Lo atacaron por dos lados, por un lado el candelabro, por otro el kilmulis, bañado en sangre, herido, pero que había conseguido levantarse. El brujo saltó sobre la balaustrada del puente, sintió cómo se desmoronaban las piedras y cómo todo el puente temblaba. Balanceándose, se alejó del alcance de las zarpas armadas de garras del candelabro y se encontró a espaldas del kilmulis. El kilmulis no tenía cuello, así que Geralt le cortó en la sien. Pero el cráneo del monstruo era como de hierro, tuvo que cortar por segunda vez. Perdió con ello un poquito de tiempo de más. Le asestó en la cabeza, el dolor estalló en el cráneo y los ojos. Giró, cubriéndose con una amplia parada, sintiendo cómo le fluía abundantemente la sangre de debajo de los cabellos, intentó entender lo que había pasado. Evitando por un. milagro el segundo golpe de las zarpas, lo entendió. El candelabro había cambiado de forma, atacaba ahora con unas patas extraordinariamente alargadas.
Aquello tenía sus desventajas. Bajo la forma de un centro de gravedad alterado. El brujo se introdujo por debajo de las zarpas, acortando la distancia. El candelabro, viendo lo que se le venía encima, cayó sobre el lomo como un gato, alzando sus patas traseras, armadas de iguales zarpas que las delanteras. Geralt saltó sobre él, cortando en el salto. Sintió cómo la hoja cortaba el cuerpo. Se estiró, giró, cortó de nuevo, cayó de rodillas. El ser gritó y lanzó con fuerza su cabeza hacia delante, haciendo chasquear sus dientes salvajemente junto al pecho del brujo. Sus grandes ojos brillaban en la oscuridad. Geralt le dio un tremendo golpe con la empuñadura de la espada, cortó de cerca, llevándose la mitad del cráneo. Incluso sin aquella mitad aquel extraño ser, que no figuraba en ninguno de los libros de los brujos, chasqueó sus dientes durante algunos segundos. Luego murió, con un suspiro terrible y casi humano. El korred, que estaba bañado en sangre, temblaba convulsivamente. El brujo se puso a su lado.
—No puedo creer —dijo— que alguien puede ser tan idiota como para dejarse engañar con una ilusión tan sencilla como la de quebrar una espada.
No estaba seguro de si el korred estaba lo suficientemente consciente como para entenderle. Pero en realidad le era indiferente.
—Te lo advertí —dijo, limpiándose la sangre que le fluía por la mejilla—. Te advertí que tenía que salir de aquí.
El señor Schweitzer tembló con fuerza, tosió, silbó y tiritó. Luego enmudeció y se quedó quieto.
Fluía el agua del techo y las paredes.
*****
—¿Estás satisfecho, Regis?
—Ahora sí.
—Entonces —el brujo se levantó—, venga, corre y haz las maletas. Y vivo.
—No me llevará mucho tiempo. Omnia mea mecum porto.
—¿Lo qué?
—No tengo mucho equipaje.
—Entonces mejor. En media hora, al otro lado de la ciudad.
—Estaré allí.
No la había tenido en lo que era. Le atrapó. Él mismo era culpable. En vez de darse prisa, podía haber ido a la parte trasera del palacio y dejar allí a Sardinilla en el establo grande, el que era para los caballeros andantes, el personal y el servicio y en el que estaban también los caballos de su grupo. No lo hizo, por prisa y por costumbre usó del establo condal. Y pudo haberse imaginado que en el establo condal debía de haber alguien que informara.
Iba de lado a lado, dando patadas a la paja. Vestía un corto abrigo de piel de zorro, una blusa blanca de atlas, una falda de montar negra y botas altas. Los caballos bufaron al percibir la rabia que emanaba de ella.
—Mira, mira —dijo al verlo, doblando la fusta que llevaba en la mano—. ¡Nos vamos! ¡Sin despedirnos! Porque la carta que de seguro está sobre la mesa no es una despedida. No, después de lo que nos ha unido. Imagino que tu proceder lo aclaran y justifican unos argumentos extraordinariamente importantes.
