Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—No lo sé.
—¿No lo sabe?
—No lo sé —repitió Chong—. Yo no he matado a nadie.
Littlemore se levantó de la silla e hizo un gesto al guardia para que le abriera la puerta de la celda.
—Sé que no lo ha hecho —dijo.
La casa de verano de los Acton era un
cottage
típico de Newport: una pequeña propiedad con ínfulas de asemejarse —o incluso de superar— a los patrones de la alta nobleza europea. Yo tenía intención de volver a la ciudad después de dejar a Nora en la puerta, pero no fui capaz de hacerlo. No quería dejar sola a Nora, ni siquiera en aquel sitio seguro.
Los criados recibieron a Nora con calor, y abrieron puertas y ventanas en un frenesí de actividad. No parecían conocer ninguna de sus tribulaciones. Aunque sin hablarme apenas, Nora quería que yo lo viese todo. Me condujo por la planta baja de la casa principal. Una escalera doble de mármol ascendía desde la galería del vestíbulo de dos niveles. A la derecha había una cúpula de vidrio de colores; a la izquierda, una biblioteca octogonal con vigas de madera. Y por todas partes columnas de mármol y adornos dorados de escayola.
En la trasera había una veranda con techo de azulejo. Una ondulante ladera de césped y altos robles descendía con nitidez hacia el río que discurría abajo, a lo lejos. Nora entró en la espesura. Yo la seguí, y pronto llegamos a las caballerizas, donde en el aire había un sano olor a caballo y heno fresco. Resultó que el cocinero se había tomado la libertad de enviar una cesta de picnic a las caballerizas por si a la señorita Acton se le ocurría salir a cabalgar.
Demostró ser tan buena amazona como yo jinete. Al cabo de un rápido trecho a medio galope, extendimos una manta sobre un retazo de sombra con una magnífica vista del Hudson. Dentro de la cesta de picnic había una docena de almejas en hielo, pollo frío, croquetas de patata, una lata llena de galletitas saladas y una ensalada de cerezas y sandía. Además de una cantimplora de té helado, el cocinero había metido media botella de vino de Burdeos, para el caballero, cómo no. Yo no había comido nada desde la noche anterior.
Cuando acabamos de comer, Nora me preguntó:
—¿Es usted honrado?
—En exceso —dije—. Pero sólo porque soy un pésimo actor. ¿Llamarán los criados a sus padres para decirles que está usted aquí?
—No hay teléfono. —Se quitó el panamá y dejó que el sol enredara los rayos en su pelo—. Lamento mi comportamiento en el ferry, doctor. No sé por qué saqué a relucir a su padre. Perdóneme, por favor. Me siento como atrapada en una casa en llamas en la que no hay salida. Clara es la única persona a la que he sido capaz de acudir en busca de socorro, y ahora ni ella puede ayudarme.
—Hay
una
salida —dije—. Se quedará aquí hasta el domingo. Entonces tendrá ya dieciocho años y dejará de estar bajo el control de sus padres. Al mismo tiempo, con algo de suerte, el detective Littlemore habrá comprobado la prueba que tenemos contra Banwell y ya lo habrá detenido.
—¿Qué prueba?
Le conté nuestra bajada al cajón. Era posible que a esas alturas, le expliqué, el detective Littlemore hubiera confirmado que el contenido del baúl pertenecía a la señorita Riverford, que era todo lo que necesitaba para detener al señor Banwell. Quizá estuviera ya detenido en aquel momento.
—Lo dudo mucho —dijo Nora cerrando los ojos—. Cuénteme algo más.
—¿Qué?
—Cuénteme cualquier cosa que no tenga nada que ver con Banwell.
En la residencia de Gramercy Park de los Acton, la madre de Nora estaba registrando de arriba abajo el cuarto de su hija. Nora había desaparecido. Mildred Acton envió a la señora Biggs al parque para ver si la encontraba, pero la joven no estaba allí. El pensamiento de haber sido engañada por su hija llenaba de indignación a la señora Acton. Al parecer su hija estaba trastornada: era una mala hija y estaba trastornada. No podía confiar en ella. La señora Acton había presenciado el descubrimiento de cigarrillos y cosméticos en el dormitorio de su hija: ¿qué más podría ocultar?
La señora Acton no había encontrado nada que mereciera la pena confiscarse, pero al meter la mano debajo de la almohada se quedó atónita al descubrir un cuchillo de cocina.
El hallazgo tuvo un efecto extraño en Mildred Acton. Durante una fracción de segundo cruzó por su cabeza una serie de imágenes sangrientas; las del nacimiento de su única hija, entre ellas, con el consiguiente recordatorio de que, a partir de ese acontecimiento, su marido y ella dormían en camas separadas. Instantes después, las sangrientas imágenes y sus asociaciones cesaron. La señora Acton las olvidó por completo, pero la dejaron en un estado de ansiedad. Con el sentimiento de estar haciendo lo que debía al proteger a su hija de sí misma, devolvió el cuchillo a la cocina.
