La interpretación del asesinato (49 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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—Claro —dijo Betty—. Pero ¿por qué…?

—Volvemos a subir —la interrumpió Littlemore. Cogió del maletero un pesado objeto de latón que parecía un faro de automóvil, acoplado a una especie de candelabro: un farol eléctrico. Entró en el Balmoral seguido de Betty. Y ambos subieron en el ascensor hasta el Ala de Alabastro.

—¿Cómo era de alta la señorita Riverford? —le preguntó Littlemore a Betty mientras subían.

—Un poco más alta que yo. —Betty medía un metro cincuenta y ocho—. Parecía más alta, al menos.

—¿Qué quieres decir?

—Siempre llevaba tacones —explicó Betty—. Tacones muy altos. Pero no creo que estuviera muy acostumbrada a llevarlos.

—¿Cuánto pesaría?

—No lo sé, Jimmy. ¿Por qué?

El pasillo de la planta dieciocho estaba vacío. Haciendo caso omiso de las objeciones de Betty, Littlemore manipuló con la ganzúa en la cerradura del apartamento de Elizabeth Riverford y abrió la puerta. Dentro estaba todo oscuro y silencioso. No había luces en el techo, y se habían llevado todas las lámparas.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Betty.

—Averiguando algo —dijo Littlemore, recorriendo el pasillo en dirección al dormitorio de la señorita Riverford, alumbrando con su haz de luz fluctuante la negrura del apartamento.

—No quiero entrar ahí —dijo Betty, siguiendo a regañadientes a Littlemore.

Llegaron a la puerta. Cuando Littlemore alargaba la mano hacia el pomo, ésta quedó a medio camino, inmóvil. Una nota aguda había rasgado el aire. Venía del interior del dormitorio. El sonido ganó en intensidad, y se convirtió en un lamento lejano.

Betty le agarró el brazo a Littlemore.

—Ése es el sonido que te conté, Jimmy. El sonido que oímos la mañana en que murió la señorita Elizabeth.

El detective abrió la puerta. El lamento se hizo aún más fuerte.

—No entres —le susurró Betty.

El sonido cesó de pronto. Y volvió el silencio. Littlemore entró en el cuarto. Demasiado asustada para quedarse en el umbral, Betty entró también, agarrada a una manga del detective. El mobiliario seguía en su sitio: cama, espejo, mesas, mesillas, cómodas, que creaban sombras de aire inquietante al foco del farol. Littlemore pegó la oreja a una pared, dio unos golpecitos y se puso a escuchar con atención suma. Luego se desplazó un metro hacia un lado y volvió a hacer lo mismo.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Betty en un susu rro.

Littlemore hizo chasquear los dedos.

—La chimenea —dijo—. Vi la arcilla cerca de la chimenea.

Fue hasta la chimenea, apartó la pantalla de rejilla y se tendió en el suelo cuan largo era. Alumbró el hueco con el farol, y en el muro del fondo vio ladrillo y argamasa, y tres aberturas dispuestas en triángulo, la de la parte superior de forma circular.

—Eso es —dijo el detective—. Tiene que ser eso. Pero ¿cómo se las habrá arreglado para…?

Littlemore enfocó los morillos y útiles de chimenea colgados en la pared, a uno de los lados. Uno de éstos era un atizador de tres dientes. Dos de ellos muy afilados, y el tercero circular. Los tres dientes, juntos, formaban un triángulo. Littlemore se puso en pie de un brinco, cogió el atizador tridente, lo enfiló hacia el fondo de la chimenea y tanteó en él unos segundos, hasta que los tres dientes encontraron las aberturas y se insertaron en ellas como si hubieran sido hechas ex profeso, como de hecho era el caso. Un momento después, la chimenea entera se abrió girando sobre unos goznes internos, y un fuerte soplo de aire golpeó al detective en plena cara.

—Mira esto —dijo Littlemore. Dentro, pequeños chorros de gas azul brotaban aquí y allá de las paredes—. ¿Dónde he visto yo esto antes? Ven, Betty.

