La granja de cuerpos (18 page)

Read La granja de cuerpos Online

Authors: Patricia Cornwell

BOOK: La granja de cuerpos
12.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Vamos —dijo—. Me alegro de verte, Kay. La presión de sus dedos al cogerme aumentó mi inquietud. Y de pronto añadió:

—La huella dactilar recuperada de las bragas de Ferguson es de Denesa Steiner.

—¿Qué?

Benton me llevaba casi en volandas en la oscuridad.

—Y el grupo sanguíneo del tejido que hallamos en el congelador es O positivo. Emily Steiner era O positivo. Todavía esperamos los resultados del ADN, pero parece que Ferguson se llevó la ropa íntima de la casa de los Steiner cuando irrumpió para llevarse a Emily.

—Querrás decir cuando alguien entró y se llevó a la niña.

—Exacto. Gault podría estar gastándonos bromas.

—Benton, por el amor de Dios, ¿qué crisis es ésa? ¿Dónde está Lucy?

—Imagino que está en su habitación —respondió él mientras entrábamos en el vestíbulo de Jefferson.

Entrecerré los ojos ante la súbita luz y no me animó mucho el rótulo digital que, detrás del mostrador de información, anunciaba: «Bienvenidos a la Academia del FBI.» En aquel momento yo no me sentía bienvenida.

—¿Qué ha hecho? —insistí mientras él utilizaba su tarjeta magnética para abrir unas puertas vidrieras con los sellos del Departamento de Justicia y de la Academia Nacional.

—Espera a que lleguemos abajo —dijo Benton.

—¿Qué tal la mano? ¿Y la rodilla? —recordé.

—Mucho mejor desde que me vio un médico.

—Gracias —murmuré secamente.

—Me refiero a ti. Eres el único médico que me ha visto últimamente.

—Mientras estoy aquí, convendría que te limpiara las suturas.

—No será necesario.

—Bastará con agua oxigenada y algodón. No te preocupes —Cruzábamos la sala de reserva de armas—. No te dolerá demasiado.

Tomamos el ascensor hacia el nivel inferior, donde la ISU, la Unidad de Apoyo a la Investigación, era el fuego en las entrañas del FBI. Wesley reinaba allí sobre once perfiladores más y, a aquellas horas, todos habían terminado su jornada y se habían marchado. Siempre me había gustado el espacio donde trabajaba Wesley, pues era un hombre sensible y refinado, aunque nadie podía decir tal cosa sin conocerlo bien.

Si la mayoría de los servidores de la ley llenaban paredes y estanterías con recordatorios y menciones a su guerra contra lo peor de la naturaleza humana, Wesley coleccionaba > cuadros, y tenía algunos excelentes. Mi favorito era un valioso paisaje de Valoy Eaton quien, a mi entender, era tan bueno como un Remington y algún día costaría lo mismo. Yo tenía varios óleos de Eaton en mi casa y era extraño que Wesley y yo hubiéramos descubierto al pintor de Utah cada cual por su cuenta.

Esto no significa que Wesley no poseyera algún que otro trofeo exótico, pero sólo exhibía los que tenían algún significado. La gorra blanca de policía vienes, el gorro
bearskin
de la Guardia Real inglesa y unas espuelas gauchas de plata con que le habían obsequiado en Argentina, por ejemplo, no tenían nada que ver con los asesinos en serie y demás atrocidades en las que Wesley trabajaba normalmente. Eran regalos de amistades viajeras, como yo. De hecho, Wesley guardaba muchos recuerdos de nuestra relación porque, cuando me fallaban las palabras, solía hablar con símbolos. Así, poseía una vaina de espada italiana, una pistola de cachas de marfil tallado y una pluma Mont Blanc que llevaba en un bolsillo junto al corazón.

—Cuéntame —le dije mientras tomaba asiento—. ¿Qué más hay? Tienes un aspecto horrible.

—Me siento fatal —Wesley se aflojó el nudo de la corbata y se pasó los dedos por los cabellos—. Kay... —añadió, mirándome—, ¡Dios, no sé cómo decírtelo!

