—No puedo salir de aquí. Soy víctima de un encanto. La Barrera. Geas Garadh...
A ti nadie te puede aprisionar. Eres la Señora de los Mundos.
—Qué va. No tengo ningún talento especial, no tengo dominio sobre nada. Y renuncié a mis poderes hace un año, allá en el desierto. Caballito es testigo.
En el desierto renunciaste a la superchería. Pero no es posible renunciar a los poderes que se llevan en la sangre. Los sigues teniendo. Te enseñaremos a sacarles provecho.
—¿Y no será, por casualidad —gritó—, que ese poder, ese dominio sobre los mundos, que por lo visto poseo, me los queréis arrebatar?
No es así. Nosotros no tenemos por qué conquistar ese poder. Porque ya lo tenemos desde siempre.
Confía en ellos, le pidió Ihuarraquax. Confía, Ojo de Estrella.
—Con una condición.
Los unicornios alzaron bruscamente la cabeza, abrieron los ollares y —podría jurarse— lanzaron chispas de los ojos. No les gusta, pensó Ciri, que les pongan condiciones, no quieren ni oír esta palabra. Pestes, no sé si hago bien... Ojalá que esto no acabe en tragedia...
Te escuchamos. ¿Cuál es tu condición?
—Ihuarraquax vendrá conmigo.
*****
A la caída de la tarde el cielo se cubrió, el ambiente se volvió sofocante y una neblina espesa y pegajosa se fue extendiendo desde el río. Y, cuando la oscuridad cayó sobre Tir ná Lia, la tormenta se anunció a lo lejos con un sordo murmullo, y enseguida el resplandor de un relámpago iluminó el horizonte.
Ciri ya estaba preparada hacía rato. Llevaba puesto un traje negro, con la espada colgada al hombro, y aguardaba el crepúsculo tan nerviosa e impaciente que se subía por las paredes.
Atravesó en silencio el vestíbulo desierto, deslizándose a lo largo de la columnata y salió a la terraza. El río Easnadh brillaba como la brea en la oscuridad, los sauces susurraban. Un trueno lejano rodó por el cielo.
Ciri fue a las caballerizas a por Kelpa. La yegua sabía lo que tenía que hacer. Trotó obediente hacia el Puente de Porfirio. Durante unos segundos, Ciri la siguió con la mirada, después dirigió la vista hacia la terraza junto a la cual estaban amarradas las embarcaciones.
No puedo, pensó. Me mostraré ante él por última vez. ¿Y si con esto consigo retrasar la persecución? Es arriesgado, pero es el único modo.
Al principio, creyó que él no estaba allí, que los aposentos reales estaban vacíos. El silencio y la quietud eran absolutos.
Al cabo de unos instantes, lo vio. Estaba en un rincón, sentado en un sofá, con una camisa blanca que dejaba al descubierto sus estrechos hombros. El tejido era tan delicado que se ceñía al cuerpo como si estuviera mojado.
La cara y las manos del rey de los Alisos eran casi tan blancas como la camisa. Levantó los ojos hacia ella: aquéllos eran unos ojos vacíos.
—¿Shiadhal? —susurró—. Menos mal que estás aquí. ¿Sabes?, decían que habías muerto.
Abrió la mano y algo cayó a la alfombra. Era el frasquito de nefrita, verde grisáceo.
—Lara. —El rey de los Alisos sacudió la cabeza y se llevó la mano al cuello; parecía como si su torc’h real de oro le estuviera ahogando—. Caemm a me, luned. Acércate, hija mía. Caemm a me, elaine.
Su aliento olía a muerte.
—Elaine blath, feainne wedd... —canturreó—. Mire, luned, se te ha enredado la cinta... Permíteme...
Quiso levantar la mano, pero no lo consiguió. Suspiró hondo, alzó la mano bruscamente, la miró a los ojos. En esta ocasión, sí estaban vivos.
—Zireael —dijo—. LocTilaith. En verdad, eres el destino, Dama del Lago. También el mío, como puede verse.