Entraron por el hueco, Betty de la mano de Littlemore, y se internaron en un pasadizo. Tras pasar junto a una gran reja cuadrada de hierro que había en uno de los muros, Littlemore pegó el oído contra éste y le dijo a Betty que hiciera lo mismo. Y ambos oyeron, muy lejano, el mismo sonido lastimero que tanto había asustado a Betty.

—Una galería de ventilación —dijo Littlemore—. Un sistema de aire a presión. Tiene que haber una bomba. Cuando la bomba se pone en marcha, se oye ese ruido. Cuando la bomba se para, se deja de oír.

Siguieron por el pasadizo como un centenar de metros, y pasaron frente a media docena de rejas de hierro similares y doblaron tres o cuatro cerradas esquinas. Las uñas de Betty se clavaban en el brazo de Littlemore. Y al cabo llegaron al final. Un muro les cerraba el paso, pero en él había una pequeña placa de metal que brillaba bajo el último chorro de gas azul. Littlemore apretó la placa, y el muro giró sobre sí mismo y se abrió.

A la luz del faro eléctrico se vieron ante un estudio masculino lujosamente amueblado. Las paredes estaban llenas de estanterías, aunque en ellas, en lugar de libros, había colecciones de maquetas de puentes y edificios. En mitad del estudio se alzaba un enorme escritorio con lámparas de latón encima. Littlemore encendió una de ellas. En silencio, el detective y Betty abandonaron el estudio y echaron a andar por un pasillo. Cruzaron un vestíbulo de mármol blanco, y entonces oyeron un ruido ahogado. En el mismo pasillo, más adelante, después de pasar por el salón más grande que tanto Betty como Littlemore habían visto en su vida, se encontraron ante una puerta que vibraba con ruido: el pomo giraba de izquierda a derecha. Era evidente que alguien trataba en vano de abrir la puerta desde el otro lado. Littlemore le interpeló en voz alta, identificándose como policía.

Respondió una voz de mujer:

—Abra la puerta. Déjeme salir.

A Littlemore no le llevó mucho tiempo abrir la puerta. Al hacerlo él y Betty vieron el interior de un armario de la ropa blanca, y la espalda de una mujer en tal espacio exiguo. Una mujer con las manos atadas a la espalda. Clara Banwell se dio la vuelta, dio las gracias al detective y le rogó que la desatara.

El sudor perlaba de brillo la frente de Henry Kendall Thaw al ver al policía al otro lado de Gramercy Park, en su ronda de vigilancia bajo la farola de gas, enfrente de la casa de los Acton. Le empapaba la parte posterior de la camisa, bajo la chaqueta del esmoquin. Y se le deslizaba por mangas y pantalones abajo.

Desde su posición estratégica de la calle Veintiuna este, entre las avenidas Cuarta y Lexingron, Thaw podía abarcar toda la hilera de soberbias casas de la calle Gramercy Park South. Alcanzaba a ver también el Players Club, vivamente iluminado para la velada del viernes. Y, ciertamente, veía también lo que había tras los visillos translúcidos de las ventanas de la primera planta del club, donde acaudalados caballeros maduros y jóvenes mujeres de hombros desnudos iban de un lado a otro con cócteles Dúplex y Bronx.

Los ojos de Thaw veían más que los de Jung. Detectó, tres pisos más arriba de la acera donde se paseaba el policía, un movimiento en el tejado de la casa de los Acton. En él, recortada contra el cielo de la noche, distinguió la silueta de otro policía con un rifle en las manos. Thaw era un hombre nervudo, enjuto hasta el punto de conferirle un aspecto frágil, y de brazos algo más largos de lo normal. Tenía una cara asombrosamente juvenil para un hombre que frisaba la cuarentena. Habría sido incluso guapo de no ser por sus ojos pequeños y demasiado hundidos y sus labios demasiado gruesos. En movimiento o inmóvil, parecía incapaz de contener el resuello.

