La Momia (21 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: La Momia
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—¿A cenar, mañana por la noche? —dijo Randolph—. ¿Has venido aquí a la una de la mañana para invitarme a cenar?

Elliott rompió a reír. Dejó la copa sobre la mesa y se levantó.

—No —contestó—. He venido a salvarte la vida. Créeme, no vale la pena matarse por cien mil libras. Estar vivo, no sufrir... ¿cómo te lo explicaría?

—No te molestes.

—Buenas noches, amigo mío. No lo olvides: mañana por la noche. No hace falta que me acompañes a la puerta. Y ahora sé bueno y vete a la cama, ¿de acuerdo?

Con una linterna eléctrica, Samir había mostrado a Ramsés toda la colección de arqueología egipcia. Ramsés no manifestó ninguna emoción. Estudió todos y cada uno de los sarcófagos, momias y estatuas, sin prestar apenas atención a la joyería y pequeños objetos expuestos en las vitrinas.

Sus pasos retumbaban en el suelo de piedra. El guardia nocturno, acostumbrado a los paseos nocturnos de Samir, los dejó tranquilos.

—En Egipto están los verdaderos tesoros —le explicó Samir—, los cuerpos de los reyes.

Esto no es más que una fracción de lo que se ha salvado del pillaje y del tiempo.

Ramsés se había detenido a examinar un sarcófago tolomeico, uno de esos curiosos híbridos formados por un sarcófago egipcio con un rostro griego realista pintado, en lugar de la máscara estilizada de siglos anteriores. Era el sarcófago de una mujer.

—Egipto —susurró Ramsés—. De repente no puedo ver el presente por culpa del pasado.

No puedo entrar en esta edad hasta que me haya despedido de aquellos años por completo.

Samir estaba temblando ligeramente. La dulce tristeza dio paso de nuevo al miedo, un terror profundo y silencioso ante aquella maravilla que ahora sabía con certeza que era real. No podía haber error.

El rey dio la espalda a los restos del pasado.

—Vamos, amigo mío, sácame de aquí —pidió—. Me siento perdido entre tantas ruinas. No me gusta el concepto de museo.

Samir caminaba con rapidez a su lado, iluminando el pasillo con la linterna.

—Mi señor, si deseas ir a Egipto, hazlo ahora. Ese es mi consejo, aunque sé que no lo has solicitado. Lleva a Julie Stratford contigo si lo deseas. Pero sal de Inglaterra.

—¿Por qué dices eso?

—Las autoridades saben que alguien robó monedas de la tumba, y quieren reclamar la momia de Ramsés el Grande. Se habla mucho y todo el mundo sospecha.

Samir vio la ira en los ojos de Ramsés.

—El maldito Henry Stratford —dijo entre dientes, apretando el paso—. Envenenó a su tío, un hombre culto y sabio, su propia carne. Y le robó una moneda de oro mientras agonizaba en el suelo.

Samir se detuvo en seco. Aquello era más de lo que podía resistir. En el mismo momento supo que era cierto. Había sabido al ver el cuerpo sin vida de su amigo que algo terrible había sucedido. No había sido una muerte natural. Pero consideraba a Henry Stratford demasiado cobarde. Miró a la enorme figura que aguardaba a su lado.

—Has intentado decírmelo esta noche en casa de Julie —dijo en voz baja—. Y no quise creerlo.

—Lo vi, mi amado servidor —repuso el rey—. Con mis propios ojos. Como te vi a ti acercarte al cuerpo de tu amigo y romper a llorar, estos hechos están mezclados con mis sueños, pero los recuerdo con absoluta claridad.

—Este crimen no puede quedar impune. —Samir estaba temblando.

Ramsés le puso una mano en el hombro. Siguieron caminando lentamente.

—Y Henry Stratford conoce mi secreto —declaró Ramsés—. La historia que cuenta es cierta. Cuando intentó quitarle la vida a su prima como había hecho con su tío, salí del sarcófago para evitarlo. Si hubiera contado en aquel momento con todas mis fuerzas, habría zanjado el asunto definitivamente. Lo habría embalsamado en mi lugar y lo habría puesto en el ataúd para que todo el mundo lo admirara como a Ramsés.

Samir sonrió con amargura.

—Una justa recompensa —murmuró. Sintió que le brotaban las lágrimas, pero sabía que no podían aliviarlo en nada—. ¿Y ahora qué vas a hacer, mi señor?

—Matarlo, desde luego. Por Julie y por mí. No hay otra solución.

—¿Esperarás la oportunidad?

—Espero el permiso. Julie Stratford tiene la delicada conciencia de quien no ha visto nunca un baño de sangre. Ama profundamente a su tío, y le horroriza la violencia. Comprendo su razonamiento, pero estoy empezando a perder la paciencia. No deseo que ese Henry nos amenace más.

—¿Y yo? Ahora yo también sé tu secreto, mi señor. ¿También me matarás para protegerlo?

Ramsés se detuvo.

—No pido favores a alguien a quien voy a ejecutar. Pero, dime, ¿quién más sabe la verdad?