Poco después, prosiguió:
—Va'esse deireadh aep eigean... —Ciri comprobó horrorizada que sus palabras y sus movimientos empezaban a ralentizarse de una forma espantosa—. Pero —añadió con un suspiro— lo bueno es que, de todas formas, también hay algo que comienza.
A través de la ventana les llegó un trueno larguísimo. La tormenta aún estaba lejos. Pero se acercaba muy rápido.
—A pesar de todo —volvió a hablar el rey—, no tengo ninguna gana de morir, Zireael. Y me resulta terriblemente penoso que tenga que ocurrir. Quién lo habría dicho. Creía que no lo iba a lamentar. He vivido mucho, lo he conocido todo. Me he aburrido de todo... Y, sin embargo, ahora siento pesar. Y, ¿quieres saber otra cosa más? Inclínate. Te lo diré al oído. Que sea nuestro secreto.
Ciri se inclinó.
—Tengo miedo —susurró Auberon.
—Lo sé.
—¿Estás a mi lado?
—Sí.
—Va faill, luned.
—Adiós, rey de los Alisos.
Estuvo sentada a su lado, sin soltarle la mano, hasta que su leve respiración se acalló y cesó por completo. No se enjugó las lágrimas. Las dejó fluir. La tormenta se acercaba. Los relámpagos incendiaban el horizonte. Bajó a la carrera las escaleras de mármol, hasta llegar a una terraza con columnas, al lado de la cual se mecían las barcas. Desamarró una de ellas, situada en un extremo, en la que ya se había fijado esa tarde.
Se alejó del embarcadero impulsándose con una pértiga de caoba que se había preparado a toda prisa con la barra de unas cortinas. Y es que no estaba segura de que la barca fuera a obedecerla igual que había obedecido a Avallac’h.
La barca se deslizaba sobre las aguas sin el menor ruido. Tir ná Lia estaba oscura y en silencio. Sólo las estatuas de las terrazas la acompañaban con su mirada muerta. Ciri iba contando los puentes.
El cielo sobre el bosque se iluminó con el resplandor de un relámpago. Al cabo de unos segundos retumbó un trueno prolongado.
El tercer puente.
Algo cruzó por el puente, silencioso, ágil, como una enorme rata negra. La barca se tambaleó cuando saltó sobre la proa. Ciri soltó la pértiga y desenvainó la espada.
—Veo que, pese a todo —susurró Eredin Bréacc Glas—, quieres privarnos de tu compañía...
También empuñaba una espada. A la luz fugaz de un rayo, Ciri fue capaz de ver el arma. La hoja era de un solo filo, ligeramente curva, con el borde bruñido y uniformemente afilado; el puño era alargado, el guardamanos consistía en una pieza redonda y calada. Desde el principio quedó claro que el elfo sabía utilizar la espada. De forma inesperada, hizo oscilar la barca, pisando con fuerza en la borda. Ciri se balanceó con destreza, equilibró el peso de la barca con una vigorosa inclinación del cuerpo, y casi de inmediato trató de devolver la jugada, saltando sobre la borda con ambas piernas. El elfo vaciló, pero logró mantener el equilibrio. Y se lanzó a por ella con la espada. Ciri paró el golpe, cubriéndose instintivamente, pues apenas veía nada. Replicó con un tajo veloz por abajo. Eredin lo detuvo, atacó, Ciri devolvió el golpe. De las hojas saltaban haces de chispas como si fueran chisqueros.
Una vez más Eredin zarandeó la barca con fuerza, a punto estuvo de volcarla. Ciri ejecutó una danza, con los brazos extendidos para equilibrarse. Retrocedió hasta la popa y bajó la espada.
—¿Dónde has aprendido todo eso, Golondrina?
—Te sorprenderías.
—Lo dudo. Eso de que navegando por el río se puede sortear la Barrera, ¿lo has descubierto tú sola o quizá te lo ha revelado algún traidor?
—No tiene importancia.
—Sí la tiene. Y lo averiguaremos. Tenemos nuestros métodos. Pero ahora suelta el arma y regresemos.
—Que te lo has creído.