La señora Acton quería que su marido hiciese algo. Deseaba que no fuera tan negado para todo, siempre encerrado en su estudio de la ciudad o jugando al polo en el campo. Harcourt mimaba terriblemente a Nora. Pero era un desastre en todo. Si no hubiera heredado la pequeña fortuna de su padre, habría acabado en una institución de beneficencia. Mildred se lo había dicho centenares de veces.
La señora Acton decidió que debía llamar inmediatamente al doctor Sachs para que le administrara otro masaje eléctrico. Cierto que le había dado uno el día anterior, y que el precio era escandaloso. Pero tenía la sensación de que no podría vivir sin recibir otro. El doctor Sachs era tan bueno en eso. Aunque habría sido mucho mejor, reflexionó, si hubiera podido encontrar a un médico cristiano que fuera igual de experto. Pero ¿no decía todo el mundo que los mejores médicos eran judíos?
Por supuesto, mi mente se quedó en blanco en el momento mismo en que Nora me pidió que dijera algo para distraerla. Y entonces se me ocurrió:
—Anoche —dije— resolví lo de
ser o no ser
.
—No sabía que se necesitara una solución —dijo Nora.
—Oh, la gente lleva siglos tratando de solucionar esto. Pero nadie lo ha logrado, porque todos han pensado siempre que
no ser
significaba
morir
.
—¿Y no significa eso?
—Bueno, si se lee así surge un problema. Todo el parlamento equipara
no ser
con acción: tomar las armas, tomar venganza y así sucesivamente. Entonces, si
no ser
significa morir, la muerte tendrá de su lado a la acción, cuando no hay duda de que tal título le pertenece a la vida. ¿Cómo ha pasado, pues, la acción al lado del
no ser
? Si pudiéramos responder a esta pregunta, sabríamos por qué, para Hamlet,
ser
significa no actuar, y habríamos resuelto la verdadera adivinanza: por qué no actúa, por qué se queda paralizado durante tanto tiempo. La estoy aburriendo, ¿verdad?
—No, no me aburre en absoluto. Pero
no ser
sólo puede significar muerte —dijo Nora—.
No ser
significa… —se encogió de hombros—
no ser
.
Yo había estado recostado sobre un lado. Me incorporé.
—No. Es decir, sí. Es decir,
no ser
tiene un segundo significado. Lo opuesto a
ser
no es sólo
muerte
.No ser es también parecer.
—¿Parecer qué?
—Sólo parecer. —Me puse en pie. Me puse a pasear y,
me
avergüenza decir, empecé a hacer que me crujieran los nudillos sin el menor disimulo—. La clave ha estado ahí durante todo este tiempo, en el principio mismo de la obra, cuando Hamlet dice:
¿Parece, señora? No, es. Yo no sé «parecer»
. Piense en ello. Dinamarca está podrida. Todo el mundo debería estar de duelo por la muerte del padre de Hamlet. Su madre, sobre todo. Él, Hamlet, debería ser el rey. Pero, en lugar de ello, Dinamarca celebra el matrimonio de su madre… ¿con quién, precisamente? Con su odiado tío, que ha subido al trono.
»Y lo que más le irrita es el fingimiento de la pena, el
parecer
, el vestir de negro de la gente que no puede esperar a festejar los banquetes por el matrimonio y a retozar en las camas como animales. Hamlet no quiere ser parte de ese mundo. Él no fingirá. Se niega a
parecer
. Él
es
.
»Se entera entonces de la muerte de su padre. Jura venganza. Pero a partir de ese momento entra en el mundo del parecer. Su primer paso es
adoptar un talante bufonesco
, para que
parezca
que se ha vuelto loco. Luego escucha sobrecogido cómo un actor llora por Hécuba. Luego alecciona a los actores sobre cómo fingir de forma convincente. Incluso escribe un guión para ellos, para que lo representen esa noche, una escena que él hace pasar por anodina pero que revive la muerte de su padre, a fin de sorprender a su tío y hacerle confesar su culpa.
»Está cayendo en el dominio de la representación, del parecer. Para Hamlet,
ser o no ser
no es
ser o no existir
. Es
ser o parecer
. Ésa es la decisión que ha de tomar. Parecer es actuar: fingir, representar un papel. He ahí la solución a todo
Hamlet
; ahí mismo, delante de las narices de todo el mundo. No ser es parecer, y parecer es actuar.
Ser
, por lo tanto, es «no actuar». ¡De ahí su parálisis! Hamlet está decidido a no parecer, y eso significa no actuar en absoluto. Si sigue fiel a su decisión, si
es
, no puede actuar. Pero si decide vengar a su padre,
debe
actuar: debe decidir parecer en lugar de ser.
Miré a mi audiencia de una persona.
—Ya veo —dijo Nora—. Porque debe engañar para poder vengarse de su tío.
