Read La granja de cuerpos Online

Authors: Patricia Cornwell

La granja de cuerpos (14 page)

BOOK: La granja de cuerpos
12.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los hombres que cavaban la tumba habían dejado las palas y ya había luz suficiente para distinguir sus facciones, bañadas en sudor y con más surcos que un campo labrado. Oí el sonido de una pesada cadena que los hombres procedían a desenrollar del carrete de la grúa. A continuación, uno de ellos saltó al hueco de la sepultura y aseguró la cadena a los ganchos de la tapa de cemento. Mientras, Ray nos contaba que había acudido más gente al funeral de Emily Steiner que a ningún otro que se recordara en la zona.

—Había curiosos incluso fuera de la iglesia, en el césped, y tardaron casi dos horas en terminar de desfilar ante el ataúd para presentar sus respetos.

—¿Un ataúd abierto? —preguntó Marino con sorpresa.

—No, señor —Ray observaba a sus hombres—. La señora Steiner lo propuso, pero no quise ni oír hablar del asunto. Le dije que estaba muy alterada y que más adelante me agradecería el consejo. La chiquilla no se encontraba en condiciones para exhibirla de aquel modo, créanme. Yo sabía que se presentaría un montón de gente sólo a mirar. En efecto, acudieron muchos mirones, y no es raro, con el alboroto que organizaron la prensa y la televisión.

La grúa chirrió sonoramente y el motor diesel del camión vibró mientras el sepulcro era izado poco a poco. Hubo una lluvia de terrones y grava cuando el sarcófago de cemento se meció en el aire, más arriba tras cada vuelta de la grúa. Uno de los operarios dirigía la maniobra con grandes ademanes.

Casi en el instante preciso en que el sarcófago era extraído de la tumba y colocado sobre la hierba, invadió el lugar una turba de equipos de televisión con las cámaras a punto, reporteros y fotógrafos. Todos ellos se agolparon en torno a la herida abierta en la tierra y en torno al sepulcro, éste tan manchado de arcilla roja que casi parecía ensangrentado.

—¿Por qué exhuman el cuerpo de Emily Steiner? —preguntó uno de los reporteros.

—¿Es cierto que la policía tiene un sospechoso? —prorrumpió otro.

—Doctora Scarpetta...

—¿Por qué interviene el FBI?

—Doctora Scarpetta —una mujer me acercó un micrófono a la boca—, da la impresión de que pone en duda la actuación del forense del condado...

—¿Por qué profanan la tumba de esa chiquilla? Y de pronto, imponiéndose al guirigay, Marino bramó como si acabara de recibir una herida:

—¡Lárguense todos de aquí ahora mismo! ¡Están obstruyendo una investigación! ¿Me oyen, maldita sea? —Pateó el suelo—. ¡Largo!

Los periodistas se quedaron paralizados, con expresión de desconcierto. Le miraron boquiabiertos mientras él continuaba gritándoles, rojo de ira y con las venas del cuello hinchadas.

—¡Los únicos que profanan algo aquí son ustedes, gilipollas! ¡Y si no desaparecen ahora mismo, empezaré a romper cámaras y lo que encuentre a mano, incluidas sus jodidas cabezas repugnantes!

—Marino... —murmuré.

Le cogí del brazo. Estaba tan tenso que parecía de acero.

—¡Toda mi jodida existencia he tenido que tratar con vosotros, mamones, y ya estoy harto! ¿Me oís? ¡Ya estoy harto, hatajo de parásitos, mamones, gilipollas!

—¡Marino!

Le así por la muñeca y noté que el miedo electrizaba hasta el último nervio de mi cuerpo. Nunca le había visto tan furioso. Rogué a Dios que no sacara el arma y disparase contra alguien.

Me coloqué delante de él para obligarle a mirarme, pero sus ojos oteaban agitados por encima de mi cabeza.