Thaw estaba ahora en movimiento. Caminó hacia el este, sin salir en ningún momento, de las sombras. Al cruzar Lexingron Avenue se bajó aún más sobre los ojos el ala del sombrero: conocía muy bien la casa de la esquina. La había vigilado durante horas en los viejos tiempos, a fin de ver si salía de ella cierta joven, una preciosa joven a la que quería hacer daño con una intensidad tal que con sólo pensar en ello sentía un hormigueo en la piel. Bordeó la verja de hierro del parque hasta llegar a su esquina sureste, donde sólo Irving Street lo separaba de los policías que vigilaban la casa. Ninguno de ellos lo vio entrar en el callejón trasero de las casas de Gramercy Park South.

A unos cinco kilómetros de allí, en su apartamento del segundo piso de la pequeña casa de Warren Street, el
coroner
Charles Hugel había preparado sus bolsas de viaje. Estaba en medio del salón, mordiéndose los nudillos. Acababa de entregar la carta de dimisión al alcalde. Había dado el aviso a su casero. Había ido al banco a cerrar su cuenta corriente. Todo el dinero que poseía estaba delante de él, en el suelo, apilado en pulcros montones. Tenía que decidir cómo llevado. Se agachó y se puso, por tercera vez, a contar los billetes, mientras se preguntaba si sería suficiente para empezar una nueva vida en alguna ciudad más pequeña. Sus manos se estremecieron y abrieron y un billete de cincuenta dólares brincó al aire cuando oyó que llamaban a su puerta.

Si el policía que vigilaba frente a la casa de los Acton hubiera mirado hacia arriba habría visto un oscurecimiento más intenso en la ventana del dormitorio de Nora. Y posiblemente habría reparado en que la sombra de un hombre acababa de pasar por delante de la ventana. Pero no alzó la mirada.

El intruso se aflojó la corbata blanca de seda. En silencio, se la quitó del cuello y se enrolló los extremos en las manos. Se acercó a la cama de Nora. Pese a la oscuridad, pudo distinguir la forma durmiente de la joven en el lecho. Vio la línea con la que la bonita barbilla descendía hasta la suave e indefensa garganta. Deslizando la corbata entre el cabecero de la cama y la almohada, la hizo bajar despacio, muy despacio, y luego la fue pasando por debajo de la almohada, hacia el cuello de la joven, infinitamente despacio, hasta que los dos extremos emergieron de debajo de la almohada. Escuchó durante todo el tiempo la respiración de la joven, que era suave y pausada.

Resulta de interés preguntarse si el cuchillo de cocina, de no haberlo retirado Mildred Acton de debajo de la almohada de su hija, le habría sido a ésta de alguna ayuda. Nora Acton, despertada con sobresalto por un hombre en la oscuridad, ¿habría podido defenderse con aquel cuchillo? Nora siempre dormía boca abajo. En caso de haber podido hacerse con él, ¿habría sido capaz —con la respiración ahogada— de utilizarlo para salvar su vida?

Buenas preguntas, pero absolutamente retóricas, ya que no sólo el cuchillo no estaba allí, tampoco estaba Nora.

—Manos arriba, señor Banwell —dijo una voz a espaldas del intruso, que sintió el cañón de un arma de fuego pegado a sus costillas. Un faro eléctrico, empuñado por un agente de policía uniformado que estaba de pie en el umbral, iluminó de pronto todo el dormitorio. George Banwell alzó las manos y las dejó en el aire, delante de la cara.

—Apártese de la cama, señor Banwell —dijo el detective Littlemore, que seguía clavándole el cañón de la pistola en la espalda—. Muy bien, Betty, ya puedes levantarte.

Betty Longobardi se bajó de la cama, temerosa pero desafiante. Mientras cacheaba a Banwell palpándole los bolsillos, Littlemore miró hacia la chimenea del dormitorio de Nora. En ella, como esperaba, se veía un trozo de pared girado y abierto, y detrás del hueco se adivinaba un pasadizo.

