La granja de cuerpos (17 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: La granja de cuerpos
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—¿Cómo no estás en la cama, hijo? —dijo la señora Maxwell en un tono más cauto que severo.

—Tenía sed.

—¿Quieres que te traiga otro vaso de agua?

—No, ya estoy bien.

Comprendí que Emily encontrara guapo a Wren Maxwell. El jovencito había crecido en estatura más deprisa de lo que podían hacerlo sus músculos y tenía un flequillo de cabellos rubios soleados que le caía continuamente sobre los ojos, éstos de un intenso azul. Delgado y desgreñado, con unas facciones y una boca perfectas, sus dedos mostraban unas uñas roídas hasta la raíz. Llevaba varias pulseras de cuero trenzado que no podría quitarse sin cortarlas y que, de algún modo, me dijeron que era un chico muy popular en la escuela, sobre todo entre las chicas, a las que supuse trataría con bastante rudeza.

—Wren, ésta es la doctora... —La mujer me miró—: Lo siento, pero tendrá que repetirme su apellido.

—Soy la doctora Scarpetta —aclaré con una sonrisa a Wren, cuya expresión se transformó en una mueca de perplejidad.

—No estoy enfermo —se apresuró a decir.

—No es de esa clase de doctoras —tranquilizó la señora Maxwell a su hijo.

—Entonces, ¿de qué clase es?

A estas alturas, la curiosidad había vencido su timidez.

—El trabajo de esta doctora tiene bastante que ver con el de Lucias Ray.

—Pero él no es médico —Wren miró a su madre con recelo—. Es enterrador.

—Vamos, hijo, vuelve a la cama, no vayas a resfriarte. Doctora Scarletti, ahí tiene una silla; estaré abajo.

—Se llama Scarpetta —le lanzó el chico a su madre cuando ella ya cruzaba la puerta.

Wren se metió en cama y se cubrió con una manta de lana de un color parecido al de la goma de mascar. Observé los motivos de béisbol de las cortinas corridas en la ventana y las siluetas de varios trofeos detrás de ellas. En las paredes de pino había carteles de varios ídolos deportivos, de los cuales sólo reconocí a Michael Jordán en uno de sus vuelos característicos, aerotransportado por sus Nikes como un dios en plena magnificencia. Acerqué la silla a la cama y de improviso me sentí vieja.

—¿Qué deporte practicas? —le pregunté.

—Juego en los Chaquetas Amarillas —respondió él con vivacidad, pues había encontrado una cómplice en su objetivo de seguir levantado pasada la hora de acostarse.

—¿Los Chaquetas Amarillas?

—Es mi equipo de béisbol. Ganamos a todos los de por aquí, ¿sabe? Me sorprende que no haya oído hablar de nosotros.

—Estoy segura de que conocería a tu equipo, Wren, si viviera aquí. Pero soy de fuera.

El chico me miró como a una criatura exótica tras una cristalera del zoo.

—También juego a baloncesto. Sé pasarme la pelota entre las piernas. Apuesto a que usted no es capaz...

—Tienes toda la
razón
, no soy capaz. Me gustaría que me hablaras de tu amistad con Emily Steiner.

Wren bajó la vista hacia sus manos, que jugaban nerviosamente con el borde de la manta.

—¿Hace mucho que la conocías? —continué.

—La he visto por aquí. Estamos... estábamos en el mismo grupo de juventud en la iglesia —Alzó los ojos hacia mí—. También estábamos los dos en sexto curso, aunque en diferentes clases. Yo estoy en la de la señora Winters.

—¿Conociste a Emily cuando su familia se instaló aquí?

—Más o menos. Venía de California. Mamá dice que allí tienen terremotos porque la gente no cree en Jesús.

—Parece que le gustabas mucho a Emily —apunté—. En realidad, yo diría que estaba embobada contigo. ¿Tú te dabas cuenta?

El muchacho asintió y bajó de nuevo la vista.