—Regresemos, Zireael. Auberon te está esperando. Esta noche, te lo aseguro, estará en plena forma y lleno de vigor.
—Que te lo has creído —repitió—. Se le ha ido la mano con ese remedio vigorizante. Ése que tú le diste. ¿No será que no era un vigorizante?
—¿De qué estás hablando?
—Ha muerto.
Sufrió una fuerte conmoción por la sorpresa. De repente se arrojó sobre ella, haciendo que la barca se tambaleara. Mientras hacían equilibrios, intercambiaron algunos tajos rabiosos, las aguas se llevaban los ruidosos chasquidos del acero. Un rayo iluminó la noche. Un puente pasaba por encima de sus cabezas. Uno de los últimos puentes de Tir ná Lia. ¿O acaso el último?
—Seguro que comprendes, Golondrina —dijo con voz ronca—, que tan sólo estás aplazando lo inevitable. No puedo permitir que te vayas de aquí.
—¿Por qué no? Auberon ha muerto. Y yo no soy nadie, no tengo la menor importancia. Fuiste tú quien me lo dijo.
—Porque ésa es la verdad. —Alzó la espada—. No significas nada. Eres, si acaso, como la polilla miserable a la que se puede aplastar entre los dedos y reducir a un polvillo brillante, pero que, si se le deja, es capaz de agujerear una tela valiosa. O como un minúsculo grano de pimienta que, si lo masticas por descuido, te puede fastidiar el más fino bocado, obligándote a escupir aquello que habrías deseado paladear. Así eres tú. Nada. Una nada molesta.
Otro relámpago. A su luz Ciri pudo ver lo que quería ver. El elfo tenía la espada levantada y la blandía, apuntando hacia el banco de la embarcación. Contaba con la ventaja de la altura. La próxima acometida la tenía que ganar.
—No deberías haber alzado tu espada contra mí, Zireael. Ahora es demasiado tarde. No te lo pienso perdonar. No te voy a matar, claro que no. Pero unas cuantas semanas en cama, entre vendas, seguro que te sientan muy bien.
—Espera. Antes quiero contarte una cosa. Revelarte un secreto.
—¿Y qué vas a contarme tú a mí? —Soltó una carcajada—. ¿Hay algún secreto que yo no conozca y que tú puedas revelarme? ¿Qué verdad es ésa que me piensas desvelar?
—Ésta: que no cabes bajo el puente.
No tuvo tiempo de reaccionar, se golpeó con la nuca contra el puente y salió disparado hacia delante, perdiendo por completo el equilibrio. Ciri, sencillamente, podía haberlo arrojado por la borda, pero temió que eso ¡no fuera suficiente para que renunciara a la persecución. Además, de forma premeditada o no, había matado al rey de los Alisos. Y tenía que sufrir por eso.
Le hizo un rápido tajo en un muslo, justo por debajo de la cota de malla. El elfo ni siquiera gritó. Saltó por la borda, chapoteó en el río, las aguas se cerraron sobre él. Ciri se volvió, se puso a escudriñar. Tardó mucho en salir a flote. En subirse a rastras a las escaleras de mármol que bajaban hasta el río. Se quedó tendido, inmóvil, chorreando agua y sangre.
—Unas cuantas semanas en cama, entre vendas —musitó—, seguro que te sientan muy bien.
Agarró la pértiga y se impulsó con fuerza; El río Easnadh era cada vez más impetuoso y la barca bajaba más rápido. Pronto dejó atrás las últimas edificaciones de Tir ná Lia. Ciri no miraba atrás.
*****
Primero todo se volvió muy oscuro, pues la barca atravesaba un viejo bosque, en medio de árboles cuyas ramas se tocaban por encima de la corriente del río, formando una bóveda. Después clareó: había rebasado el bosque, en ambas riberas se sucedían las galerías de alisos, carrizos y espadañas. En la superficie del río, limpia hasta ese momento, aparecieron montones de maleza, algas flotantes, troncos. Cada vez que el cielo se iluminaba con un relámpago, veía círculos en el agua; cuando bramaba el trueno, oía el chapoteo de peces asustados. Varias veces, no muy lejos de la barca, vio unos ojos grandes y fosforescentes; varias veces la barca tembló al chocar con algo grande y vivo. Aquí no todo es hermoso, para los menos aptos este mundo es la muerte, se dijo, recordando las palabras de Eredin.