—Dilo, y ya está —respondí en un susurro, notando que la sangre se me heló en las venas.

—Parece que Lucy ha entrado en el ERF sin autorización. Que ha violado la segundad.

—¿A qué viene eso? —repliqué, incrédula—. Pero si Lucy tiene acreditación para estar allí, Benton.

—No a las tres de la madrugada, que fue la hora en que el sistema biométrico de control de entradas registró su imprenta digital.

Lo miré con incredulidad. Él siguió diciendo:

—Y, desde luego, tu sobrina no tiene autorización para acceder a los expedientes reservados relativos a ciertos proyectos secretos que se desarrollan allí.

—¿Qué clase de proyectos? —me atreví a preguntar.

—Parece que entró en archivos que trataban de óptica electrónica, termografía y mejoras en audio y vídeo. Y, según parece, imprimió programas de la versión electrónica del sistema de gestión de casos que ha estado desarrollando para nosotros.

—¿Del CAÍN?

—Exacto.

—Entonces, ¿cuáles son los expedientes que no han sido violados? —quise saber, perpleja.

—Bueno, ésa es la cuestión, en realidad. Parece que Lucy lo inspeccionó prácticamente todo; es decir, nos resulta muy difícil determinar qué buscaba, en concreto, y para quién.

—¿De veras son tan secretos los dispositivos que desarrollan los ingenieros?

—Algunos, sí. Y, desde el punto de vista de la seguridad, también lo son todas las técnicas empleadas. No queremos que se sepa que utilizamos determinadas cosas en una situación y otras distintas en otra circunstancia.

—Lucy sería incapaz de algo así —afirmé.

—Tenemos la certeza de que lo hizo. La incógnita es por qué.

Contuve las lágrimas con un pestañeo.

—Bien, ¿por qué, pues?

—Por dinero, yo diría.

—¡Es absurdo! Si necesita dinero, sabe que puede acudir a mí.

—Kay... —Wesley se inclinó hacia delante y juntó las manos encima de la mesa—, ¿tienes idea del valor de ciertas informaciones de las que constan ahí?

No respondí.

—Imagina, por ejemplo —continuó él—, que el ERF hubiera desarrollado un aparato de escucha capaz de filtrar y eliminar los ruidos de fondo de modo que tuviéramos acceso, prácticamente, a cualquier conversación de interés para nosotros que se produjera en cualquier parte del mundo. Imagina quién, ahí fuera, estaría encantado de conocer los detalles de nuestros sistemas tácticos por satélite o, ya que hablamos de ello, del software de inteligencia artificial que desarrolla tu sobrina...

—Es suficiente —levanté la mano para que no siguiera, y acompañé el gesto de un suspiro profundo y tembloroso.

—Entonces, dime por qué lo ha hecho. Tú conoces a tu sobrina mejor que yo —Wesley hizo una pausa y apartó la mirada un momento, para volver a fijarla en mí enseguida.— Me has comentado que te preocupaba que Lucy bebiera. ¿Puedes ser más explícita?

—Supongo que bebe como hace todo lo demás: con extremismo. Lucy es o muy buena o muy mala, y el alcohol es un ejemplo más.

Mientras hablaba, me di cuenta de que mis palabras no hacían sino reforzar las sospechas de Wesley.

—Entiendo —murmuró—. ¿Tiene antecedentes de alcoholismo en la familia?

—Empiezo a pensar que hay antecedentes de alcoholismo en todas las familias —repliqué con acritud—. Pero sí: su padre era alcohólico.

—¿Te refieres a tu cuñado?

—Bueno, sólo fue mi cuñado brevemente. Como sabes, Dorothy se ha casado cuatro veces.

—¿Sabías que ha habido noches en las que Lucy no ha vuelto a su habitación?

—No sé nada de eso. ¿Estaba acostada la noche que accedieron a los secretos? Tiene compañeras de planta y una compañera de habitación.