—¡Marino, escúcheme! Ya se van. Por favor, Marino, cálmese. Vea, ya no queda ninguno. ¿Lo ha visto? Desde luego, le han hecho caso. Escapan a la carrera.

Los periodistas desaparecieron tan rápidamente como se habían presentado, como una especie de pandilla fantasma de merodeadores que se hubiera materializado y desvanecido en el aire. Marino contempló la extensión de césped suavemente ondulado con sus adornos de flores de plástico y sus hileras de lápidas grises en perfecta alineación. El ruido estentóreo del choque del acero con el acero resonó una y otra vez. Con martillo y cincel, los enterradores rompieron el sello del sarcófago, retiraron la tapa y la depositaron en tierra mientras Marino echaba a correr hacia los árboles. Fingimos no oír los horribles gruñidos y gemidos que acompañaban sus náuseas tras los laureles silvestres.

—¿Le queda algún frasco de los diversos líquidos que utilizó en el embalsamamiento? —pregunté a Lucias Ray, cuya reacción ante la presencia de la avanzadilla de la prensa y los exabruptos de Marino había sido más de perplejidad que de irritación.

—Quizá tenga todavía medio frasco de la mezcla que utilicé con ella —respondió.

—Necesitaré controles químicos para toxicología —expliqué.

—Sólo es formol y metanol con unas trazas de aceite de lanolina: más común que el caldo de pollo. Lo único especial es que la concentración era menor debido al pequeño tamaño del cuerpo. Su amigo, el detective, no tiene muy buen aspecto —añadió, porque Marino reaparecía de entre los matorrales—. La gripe causa estragos por aquí, ¿sabe?

—No creo que sea la gripe —respondí—. ¿Cómo habrán sabido esos reporteros que iban a encontrarnos?

—No tengo idea. Pero ya sabe cómo es la gente —Hizo una pausa para escupir en el suelo—. Siempre hay alguien que se va de la lengua...

El ataúd de acero de Emily estaba pintado del mismo blanco que los daucos que crecían en torno a la sepultura. Los enterradores no tuvieron que esforzarse mucho para extraerlo del sarcófago y posarlo en el suelo con sumo cuidado. Era un ataúd pequeño, como el cuerpo que contenía. Lucias Ray extrajo de un bolsillo de la chaqueta un transmisor de radio portátil y habló por él:

—Ya puede acercarse.

«Recibido», respondió una voz por el aparato.

—Espero que no habrá más periodistas...

«Se han ido todos.»

Un coche fúnebre negro y reluciente cruzó la entrada del cementerio y avanzó por el césped, esquivando los árboles y las sepulturas casi de milagro. Un hombre grueso enfundado en una gabardina y cubierto con un sombrero de ala ancha se apeó para abrir la puerta trasera del vehículo y los enterradores introdujeron el ataúd mientras Marino seguía la maniobra desde lejos, con un pañuelo en el rostro.

Me dirigí a él y le dije en un cuchicheo, mientras el coche fúnebre se alejaba:

—Tenemos que hablar.

—Ahora mismo no me apetece... Estaba muy pálido.

—Debo reunirme con el doctor Jenrette en el depósito. ¿Viene conmigo?

—No —respondió—. Prefiero volver al Travel-Eze. Voy a beber cerveza hasta vomitar otra vez y luego me pasaré al bourbon. Y después pienso llamar a Wesley tonto del culo y preguntarle cuándo cono nos iremos de este rincón pestilente. ¡Fíjese, no tengo otra camisa decente y acabo de echar a perder la que llevo! ¡Ni siquiera tengo una corbata!

—Vaya a acostarse, Marino.

—Vivo de una bolsa así de grande —continuó, separando las manos apenas un par de palmos.

—Tómese Advil, beba toda el agua que pueda y coma unas tostadas. Cuando termine en el hospital pasaré a ver cómo se encuentra. Si llama Benton, dígale que llevaré conmigo el teléfono portátil o que llame a mi contestador.

—¿Tiene los números?

—Sí.