—Wren, ¿querrías hablarme de la última vez que la viste?

—Fue en la iglesia. Vino con la guitarra porque le tocaba el turno a ella.

—¿El turno de qué?

—De la música. Normalmente, Owen o Phil tocan el piano, pero a veces Emily tocaba la guitarra. No lo hacía muy bien.

—¿Te habías citado con ella en la iglesia, esa tarde? El chiquillo se ruborizó y se mordió el labio inferior para que dejara de temblarle.

—Está bien, Wren. No hiciste nada malo.

—Yo le propuse encontrarnos allí antes de la reunión —dijo en voz baja.

—¿Cuál fue su respuesta?

—Dijo que iría, pero que no se lo dijera a nadie.

—¿Por qué querías encontrarte con ella antes de la reunión? —continué indagando.

—Quería ver si iba.

—¿Por qué?

Ahora tenía la cara como un tomate y hacía un gran esfuerzo por contener las lágrimas.

—No lo sé —acertó apenas a susurrar.

—Wren, dime qué sucedió.

—Fui en bici hasta la iglesia para ver si aparecía.

—¿A qué hora sería eso?

—No lo sé. Pero, por lo menos, una hora antes de la reunión. Y la vi. Miré por una ventana y la vi dentro, sentada en el suelo y ensayando con la guitarra.

—¿Y entonces qué hiciste?

—Me fui y volví a las cinco con Paul y Will. Los dos viven por ahí —indicó una dirección.

—¿Le dijiste algo a Emily? —pregunté. Las lágrimas le corrieron por las mejillas. Las enjugó con gesto impaciente.

—No le dije nada. Ella no dejaba de mirarme, pero fingí que no la veía. Estaba muy enfadada. Jack le preguntó qué le pasaba.

—¿Quién es Jack?

—El líder de juventud. Estudia en la Universidad Anderson de Montreat. Está gordo como una vaca y lleva barba.

—¿Qué respondió Emily cuando Jack preguntó qué le pasaba?

—Dijo que le parecía que había pillado la gripe. Y se marchó enseguida.

—¿Faltaba mucho para que terminara la reunión?

—Eso fue cuando yo estaba cogiendo la cesta de encima del piano. Porque me tocaba a mí pasarla para la colecta.

—Eso sería al final de la reunión, ¿verdad?

—Sí. Fue entonces cuando Emily se marchó. Tomó el atajo.

De nuevo, se mordió el labio inferior y agarró la manta con tal fuerza que los huesos de sus manos se marcaron nítidamente bajo la piel.

—¿Cómo sabes que tomó el atajo? —pregunté. Alzó la vista hacia mí y prorrumpió en estentóreos resoplidos. Le ofrecí unos pañuelos de papel y se sonó la nariz.

—Wren —insistí—, ¿es seguro que viste a Emily tomar ese atajo?

—No, señora —respondió él con un hilo de voz.

—¿Alguien la vio tomarlo realmente? El chico se encogió de hombros.

—Entonces, ¿por qué crees que lo hizo?

—Todo el mundo lo dice... —se limitó a contestar.

—¿Igual que todo el mundo ha dicho dónde se encontró el cuerpo? —Empleé un tono suave. Al ver que no respondía, añadí con voz más enérgica—: Y tú conoces el lugar exacto, ¿verdad, Wren?

—Sí, señora —fue su respuesta, casi en un susurro.

—¿Quieres hablarme de ese lugar?

Sin apartar la mirada de sus propias manos, Wren contestó:

—Es ese lugar donde van a pescar muchos negros. Hay hierbas grandes, y fango, y ranas-toro enormes y serpientes que cuelgan de los árboles, y allí es donde la encontraron. Un negro la encontró y sólo llevaba puestos los calcetines y el negro se asustó tanto que se volvió más blanco que usted. Y cuando papá se enteró, puso todas esas luces.

—¿Luces?