—Lord Rutherford, el padre del joven que corteja a Julie.

—Ah, Alex, el de los ojos dulces.

—Sí, mi señor. No se puede menospreciar a su padre. Sospecha algo.

—Este secreto es como un veneno, tan mortal como los que había en mi tumba. Primero se siente fascinación, después codicia, y finalmente desesperación. Habían llegado a la puerta lateral. Volvía a llover. —Dime por qué este veneno no te afecta a ti —dijo Ramsés.

—Yo no quiero vivir para siempre, mi señor.

Ramsés guardó silencio.

—Te creo —repuso al cabo—, pero en el fondo de mi corazón no lo comprendo.

—Es extraño, mi señor, que tenga yo que darte explicaciones a ti, que debes saber cosas que nunca alcanzaré a aprender.

—Te agradecería la explicación.

—Ya me parece lo suficientemente larga la vida tal y como es. Amaba a mi amigo. Temo por su hija. Temo por ti. Temo adquirir conocimientos que no pueda usar para un fin justo.

Se produjo otra pausa.

—Eres un hombre sabio —afirmó Ramsés—. Pero no temas por Julie: yo la protegeré, incluso de mí mismo.

—Sigue mi consejo y vete de Londres. Circulan demasiados rumores. Y tarde o temprano descubrirán que el sarcófago está vacío. Pero, si ya no estás, acabarán olvidándolo. Así tiene que ser. La mente racional no puede actuar de otra manera.

—Sí. Me iré. Debo volver a ver Egipto. Tengo que ver la ciudad moderna de Alejandría, aunque esté encima de los palacios y calles que conocí. Debo volver a Egipto para poder enterrarlo y entrar en el mundo moderno. Pero la cuestión es cuándo.

—Necesitarás papeles para viajar, mi señor. En este tiempo no se puede ser un hombre sin identidad. Yo puedo conseguirte esos papeles.

Ramsés pareció pensar un momento.

—Dime dónde puedo encontrar a Henry Stratford.

—No lo sé, mi señor. Lo mataría yo mismo en este momento si lo supiera. De vez en cuando está en casa de su padre. También mantiene a una amante. Debes salir de Inglaterra cuanto antes, y dejar tu venganza para un momento mejor. Yo conseguiré los documentos que necesitas.

Ramsés asintió, pero no porque estuviera de acuerdo. Samir comprendió que simplemente estaba reconociendo la generosidad del consejo.

—¿Cómo puedo recompensar tu lealtad, Samir? —preguntó—. ¿Qué puedo ofrecerte?

—Estar cerca de ti, mi señor. Conocerte, recoger las migajas de tu sabiduría. Tú has eclipsado los misterios que amaba. Ahora eres tú el misterio. Pero sí te pido, por tu seguridad, que te vayas. Y que protejas a Julie Stratford.

Ramsés sonrió con gesto de aprobación.

—Consigue esos documentos —dijo por fin.

Buscó en el bolsillo y sacó una reluciente moneda de oro que Samir reconoció de inmediato.

No necesitaba estudiarla de cerca.

—No, mi señor, no puedo. Esto ya no es sólo una moneda. Es mucho más...

—Úsala, amigo mío. Hay muchas más en el lugar de donde vengo. Tengo riquezas escondidas en Egipto que ni siquiera yo mismo podría medir.

Samir tomó la moneda, aunque no sabía qué podría hacer con ella.

—Puedo conseguir lo que deseas.

—¿Y para ti? ¿Qué es necesario para que vengas con nosotros?

Samir sintió que se le aceleraba el pulso. Miró al rey a la cara, parcialmente oculta por la luz gris que entraba por la puerta.

—Nada. Si lo deseas, de buena gana te acompañaré, mi señor.

Ramsés hizo un gesto de reconocimiento. Samir abrió la puerta, y Ramsés salió a la calle tras hacer una leve inclinación de cabeza.

Samir permaneció inmóvil largo rato, sintiendo el aire húmedo del exterior. Entonces cerró la puerta y se dirigió al vestíbulo principal a través de pasillos oscuros y desiertos.

Allí se alzaba desde hacía muchos años una gran estatua de Ramsés el Grande que parecía dar la bienvenida a todos los que entraban al museo.

El rey se había limitado a sonreír al pasar por delante de ella, pero Samir se quedó allí contemplándola en actitud de silenciosa reverencia.

El inspector Trent estaba sentado ante su mesa en la central de Scotland Yard. Eran más de las dos y ya hacía rato que el sargento Galton se había ido a casa. Estaba muy cansado, y sin embargo no podía dejar de pensar en todos los aspectos de aquel extraño caso, al que ahora se había añadido un asesinato.

Nunca se había acostumbrado a examinar cadáveres, pero había acudido a la morgue a ver el cuerpo de Tommy Sharples por una razón importante: habían encontrado en uno de sus bolsillos una extraña moneda griega, idéntica a las «monedas de Cleopatra» de la colección Stratford. Y también había aparecido en su libreta de direcciones el nombre y dirección de Henry Stratford.

Henry Stratford, que aquella misma mañana había salido huyendo de la casa de su prima en Mayfair gritando que la momia había salido de su ataúd.

