Ciri quiso responder, pero, antes de ser capaz de vencer la resistencia de su reseca y contraída garganta, Vilgefortz, habiendo sondeado sus pensamientos, volvió a adelantarse.
—Claro que lo sabes. Señora de los Mundos. Señora del Tiempo y el Espació. Sí, sí, excelsa mía, tu visita no me pilla de sorpresa. Yo, como siempre, sé adonde huiste desde el lago y de qué modo lo hiciste. Sé de qué modo has conseguido llegar hasta aquí. Sólo hay una cosa que no sé: ¿ha sido largo el camino? ¿Te ha proporcionado muchas emociones?
De nuevo, con una sonrisa miserable, Vilgefortz se adelantó a su respuesta:
—Oh. No tienes por qué responder. Yo ya sé que ha sido muy interesante y apasionante. Estoy impaciente por probarlo yo también. No sabes cómo envidio ese talento tuyo. Te vas a ver obligada a compartirlo conmigo, excelsa mía. Sí, «obligada» es la palabra adecuada. Mientras no compartas conmigo tu talento, no pienso soltarte ni un minuto. Día y noche te voy a tener atrapada en mis manos.
Ciri había comprendido, finalmente, que no era sólo el terror lo que le oprimía la garganta. El hechicero la amordazaba y la estrangulaba mágicamente. Se estaba burlando de ella. Humillándola. A la vista de todo el mundo.
—Libera... a Yennefer —consiguió soltar, como si tosiera, contrayéndose del esfuerzo—. Libérala... Y conmigo puedes hacer lo que quieras.
Bonhart estalló en carcajadas, también Stefan Skellen se echó a reír secamente. Vilgefortz se hurgó con el meñique en una esquina de su macabro ojo.
—No puedes ser tan simple como para no saber que, de todos modos, puedo hacer contigo lo que me apetezca. Tu oferta es patética, tan penosa como ridícula.
—Me necesitas... —Ciri levantó la cabeza, a costa de un gran esfuerzo—. Para tener un hijo conmigo. Eso es lo que quieren todos, tú también. Sí, estoy en tu poder, he venido yo sola... Tú no me has atrapado, aunque me has perseguido por medio mundo. He venido yo sola y yo sola me entregaré a ti. Por Yennefer. Por su vida. ¿Te parece ridículo? Entonces, inténtalo conmigo por la fuerza, tómame por las bravas... Ya verás qué rápido se te pasan las ganas de reírte.
Bonhart se plantó a su lado de un salto, amenazándola con su fusta. Vilgefortz hizo un gesto casi imperceptible, un leve movimiento de la mano, pero bastó para que el látigo saliera volando de la mano del cazador, y él mismo se tambaleara como si lo hubiera embestido una vagoneta cargada de carbón.
—Veo que el señor Bonhart —dijo Vilgefortz, frotándose los dedos— sigue teniendo problemas para entender cuáles son los deberes de un huésped. Os aconsejo que lo tengáis muy presente: cuando se va de visita, ni se destroza el mobiliario y las obras de arte, ni se roban cachivaches, ni se empuercan las alfombras y los sitios de difícil acceso. No se viola ni se pega a otros invitados. Esto último, al menos, hasta que el anfitrión no haya acabado de violar y pegar, hasta que no nos dé a entender que ya es posible ponerse a violar y a dar golpes. De todo esto que acabo de decir también tú deberías sacar las oportunas conclusiones, Ciri. ¿No eres capaz? Yo te ayudo. Te entregas a mí y te conformas humildemente con todo, me permites hacer contigo todo lo que se me antoje. Y crees que es una oferta extremadamente generosa. Te equivocas. Porque se trata de que yo voy a hacer contigo lo que debo hacer, y no lo que me gustaría hacer. Por ejemplo: desearía, a modo de revancha por lo de Thanedd, sacarte al menos un ojo, pero no puedo hacerlo, porque me temo que no sobrevivirías.