—Instaló esas luces en los árboles y por todas partes. Con ellas me cuesta todavía más dormirme, y entonces mamá se pone furiosa.

—¿Fue tu padre quien te habló de ese sitio junto al lago? Wren movió la cabeza en un gesto de negativa.

—Entonces, ¿quién fue?

—Creed.

—¿Creed? —repetí.

—Es uno de los bedeles de la escuela. Hace palillos de dientes y los vende por un dólar. Diez por un dólar. Los empapa en menta o en canela. A mí me gustan más los de canela porque son tan fuertes como los petardos. A veces, cuando me he quedado sin dinero para el almuerzo, se los cambio por caramelos. Pero no hay que contárselo a según quién —añadió con preocupación.

—¿Qué aspecto tiene Creed? —pregunté, mientras una alarma silenciosa empezaba a despertar en el fondo de mi mente.

—No sé —respondió Wren—. Es un latino, porque siempre lleva calcetines blancos con botas. Y supongo que es bastante viejo —añadió con un suspiro.

—¿Sabes su apellido?

Wren dijo que no con la cabeza.

—¿Ha trabajado siempre en la escuela? El chico movió la cabeza otra vez.

—Ocupó el lugar de Albert, que se puso enfermo de fumar. Tuvieron que quitarle un pulmón.

—Wren, ¿Creed y Emily se conocían?

El muchacho hablaba cada vez más deprisa.

—La hacíamos rabiar diciéndole que Creed era su novio, porque una vez le regaló unas flores que él mismo había cogido. Y le daba caramelos porque a Emily no le gustaban los palillos. Muchas chicas prefieren los caramelos a los palillos, ¿sabe?

—Sí —contesté con una sonrisa pesarosa—. Supongo que la mayoría.

Lo último que pregunté a Wren fue si había visitado el lugar donde apareció el cuerpo de Emily, junto al lago. Dijo que no.

—Creo que me ha dicho la verdad —comenté a Marino mientras nos alejábamos de la bien iluminada casa de los Maxwell.

—Yo, no. Yo creo que miente como un bellaco para que su viejo no le parta la cara a bofetones —Desconectó el aire caliente del vehículo—. Nunca había tenido un coche con una calefacción tan buena. Sólo le faltan los calentadores de los asientos, como los que tiene su Benz, doctora.

—Su manera de describir el lugar donde fue descubierto el cuerpo me dice que no ha estado nunca allí —continué—. No creo que fuese él quien dejó aquellos caramelos, Marino.

—Entonces, ¿quién?

—¿Sabe algo de un bedel de la escuela llamado Creed?

—Ni una palabra.

—Pues será mejor que indague sobre él —apunté—. Y le diré otra cosa. No creo que Emily tomara el atajo en torno al lago para volver de la iglesia a su casa.

—Mierda —protestó él—. No empiece con ésas, doctora, no la soporto. Precisamente cuando las piezas empiezan a encajar, viene usted y las revuelve para joder el rompecabezas.

—Mire, Marino, hace un rato yo he recorrido ese camino en torno al lago y le aseguro que es imposible que alguien, y menos una niña de once años, pueda seguirlo una vez ha oscurecido. Y a las seis de la tarde de aquel día, que es la hora a la que Emily se marchó a casa, ya debía de ser casi noche cerrada.

—Así que le mintió a su madre...

—Eso parece. Pero ¿por qué?

—Quizá porque tramaba algo.

—¿Como qué?

—No lo sé. ¿Tiene un poco de whisky en la habitación? Es decir, supongo que es inútil preguntar si tiene bourbon, ¿verdad?

—Exacto —respondí—. No tengo bourbon ni whisky de ninguna clase.

Cuando regresé al Travel-Eze, encontré cinco mensajes esperándome. Tres eran de Benton Wesley. El FBI enviaría un helicóptero a recogerme al alba.