La corriente se ensanchó considerablemente, desbordando el cauce. Se sucedieron las islas y los brazos del río. Ciri permitió que la barca navegara a la ventura, dejándose llevar por la corriente. Pero empezó a tener miedo. ¿Qué pasaría si se equivocaba y tomaba el brazo incorrecto?
Nada más pensarlo, desde la orilla, entre la maleza, le llegó un relincho de Kelpa y unas intensas señales mentales del unicornio.
—¡Estás ahí, Caballito!
Hay que darse prisa, Ojo de Estrella. Ven conmigo.
—¿A mi mundo?
Primero tengo que enseñarte algo. Es lo que me han ordenado los mayores.
Al principio avanzaron por el bosque, después por la estepa, atravesada por frecuentes barrancos y quebradas. Los relámpagos cruzaban el cielo, los truenos retumbaban. La tormenta se les echaba encima, el viento arreciaba.
El unicornio condujo a Ciri hacia una de las quebradas.
Es aquí.
—¿Qué hay aquí?
Desmonta y observa.
Obedeció. El terreno era irregular, y trastabilló. Se oyó un chasquido y algo rodó a sus pies. Hubo un relámpago, y Ciri ahogó un grito.
Estaba en medio de un mar de huesos.
Se había producido un desprendimiento en la ladera arenosa del barranco, seguramente por la intensidad de los aguaceros. Y había quedado al descubierto lo que allí se ocultaba. Un enterramiento. Una gran fosa común. Una enorme montaña de huesos. Tibias, pelvis, costillas, fémures. Cráneos.
Ciri cogió uno.
Un nuevo relámpago, y Ciri soltó un grito. Había comprendido qué clase de restos había allí.
El cráneo, que exhibía las huellas de un golpe de espada, tenía colmillos en su dentadura.
Ahora ya lo entiendes,
oyó Ciri en su cabeza.
Ahora ya lo sabes. Esto es obra suya. Del rey de los Alisos. Del Zorro. Del Gavilán. Este mundo no era su mundo en absoluto. Pero se convirtió en su mundo. Cuando lo conquistaron. Cuando abrieron Ard Gaeth, engañándonos y aprovechándose de nosotros en aquel tiempo, lo mismo que ahora han intentado engañarte y aprovecharse de ti.
Ciri estrujó la calavera.
—¡Canallas! —gritó en la noche—. Asesinos.
Un trueno rodó con estruendo por el cielo. Ihuarraquax relinchó con fuerza, en señal de alerta. Ciri comprendió la señal. Montó de un salto y espoleó a Kelpa con un grito, llevándola al galope. Los perseguidores les seguían el rastro. No es la primera vez que esto ocurre, pensaba, mientras sentía el viento en la cara al galopar. No es la primera vez. Esta carrera salvaje en la oscuridad, en medio de una noche cuajada de espantos, espectros y aparecidos.
—¡Adelante, Kelpa!
Un galope furioso, con tal ímpetu que los ojos se cubren de lágrimas. Un rayo parte el cielo por la mitad, y el resplandor permite a Ciri contemplar los alisos que se alzan a ambos lados del camino. Por todas partes, los árboles deformes extienden hacia ella los largos brazos rugosos de sus ramas, abren amenazantes las negras fauces de sus huecos, profieren a su paso maldiciones y amenazas. Los relinchos de Kelpa son cada vez más agudos, galopa tan veloz que sus cascos apenas parecen acariciar el suelo. Ciri se aferra al cuello de la yegua. No sólo para reducir la resistencia del aire, sino también para esquivar las ramas de los alisos, que quieren derribarla de la silla o capturarla al vuelo. Las ramas silban, restallan, azotan, tratan de hacer presa en la ropa o en el pelo. Los retorcidos troncos se agitan, dilatan sus cavidades y braman.