—Me rechazaron todo —repitió Triss—. Tan sabias, tan razonables, tan lógicas... ¿Cómo no creerlas cuando explican que hay asuntos importantes y menos importantes, que hay que renunciar a los menos importantes sin pensarlo, sacrificarlos para los importantes sin gota de tristeza? ¿Que no tiene sentido salvar a la gente que se conoce y que se quiere porque son individuos, y los individuos no tienen importancia para el destino del mundo? ¿Que no tiene sentido luchar por la dignidad, el honor y los ideales porque son conceptos vacíos? ¿Que el verdadero campo de batalla en el que se juega el destino del mundo está en otro lugar completamente distinto, que se luchará en otro lugar? Y yo me siento robada. Robada de la posibilidad de cometer locuras. No puedo lanzarme locamente en ayuda de Ciri, no puedo correr como una loca y salvar a Geralt y Yennefer. No sólo eso, en la guerra que se está desarrollando, en la guerra a la que enviaste a tus muchachas... en la guerra a la que Jarre ha huido, se me niega incluso la posibilidad de estar de pie en el monte. De estar otra vez de pie en el monte. Sabiendo esta vez que he tomado una decisión verdaderamente consciente y útil.
—Todo el mundo tiene su decisión y todo el mundo tiene su monte, Triss —dijo la sacerdotisa mayor en voz baja—. Todo el mundo. Tú tampoco puedes huir de los tuyos.
*****
En la entrada a la tienda había un tumulto. Traían a otro herido, asistido por varios caballeros. Uno, con armadura de placas completa, gritaba, ordenaba, apremiaba.
—¡Menéate, ganapán! ¡Más ligero! ¡Traedlo acá, acá! ¡Eh, tú, matasanos!
—Estoy ocupado. —Rusty ni siquiera alzó la vista—. Por favor, poned al herido en las andas. Me ocuparé de él en cuanto termine.
—¡Te ocuparás de él de inmediato, medicucho de mierda! ¡Pues éste es el mismo excelentísimo señor conde de Garramone!
—Este hospital. —Rusty alzó la voz, enfadado porque la punta de la flecha rota que estaba clavada en las entrañas del herido se le volvió a resbalar de las pinzas—. Este hospital tiene muy poco que ver con la democracia. Aquí nos traen principalmente a la crema de los ordenados caballeros. Barones, condes, marqueses y otros de este color. De los heridos de más bajo nacimiento casi nadie se cuida. Mas algún tipo de igualdad existe. Al menos en mi mesa.
—¿Eh? ¿Lo qué?
—No importa —Rusty de nuevo introdujo en la herida la sonda y las pinzas— si éste de aquí, del que precisamente estoy sacando el hierro de sus tripas, es un patán, un hidalgo, nobleza antigua o aristocracia. Está encima de mi mesa. Y en mi mesa, por tararear algo, soy un truhán, soy un señor.
—¿Lo qué?
—Vuestro conde habrá de esperar su turno.
—¡Mediano de mierda!
—Ayúdame, Shani. Toma la otra pinza. ¡Cuidado con la arteria! Marti, un poquito más de magia, si puedo pedir, tenemos una hemorragia bastante grande.
El caballero dio un paso al frente, sus armas y dientes rechinaron.
—¡Haré que te ahorquen! —gritó—. ¡Haré que te ahorquen, inhumano!
—Calla, Papebrock —habló con esfuerzo, mordiéndose los labios, el conde herido—. Calla. Déjame aquí y vuelve a la lucha...
—¡No, mi señor! ¡Jamás de los jamases!
—Es una orden.
Del otro lado de la lona llegaron el estruendo y el tintineo del acero, el roncar de los caballos y unos gritos salvajes. Los heridos en el lazareto gritaban con distintas voces.
—Mirad, por favor. —Rusty alzó las pinzas, mostró la punta de flecha extraída por fin—. Produjo esta joyita un artesano, que gracias a la producción puede mantener a una familia numerosa, aparte de ello sirve para el desarrollo del pequeño negocio, es decir, del bienestar general y la felicidad común. Y la forma en que esta maravilla se sujeta en las entrañas humanas de seguro que está protegida por una patente. Viva el progreso.