Ahora o nunca, se dijo Ciri. Se dio media vuelta, desenvainó a Golondrina. De pronto, todo el castillo empezó a girar, sintió cómo caía, despellejándose dolorosamente las rodillas. Se dobló hasta tocar casi el suelo con la frente, luchó con las ganas de vomitar. La espada se le escapó de los dedos entumecidos. Alguien la recogió.
—Bueeeno... —dijo Vilgefortz, prolongando el sonido, con la barbilla apoyada en las manos, colocadas como si fuera a rezar—. ¿De qué estaba hablando? Ah, sí, es verdad, de tu oferta. La vida y la libertad de Yennefer a cambio de... ¿A cambio de qué? ¿De tu entrega volunta y de buena gana, sin violencia, sin recurrir a la fuerza? Lo siento Ciri. Para lo que te pienso hacer, la violencia y la fuerza resultan indispensables, así de sencillo... Sí, si —repitió, mirando con curiosidad cómo intentaba vomitar la chica, retorciéndose con cada arcada y escupiendo saliva—. Sin violencia ni fuerza no vamos a ninguna parte. Te seguro que jamás te prestarías voluntariamente a lo que te voy a hacer. Así que, como puedes ver, tu oferta, siendo penosa y ridícula, sobre todo es que no tiene ninguna utilidad. De modo que la rechazo. ¡Venga, lleváosla! Al laboratorio.
*****
El laboratorio no se diferenciaba mucho del que Ciri ya conocía del templo de Melitele en Ellander. También estaba bien iluminado, limpio, y tenía unas mesas largas con planchas de latón, repletas de objetos de cristal: llenas de tarros, de retortas, de matraces, de probetas, de tubitos, de lentes, de alambiques silbantes y gorgoteantes y de otros prodigiosos instrumentos. También aquí, al igual que allí, en Ellander, había un intenso y desagradable olor a éter, a alcohol, a formol y a algo más, algo que inspiraba terror. Incluso allí, en el ambiente amigable del templo, al lado de las amigables sacerdotisas y de la amigable Yennefer, Ciri se sentía aterrada en el laboratorio. Y eso que allí, en Ellander, nadie la arrastró nunca hasta el laboratorio a la fuerza, nadie la sentó brutalmente en un banco, nadie la sujetó férreamente de las manos y los hombros. Allí, en Ellander, no había en medio del laboratorio un sobrecogedor sillón de acero, cuya forma era de una evidencia sádica. No estaban allí aquellos tipos vestidos de blanco y rapados al cero, no estaba allí Bonhart, no estaba allí Skellen, excitado, enrojecido y lamiéndose los labios. Y tampoco estaba allí Vilgefortz, con un ojo normal y otro diminuto y moviéndose de un modo atroz.
Vilgefortz se apartó de la mesa, donde había estado disponiendo unos instrumentos que producían espanto.
—Ya sabes, mi excelsa doncella —empezó, acercándose a ella—, que para mí eres la llave para alcanzar el poder y el dominio. Dominio no sólo de este mundo, que es vanidad de vanidades, condenado además a una pronta destrucción, sino sobre todos los mundos. Sobre toda la gama de espacios y de tiempos nacidos de la conjunción. Sin duda me entiendes, pues tú misma has visitado algunos de esos espacios y de esos tiempos. —Se subió las mangas, tras lo cual siguió hablando—. Vergüenza me da admitirlo, pero el poder me atrae de un modo increíble. Es algo banal, ya lo sé, pero yo quiero ser soberano. Un soberano a quien reverencien, a quien bendigan sus súbditos sólo por ser quien es, un soberano a quien veneren como a un dios, si, pongamos por caso, decide salvar su mundo de un cataclismo. Aunque lo salve sólo por capricho. Oh, Ciri, cómo me regocija la idea de recompensar espléndidamente a los fieles, y de castigar cruelmente a los rebeldes y soberbios. Miel, dulce almíbar, serán para mi alma las preces elevadas hasta mí por generaciones enteras, implorando mi amor y mi gracia. Generaciones enteras, Ciri, mundos enteros. Presta atención. ¿No los oyes? Pidiendo salvarse del aire, el hambre, el fuego, la guerra y la cólera de Vilgefortz...
