Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—Tuve hace mucho tiempo una paciente, una joven… —dije— que me dijo que…, que quería tener relaciones sexuales con su padre.
—¿Qué?
—Ya me ha oído —dije.
—Eso es repugnante.
—¿Verdad?
—Creo que es una de las cosas más repugnantes que he oído en la vida —dijo Littlemore.
—Bien, y yo…
—Ni una palabra más.
—
¡De acuerdo!
—El tono cortante me salió con mucha más potencia de lo que deseaba; el eco reverberó interminablemente en toda la cabina—. Lo siento —dije.
—Nada, nada. La culpa es mía —replicó Littlemore, aunque no lo era.
A mi padre le habría parecido inconcebible reaccionar de un modo semejante. Él jamás dejaba entrever lo que sentía. Mi padre vivía según un principio muy simple: no mostrar nunca dolor de forma voluntaria. Durante mucho tiempo pensé que lo único que sentía era dolor, pues si hubiera sentido algo más, razonaba, podría haberlo expresado sin quebrantar su principio. Sólo lo comprendí mucho después. Todo sentimiento es doloroso, de un modo u otro. El gozo más exquisito es una punzada en el corazón, y el amor…, el amor es una crisis del alma. Por lo tanto, dados sus principios, mi padre no podía mostrar ninguno de sus sentimientos. Y no sólo no podía mostrar
lo que
sentía, sino que ni siquiera podía mostrar
que
sentía.
Mi madre odiaba la naturaleza hermética de su esposo, incluso sostiene que fue lo que acabó matándolo, pero, curiosamente, era el rasgo que yo más admiraba en mi padre. La noche en que se quitó la vida, su comportamiento durante la cena no fue en absoluto diferente del habitual en él. También yo oculto mis emociones todos los días de mi vida, y profeso a medias el principio de mi padre, aunque no oficio ni la mitad de bien que él esa mitad suya. Hace mucho tiempo que tomé la decisión siguiente: expresaría lo que siento, pero jamás mostraría de ningún otro modo la emoción. A eso me refiero cuando hablo de
la mitad
. Lo cierto es que sólo creo en el lenguaje como vía de expresión de sentimientos. Todas las demás vías de expresión no son sino actuación. Espectáculo. Apariencia.
Hamlet dice algo similar. Es prácticamente lo primero que dice en la obra. Su madre le ha preguntado por qué parece seguir tan abatido por la muerte de su padre.
¿Parece, señora?
, replica él.
Yo no sé «parecer»
. Y a continuación arremete contra las expresiones externas de la aflicción: la
capa negra
y el
tradicional luto riguroso
, el
no que mana de los ojos
. Tales manifestaciones, dice,
ciertamente «parecen», porque son actuaciones que un hombre puede simular
…
—¡Dios mío! —dije en la oscuridad—. Dios mío. Lo tengo.
—¡Yo también! —exclamó Littlemore, con igual vehemencia—. Sé cómo mató a Elizabeth Riverford, a pesar de estar fuera de la ciudad. Banwell, me refiero. La chica estaba
con
él. Nadie lo sabía. Ni siquiera el alcalde. Banwell la mató dondequiera que estuvieran. Luego llevó el cuerpo a su apartamento, la ató, e hizo que pareciera que la habían matado allí dentro. Es increíble que no lo haya visto antes. ¿Es eso lo que usted ha pensado?
—No.
—¿No? ¿Y qué es lo que usted ha pensado, doc?
—No importa —dije—. Es algo en lo que llevo pensando mucho tiempo…
—¿Y qué es?
Inexplicablemente, decidí tratar de explicárselo.
—¿Ha oído hablar de
ser o no ser
?
—¿Lo de
he ahí la cuestión
?
—Sí.
—Shakespeare. Todo el mundo lo ha oído —dijo Littlemore—. ¿Qué quiere decir? Siempre he querido saberlo.
—Acabo de averiguarlo ahora mismo.
—Vida o muerte, ¿no? Va a matarse él mismo o algo parecido.
—Eso es lo que todo el mundo ha pensado siempre —dije—. Pero no es eso…, en absoluto.
Me había venido a la cabeza de repente: una visión integral, por entero esclarecedora, como el sol que luce con renovada fuerza después de la tormenta. Pero en aquel mismo instante el elevador llegó al final de su descenso, y se detuvo con una sacudida. Teníamos que salvar una cámara estanca. Littlemore se arrodilló para abrir las llaves de paso de la presión, que estaban a escasa distancia del suelo. Fuertes chorros de aire entraron a través de ellas. El olor era peculiar: seco y al mismo tiempo húmedo y mohoso. El aire a presión se hizo insoportable. La cabeza me empezó a latir con fuerza. Y era como si los ojos me presionaran el cerebro. El detective parecía padecer los mismos síntomas; impulsaba con furia el aire por los conductos nasales, mientras se tapaba la nariz con los dedos. Temí que fuera a reventarse un tímpano. Pero al final los dos nos las arreglamos para aclimatarnos a la presión. Y abrimos la puerta para pasar al cajón.
