La granja de cuerpos (30 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: La granja de cuerpos
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—¿Proyecto de investigación? ¡No hay ningún proyecto semejante! —exclamó ella, arisca.

—Ahí está, Grethen. No hay ningún proyecto semejante. Usted engañó a Lucy para conseguir que le permitiera obtener un molde en caucho de su pulgar.

Carrie soltó una breve carcajada.

—¡Dios santo! Ha visto demasiadas películas de James Bond. ¿De veras piensa que alguien va a creer esa...? La interrumpí antes de que terminara:

—Después utilizó ese pulgar de goma para burlar el sistema de seguridad y, a continuación, usted y quienquiera que la acompañase pudieron dedicarse al, llamémoslo así, espionaje industrial. Pero cometió un error.

Se puso muy pálida.

—¿Quiere que le cuente cuál fue? —insistí. Ella continuó callada, pero evidentemente deseaba saberlo. Percibí su paranoia, que irradiaba como una ola de calor—. Verá, Grethen —continué en el mismo tono de voz sensato y moderado—: Cuando se hace un molde de un dedo, la huella digital que se marca es, en realidad, un negativo del original. Lo que se llama una imagen especular. Así pues, la huella del pulgar de goma era el negativo de la imprenta dactilar de Lucy. En otras palabras, estaba al revés. Y el examen de la huella registrada en el sistema a las tres de la madrugada lo indicará con toda claridad.

Tragó saliva con dificultad y sus siguientes palabras confirmaron todas mis conjeturas:

—No puede demostrar que fui yo quien lo hizo.

—¡Oh!, ya lo demostraremos. Pero, por el momento, hay una cosa más que quiero decirle. Una cosa aún más importante —Me incliné hacia delante y me llegó su aliento a café—. Usted se aprovechó de los sentimientos de mi sobrina. Se aprovechó de su juventud, de su inexperiencia y de su honradez —Me acerqué tanto que casi le rocé la cara—. No vuelva a ver a Lucy nunca más. No vuelva a dirigirle la palabra. No la llame por teléfono. ¡No piense en ella siquiera!

Mi mano asió la pistola en el bolsillo de la chaqueta. Casi deseaba que me obligara a usarla.

—Y si descubro que fue usted quien la echó de la carretera —añadí con una voz sosegada que sonaba como un instrumento quirúrgico de frío acero—, me encargaré personalmente de perseguirla. La acosaré el resto de su desgraciada vida. Estaré siempre pendiente de sus peticiones de libertad condicional. Acudiré a un tribunal tras otro, a un gobernador tras otro, para convencerlos de que es una perturbada y de que representa un peligro para la sociedad. ¿Me ha entendido?

—¡Váyase al infierno! —fue su respuesta.

—Ni lo sueñe —repliqué—. Pero usted ya ha caído en él, se lo aseguro.

Carrie Grethen se puso en pie bruscamente y sus pasos coléricos la llevaron de nuevo a la tienda de artículos de espionaje. Yo estaba todavía sentada en el banco, con el corazón acelerado, cuando vi que un hombre entraba tras ella y se ponían a hablar. No sé por qué, la figura del hombre me llamó la atención. A primera vista, había algo especial en los rasgos aguzados de sus facciones, en su espalda de amplios hombros y cintura estrecha y en el negro artificial de sus cabellos alisados con gomina. Vestido con un espléndido traje de seda azul noche, llevaba una especie de maletín de piel de cocodrilo.

Me disponía a alejarme cuando el hombre se volvió hacia mí y, durante un instante eléctrico, nuestras miradas se encontraron. Sus ojos eran de un azul penetrante.

No me apresuré. Me sentía como una ardilla en medio de la carretera, que corre en una dirección y en otra y, al final, termina donde empezó. Finalmente eché a andar lo más deprisa posible; luego, a correr. El ruido del agua de la fuente me sonaba a pisadas apresuradas y me hizo creer que el hombre me perseguía. No me acerqué a ninguna cabina telefónica porque me daba miedo detenerme. El corazón me latía tan aceleradamente que pensé que iba a estallar.