—Pudo escabullirse mientras todas dormían. ¿Os lleváis bien, tú y ella?

—No especialmente.

—Kay, ¿es posible que Lucy hiciera algo así para castigarte?

Rechacé la sugestión y empecé a irritarme con él.

—No. Y, desde luego, no tengo el menor interés en que me utilices para investigar a mi sobrina.

—Kay... —su voz se suavizó—, deseo tan poco como tú que esto sea cierto. Fui yo quien la recomendó al ERF. Y soy yo quien ha estado negociando su contratación para cuando se gradúe en la universidad. ¿Crees que me siento contento?

—Tiene que haber otra explicación para lo sucedido. Wesley movió la cabeza en un lento gesto de negativa.

—Aunque alguien averiguara el número de identificación de Lucy, no habría podido entrar porque el sistema biométrico exige también una comprobación de la huella dactilar de la persona.

—Eso sólo puede significar que quería que la atrapasen —repliqué—. Lucy debería saber mejor que nadie que, si entraba en archivos automatizados, dejaría registros de entrada y salida, marcas de actividad y otros indicios.

—Estoy de acuerdo. Debería saberlo mejor que nadie. Por eso me interesan tanto sus posibles motivos. En otras palabras, ¿qué intentaba demostrar? ¿A quién quería perjudicar?

—Benton, ¿qué sucederá ahora?

—La OPR llevará a cabo una investigación oficial —respondió, aludiendo a la Oficina de Responsabilidad Profesional del FBI, el equivalente a asuntos internos de los cuerpos policiales.

—¿Y si es culpable?

—Depende de si podemos demostrar que robó algo. En este caso, habrá cometido un delito.

—¿Y si no se llevó nada?

—También dependerá de lo que descubra la OPR. Pero creo que, como mínimo, se puede asegurar que Lucy ha violado nuestros códigos de seguridad y que ya no tiene futuro en el FBI —fue su respuesta.

—Estará desolada —murmuré, con la boca tan seca que casi no podía hablar.

Wesley tenía la mirada nublada de fatiga y decepción. Yo sabía muy bien cuánto le gustaba mi sobrina.

—Mientras dura la investigación —continuó en el mismo tono hueco que utilizaba cuando revisaba un caso—, no puede quedarse en Quantico. Ya le han ordenado que recoja sus cosas. ¿No podría irse contigo a Richmond hasta que terminemos los trámites?

—Por mi parte, no hay inconveniente. Pero ya sabes que no estaré allí todo el tiempo.

—No se trata de un arresto domiciliario, Kay —me aseguró Wesley. Sus ojos recobraron cierta calidez por un instante. Entre dos rápidos pestañeos, capté un destello de lo que se agitaba en silencio en sus profundidades frías y oscuras.

Se levantó de la silla.

—La acompañaré a Richmond esta noche. Yo también me puse en pie.

—Kay, espero que estés bien —añadió, y comprendí a qué se refería, y también que no podía pensar en ello ahora.

—Gracias —respondí.

Los impulsos entre mis neuronas se dispararon alocadamente, como si en mi mente se estuviera librando una feroz batalla.

No mucho después, cuando la encontré en su habitación, Lucy estaba deshaciendo la cama. En el momento en que me vio entrar me volvió la espalda.

—¿En qué puedo ayudarte? —le pregunté.

—En nada —Introdujo las sábanas en una funda de almohada y añadió—: Lo tengo todo bajo control.

La estancia contenía el sencillo mobiliario reglamentario: camas individuales gemelas, escritorios y sillas de chapa de roble. En comparación con un apartamento de yuppie, las habitaciones de los dormitorios de Washington eran horribles, pero si se consideraba que el recinto era un cuartel ya no parecían tan malas. Me pregunté dónde estarían las compañeras de planta de mi sobrina
y
su compañera de habitación, y si tendrían alguna idea de lo sucedido.

—Si quieres revisar el armario para asegurarte de que lo he recogido todo —indicó Lucy—, es el de la derecha. Y mira en los cajones.