Movió los dedos muy cerca de su cara, después la cogió bruscamente de las mejillas. Ciri gritó, se resistió, pero la tenían sujeta con fuerza. Los labios le empezaron a temblar. Vilgefortz se dio cuenta y soltó una carcajada.
—La Niña del Destino —se rió nervioso, y se le vio una motita blanca de saliva en la comisura de los labios—, Aen Hen Ichaer, la sagrada Antigua Sangre élfica... Ahora ya sólo eres mía. —Se irguió bruscamente. Se limpió los labios—. Toda clase de idiotas y de místicos —proclamó, recobrando su frío tono habitual— han intentado meterte en cuentos, leyendas y patrañas, han investigado el gen del que eres portador, la herencia de tus antepasados. Confundiendo el cielo con las estrellas reflejadas en la superficie de un estanque, supusieron llenos de misticismo que ese gen, al que atribuyen grandes posibilidades, seguiría evolucionando, que la plenitud de su poder la alcanzaría en tu hijo o en el hijo de tu hijo. Y creció a tu alrededor un aura fascinante, se extendió un humo de incienso. Pero la verdad es más banal, mucho más prosaica. Orgánicamente prosaica, diría yo. Aquí lo importante, mi excelsa, es tu sangre. Pero en el sentido más literal, para nada figurado, de la palabra.
Cogió de la mesa una jeringuilla de cristal, de una longitud aproximada de medio pie. La jeringuilla acababa en un fino capilar, ligeramente curvo. Ciri notó cómo se le secaba la boca. El hechicero examinó la jeringuilla a la luz de una lámpara
—En unos momentos —le anunció fríamente Vilgefortz— te vamos a desnudar y a colocarte en ese sillón, sí, justo ése que estás mirando con tanta curiosidad. Aunque sea en una posición algo incómoda, vas a pasar un rato ahí sentada. Y con ayuda de este otro aparato que, como veo, también te fascina, serás fecundada. No va a ser tan terrible, la mayor parte del tiempo vas a estar semiinconsciente gracias a elixires que te pienso administrar por vía intravenosa, para asegurar la correcta implantación del óvulo fecundado y prevenir un embarazo extrauterino. No debes tener miedo, tengo experiencia, lo he hecho cientos de veces. Es verdad que nunca con la elegida de la suerte y el destino, pero no creo que la matriz y los ovarios de una elegida se diferencien tanto de la matriz y los ovarios de las chicas corrientes... ahora, lo más importante. —Vilgefortz se deleitaba oyéndose a si mismo—. No sé si te vas a apenar o te vas a alegrar, pero debes saber que no vas a parir ningún niño. Quién sabe, a lo mejor resultaba un gran elegido con unas capacidades fuera de lo común, salvador del mundo y rey de naciones. Pero nadie está en condiciones de garantizarlo y, aparte de eso, yo no tengo intención de esperar tanto tiempo. Lo que yo necesito es la sangre. Más concretamente, la sangre de la placenta. En cuanto ésta se desarrolle, te la sacaré. El resto de mis planes y propósitos, como podrás comprender, ya no te conciernen, excelsa mía, así que no tiene sentido ponerte al corriente de ellos, sería frustración innecesaria.
Se calló, haciendo una pausa efectista. Ciri no era capaz de controlar el temblor de su boca.
—Y ahora —el hechicero hizo un gesto teatral—, ten la bondad de sentarte en el sillón, joven Cirilla.
—No estaría nada mal —a Bonhart le brillaron los dientes por debajo de los bigotes grises— que esa perra de Yennefer viera esto. ¡Se lo tiene bien merecido!
—Claro que sí. —En la comisura de los labios del sonriente Vilgefortz volvió a aparecer una motita blanca de saliva—. La fecundación es un hecho sagrado, majestuoso y solemne, un misterio al que conviene que asistan los parientes más próximos. Y Yennefer es poco menos que una madre para ella, y esa figura, en las culturas primitivas, interviene de manera casi activa en el desfloramiento de la hija. ¡Venga, traedla aquí!
