Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
Su compostura era admirable, y no sólo para una chica de diecisiete años.
Una vez alejada de los demás, me dijo:
—Me he escapado. Y no se me ocurre nadie más a quien acudir. Lo siento. Sé que le produzco repugnancia.
Sus últimas palabras fueron un cuchillada en mi corazón.
—¿Cómo podría usted causar esa impresión en alguien, señorita Acton?
—Lo he visto en su cara. Odio al doctor Freud. ¿Cómo podía saber eso de mí?
—¿Por qué se ha escapado de casa?
Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas.
—Están planeando encerrarme. Dicen que en un sanatorio; para un tratamiento de reposo. Pero en realidad es un manicomio, al norte de la ciudad. Mi madre ha estado hablando por teléfono con ellos desde el amanecer. Les ha dicho que tengo la fantasía de que me atacan en la noche, y ha alzado mucho la voz para asegurarse de que yo la oía, y de que también la oían el señor y la señora Biggs. ¿Por qué no puedo recordarlo más…, más nítidamente?
—Porque él le dio cloroformo.
—¿Cloroformo?
—Un anestésico quirúrgico —proseguí—. Produce los efectos que usted ha experimentado.
—Entonces
él
estuvo en casa. Lo sabía. ¿Por qué lo haría?
—Para que pareciera que se lo había hecho usted misma. Así nadie creería que había sido agredida en dos ocasiones —le respondí.
Me miró, y luego apartó la mirada.
—Se lo he contado al detective Littlemore —dije.
—¿Volverá por mí el señor Banwell?
—No lo sé.
—Al menos ahora mis padres ya no pueden mandarme a ese sitio.
—Sí pueden —dije yo—. Aún es su hija pequeña.
—¿Qué?
—La decisión es de ellos, mientras siga usted siendo menor de edad —le expliqué—. Puede que sus padres no me crean. No podemos probarlo. El cloroformo no deja huellas.
—¿Cuántos años tiene que tener una para dejar de ser menor de edad? —me preguntó con súbita urgencia.
—Dieciocho.
—Pues voy a cumplirlos el próximo domingo.
—¿De veras?
Iba a decir que entonces no tenía que tener ningún miedo de que la internaran contra su voluntad, pero me embargó un presentimiento.
—¿Qué pasa? —me preguntó.
—Tenemos que impedir que lo hagan antes del domingo. Si logran hacerlo hoy o mañana, no podrá recuperar la libertad hasta que sus padres lo digan.
—¿Aunque cumpla los dieciocho?
—Sí.
—Me escaparé de casa —dijo Nora—. Conozco una…, nuestra casita de verano. Ahora que han vuelto está vacía. Sería el último sitio donde se les ocurriría buscarme. El último sitio donde me buscaría nadie. ¿Podría venir conmigo? Está a sólo una hora en el ferry. El Day Line para en Tarry Town si se lo pides. Por favor, doctor. No tengo a nadie más.
Consideré lo que me pedía. Llevar a Nora fuera de la ciudad era sin duda algo muy sensato. George Banwell se las había arreglado para entrar en su dormitorio sin que nadie lo advirtiera. Podía volver a hacerlo. Y no convenía que Nora cogiera el ferry sola: no era prudente que una joven sin acompañantes, y menos aún una joven tan atractiva como la señorita Acton, se desplazara río arriba. Todo podía esperar hasta la noche. Freud estaba en la cama. Si los esfuerzos de Brill por contactar con su amigo del
New
York Times
resultaban infructuosos, lo que yo debía hacer era ir a Worcester a hablar con Hall personalmente, pero eso bien podía esperar al día siguiente.
—La llevaré —dije.
—¿Va a ir vestido con ese traje? —me preguntó.
Media hora después de que trajeran el correo de la mañana, la doncella de los Banwell informó a Clara de que un visitante —«un policía, señora»— esperaba en el vestíbulo. Clara siguió a la doncella hasta el recibidor de mármol, donde el mayordomo sostenía el sombrero de un hombre pequeño y pálido con traje marrón, ojos como cuentas, casi desesperados, y cejas y bigote poblados.
Clara, al verlo, dio un respingo.
—¿Quién es usted? —preguntó con frialdad.
—Charles Hugel,
coroner
—replicó Hugel, con no menos frialdad—. Estoy al frente de la investigación del asesinato de Elizabeth Riverford. Querría hablar un momento con usted.
—Ya —replicó Clara. Se volvió hacia el mayordomo—. Con quien este señor quiere hablar entonces, Parker, es con el señor Banwell, no conmigo.
—Con su permiso, señora —respondió Parker—. El caballero ha preguntado por usted.
Clara se volvió hacia el
coroner
.
—¿Ha preguntado usted por mí, señor…, señor…?
—Hugel —dijo Hugel—. Yo no… Es que he pensado, señora Banwell, que con su esposo fuera, usted…
—Mi marido no está fuera —dijo Clara—. Parker, informe al señor Banwell de que tiene una visita. Señor Hugel, creo que sabrá disculparme…
Minutos después, desde su vestidor, Clara oyó un torrente de juramentos lanzados por la voz grave de George Banwell, seguida de un portazo de la puerta principal. Luego Clara oyó cómo se acercaban hacia el vestidor los pesados pasos de su marido. Durante un instante, las manos de Clara —se estaba dando polvos en la cara— se pusieron a temblar, pero logró dominarlas y dejaron de hacerlo.