—Sí, sí, pero es algo universal. Toda acción es actuación. Toda realización es representación. No por nada estas palabras tienen una doble acepción. Concebir significa planear, pero también engañar. Fabricar es elaborar algo con pericia, pero también engañar. El arte es engaño. Artesanía: engaño. No hay forma de eludido. Si queremos desempeñar un papel en el mundo, debemos actuar, interpretar. Pongamos que un hombre psicoanaliza a una mujer. Se convierte en su médico, y asume su papel. No está mintiendo, pero está actuando. Si abandona ese papel con ella, asume otro: amigo, amante, marido, lo que sea. Podemos elegir qué papel interpretamos, pero sólo eso.
Nora tenía las cejas fruncidas.
—Yo he actuado —dijo—. Con usted.
A veces sucede: tiene lugar ese instante en el que la verdad surge de pronto en medio de otra escena, cuando la acción está en otra parte y la atención entretenida. Sabía de qué me estaba hablando: de su fantasía secreta en relación con su padre, que había confesado el día anterior, pero que obviamente había intentado mantener en secreto.
—Es culpa mía —respondí—. No quise escuchar la verdad. Tuve el mismo sentimiento que Hamlet todo el tiempo que me fue posible. No quería creer que la teoría de Freud sobre la obra fuera acertada.
—El doctor Freud tiene una teoría sobre
Hamlet
? —preguntó.
—Sí. Es…, es lo que le dije. Que Hamlet tiene el deseo secreto de…, de tener relaciones sexuales con su madre.
—¿El doctor Freud dice eso? —exclamó Nora—. ¿Y usted cree que es cierto? Qué repulsivo.
—Bueno, sí, pero me sorprende un poco oírselo decir a usted.
—¿Por qué? —dijo ella.
—Por lo que dijo usted ayer.
—¿Qué dije ayer?
—Confesó —dije— que sentía el mismo tipo de deseo incestuoso.
—Usted está loco.
Bajé la voz, pero hablé con severidad.
—Señorita Acton: usted admitió ayer en el parque, con toda claridad, que sintió celos cuando vio a Clara Banwell con su padre. Dijo que había deseado ser usted quien…
Nora enrojeció vivamente.
—¡Cállese! Sí, dije que estaba celosa, ¡pero no de Clara! ¡Qué repugnante! ¡Sentía celos de mi padre!
Nos miramos en silencio, ahora de pie, a ambos lados de la pequeña manta de lana. Un par de ardillas, que habían estado jugueteando alrededor del tronco de un árbol, se quedaron quietas de pronto, mirándonos con recelo.
—¿Por eso se consideraba
sucia
? —le pregunté.
—Sí —susurró ella.
—Eso no es sucio —dije—. Si lo comparamos con otras cosas, al menos.
Mi comentario último no le hizo gracia. Le toqué la mejilla. Bajó la mirada. Tomé su barbilla en mi mano, le levanté la cara hasta la altura de la mía y me incliné hacia ella. Me apartó.
—No —dijo.
No quería mirarme a los ojos. Retrocedió un paso y se puso a recoger las cosas del picnic: metió los restos en la cesta, sacudió las migas de la manta. En silencio, cabalgamos de regreso hasta las cuadras, y volvimos a la casa.
En definitiva: todos mis exquisitos escrúpulos éticos de no aprovecharme del interés transferencial que Nora sentía por mí, suponiendo que sintiera alguno, se habían ido al traste en cuanto me había confesado un deseo sáfico, no incestuoso. Sentí un gran embarazo al descubrir aquello de mí mismo, aunque hubiera cierta lógica en ello. En el momento en que supe la verdad, ya no sentí que si Nora me besaba estaría besando a su padre. Quizá debí concluir que estaría besando a Clara, pero el caso es que yo no lo sentí así.
La casa principal estaba en silencio; el aire de la tarde de verano en perfecta quietud, con sus grandes estancias interiores vacías y umbrosas. Todas las ventanas tenían las persianas echadas, para proteger del sol mobiliario y cortinajes, supuse. Nora, pensativa y silenciosa, me condujo hasta la biblioteca octogonal de espléndida madera labrada. Cerró las puertas a nuestra espalda y me señaló un sillón. Me estaba indicando que me sentara en él, y lo hice. Ella se arrodilló en el suelo, frente a mí.
Por primera vez desde que me había rechazado, despegó los labios para decir:
—¿Se acuerda de la primera vez que me vio? ¿Cuándo no podía hablar?
No lograba descifrar su expresión. Parecía arrepentida y virginal a un tiempo.
—No perdí la voz.
—¿Cómo dice?
—Lo fingí —dijo Nora.
—Intenté no dejar traslucir lo seca que se me había quedado la boca de pronto.
—Por eso pudo hablar a la mañana siguiente…
Asintió con la cabeza.
—¿Por qué? —pregunté.
—Y mi amnesia.
—¿Qué ocurre con la amnesia?
—Tampoco era real —dijo ella.
—¿No tuvo amnesia, entonces?
—No. También la simulé.
La joven me miró. Tuve la sensación extraña de que me encontraba ante alguien a quien no conocía de nada. Traté de reorientar lo que sabía o pensaba sobre los nuevos hechos. Traté de reestructurar las diversas escenas de la semana anterior, a fin de hacerlas casar de forma coherente. Pero no pude. ¿Por qué?