Sí, era un buen rompecabezas.

Que Henry Stratford poseyera una de aquellas monedas no habría sorprendido a nadie. Se sabía que había intentado vender una de ellas dos días atrás, ¿pero por qué iba a querer pagar sus deudas con una pieza de oro tan valiosa? ¿Y por qué la persona que había matado a Sharples no la había robado?

Lo primero que haría por la mañana sería telefonear al Museo Británico. Es decir, después de sacar a Stratford de la cama y hacerle unas preguntas sobre el asesinato. Era evidente que Henry Stratford no lo había hecho, pues un caballero como él podía hacer esperar a sus acreedores durante meses. Y, además, no creía que fuera de los que apuñalan a alguien a sangre fría.

Pero tampoco parecía muy propio de él salir de casa de su prima gritando que una momia había intentado estrangularlo.

Y había otra cuestión, una cuestión muy preocupante: era la forma en que la señorita Stratford había respondido al hablar de la absurda historia de su primo. A Trent no le había parecido que estuviera impresionada, y mucho menos horrorizada. Es más, la historia no parecía haberla sorprendido en absoluto. Y, por si fuera poco, estaba el extraño caballero que se hospedaba en su casa y la forma en que Stratford lo había mirado. La joven ocultaba algo, eso estaba claro. Quizá debiera también pasar por su casa y echar un vistazo. Y charlar un poco con el guardia.

Después de todo, ya no iba a dormir aquella noche...

Era muy tarde. Ramsés estaba de pie en el vestíbulo de la residencia de Julie, observando el lento movimiento de las agujas del reloj de pared. Por fin la más larga dividió en dos el número romano doce, y la corta el cuatro. El reloj dio las campanadas lenta y parsimoniosamente.

Números romanos. Los había por todos lados, en las páginas de los libros, en las fachadas de los edificios... De hecho el arte, el lenguaje, el espíritu de Roma estaba profundamente asentado en esta cultura y la anclaba firmemente al pasado. El concepto de justicia que tanto respetaba Julie no procedía de los bárbaros que habían gobernado aquellas tierras en otros tiempos con sus leyes de inspiración divina y sus venganzas tribales, sino de los tribunales romanos, en los que reinaba la razón.

Los grandes bancos de dinero estaban construidos en forma de templos romanos. En los lugares públicos había estatuas vestidas al estilo romano. Incluso las casas de la calle de Julie tenían pequeñas columnas romanas y hasta frontones clásicos.

Entró en la biblioteca de Lawrence y se sentó de nuevo en su confortable sillón. Había iluminado la habitación con numerosas velas, hasta conseguir exactamente la luz que deseaba.

Por la mañana la joven doncella se desmayaría al ver gotas de cera por todos lados, pero no tenía importancia. Ya las limpiaría.

Le gustaba mucho aquel a habitación de Lawrence Stratford, sus libros y su mesa. En el gramófono sonaba «Beethoven», una mezcla de chirriantes trompetas que le recordaba a un coro de gatos.

Era curioso que hubiera tomado posesión de tantas cosas que habían pertenecido al inglés de cabellos blancos que había derribado la puerta de su tumba.

Había pasado todo el día vestido con las pesadas ropas de Lawrence. Ahora se había vuelto a poner cómodo, con su «pijama» de seda y la bata de satén. Lo que más le había sorprendido de la vestimenta moderna eran los zapatos de cuero. Era evidente que los pies humanos no estaban hechos para llevar tales fundas, y sin embargo hasta los más pobres las poseían, aunque algunos tenían la suerte de haber hecho agujeros en el cuero, de forma que al menos el pie podía respirar.

Se rió para sí. Después de todo lo que había visto en ese día, estaba pensando en zapatos.

Los pies ya habían dejado de dolerle. ¿Por qué no olvidar todo el asunto?

Ningún dolor lo atormentaba durante demasiado tiempo, ni tampoco duraban los placeres.

Por ejemplo, estaba fumando uno de los deliciosos cigarros de Lawrence, y el humo lo mareaba levemente. Pero el mareo desaparecía al instante. Lo mismo ocurría con los licores: experimentaba la embriaguez durante un momento, cuando daba un sorbo y sentía el calor de la bebida en el pecho.

Su cuerpo simplemente anulaba los efectos de las cosas, aunque podía apreciar los sabores, oler y sentir. Y aquella musiquilla que brotaba del gramófono le producía tanto placer que sintió que iban a volver a saltársele las lágrimas.

¡Había tanto que disfrutar, tanto que estudiar! Desde que había vuelto del museo, había devorado cinco o seis libros de la biblioteca de Lawrence Stratford. Había leído complejas y estimulantes descripciones de la «revolución industrial». Se había familiarizado con las ideas de Karl Marx, que le habían parecido absurdas. Era un hombre rico hablando de los pobres sin saber cómo funcionan sus mentes. Había consultado el globo terráqueo una y otra vez hasta memorizar los nombres de los continentes y países. Rusia le había parecido un país interesante. Y Estados Unidos era el que más le intrigaba.

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