Echó desmañadamente la punta ensangrentada a un cubo, miró al enfermo, que se había desmayado durante su perorata.
—Cosed y retirad. —Asintió—. Si tiene suerte, vivirá. Dadme el siguiente en la cola. El de la cabeza rota.
—Ése —habló con voz serena Marti Sodergren— ha dejado su sitio en la cola. Hace un momento.
Rusty inspiró y espiró aire, se alejó de la mesa sin comentarios innecesarios, se paró junto al conde herido. Tenía las manos mojadas, el delantal cubierto de sangre como un carnicero. Daniel Etcheverry, conde de Garramone, palideció aún más.
—Venga —dijo con sorna Rusty—. Es vuestro turno, señor conde. Ponedlo en la mesa. ¿Qué tenemos aquí? Ja, de esta articulación no ha quedado nada que se pueda salvar. ¡Migas! ¡Potaje! ¿Con qué os habéis golpeado, señor conde, que os habéis destrozado tanto las patas? Va, dolerá algo, excelentísimo señor. Dolerá algo. Pero no tengáis miedo. Será exactamente igual que en la batalla. Vendas. ¡Cuchillo! ¡Amputemos, poderoso señor!
Daniel Etcheverry, conde de Garramone, que hasta entonces había mantenido el tipo, aulló como un lobo. Antes de que se desencajara las mandíbulas de dolor, Shani, con un rápido movimiento, le introdujo entre los dientes un anillito de madera de tilo.
*****
—¡Su majestad! ¡Señor condestable!
—Habla, muchacho.
—El Pelotón de Voluntarios y la Compañía Libre mantienen el istmo junto al estanque Dorado... Los enanos y condotieros resisten con vehemencia aunque terriblemente diezmados... Se dice que «Adieu» Pangratt ha muerto, Frontino ha muerto, Julia Abatemarco ha muerto... ¡Todos, todos han muerto! La bandera doriana, que acudió en su ayuda, ha sido aniquilada.
—Retirada, señor condestable —dijo Foltest en voz baja pero muy clara—. Si queréis saber mi opinión, es hora de batirse en retirada. ¡Que Bronibor empuje a los Negros con su infantería! ¡Ahora! ¡De inmediato! De otro modo nos desharán la formación y eso significa el final.
Juan Natalis no respondió, mientras observaba desde lejos cómo el siguiente enlace venía hacia él galopando desaforadamente en un caballo lleno de espuma.
—Toma aliento, muchacho. ¡Toma aliento y habla coordinadamente!
—Han quebrado el... frente... los elfos de la brigada Vrihedd... El señor de Ruyter les transmite a sus señorías...
—¿Qué es lo que transmite? ¡Habla!
—Que es hora de salvar la vida.
Juan Natalis alzó sus ojos al cielo.
—Blenckert —dijo con voz sorda—. Que venga Blenckert. O que venga la noche.
*****
La tierra alrededor de la tienda temblaba bajos los cascos, la lona parecía que se iba a romper ante los gritos y los relinchos de los caballos. Un soldado entró en la tienda, junto a él dos sanitarios.
—¡Gente, huirsus! —gritó el soldado—. ¡Salvarsus! ¡Nilfgaard nos gana! ¡Perdición! ¡Perdición ¡Derrota!
—¡Una pinza! —Rusty echó atrás su rostro ante el chorro de sangre, la enérgica y viva fuente que surgía de la arteria—. ¡Ceja! ¡Y tampón! ¡Ceja, Shani! ¡Marti, por favor, haz algo con esta hemorragia...!
Alguien junto a la tienda gritó como un animal, corto, quebrado. Un caballo relinchó, algo cayó al suelo con un tintineo y un estampido. El virote de una ballesta atravesó con un chasquido la lona, silbando, voló en la dirección contraria, por suerte demasiado alto como para amenazar a los heridos que descansaban en las andas.