—No queda nada, a menos que las perchas sean tuyas. Estas perchas acolchadas tan bonitas.

—Son de mamá.

—Entonces, supongo que querrás quedártelas.

—No. Déjaselas al siguiente idiota que termine en este agujero.

—Lucy —protesté—, eso no es culpa del FBI.

—No es justo.

Se arrodilló sobre la maleta para cerrar las hebillas.

—Legalmente, eres inocente hasta que se demuestre tu culpabilidad. Pero hasta que se aclare esta filtración en la seguridad, no debe extrañarte que la Academia no quiera que sigas trabajando en asuntos reservados. Además, no estás detenida. De momento, sólo se te ha exigido que te tomes un permiso temporal.

Lucy se volvió hacia mí con ojos enrojecidos y exhaustos:

—Temporal significa permanente.

Cuando la interrogué con detalle, ya en el coche, mi sobrina pasó de las lágrimas compungidas a unos fugaces arrebatos de ardor que chamuscaban cuanto tenían en torno. Después se durmió, y yo me quedé sin saber más que antes. Encendí los faros antiniebla, porque empezaba a caer una llovizna fría, y seguí la hilera de brillantes luces de posición rojas. A fastidiosos intervalos, la lluvia y las nubes se espesaban en hondonadas y recodos, impidiendo casi la visión. Pero en lugar de detener el coche y esperar a que pasara lo peor, reduje a una marcha más corta y continué adelante en mi máquina de madera de nogal, suave cuero y acero.

Aún no estaba muy segura de por qué había comprado el Mercedes 500E; sólo se me ocurría que, después de la muerte de Mark, me había parecido importante conducir un coche nuevo. Quizá fuera por los recuerdos, porque en el coche anterior nos habíamos amado y peleado con desesperación. O tal vez era, simplemente, que la vida se hacía más dura conforme yo me hacía mayor y necesitaba más energía, más potencia para seguir adelante.

Oí a Lucy revolverse en su asiento cuando tomé hacia Windsor Farms, el viejo barrio de Richmond donde tenía mi casa entre señoriales mansiones georgianas y de estilo Tudor, no lejos de las riberas del James. Justo delante del coche, los faros de éste iluminaron unos pequeños reflectores prendidos en los tobillos de un muchacho montado en bicicleta, al que no reconocí, y pasé ante una pareja, también desconocida para mí, que paseaba a su perro cogida de la mano. Los árboles gomeros habían dejado caer otro cargamento de semillas pringosas sobre mi jardín, en el porche había varios periódicos sin abrir y los cubos grandes de la basura seguían aparcados junto a la calle. No era preciso que me ausentara largos períodos para que me sintiera como una extraña y para que mi casa diese la impresión de estar desocupada.

Mientras Lucy entraba el equipaje, encendí el fuego de gas de la chimenea del salón y acerqué a la llama un puchero de té de Darjeeling. Me quedé sentada ante el fuego durante un rato, a solas, y escuché el ir y venir de mi sobrina mientras se instalaba, tomaba una ducha, todo sin prisas. Nos aguardaba una discusión y su inminencia nos llenaba de zozobra.

—¿Quieres comer algo? —le pregunté cuando la oí entrar.

—No. ¿Tienes una cerveza? Titubeé antes de responder:

—En el frigorífico del bar.

Seguí escuchando unos instantes más sin volverme, y cuando miré a Lucy la vi como yo deseaba que fuera. Tomé un sorbo de té y reuní las fuerzas necesarias para enfrentarme a aquella mujer intimidantemente hermosa y brillante con la que compartía retazos de código genético. Después de tantos años, era hora de que nos conociéramos.

Other books

The Snow Garden by Unknown Author
Take Me On by Katie McGarry
Dreams of Reality by Sylvia Hubbard
Silent Alarm by Jennifer Banash
Raging Passions by Amanda Sidhe
River's End by Nora Roberts
Of Gods and Fae by Tom Keller
Dragons vs. Drones by Wesley King
The Angel Maker - 2 by Ridley Pearson