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Authors: Patricia Cornwell

La granja de cuerpos (11 page)

BOOK: La granja de cuerpos
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—asentí—. Pero, sobre todo, lo que veo son inconsistencias.

—¿Por ejemplo?

Jenrette realizó una incisión en el cuero cabelludo detrás de las orejas y lo separó para poner al descubierto el cráneo; con ello, el rostro del muerto se transformó de pronto en una máscara triste y floja.

—Además de que no encontramos ningún frasco de perfume que corresponda a la fragancia que llevaba Ferguson, tampoco había en la casa más ropa de mujer que la que él vestía —expliqué—. Sólo faltaba un condón de la caja. La cuerda era vieja y tampoco encontrarnos nada, ninguna otra soga, de la que pudiera proceder. Tuvo la precaución de envolverse el cuello con una toalla, pero escogió un nudo que resulta sumamente peligroso.

—Como sugiere el nombre —apuntó Jenrette.

—Eso es. El nudo de horca tira muy suavemente y no se puede aflojar. No es el más indicado, precisamente, cuando uno está bebido y encaramado a un taburete de bar barnizado... del cual es más fácil caerse que de una silla, por cierto.

—Yo diría que poca gente sabrá hacer un nudo de horca

—reflexionó Jenrette.

—La pregunta es si Ferguson tendría alguna razón para saberlo.

—Puede que lo mirase en un libro. He visto bastantes libros sobre nudos.

—No encontramos nada de esto en la casa —le recordé.

—Supongamos que uno tuviera un libro de ésos, ¿necesitaría ser un astrofísico o algo así para hacer un nudo de horca siguiendo instrucciones?

—Ser un astrofísico de cohetes, no, pero sí necesitaría un poco de práctica.

—¿Por qué habría de interesarse en un nudo como ése? ¿No sería más sencillo uno corredizo?

—El de horca es morboso, siniestro. Es limpio, preciso. No lo sé. ¿Cómo está el teniente Mote? —añadí.

—Estable, pero seguirá un tiempo en la UCI.

Jenrette volvió a concentrarse en la sierra Stryker. Ambos guardamos silencio mientras él extraía el casquete craneal. Cuando hubo extraído también el cerebro y procedido al examen del cuello, dijo:

—No veo nada, ¿sabe? No hay hemorragia de los músculos esplenios, el hioides está intacto, no hay fractura del cuerno superior del cartílago tiroideo. La columna no está fracturada, pero supongo que eso no sucede más que en los ahorcamientos judiciales.

—A menos que el sujeto sea obeso, con alteraciones artríticas de las vértebras cervicales y quede suspendido accidentalmente en una postura extraña —respondí.

—¿Quiere echar un vistazo?

Me puse los guantes y aproximé una luz.

—Doctora, ¿cómo sabremos que estaba vivo cuando se colgó?

—No podemos saberlo con absoluta certeza —reconocí—. A menos que encontremos otra causa de la muerte.

—Como un envenenamiento.

—Es lo único que se me ocurre en este momento. Pero si se trata de eso, tuvo que ser algo que actuara muy deprisa. Sabemos que no llevaba mucho rato en casa cuando Mote le encontró muerto; por lo tanto, casi se puede descartar que la causa de la muerte sea otra que la asfixia por ahorcamiento.

—¿Qué me dice de la manera?

—Eso queda pendiente de aclaración —apunté.

Efectuada la disección de los órganos de Ferguson, y una vez devueltos éstos al cuerpo en una bolsa de plástico colocada en el interior de la cavidad torácica, ayudé a Jenrette a limpiar. Con la manguera, aseamos la mesa y el suelo mientras un auxiliar del depósito se llevaba el cadáver y lo guardaba en el frigorífico. Lavamos jeringas e instrumental mientras seguíamos charlando de lo que sucedía en aquel rincón del mundo que, al principio, había atraído al joven médico porque era un lugar seguro.