Nora Acton se levantó de la cama a las dos y media de la madrugada, sin que nadie la hubiera perturbado pero incapaz de conciliar el sueño. A través de la ventana veía al policía que patrullaba por la acera. Aquella noche había tres vigilando la casa: uno delante, otro detrás y un tercero en el tejado, éste desde el anochecer.
A la luz de una vela, Nora escribió una breve misiva con su pulcra letra, en una hoja blanca de papel de carta. Cuando terminó la metió en un pequeño sobre, en el que escribió una dirección y puso un sello. Bajó a hurtadillas las escaleras y metió por la ranura del correo de la puerta principal el sobre, que cayó en el buzón de fuera. El correo llegaba dos veces al día. El cartero recogería la carta antes de las siete de la mañana, y ésta llegaría a su destino antes del mediodía.
No me había imaginado lo enorme que era. Llamas azules de gas salpicaban las paredes del cajón, arrojando telas de araña de fluctuante luz y sombra sobre las vigas del techo y el piso con charcos que veíamos abajo. Salimos del elevador y bajamos por una empinada rampa. A Littlemore se le hizo muy penoso el descenso, y hacía muecas de dolor cada vez que cargaba el peso sobre la pierna derecha. Estábamos en el centro de un entramado de media docena de pasarelas de madera que partían en todas direcciones, desde donde alcanzábamos a divisar recinto tras recinto.
—¿De cuánto tiempo disponemos, doc? —me preguntó Littlemore.
—De veinte minutos —dije—. Después tendremos que «descomprimirnos» mientras subimos.
—De acuerdo. La que buscamos es la ventana cinco. Tiene que poner los números en ellas. Separémonos.
Littlemore se alejó en una dirección, cojeando de mala manera. Yo me alejé en otra. Al principio todo era silencio, un inquietante y cavernoso silencio marcado por un eco de goteras de agua, y por las pisadas inestables del detective. Luego caí en la cuenta de un rumor hondo y grave, como el sordo bramido de una bestia enorme. Venía, creí percibir, del propio río: el sonido de las profundidades.
El cajón estaba extrañamente vacío. Yo había esperado ver máquinas, perforadoras, signos de trabajo, de excavación. Pero lo único que veía era alguna que otra palanca o pala rota, tirada en el suelo entre rocas lisas diseminadas aquí y allá y charcos de agua oscura. Entré en una gran cámara, pero debía de ser interior porque no vi ninguno de los compartimentos para escombros que Littlemore llamaba ventanas. Un tablón se rompió bajo mis pies al empezar a avanzar sobre él. Al crujido le siguió de inmediato una especie de correteo, de algo que se escabullía con celeridad. ¿Era posible que hubiera ratones allí abajo, a más de treinta metros de profundidad?
El correteo cesó tan bruscamente que incluso dudé si había tenido lugar en realidad o si lo había imaginado. Pasé a otra cámara, tan vacía como la que acababa de dejar atrás. Mi pasarela llegó a su fin. Ahora tendría que avanzar a través de charcos, sobre un suelo embarrado, y cada una de mis pisadas era amplificada por el eco. En la cámara siguiente vi tres grandes planchas cuadrangulares de acero sobre la pared del fondo, como a medio metro del suelo. Había encontrado las ventanas. A ambos lados de cada una de ellas colgaba una serie de cadenas y cuerdas. En el primero vi el número siete grabado en la parte inferior. En el siguiente, el seis. Y, cuando me inclinaba para ver el número del tercero, una mano me agarró por el hombro.
—La hemos encontrado, doc —dijo el detective.
—¡Dios, Littlemore! —dije.
Descorrió el pestillo de la ventana número cinco y tiró de la palanca hacia arriba. La plancha se alzó como una cortina, que desapareció arriba, embutida en la pared de madera. El interior de la ventana era del tamaño de un ataúd: unos sesenta centímetros de alto por dos metros de ancho, revestido de hierro en sus cinco lados, lleno de piedras, trapos y escombros. La pared del fondo era a todas luces una compuerta hacia el exterior: las aguas del río. Y una de aquellas cadenas colgantes servía sin duda para abrirla.
—Aquí dentro no hay nada —dije.
—No tenía por qué haberlo —respondió Littlemore. Se sentó en el suelo con suma dificultad, y empezó a quitarse los zapatos.
—Bien, en cuanto esté ahí dentro usted cierra la ventana y me inunda todo esto. Deme un minuto, doc; un minuto exactamente, y…
—Un momento… ¿No irá a salir al río?
—Por supuesto que sí —dijo él, remangándose las perneras del pantalón—. El cuerpo de la chica está justo fuera de la compuerta exterior. Tiene que estar. Y la voy a meter aquí. Luego me saca usted de aquí y nos vamos a casa como si nada.
—¿Con esa pierna?
—Estoy bien.
—Apenas puede andar —dije. Nadar con ella le resultaría doloroso, dado su estado (corría el riesgo de fracturársela), pero bregar con desechos o con un cadáver bajo el agua, a más de treinta metros de profundidad, era una temeridad. Cualquier corriente fuerte podría arrastrarlo sin remedio.
—Es la única manera —dijo Littlemore.
—No, no lo es —dije yo—. Voy yo.