—¡Nilfgaard! —gritó otra vez el soldado, con una voz aguda y temblorosa—. ¡Señor curador! ¡No oísteis lo que sus dijera! ¡Nilfgaard cortó las líneas del nuestro rey, avanza y mata! ¡Huiiir!
Rusty le quitó la aguja a Marti Sodergren, dio la primera puntada. Hacia tiempo que el paciente no se movía. Pero le latía el corazón. Se veía.
—¡No quiero moriiir! —gritó uno de los heridos que estaban conscientes. El soldado maldijo, se lanzó a la salida, de pronto gritó, cayó hacia atrás, salpicando sangre, se derrumbó en el suelo. Iola, que estaba de rodillas junto a las andas, se puso de pie, retrocedió. De pronto se hizo el silencio.
Malo, pensó Rusty, al ver quién entraba en la tienda. Elfos. Un rayo de plata. La brigada Vriheed. La famosa brigada Vrihedd.
—Estamos curando —afirmó el primero de los elfos, alto, de rasgos hermosos, regulares, marcados y de grandes ojos añiles—. ¿Estamos?
Nadie dijo nada. Rusty sintió cómo le comenzaban a temblar las manos. Dejó rápido la aguja a Marti. Vio que la frente y la base de la nariz de Shani se ponían blancas.
—¿Y cómo es eso? —dijo el elfo, arrastrando amenazadoramente las palabras—. ¿Entonces por qué nosotros los herimos allá en el campo? Nosotros les producimos heridas allá, en la batalla, para que mueran de esas heridas. ¿Y vosotros aquí las curáis? Observo aquí una falta absoluta de lógica. Y una ausencia de coincidencia de intereses.
Se inclinó y casi sin un movimiento clavó la espada en el pecho del herido que estaba en las andas más cercanas a la puerta. Otro elfo atravesó a un segundo herido con un gincho. El tercer herido, que estaba consciente, intentaba sujetar un estilete con la mano izquierda y el muñón de la derecha, que estaba envuelto en una gruesa venda.
Shani gritó. Era un grito agudo, que taladraba. Ahogando el pesado, inhumano gemido del mutilado al ser asesinado. Iola, lanzándose sobre las andas, cubrió con su cuerpo al siguiente herido. Su rostro estaba blanco como el lienzo de un vendaje, los labios comenzaron involuntariamente a temblar. El elfo entrecerró los ojos.
—¡Va vort, beanna! —ladró—. ¡Porque te atravieso junto con este dh'oine!
—¡Largo de aquí! —Rusty se encontró junto a Iola en tres saltos, la cubrió—. Largo de mi tienda, asesino. Vete allí, al campo. Allí está tu lugar. Entre otros asesinos. ¡Mataos allí los unos a los otros si queréis! ¡Pero largo de aquí!
El elfo miró hacia abajo. Hacia el rechoncho mediano temblando de miedo, cuya coronilla de una cabeza rizada no le alcanzaba ni al cinturón.
—Bloede pherian —silbó—. ¡Lacayo de los humanos! ¡Apártate de mi camino!
—De eso nada. —Los dientes del mediano tintineaban, pero las palabras eran muy claras.
El otro elfo se acercó y empujó al cirujano con el asta de su gincho. Rusty cayó de rodillas. El alto elfo alejó a Iola del herido con un empujón brutal, alzó la espada.
Y se quedó congelado al ver en la capa negra enrollada bajo la cabeza del herido las llamas de plata de la división Deithwen. Y la distinción de coronel.
—¡Yaevinn! —gritó entrando en la tienda una elfa de cabellos oscuros recogidos en una trenza—. ¡Caemm, veloe! ¡Ess'evgyriad a'dh'oine a'en va! ¡Ess' tess!
El elfo alto miró por un instante al coronel herido, luego miró a los ojos llorosos por el miedo del cirujano. Luego giró sobre sus talones y salió.
Del otro lado de la tienda volvió a alcanzarles un tamborileo, aullidos, el tintineo del acero.
—¡A por los Negros! ¡Matadlos! —gritaban miles de voces. Alguien gritó como una bestia, el aullido se convirtió en un gorgoteo macabro.