Me contó que había querido fundar una familia en un sitio donde la gente todavía creía en Dios y en la santidad de la vida. Quería que sus hijos asistieran a la iglesia y practicaran deportes. Los quería incontaminados por las drogas, la inmoralidad y la violencia de la televisión.

—Lo cierto es, doctora Scarpetta —continuó—, que en realidad no queda ningún sitio así. Ni siquiera éste. La semana pasada hice la autopsia a una chiquilla de once años sometida a abusos sexuales y asesinada. Ahora, a un agente de la Oficina de Investigación del Estado disfrazado de mujer. El mes pasado, a una chica de Oteen con una sobredosis de cocaína. Sólo tenía diecisiete años. Y luego están los conductores borrachos. Me llegan continuamente, ellos y quienes se llevan por delante.

—¿Doctor Jenrette?

—Llámeme Jim —dijo él, al tiempo que recogía los formularios de un estante, con aire melancólico.

—¿Qué edad tienen sus hijos? —le pregunté.

—Bueno, mi mujer y yo seguimos intentándolo —Carraspeó y desvió la mirada, pero tuve tiempo de percibir su pesadumbre—. ¿Y usted? ¿Tiene hijos?

—Estoy divorciada y tengo una sobrina que es casi una hija —respondí—. Estudia en la Universidad de Virginia y, en estos momentos, tiene un contrato de prácticas en Quantico.

—Vaya, debe de estar muy orgullosa de ella.

—Claro que sí.

Pero de nuevo las imágenes y las voces, los temores secretos por la vida de Lucy, ensombrecieron mi ánimo.

—En fin, sé que quiere que sigamos hablando de Emily Steiner. Todavía tengo el cerebro aquí, si desea verlo.

—Desde luego, doctor.

No es infrecuente que los patólogos introduzcan los cerebros en una solución de formol al diez por ciento llamada formalina. El proceso químico conserva el tejido y le da firmeza, lo cual facilita los estudios posteriores, sobre todo en los casos en que se ha producido un traumatismo en el más increíble y el menos comprendido de todos los órganos humanos.

El procedimiento era tristemente utilitario hasta el punto de la indignidad, si una prefería considerarlo de este modo. Jenrette se acercó hasta una de las piletas y tomó de debajo de ella un cubo de plástico cuya etiqueta llevaba el nombre de Emily Steiner y el número del caso. Tan pronto como él sacó el cerebro del baño de formalina y lo colocó sobre el tablero de disección, tuve la certeza de que el examen general no haría sino corroborar con más fuerza que en aquel caso había algo muy feo.

—No se observan reacciones vitales. Absolutamente ninguna —comenté con sorpresa mientras los vapores del formol me irritaban los ojos.

Jenrette introdujo una sonda por el recorrido de la bala.

—Ni hemorragia, ni tumefacción —continué—. Pero el proyectil no atravesó el puente y tampoco afectó los ganglios básales ni ninguna otra estructura de la zona que se considere vital —Levanté la vista hacia él—. No es una herida que cause la muerte instantánea.

—Eso parece indiscutible.

—Debemos buscar otra causa de la muerte.

—Desde luego, me encantaría que me dijera cuál, doctora. He encargado unas pruebas toxicológicas pero, a menos que aparezca algo significativo, no se me ocurre ninguna explicación. Ninguna, salvo el disparo en la cabeza.

—Me gustaría echar un vistazo a una muestra del tejido pulmonar —le dije.

—Venga a mi despacho.

Me rondaba por la mente la posibilidad de que la chiquilla hubiera muerto ahogada, pero unos instantes sentada tras el microscopio de Jenrette con una muestra del tejido solicitado en el portaobjetos bastaron para que me diera cuenta de que las incógnitas permanecían en pie.

—Si se hubiera ahogado —le expliqué al joven médico mientras observaba por el aparato—, los alvéolos estarían dilatados. Habría fluido edemático en los espacios alveolares con un cambio autolítico desproporcionado del epitelio respiratorio —Ajusté el foco nuevamente—. En otras palabras, de haberse contaminado con agua dulce, los pulmones habrían empezado a descomponerse más deprisa que otros tejidos. Y no es así.

