. Entonces tomó la copa de vino e hizo lo mismo. Tenía el rostro húmedo de sudor y el labio inferior le temblaba visiblemente. Parecía que estuviera a punto de darle un ataque.
—No, no quería decir eso. Son ustedes mejores —reflexionó Ramsés—. Son mejores en mil aspectos, pero siguen siendo humanos. Todavía no han encontrado todas las respuestas. La electricidad, el teléfono, todo eso es una magia maravillosa. Pero los pobres siguen pasando hambre. Los hombres matan por lo que no son capaces de conseguir trabajando. Cómo compartir la magia, las riquezas, los secretos: ése sigue siendo el problema.
—Ah, ya está otra vez. ¿No lo dije? Marxismo —declaró Alex—. Bueno, pues en Oxford nos dijeron que Ramsés II era un maldito tirano.
—Tranquilízate, Alex —le ordenó Elliott secamente. Se volvió a Ramsés—. ¿Por qué le preocupa tanto la cuestión del poder y la codicia?
—¿Oxford? ¿Qué es Oxford? —preguntó Ramsés mirando a Alex. Entonces miró de nuevo a Henry, y éste echó la silla bruscamente hacia atrás. Se agarró a la mesa para mantener el equilibrio. Mientras tanto los camareros retiraron el pescado y sirvieron el segundo plato.
Alguien volvió a llenar el vaso de Henry, que lo vació de inmediato.
—Vas a dar una escena —le advirtió Elliott entre dientes.
—Espere un momento. ¿No ha oído hablar nunca de Oxford? —se asombró Alex.
—No. ¿Qué es? —inquirió Ramsés.
—Oxford, egomanía, aspirina, marxismo—dijo Elliott—. Tiene usted la cabeza en las nubes, señor Ramsey.
—Sí, como la de una estatua gigante. —Ramsés sonrió.
—Pero sigue siendo un marxista —insistió Alex.
—¡Alex, el señor Ramsey no es marxista! —exclamó Julie, incapaz de contener su indignación por más tiempo—. Y, si no recuerdo mal, tu afición favorita en Oxford eran los deportes, ¿no es así? El remo y el rugby. Jamás has estudiado nada sobre historia egipcia o marxismo, ¿me equivoco?
—No, cariño. No sé nada sobre el antiguo Egipto —reconoció Alex, algo molesto—. Pero recuerdo ese poema de Shelley sobre Ramsés el Grande. Lo conoce, ¿verdad? Veamos, algún maldito profesor me hizo aprenderlo de memoria. ..
—Quizá debamos volver a la cuestión del viaje —intervino Samir—. En Luxor hará mucho calor. Quizá prefieran quedarse en...
—Sí, y también a las razones del viaje —lo interrumpió Elliott—. ¿Están investigando las afirmaciones de «la momia»?
—¿Qué afirmaciones?—preguntó Julie débilmente—. No sé a qué te refieres en concreto...
—Lo sabes. Tú misma me lo dijiste —respondió Elliott—. Y, además está el diario de tu padre, que leí como me pediste. La momia dice ser inmortal, haber vivido mil años y haber amado a Cleopatra.
Ramsés bajó la vista al plato. Rompió con limpieza un muslo del pollo y devoró la mitad en dos delicados bocados.
—El museo todavía tiene que examinar esos textos
—declaró Samir—. Es demasiado pronto para sacar conclusiones.
—¿Y está el museo de acuerdo con que hayas dejado la colección encerrada en Mayfair?
—interrogó Elliott.
—Con franqueza —volvió a hablar Alex—, a mí todo esto me parece absurdo, romanticismo barato. Un hombre inmortal que vive mil años y se enamora trágicamente de Cleopatra. ¡De Cleopatra!
—Perdone —repuso Ramsés. Acabó de devorar el resto del pollo y se volvió a limpiar los dedos—. Deduzco que en su Oxford también le dijeron cosas desagradables de Cleopatra.
Alex rompió a reír con ganas.
—No hay que ir a Oxford para oírlas. Todo el mundo sabe que fue la zorra del mundo antiguo, una mujer derrochadora, caprichosa y neurasténica.
—¡Alex, no quiero oír más esa historia infantil! —lo reprendió Julie.
—Tiene usted muchas opiniones, joven —contestó Ramsés con una sonrisa gélida—. ¿Qué le apasiona actualmente? ¿Qué le interesa más?
Se hizo el silencio. Julie no pudo evitar darse cuenta de la curiosa expresión de Elliott.