Rusty intentó levantarse, pero no le obedecían los pies. Tampoco le hacían demasiado caso las manos.
Iola, agitada por los fuertes espasmos de un llanto reprimido, se tendió junto a las andas del herido nilfgaardiano. En posición fetal.
Shani lloraba sin intentar esconder las lágrimas. Pero seguía sujetando los ganchos. Marti cosía tranquilamente, sólo los labios se le movían en una especie de mudo monólogo.
Rusty, que todavía no podía levantarse, se sentó. Sus ojos se cruzaron con la mirada de un enfermero apretado en el hueco de la tienda.
—Dame un trago de aguardiente —dijo con esfuerzo—. Y no me digas que no tienes. Os conozco, bribones. Siempre tenéis.
*****
El general Blenheim Blenckert estaba de pie en los estribos, estiraba el cuello como una garza, escuchaba los ruidos de la batalla.
—Estirad la formación —ordenó a los jefes—. Y enseguida llegaremos al trote al otro lado de la colina. Por lo que dicen los exploradores, saldremos directamente al ala derecha de los Negros.
—¡Y les daremos leña! —gritó con voz fina uno de los tenientes, un mocoso de bigote aterciopelado y escaso. Blenckert le miró de reojo.
—Comenzad por la escuadra del frente —ordenó, tomando la espada—. Y en la carga gritad. «¡Redania!», gritad a pleno pulmón. Que los muchachos de Foltest y Natalis sepan que vienen refuerzos.
El conde Kobus de Ruyter había luchado en diversas batallas desde hacía cuarenta años, desde que tenía dieciséis. Además era soldado de octava generación, sin duda tenía algo en los genes que suponía que los gritos y el barullo de las batallas, que para otro cualquiera no eran más que algarabía que producía miedo y ahogaba todo, eran para él como una sinfonía, como un concierto. De Ruyter de inmediato escuchaba en el concierto otras notas, acordes y tonos.
—¡Vivaaa, muchachos! —bramó, agitando su bastón de mando—. ¡Redania! ¡Viene Redania! ¡Las águilas! ¡Las águilas!
Desde el norte, al otro lado de la colina, se acercaba a la lucha una masa de caballeros sobre los que ondeaba una enseña de color amaranto y un enorme confalón con el águila de plata redana.
—¡Refuerzos! —gritó De Ruyter—. ¡Vienen los refuerzos! ¡Vivaaa! ¡Matad a los Negros!
El soldado de octava generación vio al momento que los nilfgaardianos recogían el ala, intentando volverse hacia los refuerzos que cargaban con un frente ceñido y corto.
Sabía que no se les podía permitir aquello.
—¡Seguidme! —bramó, arrancando el estandarte de las manos del abanderado—. ¡Seguidme! ¡Tretogorianos, seguidme!
Atacaron. Atacaron como suicidas, de un modo terrible. Pero con efectividad. Los nilfgaardianos de la división Venendal mezclaron las filas y entonces cayeron sobre ellos con fuerza las banderas redanas. Un enorme grito golpeó el cielo.
Kobus de Ruyter no vio ya aquello, ni lo oyó. Un virote perdido de ballesta le acertó directamente en la sien. El conde se resbaló en su silla y cayó del caballo, el estandarte le cubrió como un sudario.
Ocho generaciones de De Ruyter, que estaban siguiendo la batalla desde el otro mundo, asintieron con reconocimiento.
*****
—Se puede decir, señor teniente, que a los norteños aquel día los salvó un milagro. O un cúmulo de casualidades que nadie estaba en condiciones de prever... Cierto que Restif de Motholon escribe en su libro que el mariscal Coehoorn cometió un error en su valoración de las fuerzas y las intenciones del contrario. Que asumió un riesgo demasiado grande al separar el grupo de ejército Centro y lanzarlo en una persecución de caballería. Que entabló batalla azarosamente sin tener al menos una superioridad de tres a uno. Y que no le dio importancia al reconocimiento, no descubrió al ejército redaño que iba en refuerzo...