—¿Qué me dice de la asfixia por estrangulamiento? —preguntó Jenrette.

—El hioides estaba intacto y no había hemorragias petequiales.

—Exacto.

—Y más importante todavía —indiqué—: si alguien intenta sofocarte o estrangularte, lo normal es que te resistas como una fiera. Pero no se aprecian lesiones en la nariz o en los labios. No hay lesiones defensivas de ninguna clase.

Jenrette me entregó un grueso expediente y me dijo que allí estaba todo. Mientras él dictaba el informe sobre Max Ferguson, revisé todos los documentos, peticiones al laboratorio y formularios relacionados con el asesinato de Emily Steiner. Su madre, Denesa, había estado llamando al despacho del doctor Jenrette entre una y cinco veces diarias desde que se descubriera el cuerpo, lo cual me pareció bastante insólito.

—El cuerpo fue introducido en una bolsa de plástico negra, sellada por la policía local de Black Mountain. El número de sello es 445337 y el sello está intacto...

—¿Doctor Jenrette? —le interrumpí. El retiró el pie del pedal del dictáfono.

—Jim, por favor —insistió.

—Parece que la madre le ha llamado a usted con una frecuencia inusual.

—Algunas llamadas han sido una especie de juego del escondite telefónico. Pero, sí —se quitó las gafas y se frotó los ojos—, ha llamado mucho.

—¿Por qué?

—Sobre todo, porque está terriblemente perturbada, doctora Scarpetta. Quiere estar segura de que su hija no sufrió.

—¿Y usted qué le dice?

—Le digo que con una herida como ésa, no es probable. Quiero decir que debía de estar inconsciente... En fin, probablemente lo estaba, cuando le hicieron lo demás.

Jenrette calló. Los dos sabíamos que Emily Steiner había sufrido. Que había padecido un miedo cerval. En algún momento debía de haber comprendido muy claramente que iba a morir.

—¿Y eso es todo? —quise saber—. ¿Ha llamado todas esas veces para averiguar si su hija había sufrido?

—Bueno, no. Tenía preguntas, quería información... Nada de especial relevancia —Con una sonrisa apesadumbrada, Jim Jenrette continuó—: Creo que sólo necesita a alguien con quien hablar. Es una buena mujer que lo ha perdido todo en esta vida. No puedo expresarle cuánto me compadezco de ella y cuánto rezo para que capturen al monstruo terrible que lo hizo. Ese monstruo de Gault, según he leído. El mundo no será seguro mientras alguien así siga en él.

—El mundo no será seguro nunca, doctor. Pero no alcanzo a decirle cuánto deseamos capturarle. Cazar a Gault. Cazar a cualquiera que haga una cosa así —respondí.

Mientras hablaba, yo había abierto un sobre que contenía una serie de fotografías satinadas de veinticinco por veinte. Sólo una de ellas me resultó desconocida y la estudié minuciosamente, un buen rato, en tanto que el doctor Jenrette seguía dictando con voz monocorde. No supe qué tenía ante mis ojos porque nunca había visto nada semejante, y mi respuesta emocional fue una mezcla de excitación y miedo. La fotografía mostraba la nalga izquierda de Emily Steiner, en cuya piel se apreciaba una marca pardusca irregular no mayor que el tapón de una botella.

—La pleura visceral muestra petequias diseminadas a lo largo de las fisuras interlobulares...

—¿Qué es esto? —interrumpí de nuevo el dictado del joven doctor.

Jenrette desconectó el micrófono. Yo me situé a su lado de la mesa y coloqué la fotografía ante sus ojos. Señalé la marca en la piel y capté un aroma a Old Spice que me hizo pensar en mi ex marido, Tony, quien siempre lo usaba con exceso.

—Esta marca de la nalga no aparece mencionada en su informe —añadí.