Una hora y cuarto después, Nora Acton y yo viajábamos en el ferry de vapor Hudson arriba, y dejábamos atrás los espectaculares acantilados naranja fuego de Nueva Jersey. Habíamos abandonado el Hotel Manhattan por la puerta del sótano, por si acaso; antes yo me había cambiado de atuendo. En el lado neoyorquino del río, una flota de tres barcos de madera de tres mástiles estaba fondeada bajo la tumba de Grant, con las velas blancas ondeando con indolencia al vivo sol, como parte de los profusos preparativos de la Hudson-Fulton Celebration
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del próximo otoño. Apenas unas cuantas nubes algodonosas flotaban en un cielo sin mácula. La señorita Acton estaba sentada en un banco, cerca de la proa, con el pelo al aire y alborotado por la brisa.
— Es precioso, ¿verdad? —dijo.
—Para quien le gusten los barcos… —le respondí yo.
—¿A usted no le gustan?
—Estoy en contra de los barcos —dije—. Primero está el viento. Si la gente disfruta cuando le da el viento en la cara, tendría que ponerse delante de un ventilador. Luego están los humos de las chimeneas. Y luego esa sirena infernal…; la visibilidad es perfecta, no hay nadie en millas a la redonda, y tocan esa condenada sirena a un volumen tal que lo que hacen es matar a bancos enteros de peces.
—Mi padre me ha borrado de Barnard esta mañana. Llamó a la secretaría. Obligado por mi madre.
—Eso es reversible —dije, un tanto avergonzado por haber estado parloteando de forma tan ridícula.
—¿Le enseñó su padre a disparar, doctor Younger? —me preguntó Nora.
La pregunta me cogió de sorpresa. No tenía la menor idea de qué querría saber a través de ella, o si siquiera sabía a qué se refería.
—¿Qué le hace pensar que sé disparar? —dije yo.
—¿No saben hacerlo todos los hombres de nuestra clase social? —pronunció
clase social
casi con desprecio.
—No —contesté yo—. A menos que incluya usted el fanfarroneo o el hablar más de la cuenta.
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—Bueno, pero usted sabe —dijo ella—. Le vi hacerlo.
—¿Dónde?
—Ya se lo dije. En el concurso hípico del año pasado. Se estaba divirtiendo en la barraca de tiro.
—¿De veras?
—Sí —dijo ella—. Parecía divertirse de lo lindo.
La miré un largo rato, tratando de averiguar cuánto sabía. Mi padre, al suicidarse, había utilizado una pistola. Para decido sin ambages, se había volado la cabeza.
—Me enseñó mi tío —dije—. No mi padre.
—¿Su tío Schermerhorn o su tío Fish?
—Sabe de mí más de lo que imaginaba, señorita Acton.
—Un hombre que figura en el Registro Social no puede quejarse mucho de que se sepa públicamente quiénes son sus parientes.
—Yo no me inscribí en esa lista. Me inscribieron, lo mismo que a usted.
—¿Lloró mucho su muerte?
—¿La muerte de quién?
—De su padre.
—¿Qué es lo que quiere saber, señorita Acton?
—¿Lo hizo?
—Nadie llora mucho los suicidios —dije.
—¿No? Sí, supongo que la muerte de los padres es algo normal. Su padre perdió al suyo, y el padre de su padre al suyo…
—Pensé que no le gustaba Shakespeare.
—¿Cómo se siente alguien, doctor, criado por alguien a quien desprecia?
—¿No lo sabría mejor usted, señorita Acton?
—¿Yo? —dijo Nora—. A mí me crió alguien a quien amo.
—No da usted esa impresión cuando habla de sus padres.
—No estoy hablando de mis padres —replicó Nora—. Estoy hablando de la señora Biggs.
—Yo no odiaba a mi padre —dije.
—Yo odio al mío. A mí al menos no me asusta decirlo.
El viento se hizo más fuerte. Quizá el tiempo estaba cambiando. Nora Acton miraba con fijeza la orilla. ¿Qué es lo que quería hacerme sentir exactamente? No tenía la menor idea.
—Tenemos eso en común, señorita Acton —dije—. Los dos crecimos queriendo no ser como nuestros padres. Como ninguno de ellos. Pero el desafío, dice el doctor Freud, denota tanto apego como la obediencia.
—Ya veo: usted ha conseguido llegar al desapego.
Unos minutos después Nora me pidió que le dijera más cosas sobre las teorías de Freud. Lo hice, evitando toda mención a Edipo y afines. Contraviniendo todo protocolo médico al uso, le describí algunos casos de mis anteriores pacientes —de forma anónima, por supuesto—, con intención de ilustrar cómo funciona la transferencia y cuáles son sus efectos extremos en los pacientes psicoanalíticos. A tal fin le hablé de Rachel, la jovencita que trataba de desnudarse ante mí en casi todas las sesiones.