—Lo aclaran y lo justifican. Perdona, Fringilla.
—Perdona, Fringilla —repitió, torciendo los labios con rabia—. Qué corto, qué austero, qué falto de pretensiones, con qué cuidado del estilo. La carta que me has dejado, me juego el cuello, de seguro que está también redactada exquisitamente. Sin exageraciones, en lo tocante a la tinta.
—Tengo que irme —consiguió hacer salir de su garganta—. Te imaginas por qué. Y por quién. Perdóname, por favor. Tenía intención de desaparecer con sigilo y en secreto porque... porque no quería que intentaras seguirnos.
—Vano era ese temor —dijo con énfasis, al tiempo que retorcía la fusta en un arco—. No me iría contigo ni aunque me lo pidieras de rodillas. Oh, no, brujo. Ve solo, muere solo, congélate solo en los pasos. Yo no tengo deuda alguna con Ciri. ¿Y contigo? ¿Sabes acaso cuántos me imploraron lo que tú tuviste? ¿Lo que ahora abandonas con desprecio, lo echas a un rincón?
—No lo olvidaré nunca.
—Oh —silbó—. No sabes qué ganas tengo de hacer que fuera de verdad así. ¡E incluso sin ayuda de la magia, sólo con ayuda de este látigo!
—No lo harás.
—Tienes razón, no lo haré. No sería capaz. Me comportaré como le pertenece a una amante despreciada y abandonada. De forma muy clásica. Me iré con la cabeza alta. Con orgullo y dignidad. Conteniendo las lágrimas. Luego lloraré en la almohada. ¡Y luego me acostaré con otro!
Al final casi estaba gritando. Él no dijo nada. Ella también guardó silencio.
—Geralt —dijo al fin, con una voz completamente distinta—. Quédate conmigo. Me parece que te quiero —dijo ella, viendo que él vacilaba con la respuesta—. Quédate conmigo. Te lo pido. Nunca le solicité nada a nadie y nunca pensé pedir nada. A ti te lo pido.
—Fringilla —respondió Geralt al cabo—. Eres una mujer con la que un hombre sólo puede soñar. Mi culpa es, y sólo mía, que no tengo naturaleza de soñador.
—Eres —dijo ella un instante después, mordiéndose los labios— como un anzuelo de pescador, que una vez clavado sólo se puede arrancar con sangre y carne. En fin, yo misma soy culpable, sabía lo que hacía, jugando con un juguete peligroso. Por suerte, sé también cómo habérmelas con las consecuencias. Tengo en esto ventaja sobre el resto de la tribu de las mujeres. Él no dijo nada.
—Al fin y al cabo —añadió—, un corazón roto, aunque duela mucho, mucho más que un brazo roto, se cura mucho, mucho más rápido.
Tampoco ahora dijo él nada. Fringilla miró el cardenal de su mejilla.
—¿Y mi amuleto? ¿Qué tal funciona?
—Es simplemente genial. Gracias.
Ella asintió.
—¿Adonde vas? —dijo con otro tono de voz completamente distinto—. ¿Qué es lo que has sabido? Sabes el sitio donde está escondido Vilgefortz, ¿verdad?
—Sí. No me pidas que te diga dónde está. No te lo diré.
—Compraré esta información. Algo por algo.
—¿Ah, sí?
—Tengo una noticia —repitió— que es muy valiosa. Y para ti simplemente no tiene precio. Te la venderé a cambio de...
—De una conciencia tranquila —terminó él, mirándola a los ojos—. Por la confianza que te otorgué. Hace un momento se hablaba aquí de amor. ¿Y comenzamos ahora a hablar de comercio?
Ella calló largo rato. Luego, de pronto, se golpeó con fuerza con la fusta en las botas.