—Ni se le ocurra —dijo el detective. Se agachó para meterse en el cubículo, pero no pudo doblar la pierna derecha. Se volvió y trató, en vano, de deslizarse hasta dentro de espaldas. Me miró con impotencia.
—Venga, salga de ahí —dije—. Además, usted es el que sabe cómo funciona este artilugio.
Así, sorprendentemente, un minuto después, quien se metía dentro de la ventana era yo mismo, desnudo de cintura para arriba, sin zapatos ni calcetines. Examiné el cubículo con todo el detenimiento que pude, sabiendo que segundos después iba a estar inmerso en el agua fría. Del techo sobresalía una especie de asidero de hierro. Me aferré a él con fuerza. De las paredes sobresalían unos tubos de goma. Me dije que me aventuraría a salir al agua del río el menos tiempo posible. Al cabo de sesenta segundos, Littlemore volvería a abrir desde dentro la compuerta. Yo casi estaba convencido de que no iba a haber cuerpo alguno allí fuera. La teoría de Littlemore se me antojaba absolutamente improbable. Las planchas de la ventana eran demasiado fuertes y pesadas. Parecía imposible que el cuerpo de una joven pudiera llegar a obstruir su buen funcionamiento.
Littlemore quiso hacer una última comprobación. A mi espalda, cayó con ruido metálico la compuerta interna. La negrura absoluta me desorientó por completo. No sé por qué, pero no me había imaginado que habría de enfrentarme a ella. El rumor sordo del río, fuera, era ahora más fuerte, y su eco llenaba el cubículo. Oí un violento golpe en la pared: la señal de Littlemore de que se disponía a abrir, o tratar de abrir, la compuerta exterior.
Entonces, en ese mismo momento, me asaltó una duda pavorosa: tendríamos que haber comprobado antes la ventana. Sabíamos que había algo que no funcionaba bien en ella. ¿Y si Littlemore no podía abrir de nuevo la ventana después de haber caído yo ya al exterior, al agua del río? Golpeé con el puño contra la pared para detener a Littlemore. Pero o no me oyó o interpretó el golpe como una respuesta afirmativa a su señal de instantes antes. Porque me llegó el chirrido de las cadenas y la súbita embestida de un agua increíblemente fría. El cubículo todo se invirtió, y fui arrojado, con fuerza irresistible, a las profundidades del río.
Fuera de la verja de hierro forjado que rodeaba Gramercy Park, había un hombre alto, de pelo oscuro, en pie en medio de las sombras. Eran las tres de la madrugada. El parque estaba vacío, e iluminado esporádicamente por lámparas de gas diseminadas por sus rincones. La mayoría de las casas circundantes estaban a oscuras, aunque en una de ellas —la sede del Players Club— había luces y se oía música. La iglesia de Calvary estaba silenciosa y sumida en la negrura, y su campanario se alzaba hacia el cielo como una masa de oscuridad.
El hombre del pelo oscuro observaba al policía que patrullaba por la acera, delante de la casa de los Acton. En el pequeño círculo de luz de una farola, Carl Jung vio a este agente conversando con otro policía, quien, al cabo de varios minutos continuó su ronda, doblando la esquina de una calleja en dirección, al parecer, a la parte trasera de la casa. Jung sopesó sus opciones. Tras varios minutos de reflexión, se dio la vuelta y, frustrado, emprendió el regreso al Hotel Manhattan.
Littlemore tuvo un súbito y horrible pensamiento. Le habían dicho que la ventana cinco no funcionaba bien. Visualizó a Younger sumergido en el río, golpeando desesperadamente contra el casco del cajón, con los ojos desorbitados, mientras que él, el detective Littlemore, estaba dentro, de pie, tirando de las cadenas con impotencia. ¿Se arrepentía de no haber sido él quien estuviera en el agua helada del río?
Al cabo de un minuto exacto, Littlemore manipuló las poleas una tras otra, con rapidez, haciendo volver la ventana a su posición original y cerrando la compuerta exterior. El mecanismo funcionó a la perfección. Littlemore abrió luego la compuerta interior. Cayeron fuera litros y litros del interior, algo que el detective ya esperaba. Aunque lo que no se imaginaba era lo que encontró dentro del cubículo de la ventana: nada.
—Oh, no —dijo Littlemore—. Oh, no…
Cerró la ventana de un portazo, abrió la compuerta exterior, contó de uno a diez segundos, y volvió a repetir la operación anterior. Abrió la compuerta interior. Más agua: ni rastro de Younger. En un enloquecido frenesí, Littlemore repitió el proceso, aunque ahora con una diferencia. Rezó. Con todo su corazón y todas sus fuerzas, rezó para encontrar al doctor en el interior de la ventana.
—Por favor, Dios —imploró—. Que esté ahí dentro. Olvídate de todo lo demás. Pero que esté él ahí dentro.
Por tercera vez, Littlemore abrió la compuerta de acero de la ventana cinco, empapándose los zapatos y los bajos de los pantalones al hacerlo. El cubículo aparecía ahora totalmente limpio. Sus cuatro paredes metálicas estaban relucientes. Pero el interior seguía vacío.