Crucé el aparcamiento a toda prisa y, cuando saqué las llaves del coche, me temblaban las manos. No descolgué el teléfono móvil hasta que estuve en la carretera, en plena marcha y sin ver señales de que el hombre me siguiera.

—¡Benton! ¡Oh, Dios mío!

—¿Kay? ¿Qué sucede?

La voz alarmada de Wesley llegaba por el aparato entre crepitaciones e interferencias, pues el norte de Virginia es conocido por el excesivo número de teléfonos celulares.

—¡Gault! —exclamé entre jadeos mientras pisaba el freno justo a tiempo de evitar el impacto con la parte posterior de un Toyota—. ¿He visto a Gault!

—¿Que lo has visto? ¿Dónde?

—En «Yo soy espía». La tienda.

—¿Qué espías? ¿Una tienda? ¿De qué me hablas?

—La tienda donde trabaja Carrie Grethen. Esa con la que la hemos relacionado. ¡Gault estaba allí, Benton! Lo he visto entrar cuando me marchaba, y se ha puesto a hablar con ella, y entonces me ha descubierto y yo he salido corriendo.

—¡Poco a poco, Kay! —Su voz sonaba cargada de tensión. No recordaba haberla oído nunca en aquel tono—. ¿Dónde estás ahora?

—En la 1—95, sur. Estoy bien.

—Sigue conduciendo, por el amor e Dios. No te detengas por nada. ¿Sabes si ese hombre te ha visto subir al coche?

—No lo creo... ¡Mierda, no lo sé!

—¡Kay...! —dijo Benton en tono enérgico—. Tranquilízate —añadió con voz más pausada—. Quiero que conduzcas tranquila, no vayas a tener un accidente. Ahora haré unas llamadas. Lo encontraremos.

Pero yo sabía que no darían con él. Sabía que, cuando el primer agente recibiera la orden de acudir allí, Gault habría desaparecido. Me había reconocido: su mirada fría y azul no dejaba lugar a dudas. Y, naturalmente, habría comprendido lo que me disponía a hacer yo tan pronto tuviera ocasión. Y volvería a desaparecer.

—Creía que habías dicho que estaba en Inglaterra —fue mi estúpido comentario.

—Sólo dije que lo sospechábamos.

—¿No lo ves, Benton? —Continué hablando porque mi mente se negaba a calmarse. A derecha e izquierda surgían nuevas conexiones—. Gault está metido en esto. Está relacionado con lo sucedido en el ERF. Puede que fuera él quien envió a Carrie Grethen, quien la empujó a hacer lo que hizo. Quien la convirtió en su espía.

Wesley permaneció callado mientras la idea calaba en él. Era una idea tan espantosa que, obviamente, se negaba a admitirla. Noté que su voz comenzaba a quebrarse. Comprendí que él también empezaba a sentirse frenético, porque no convenía mantener una conversación como aquélla por un teléfono móvil.

—¿Para conseguir qué? —graznó por último—. ¿Qué información podría querer?

Yo lo sabía. Lo sabía perfectamente.

—La referente a CAÍN —respondí, y la comunicación se cortó.

16

R
egresé a Richmond sin la sensación de que la sombra maligna de Gault siguiera mis pasos. Sin duda, él tenía otro programa de actividades, otros demonios que combatir, y había escogido no venir a por mí. Con todo, tan pronto estuve en casa volví a conectar la alarma y no fui a ninguna parte, ni siquiera al baño, sin mi arma.

Poco después de las dos me acerqué al hospital y acompañé a Lucy hasta el coche. Ella se empeñó en impulsar sola su silla de ruedas, pese a mi insistencia en que me dejara empujarla prudentemente, como a una buena tía le correspondía hacer. Lucy no quería mi ayuda para nada, aunque tan pronto llegamos a casa sucumbió a mis atenciones y la acomodé en la cama, donde se quedó un rato dormitando.