—En lo tocante a esa fecundación —Bonhart se inclinó sobre Ciri, a la que los acólitos rapados del hechicero ya habían empezado a desvestir—, ¿no sería posible, don Vilgefortz, hacerlo a la antigua usanza? ¿Como los dioses mandan?
Skellen resopló, sacudiendo la cabeza. Vilgefortz frunció ligeramente una ceja.
—No —rechazó secamente—. No, señor Bonhart. No sería posible.
Ciri, como si se acabara de dar cuenta de la gravedad de la situación, soltó un grito desgarrador. Uno, y luego otro.
—Vaya, vaya —dijo el hechicero, torciendo el gesto—. Con valentía, con la frente y la espada bien altas, nos metemos en la boca del lobo, ¿y ahora resulta que nos asustamos por unos tubitos de cristal? Qué vergüenza, mi joven señora.
Ciri, sin ninguna vergüenza, se desgañitó por tercera vez. Gritó tanto que los aparatos del laboratorio tintinearon.
Y todo el castillo de Stygga respondió de pronto con gritos de alarma.
*****
—La desgracia acecha, hijos míos —insistía Zadarlik, raspando con el canto claveteado de la roncona el estiércol incrustado entre las piedras del patio—. Ay, sí, ya lo veréis, una desgracia, pobres de nos.
Miró a sus camaradas, pero ninguno de los centinelas comentó nada. Tampoco tomó la palabra Boreas Mun, que se había quedado con los guardias en el portón. Por su propia voluntad, no porque se lo hubieran ordenado. Podía haber ido con Antillo, como Silifant, podía haber visto con sus propios ojos qué iba a ser de la Dama del Lago, qué suerte la esperaba. Había preferido quedarse ahí, en el patio, al descubierto, lejos de las estancias y las salas de la torre del homenaje, adonde habían conducido a la chica. Allí estaba seguro de que ni siquiera sus gritos le podían alcanzar.
—Mala señal esos pájaros negros. —Zadarlik señaló con un gesto de la cabeza a las chovas que seguían posadas en los muros y cornisas—. Mala espina me da esa moza, venida en una yegua mora. Feo asunto éste en el que servimos a Antillo, os lo digo yo. Dícese, amén, que el propio Antillo no es ya oficial de la corona ni señor de importancia, sino esbirro como nosotros. Que el emperador le tiene una atroz inquina. Tal que a nosotros, hijitos, que nos van a coger a todos juntos. Nos aguarda una grande desgracia. Pobres de nos.
—¡Ay, ay! —añadió otro centinela, un bigotudo con un sombrerete decorado con plumas de cigüeña negra—. ¡El palo nos espera! Mala cosa, si el emperador anda de malas.
—Ah, vosotros —intervino otro, llegado al castillo de Stygga muy recientemente, con la última partida de mercenarios reclutada por Skellen—. Puede que el emperador tiempo ya no haiga de fatigarse con nosotros. Paece que anda en nuevas turbulencias. Cuéntase que hubo una batalla cojonuda allá en las tierras del norte. Los norteños pudieron a los imperiales, les han dao en los morros, les han machacao.
—Entonces —dijo un cuarto—, a lo mismo no es tan mala cosa que andemos acá, con Antillo, ¿no? Siempre será mejor estar acá, en lo más alto.
—De seguro que sí —dijo el recién llegado—. La impresión tengo yo de que el Antillo va para arriba. Y nosotros, estando a su lado, saldremos a flote.
—Ay, hijitos. —Zadarlik se apoyó en su roncona—. Tontos del bote sois.
Los pájaros negros levantaron el vuelo. El aleteo y los graznidos i ensordecedores. Oscurecieron el cielo y se pusieron a girar alrededor del bastión.
—¿Qué diablos? —chilló uno de los centinelas.
—Os ruego que abráis la puerta.
Boreas Mun notó de pronto un penetrante olor a hierbas: salvia, menta y tomillo.