—Bueno —insistió Alex—, si usted fuera inmortal, un gran rey inmortal, ¿se habría enamorado de una mujer como Cleopatra?
—Responde a su pregunta, Alex —dijo Julie—. ¿Cuál es tu pasión? No es la historia, ni la arqueología, ni la política. ¿En qué piensas cuando te despiertas por las mañanas?
•—Podía sentir cómo se le encendía el rostro.
—Sí. Me habría enamorado de Cleopatra —afirmó Ramsés—. Habría podido enamorar a un dios. Lea entre líneas a su Plutarco. Ahí está la verdad.
—¿Y cuál es la verdad? —preguntó Elliott.
—Que tenía una mente brillante, y unas dotes excepcionales para las lenguas y para el gobierno. Los hombres más grandes de su tiempo la cortejaron. Era una reina en todos los sentidos de la palabra. ¿Por qué piensa que Shakespeare escribió sobre ella? ¿Por qué todos sus colegiales conocen su nombre?
—Oh, vamos, no irá a hablarnos ahora de la inspiración divina —replicó Alex—. Le queda mucho mejor hablar de teorías marxistas.
—¿Cuáles son esas teorías exactamente?
—Alex —declaró Julie, exasperada—, no reconocerías a un marxista aunque lo tuvieras delante de las narices.
—Señor —dijo Samir a Alex—, debe usted comprender que los egipcios nos tomamos nuestra historia muy en serio. Cleopatra fue desde todos los puntos de vista una reina extraordinaria.
—Bien dicho —afirmó Ramsés—. Y una nueva Cleopatra podría liberar a Egipto del dominio británico. Le aseguro que les mandaría a sus soldados de vuelta a casa.
—Ah, ¿veis? Es un revolucionario. ¿Y qué hay del canal de Suez? Supongo que diría, «no, gracias». Porque supongo que sabrá usted lo que es el canal de Suez. Bien, pues fue el dinero inglés el que consiguió ese pequeño milagro, amigo mío, espero que lo comprenda.
—Ah, sí. Esa zanja que han excavado ustedes desde el Mar Rojo al Mediterráneo.
¿También azotaban allí a los esclavos que la construyeron? Por favor, dígamelo.
—Tocado, amigo mío, tocado. La verdad es que no tengo la menor idea. —Alex dejó los cubiertos y se repantigó en la silla mientras dirigía una sonrisa a Henry—. Ha sido una cena agotadora.
Henry lo miró con la misma expresión vidriosa con la que miraba a todo el mundo.
—Dígame, señor Ramsey —pidió Elliott—, su opinión personal. ¿Es esa momia en verdad Ramsés el Grande? ¿Un hombre inmortal que vivió hasta el tiempo de Cleopatra?
Alex se echó a reír suavemente. Volvió a mirar a Henry, y al parecer esta vez su aspecto lo asustó. Estaba a punto de decir algo cuando Ramsés volvió a hablar.
—¿Y
usted
qué piensa, lord Rutherford? —preguntó—. Ha leído las notas de su amigo Lawrence. ¿Hay un hombre inmortal en el sarcófago que hemos dejado en casa de Julie?
Elliott sonrió.
—No, no lo hay —contestó.
Julie tenía los ojos clavados en el plato. Levantó la vista lentamente hacia Samir.
—¡Pues claro que no! —aseguró Alex—. Y ya era hora de que alguien lo dijera. Cuando se lo lleven al museo y lo abran, descubrirán que era un escriba con exceso de imaginación.
—Perdonadme —dijo Julie—, pero estoy cansada de todo esto. Muy pronto estaremos en Egipto, entre momias y monumentos. ¿Es necesario continuar con esta conversación?
—Lo siento, cariño —se disculpó Elliott mientras pinchaba con el tenedor una pequeña miga de pollo—. He disfrutado enormemente con su conversación, señor Ramsey. Su perspectiva del Egipto antiguo me parece apasionante.
—¿Sí? En cambio a mí es la era moderna lo que me fascina ahora, lord Rutherford. Los ingleses como usted me intrigan. Me ha dicho que era usted amigo íntimo de Lawrence, ¿no es verdad?
Julie vio el cambio en Henry antes de darse cuenta de que Ramsés estaba mirándolo de nuevo. Henry se agitó en la silla, cogió el vaso que tenía delante, se dio cuenta de que estaba vacío y lo observó como si no supiera qué hacer con él. Entonces contempló con el mismo desconcierto al camarero, quien lo retiró y le puso otro lleno delante.