Mientras tanto puse al fuego una sopa de ajos tiernos, una
zuppa
muy común en las colinas de Brisighella, donde con ella se ha alimentado desde antiguo a niños y a ancianos. Cuando hube encendido el fuego del salón y los maravillosos aromas llenaron la casa, la sopa y unos raviolis rellenos de calabaza y castaña surtieron efecto y me levantaron el ánimo. Realmente, siempre que pasaba largos períodos sin cocinar tenía la sensación de que en mi encantadora casa no vivía nadie, de que nadie cuidaba de ella. Casi parecía que se entristecía.

Más tarde, bajo un cielo que amenazaba lluvia, fui a recoger a mi hermana al aeropuerto. No la había visto desde hacía tiempo y estaba cambiada. Siempre lo estaba, de una visita a otra, porque Dorothy era una mujer muy insegura (lo cual explicaba que pudiera ser tan mezquina) y tenía la costumbre de cambiar periódicamente de peinado y de estilo de vestir.

Aquella tarde, junto a la puerta de US Air, escruté las caras de los pasajeros que procedían de la pasarela de desembarque dispuesta a reconocer cualquier detalle familiar. La identifiqué por la nariz y por el hoyuelo en el mentón, ya que ninguno de ambos rasgos era fácil de alterar. Llevaba los cabellos negros, aplastados contra la cabeza como un casco de cuero, los ojos tras unas gafas enormes y, al cuello, un pañuelo de color rojo subido. Delgada y a la moda, con pantalones de montar ajustados y botas altas de cordones, avanzó directamente hacia mí y me besó en la mejilla.

—Kay, qué maravilla verte. Pareces cansada.

—¿Cómo está mamá?

—La cadera, ya sabes... ¿Tienes coche?

—De alquiler.

—Lo primero que pensé fue que estarías sin el Mercedes. No puedo ni imaginar qué sería de mí sin el mío.

Dorothy tenía un 190E que había conseguido cuando salía con un policía de Miami. El coche se lo habían confiscado a un traficante de drogas y fue vendido en una subasta por una cantidad irrisoria. Era azul marino, con abundantes complementos y accesorios.

—¿Traes equipaje? —pregunté.

—Sólo esto. ¿A qué velocidad iba Lucy?

—No recuerda nada de lo sucedido.

—No te imaginas cómo me sentí cuando sonó el teléfono. Dios mío. El corazón me dio un vuelco, te lo aseguro. Llovía, y yo no tenía paraguas.

—Sólo puede entenderlo quien lo haya vivido —siguió diciendo ella—. Ese momento..., ese momento sencillamente horrible en que una no sabe qué ha sucedido, pero está segura de que le espera alguna mala noticia sobre un ser querido... Oye, supongo que no habrás aparcado demasiado lejos. Quizá será mejor que espere aquí.

—Tendré que ir al aparcamiento, pagar, salir y dar toda la vuelta —Desde donde estábamos, en la acera, alcanzaba a ver el coche—. Tardaré diez o quince minutos.

—Perfecto. No te preocupes por mí. Esperaré dentro y estaré pendiente de ti. Tengo que ir al baño. ¡Debe de ser tan cómodo no haber de preocuparse más de ciertas cosas!

No volvió sobre el tema hasta que estuvo en el coche y abandonamos el aeropuerto.

—¿Tú tomas hormonas? —me preguntó entonces,

—¿Para qué?

Llovía con fuerza, unas gotas grandes que martilleaban el techo como una manada de animalillos en estampida.

—Para el cambio.

Dorothy sacó una bolsita y empezó a mordisquear una galleta de jengibre.

—¿Qué cambio?

—Ya sabes. Los sofocos, el mal humor. Conozco a una mujer que empezó con estas cosas el mismo día que cumplió los cuarenta. La mente influye tanto en una...