Marino se sonó de nuevo y me miró por encima del pañuelo. Advertí la expresión dolida de sus ojos antes de que desapareciera de nuevo tras sus muros de protección habituales.

9

C
uando llegué al depósito, justamente con coche fúnebre, poco antes de las diez, el doctor Jenrette estaba cumplimentando el papeleo oficial. Con una sonrisa nerviosa, presenció cómo me quitaba la chaqueta y me ponía un delantal de plástico.

—¿Tiene idea de por quién se ha enterado la prensa de la exhumación? —le pregunté mientras desplegaba una bata quirúrgica.

Me miró con sorpresa:

—¿Qué ha sucedido?

—Una decena de reporteros se ha presentado en el cementerio.

—Es una auténtica vergüenza.

—Pues tenemos que asegurarnos de que no se escapa nada más —Hice un esfuerzo por mantener un tono calmado mientras me ataba la bata por detrás—. Lo que suceda aquí debe quedar entre nosotros, doctor Jenrette.

El no dijo nada.

—Sé que estoy aquí de paso —continué— y no le culparía si tomara a mal mi presencia. No piense, pues, por favor, que soy insensible a la situación ni indiferente a su autoridad. Pero no cabe duda de que quien ha asesinado a esa niña está pendiente de las noticias. Cada vez que se filtra algo, él se entera.

Jenrette, un hombre verdaderamente paciente y amable, no se mostró ofendido en absoluto y me escuchó con atención.

—Trato de pensar en todos los que estaban al corriente

—se limitó a decir—. El problema es que, cuando corrió la voz, ya eran demasiados.

—Entonces, asegurémonos de que no corre la voz de lo que hoy podamos encontrar aquí —respondí.

En aquel momento comparecieron los de la funeraria. Lucias Ray venía delante, seguido del hombre del sombrero, quien empujaba la camilla sobre la cual descansaba el ataúd blanco. Tras una maniobra en la puerta, aparcaron el cargamento junto a la mesa de autopsias. Ray sacó una manivela metálica del bolsillo de la chaqueta, la introdujo en un orificio de la cabecera del ataúd y empezó a aflojar el sello girando la manivela como si pusiera en marcha un viejo Ford Modelo T.

—Con esto debería bastar —dijo por fin, al tiempo que devolvía la herramienta al bolsillo—. Espero que no les importe si me quedo a comprobar mi trabajo. Es una ocasión que no suele presentárseme; por aquí no es muy habitual que nos pidan desenterrar a alguien después de inhumarlo.

Inició un gesto para abrir la tapa y, si el doctor Jenrette no hubiera puesto las manos sobre ella para impedírselo, lo habría hecho yo.

—En circunstancias normales, no tendría ningún inconveniente, Lucias —dijo Jenrette,— pero me temo que no es buena idea que ahora se quede nadie por aquí.

—No sé a qué viene tanta susceptibilidad —La sonrisa de Ray era tensa—. No será que no haya visto a la chica. ¡Vaya, si la conozco por dentro y por fuera mejor que su propia madre!

—Lucias, es preciso que salga para que la doctora Scarpetta y yo podamos empezar a trabajar de una vez —Jenrette no abandonó su tono suave y apenado—. Le llamaré cuando terminemos.

—Doctora —Ray fijó la vista en mí—, debo decirle que, al parecer, la gente del país es un poco menos amistosa desde que los federales han llegado.

—Esto es una investigación de homicidio, señor Ray

—respondí—. Será mejor que no se lo tome como un asunto personal, porque no van por ahí las cosas.

El director de la funeraria dio media vuelta y dijo al hombre del sombrero de ala ancha:

—Vámonos, Billy Joe. Busquemos un sitio donde comer. Cuando abandonaron la sala, Jenrette cerró la puerta con llave.

—Lo siento —dijo mientras se enfundaba los guantes—. Lucias se pone pesado a veces, pero en realidad es un buen hombre.