—Yennefer —recitó rápida—, aquélla cuyo nombre usaste algunas veces para dirigirte a mí por la noche, en momentos de éxtasis, nunca te traicionó, ni a ti, ni a Ciri. Nunca fue aliada de Vilgefortz. Para salvar a Ciri se metió sin dudarlo en un peligro incalculable. Perdió, le cayó a Vilgefortz en las garras. A las pruebas de escaneo que tuvieron lugar en otoño del año pasado la obligaron con toda seguridad a base de torturas. No se sabe si estará viva. No sé más. Te lo juro.
—Gracias, Fringilla.
—Vete.
—Confío en ti —dijo, sin irse—. Y nunca olvidaré lo que hubo entre nosotros. Confío en ti, Fringilla. No me quedaré contigo, pero creo que también te he querido... a mi modo. Te pido por favor que mantengas en el más profundo de los secretos aquello de lo que te vas a enterar ahora. El escondrijo de Vilgefortz está en...
—Espera —le interrumpió ella—. Me lo dirás luego, luego me lo revelarás. Ahora, antes de irte, te despedirás de mí. Tal y como debes despedirte. No con cartitas, ni balbuceando perdones. Te despedirás de mí como yo quiero.
Se quitó la piel de zorro, la lanzó sobre un montón de paja. Con un movimiento brusco se arrancó la blusa, bajo la que no llevaba nada. Se tendió sobre la piel, arrastrándolo con ella, sobre sí. Geralt la agarró por el cuello, alzó la falda, de pronto se dio cuenta de que no tendría tiempo para quitarle los guantes. Por suerte Fringilla no llevaba guantes. Ni bragas. Por una suerte aún mayor no llevaba tampoco espuelas, porque al cabo de poco los tacones de sus botas de montar estaban literalmente por todas partes, si hubiera llevado espuelas, miedo da pensar lo que podría haber pasado. Cuando ella gritó, él la besó. Sofocó su grito.
Los caballos, agitados por su rabiosa pasión, relincharon, patearon, se golpearon contra las barreras, de tal modo que polvo y paja comenzaron a caer desde el pajar.
*****
—La ciudadela de Rhys-Rhun, en Nazair, junto al lago Muredach —terminó Fringilla Vigo triunfalmente—. Allí está el escondrijo de Vilgefortz. Se lo saqué al brujo antes de que se fuera. Tenemos tiempo de sobra para adelantarle. Él no conseguirá de ningún modo llegar allí antes de abril.
Las nueve mujeres reunidas en la sala de las columnas del castillo de Montecalvo afirmaron con la cabeza, regalándole a Fringilla unas miradas llenas de reconocimiento.
—Rhys-Rhun —repitió Filippa Eilhart, dejando ver sus dientes en una sonrisa voraz y jugueteando al mismo tiempo con un camafeo de sardónice que llevaba prendido al traje—. Rhys-Rhun en Nazair. Entonces, hasta pronto, señor Vilgefortz... ¡Hasta muy pronto!
—Cuando el brujo llegue hasta allí —susurró Keira Metz— no encontrará más que ruinas que ni siquiera van a oler ya a quemado.
—Ni tampoco cadáveres —sonrió graciosamente Sabrina Glevissig.
—Bravo, señora Vigo. —Sheala afirmó con la cabeza—. Más de tres meses en Toussaint... Pero creo que mereció la pena.
Fringilla Vigo paseó la mirada por las hechiceras sentadas tras la mesa. Por Sheala, Filippa, Sabrina Glevissig. Por Keira Metz, Margarita Laux-Antille y Triss Merigold. Por Francesca Findabair y Ida Emean, cuyos ojos enmarcados en un intenso maquillaje élfico no dejaban traslucir absolutamente nada. Por Assire van Anahid, cuyos ojos mostraban desasosiego y preocupación.
—Mereció la pena —reconoció.
Del todo sinceramente.
*****
El cielo, desde un color azul oscuro, se fue haciendo poco a poco negro. Un viento gélido sopló a través de los viñedos. Geralt se cerró el chambergo y se puso una bufanda de lana al cuello. Se sentía estupendamente. Hacer el amor, como de costumbre, llevaba al máximo sus fuerzas físicas, psíquicas y morales, borraba la sombra de cualquier duda y volvía el pensamiento claro y vivo. Sólo lamentaba que iba a estar privado de tan prodigioso panaceum durante largo tiempo. La voz de Reynart de Bois-Fresnes lo sacó de sus pensamientos.