—¿Era guapa? —preguntó Nora.
—No —mentí.
—Está mintiendo —dijo ella—. A los hombres siempre les gusta ese tipo de chica. Supongo que tuvo relaciones sexuales con ella.
—Por supuesto que no —le respondí, sorprendido por su explicitud.
—No estoy enamorada de usted, doctor Younger —dijo, Como si se tratara de la respuesta más lógica que darme en aquel momento—. Sé que es eso lo que piensa. Ayer me equivoqué y pensé que sentía algo por usted, pero todo se debió a unas circunstancias realmente duras, y a su propia declaración de afecto por mí.
—Señorita Acton…
—No se alarme. No pretendo que se ratifique en lo que me dijo. Entiendo que lo que me dijo ayer no refleja ya sus verdaderos sentimientos, lo mismo que lo que yo dije ayer ya no refleja los míos. No siento nada por usted. Esa transferencia de la que habla, que dice que hace que los pacientes amen u odien a sus terapeutas, no tiene nada que ver conmigo. Yo soy su paciente, como usted dijo. Eso es todo.
Dejé que sus palabras quedaran sin respuesta mientras el ferry seguía su rumbo río arriba.
Poco después de mediodía, el detective Littlemore estaba frente a una pequeña y sórdida celda del vasto y gris castillo de reclusión conocido como las Tumbas. No había luz natural, ni ventanas en parte alguna. Junto a Littlemore había un guardia de prisiones. Ambos miraban fijamente, a través de un enrejado de barrotes de acero, el cuerpo tendido de Chong Sing. Yacía inconsciente sobre un mugriento catre. Tenía la ropa interior llena de manchas. Y los pies desnudos y sucios.
—¿Está dormido? —preguntó Littlemore.
Riendo entre dientes, el guardia le explicó que el sargento Becker había obligado a Chong a mantenerse despierto toda la noche. Littlemore, al principio, se sorprendió al oír el nombre de Becker. Luego cayó en la cuenta: habían encontrado el cuerpo de la señorita Sigel en Tenderloin, por lo que el interrogatorio le había correspondido a Becker. Sin embargo, el detective seguía intrigado. Chong había declarado el día anterior, y había admitido haber visto a su primo Leon matar a la joven. Eso había dicho el alcalde. ¿Qué quería Becker de Chong para mantenerlo en vela toda la noche?
El guardia pudo responder a esa pregunta: en primer lugar, fue Becker quien había hecho hablar a Chong; pero Chong se había negado a admitir que hubiera ayudado a su primo a matar a la joven Sigel. Insistió en que había entrado en el cuarto de Leon cuando la chica ya estaba muerta.
—¿Y Becker no se lo ha tragado? —preguntó Littlemore. El guardia tarareó una tonada y sacudió la cabeza.— Le ha estado sacudiendo toda la noche, como le he dicho. Tendría que haberle visto.
El somnoliento Chong Sing se dio la vuelta en el catre, dejando al descubierto el ojo derecho, amoratado e hinchado como una ciruela. Tenía sangre seca debajo de la nariz, y más abajo de la oreja. Era muy posible que tuviera la nariz rota, pero Littlemore no podía estar seguro.
—Oh, Dios… —dijo el detective—. ¿Se ha venido abajo?
—Ajá.
Littlemore le dijo al guardia que le abriera la celda. Despertó al adormilado preso. Se acercó una silla, se encendió un cigarrillo, le ofreció otro a Chong. El chino miró con disgusto a su nuevo interrogador. Cogió el cigarrillo.
—Sé que entiende el inglés, señor Chong —dijo Littlemore—. Quizá pueda ayudarle. No tiene más que responder a un par de preguntas. ¿Cuándo empezó a trabajar en el Balmoral, a finales de julio?
Chong Sing asintió con la cabeza.
—¿Y en el puente? —preguntó el detective.
—Puede que al mismo tiempo —dijo Chong con voz ronca—. Puede que unos días más tarde.
—Si no estuvo allí, Chong, ¿cómo pudo verlo? —le preguntó Littlemore.— Si entró en el cuarto de Leon
después
de que éste hubiera matado a la chica, ¿cómo sabe que la mató?
—Ya lo he contado —replicó Chong—. Oí una pelea. Miré por el ojo de la cerradura.
Littlemore echó una mirada al carcelero, que confirmó que Chong había contado la misma historia el día anterior.
El detective volvió a mirar a Chong Sing.
—¿Fue así, entonces?
—Sí, fue así.
—No, no fue así. Yo estaba allí, señor Chong, ¿se acuerda? Fui al cuarto de Leon. Quité la llave. Y miré por el ojo de la cerradura. Y no se veía nada de nada.
Chong guardó silencio.
—¿Cómo consigue esos trabajos, señor Chong? ¿Cómo consiguió dos trabajos para el mismo patrón, el señor Banwell?
El chino se encogió de hombros.
—Estoy tratando de ayudarle —dijo Littlemore.
—Leon —dijo Chong en voz baja—. Él me consiguió los trabajos.
—¿Cómo conoció Leon a Banwell?