— Bien. Puede bajar las manos. Póngalas a la espalda. Despacio y con mucho cuidado.

Banwell no se movió.

—¿Cuál es su precio? —preguntó.

—Más de lo que puede usted pagar —le respondió Littlemore.

—Veinte mil —dijo Banwell, aún con las manos a la altura de la cabeza—. Les daré a cada uno de ustedes veinte mil dólares.

—Las manos a la espalda —repitió Littlemore.

—Cincuenta mil —dijo Banwell. Entornando los ojos en dirección al haz de luz entrevió a dos hombres en el umbral del dormitorio, uno sosteniendo el farol y el otro detrás de él, además de quienquiera que le estuviera clavando en la espalda el cañón de la pistola. Al oír «cincuenta mil», los hombres del umbral se movieron en su sitio, incómodos. Banwell se dirigió a ellos.

—Piénsenlo, muchachos. Son inteligentes. Lo veo en su cara. ¿Dónde creen que el jefe Byrnes ha conseguido su fortuna? ¿Se hacen alguna idea de cuánto tiene en el banco? Trescientos cincuenta mil dólares. Ésa es la cifra. Yo lo he hecho rico, y les haré ricos a ustedes.

—Al alcalde no le gustará su intento de sobornarnos —dijo Littlemore, bajando uno de los brazos de Banwell y colocándole una esposa en la muñeca.

—¿Van a hacerle caso a este idiota que tengo a mi espalda? —bramó Banwell, aún dirigiéndose a los hombres del umbral del dormitorio, con voz fuerte y confiada pese a su penosa situación—. Lo destrozaré en el juicio. Lo destrozaré, ¿me oyen? Sean listos. ¿Quieren ser pobres toda la vida? Piensen en sus mujeres, en sus hijos. ¿Quieren que sean pobres toda su vida? No se preocupen por el alcalde. El alcalde es mío, soy su propietario.

—¿Eso crees, George? —dijo el hombre que estaba detrás del policía uniformado que llevaba el farol. Luego dio un paso hacia delante: era el alcalde McClellan—. ¿De veras, George?

Littlemore cerró la esposa restante sobre la otra muñeca, y el mecanismo emitió un placentero clic. Con una rapidez asombrosa en un hombre de su edad, Banwell se escabulló de entre las manos del detective y, con los brazos sujetos a la espalda, echó a correr hacia el pasadizo. Pero tuvo que detenerse y agacharse para meterse en él, lo cual fue su perdición. Littlemore tenía la pistola en la mano, y el tiro habría dado en el blanco, pero no disparó. En lugar de ello, se precipitó hacia delante a grandes zancadas y golpeó a Banwell en el cabeza con la culata de la pistola. Banwell soltó un grito y cayó al suelo fulminado.

Minutos después, el detective Littlemore sentó a un semi inconsciente Banwell al pie de las escaleras de los Acton, y lo ató al pasamanos con otro par de esposas que le proporcionó uno de los policías de uniforme. Al señor Banwell le caía sangre por las mejillas. Otro policía dejaba salir de su dormitorio a unos azorados Harcourt y Mildred Acton.

En el Players Club, la chica del guardarropa dio la bienvenida a un nuevo cliente, que también le causó sorpresa, no sólo porque hubiera entrado por la puerta trasera sino porque llevaba un sobretodo en pleno verano. A Harry Thaw le proporcionaba un placer especial disfrutar de su libertad en unas estancias diseñadas por el hombre al que había dado muerte tres años atrás: el señor Stanford White. Dio el nombre de Monroe Reid, de Filadelfia. Y fue con este mismo nombre con el que se presentó a otro cliente, un caballero extranjero al que conoció en la pequeña sala de baile, donde unas bailarinas actuaban sobre un escenario elevado. Harry Thaw y Carl Jung hicieron buenas migas aquella noche. Cuando Jung mencionó que el socio del club al que conocía era Smith Jelliffe, Thaw exclamó que también él lo conocía, aunque luego no le ofreció detalles demasiado veraces sobre tal conocimiento.

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