Conecté la radio. Ella continuó a los pocos momentos:

—En el avión nos han servido una porquería, y ya sabes cómo me pongo cuando estoy sin comer —Devoró otra galleta—. Sólo veinticinco calorías y me permito ocho al día, así que tendremos que parar en alguna parte a comprar más. Y manzanas, por supuesto. ¡Qué suerte tienes! Por lo que veo, no necesitas preocuparte en absoluto por el peso... aunque imagino que si yo me dedicara a lo mismo que tú, pronto perdería el apetito.

—Dorothy, hay un centro de rehabilitación en Rhode Island del que te quiero hablar.

Mi hermana suspiró profundamente.

—Lucy me tiene tan preocupada...

—Es un programa de cuatro semanas.

—No sé si podría soportar la idea de tenerla tan lejos, encerrada en un sitio así. Engulló otra galleta.

—Pues tendrás que soportarlo, Dorothy. Este asunto es muy serio.

—Dudo que ella quiera ir. Ya sabes lo testaruda que puede ser —Reflexionó un instante y suspiró de nuevo—: Bueno, tal vez sea una buena idea. Y mientras está allí, quizá puedan arreglarle unas cuantas cosas más.

—¿Qué cosas más, Dorothy?

—Debo confesarte que no sé qué hacer con ella. No entiendo qué es lo que ha ido mal, Kay —Soltó unas lagrimillas—. Con el debido respeto, no te imaginas qué se siente cuando una hija te sale así, torcida como un sarmiento. No sé qué sucedió. Desde luego, no será porque tuviera malos ejemplos en casa. Acepto que me critiquen por ciertas cosas, pero eso, no.

Desconecté la radio y me volví a mirarla.

—¿De qué estás hablando?

Una vez más, me sorprendió lo mucho que me disgustaba mi hermana. Que fuese mi hermana me daba igual: yo no era capaz de encontrar nada en común entre nosotras, excepto nuestra madre y el recuerdo de haber vivido en la misma casa.

—No puedo creer que no te hayas fijado. O tal vez a ti te parezca normal —Sus emociones ganaban impulso conforme nuestro enfrentamiento se despeñaba pendiente abajo imparablemente—. Y no sería del todo sincera si no te dijese que me ha preocupado tu influencia en ese aspecto, Kay; y no es que te juzgue, porque, desde luego, tu vida privada es asunto tuyo y hay cosas que no se pueden remediar —Se sonó la nariz y le brotaron más lágrimas. Mientras, la lluvia seguía cayendo con fuerza—. ¡Maldita sea, resulta tan difícil...!

—Dorothy, por el amor de Dios. ¿De qué demonios estás hablando?

—Ella se fija en todo lo que haces, en cada maldito detalle. Si te cepillas los dientes de determinada manera, puedes apostar a que ella lo hará igual. Y que conste que he sido muy comprensiva. No todo el mundo lo habría sido tanto: años y años, tía Kay esto, tía Kay aquello...

—Dorothy...

—Nunca me he quejado ni he intentado arrancarla de tu regazo, por así decirlo. Siempre he querido solamente lo mejor para ella y por eso he tolerado esas muestras de veneración a su heroína.

—Dorothy...

—No tienes idea del sacrificio —Se sonó la nariz ruidosamente—. Como si no bastara con que día tras día me comparasen contigo en la escuela y con tener que aguantar los comentarios de mamá porque tú siempre has sido tan cochinamente perfecta en todo...

»Perfecta en todo, maldita sea: en cocinar, en reparar cosas, en ocuparte del coche, en pagar las cuentas... Cuando crecíamos, tú eras el auténtico hombre de la casa; después te convertiste en
el padre
de mi hija. ¡Si eso no es el colmo...!

—¡Dorothy!

Pero mi hermana no quería parar:

—Y ahí no puedo competir. Desde luego, no puedo ser
su padre.
Acepto que tú tienes más de hombre que yo. ¡Oh, sí! En eso me ganas indiscutiblemente, Kay. Mierda, es tan injusto. Y además, para colmo, eres «la tetas» de la familia. ¡El hombre de la casa es quien tiene las tetas más grandes!

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