—Va a hacer mal tiempo —dijo el caballero errante mirando a oriente, de donde provenía la tormenta—. Daos prisa. Si con este viento viene la nieve, si os agarra en el paso de Malheur, estaréis metidos en una trampa. Y en ese caso rezad por el deshielo a todos los dioses que adoráis, que conocéis y que entendéis.
—Entendido.
—Los primeros días os conducirá el Sansretour, pegaos al río. Dejad a un lado la factoría de los tramperos, llegaréis a un lugar en el que un afluente le entra al Sansretour por la derecha. No lo olvidéis: derecha. Su curso os mostrará el camino al paso de Malheur. Si acaso por voluntad divina atravesáis el Malheur, no os apresuréis demasiado, porque aún tendréis ante vosotros los pasos de Sansmerci y de Mortblanc. Cuando crucéis los dos bajad hacia el valle de Sudduth. Sudduth tiene un microclima templado, casi como Toussaint. Si no fuera por su mísera tierra, también plantarían allí viñedos.
Se detuvo avergonzado por unas miradas penetrantes.
—Claro. —Carraspeó—, Al grano. A la salida de Sudduth está la ciudad de Caravista. Allí vive mi primo, Guy de Bois-Fresnes. Visitadlo y decidle que venís de mi parte. Si acaso mi primo se hubiera muerto o se hubiera vuelto tonto, recordad, la dirección de vuestro camino es la planicie de Mag Deira, el valle del río Sylte. Más allá, Geralt, ya sigue el mapa qué pintaste en casa del cartógrafo local. Y ya que estamos con la cartografía, no entiendo demasiado por qué le preguntaste por no sé qué castillo...
—Mejor olvídate de eso, Reynart. No ha sucedido nunca. Nunca lo has oído ni lo has visto. Ni aunque te dieran tormento. ¿Entendido?
—Entendido.
—Un jinete —advirtió Cahir, sujetando, a su semental, que brincaba—. Viene un jinete hacia nosotros a todo galope, de la parte de palacio.
—Si sólo uno —Angouléme sonrió, al tiempo que acariciaba el hacha que colgaba de la silla—, entonces es poco problema.
El jinete resultó ser Jaskier, quien galopaba a todo lo que daba el caballo. Curiosamente el caballo resultó ser Pegaso, el castrado del poeta, al que no le gustaba saltar y no solía hacerlo.
—Bueno —dijo el trovador, jadeando como si él hubiera llevado a la espalda al castrado y no el castrado a él—. Bueno, lo conseguí. Temía que no os iba a alcanzar.
—No me digas que al final te vienes con nosotros.
—No, Geralt —Jaskier bajó la cabeza—, no voy. Me quedo aquí, con mi Armiño. Es decir, con Anarietta. Pero no podía no despedirme de vosotros. Desearos un buen viaje.
—Dale las gracias por todo a la condesa. Y discúlpanos ante ella por irnos tan de improviso y sin despedirse. Justifícanos de alguna manera.
—Hicisteis un juramento de caballería y eso es todo. Todo el mundo en Toussaint, incluyendo a Armiño, entiende algo así. Y aquí... tenéis. Que sea esto mi aportación.
—Jaskier. —Geralt tomó del poeta un bolsón más bien pesado—. No padecemos falta de dinero. No es necesario...
—Que sea mi aportación —repitió el trovador—. Unas perras siempre vienen bien. Y aparte de ello, no son mías, tomé estos ducados del cofre privado de Armiño. ¿Qué es lo que miráis? A las mujeres no les hace falta el dinero. ¿Para qué? No beben, no juegan a los dados y, joder, ellas mismas son mujeres. ¡Venga, adiós! Idos porque me echo a llorar. Y cuando hayáis terminado tenéis que veniros a Toussaint, volved, contádmelo todo. Y quiero abrazar a Ciri. ¿Me lo prometes, Geralt?