Yo tenía la sospecha de que descubriríamos que Emily no había sido embalsamada adecuadamente, o que había sido enterrada de una manera que no correspondía a lo que había pagado la madre. Sin embargo, cuando abrimos la tapa del ataúd no observé nada que, a primer golpe de vista, me resultara fuera de lo corriente. El sudario de satén blanco cubría el cuerpo y encima de él descubrí un paquete envuelto en papel de seda con una cinta rosa. Empecé a tomar fotografías.

—¿Mencionó Ray algo de esto? —pregunté a Jenrette, entregándole el envoltorio.

—No.

El doctor contempló el paquete por un lado y por otro con expresión perpleja.

El olor del líquido de embalsamar se alzó en una penetrante vaharada cuando levanté el sudario. Debajo de éste, Emily Steiner estaba bien conservada; llevaba puesto un vestido de pana azul celeste de manga larga y cuello cerrado, y tenía los cabellos peinados en trenzas con lazos del mismo tejido. Un moho blancuzco, difuso, típico de los cadáveres exhumados, cubría su rostro como una máscara y había empezado a extenderse por el dorso de las manos, cruzadas sobre un Nuevo Testamento blanco a la altura de la cintura. Llevaba calcetines blancos hasta las rodillas y zapatos de charol negros. Ninguna de las prendas parecía nueva.

Tomé más fotografías; después, entre Jenrette y yo sacamos el cuerpo del ataúd y lo colocamos sobre la mesa de acero inoxidable, donde empezamos a desnudarlo. Bajo las dulces ropas de chiquilla se ocultaba el espantoso secreto de su muerte, porque la gente que muere en paz no exhibe las heridas que ella tenía.

Cualquier patólogo forense honrado reconocerá que las operaciones de una autopsia son espantosas. En toda la técnica quirúrgica aplicada a seres vivos no hay nada como la incisión en Y que se practica en un cadáver, porque ésta hace honor a su nombre: el bisturí va desde cada clavícula al esternón y recorre el torso hasta el pubis, con un pequeño desvío en torno al ombligo. La incisión que se practica de oreja a oreja en la zona posterior de la cabeza antes de abrir el cráneo con la sierra tampoco resulta muy atractiva, que digamos.

Y, por supuesto, las heridas de un cadáver no se curan. Sólo pueden disimularse con altos cuellos de encaje y con un estratégico peinado. Gracias al profuso maquillaje de la funeraria y al ancho costurón que recorría de extremo a extremo su cuerpecillo, Emily parecía una triste muñeca de trapo despojada de sus ropas de volantes y abandonada por su desalmada dueña.

El agua se escurrió tamborileando a una cubeta metálica mientras Jenrette y yo lavábamos el moho, el maquillaje y la pasta de color carne que rellenaba la herida de bala de la cabeza y las zonas de los muslos, del pecho y de los hombros donde el asesino le había arrancado la piel. Extrajimos los globos oculares de debajo de los párpados y cortamos las suturas. Los penetrantes olores que surgieron de la cavidad pectoral hicieron que nos saltaran las lágrimas y que nos goteara la nariz. Los órganos estaban rebozados de polvo de embalsamar y nos apresuramos a levantarlos y a seguir la limpieza. Estudié el cuello y no encontré nada más que lo ya documentado por mi colega. Después, introduje un escoplo largo y fino entre los molares superiores e inferiores para forzar la apertura de la boca.

—Se resiste —dije con frustración—. Tendremos que cortar los maseteros. Quiero observar la lengua en su posición anatómica antes de llegar a ella por la faringe posterior, pero no sé si seremos capaces...

Jenrette colocó otra hoja en su escalpelo.

BOOK: La granja de cuerpos
12.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

You belong to me by Mary Higgins Clark
Ingenue's Choice by Gracie C. Mckeever
Some Loves by Meg Jolie
Meadowland by John Lewis-Stempel
The Iceman by Anthony Bruno
The Shadows of Night by Ellen Fisher
The Anatomy of Violence by Adrian Raine