Cuando comuniqué con Wesley, se limitó a decirme enigmáticamente:

—Entre otras cosas, estamos en una situación bastante crítica respecto a tu sobrina. El helicóptero te traerá directamente a Quántico.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté con un nudo en la garganta—. ¿Lucy está bien?

—Kay, esta línea no está protegida...

—¿Pero está bien?

—Físicamente, sí —fue su respuesta.

10

E
l día siguiente amaneció con niebla. No se alcanzaba a ver las montañas. El regreso al norte quedó pospuesto hasta mediodía y salí a correr un poco y respirar el aire húmedo y vigorizante.

El ejercicio me llevó a través de unos barrios de casas coquetonas y coches modestos. Sonreí a una miniatura de perro collie que, al otro lado de una valla de alambre, galopaba de un extremo a otro de un patio ladrando frenéticamente a las hojas que caían.

La dueña del animal salió de la casa cuando yo pasaba.

—¡Vamos, Shooter, cállate ya!

La mujer llevaba una bata acolchada, zapatillas de pelusa y rulos, y no parecía importarle en absoluto que la vieran con aquel aspecto. Recogió el periódico y lo hizo sonar varias veces contra la palma abierta de la mano mientras soltaba unos cuantos gritos más. Imaginé que, hasta la muerte de Emily Steiner, el único delito que había preocupado a la gente de aquel rincón del mundo era que un vecino le robara a otro el periódico o extendiera un rollo de papel higiénico entre los árboles de su jardín.

Las cigarras seguían aún con la misma tonada chirriante que interpretaban la noche anterior y tanto ellas como los guisantes de olor y los dondiegos estaban mojados de rocío. A las once, había empezado a caer una lluvia fría y me sentí como si estuviera en el mar, rodeada de aguas encrespadas.

Imaginé que el sol era una portilla y que, si yo era capaz de ver el otro lado a través de ella, conseguiría poner fin a aquel día gris.

Hasta las dos y media no mejoró el tiempo lo suficiente para permitir mi marcha. Recibí la indicación de que el helicóptero no podía tomar tierra en el instituto porque el equipo de fútbol y las majorettes estarían en pleno entrenamiento. En lugar de ello, Whit y yo debíamos acudir a un prado, de hierba, en el interior del recinto —al que se accedía por una puerta de doble arco, de recia piedra— de una pequeña población llamada Montreat, un lugar más presbiteriano que la predestinación y que distaba unos pocos kilómetros del Travel-Eze.

La policía de Black Mountain me condujo hasta allí. Llegamos antes de que apareciera Whit y esperé en un coche patrulla aparcado en un camino de tierra, desde el cual contemplé a unos niños que jugaban a «fútbol de pañuelo». Los niños corrían tras las niñas y ellas tras ellos y todos perseguían la pequeña gloria de arrebatar un trapo rojo del cinturón de un adversario. Las voces jóvenes resonaban al viento, que a veces atrapaba la «pelota» y se la llevaba entre los árboles apretados en las lindes, y cada vez que salía en espiral fuera de límites, a las zarzas o a la calle, los jugadores hacían una pausa. Las chicas esperaban a que los chicos recuperasen la pelota, con lo que se rompía la equidad entre sexos. Después, el juego seguía como de costumbre.

Lamenté interrumpir aquella diversión inocente cuando se hizo audible el ruido característico de las aspas batiendo el aire. Los niños se quedaron paralizados en una escena de asombro colectivo y el Bell Jet Ranger se posó en el centro del campo entre un torbellino rugiente. Subí a bordo y dije adiós con la mano mientras nos alzábamos sobre los árboles.

El sol se recostaba sobre el horizonte como si Apolo se echase a dormir, y pronto el cielo quedó oscuro como la tinta del calamar. Cuando llegamos a la Academia, no vi estrellas. Benton Wesley, que se había mantenido informado por radio de nuestro vuelo, nos esperaba en el punto de aterrizaje. Tan pronto salté del helicóptero, me tomó del brazo y me arrastró con él.

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