—No sé qué es —respondió él, sin el menor tono defensivo en su voz. Simplemente, parecía cansado—. Di por sentado que era cosa de algún artefacto post mortem.

—No conozco ningún artefacto que pueda dejar una marca así. ¿Hizo la resección de la zona?

—No.

—El cuerpo estuvo apoyado sobre algo que dejó esa señal —Volví a mi silla, me instalé en ella y me incliné hacia el escritorio de Jenrette—. Podría ser importante.

—Sí, imagino que lo sería, si las cosas son como usted dice —respondió él con creciente abatimiento.

—No lleva mucho tiempo enterrada... —Hablé con voz queda, pero con sentimiento. Jenrette me miró, incómodo, pero continué diciendo—: Doctor, la chica nunca estará en mejores condiciones de lo que está ahora. Creo de veras que deberíamos echar otro vistazo al cuerpo.

El se humedeció los labios sin parpadear.

—Doctor Jenrette —dije por último—, debemos exhumar el cuerpo de inmediato.

Jenrette buscó el número en su fichero giratorio y cogió el teléfono.

Le observé mientras marcaba.

—¿Oiga? Soy el doctor James Jenrette —dijo a quien respondió—. ¿Podría hablar con el juez Begley?

Su señoría, Hal Begley, dijo que nos recibiría en su despacho media hora más tarde. Conduje yo, siguiendo las indicaciones del doctor, y aparqué en la calle College con tiempo de sobra.

La sede de los tribunales del condado de Buncome era un viejo edificio de ladrillos oscuros que, supuse, había sido el más alto del centro de la ciudad hasta no hacía muchos años. Tenía trece pisos, con la cárcel en el último, y mientras alzaba la vista hacia las ventanas con barrotes que se recortaban contra un cielo azul luminoso, pensé en la cárcel superpoblada de Richmond, que se extendía por varias hectáreas con rollos de alambre de espino como única vista, e intuí que, si la violencia continuaba haciéndose tan alarmante y frecuente, no pasaría mucho tiempo sin que las poblaciones como Asheville necesitaran más celdas,

—El juez Begley no es conocido por su paciencia —me previno Jenrette mientras subíamos los peldaños de mármol y entrábamos en la vieja sede judicial—. Y le aseguro que no le va a gustar su plan.

Yo sabía que a él tampoco le gustaba, pues a ningún patólogo forense le gusta que un colega husmee en su trabajo. El doctor Jenrette y yo sabíamos que mi presencia implicaba que él no había realizado bien su trabajo.

—Escuche —le contesté mientras avanzábamos por un pasillo de la tercera planta—, a mí tampoco me entusiasma. No me gustan las exhumaciones. Ojalá hubiera otra manera.

—Pues yo, ojalá tuviera más experiencia en casos como los que usted ve cada día.

—No veo casos como éste cada día —repliqué, conmovida por su humildad—. ¡Gracias a Dios!

—Bueno, doctora, mentiría si le dijera que no lo pasé fatal cuando me llamaron para el levantamiento del cadáver. Quizá debería haberle dedicado un poco más de tiempo.

—Creo que el condado de Buncombe tiene muchísima suerte por contar con usted —respondí con franqueza, al tiempo que abríamos la puerta del antedespacho del juez—. Ojalá tuviera más médicos como usted en Virginia. Le contrataría.

Comprendió que lo decía en serio y sonrió. Una secretaria, la mujer más vieja que he visto nunca en activo, nos miró a través de unas gruesas gafas. Usaba máquina de escribir eléctrica en lugar de ordenador y, a la vista de los numerosos archivos de acero gris que forraban las paredes, deduje que su fuerte era clasificar. La luz del sol se filtraba, mortecina, por unas persianas venecianas apenas entreabiertas, y una galaxia de polvo flotaba en el aire. Capté el olor a Rose Milk mientras la mujer se frotaba las manos huesudas con una gota de crema hidratante.

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