—Permite que te presente, Zireael: éste es Eredin Bréacc Glas.
—Mucho gusto. —El elfo hizo una reverencia, Ciri le correspondió. Con escaso garbo.
—¿Cómo has sabido —preguntó Avallac'h— que estábamos en peligro?
—No tenía ni idea. —El elfo observaba atentamente a Ciri—. Estamos patrullando la llanura, porque se ha corrido la voz de que los unicornios se han vuelto inquietos y agresivos. No se sabe por qué. Mejor dicho, ahora ya se sabe. Es por ella, está claro.
Avallac'h ni le dio la razón ni se la quitó. Pero Ciri, en un gesto arrogante, le aguantó la mirada al elfo de negros cabellos. Durante unos instantes se estuvieron mirando fijamente, ninguno de los dos quería ser el primero en bajar los ojos.
—Así que se trata de la Antigua Sangre —constató el elfo—. Aen Hen Ichaer. ¿La herencia de Shiadhal y Lara Dorren? Cuesta creerlo. Pero si es una cría dh'oine. Una hembra humana joven.
Avallac'h no respondió. No se le alteraba la expresión; parecía indiferente.
—Supongo —prosiguió el elfo moreno— que no estarás equivocado. Bah, lo tomaré como un axioma: dicen las malas lenguas que tú nunca te equivocas. En esta criatura, oculto en su interior, se encuentra el gen de Lara. Es verdad, si se examina meticulosamente, se pueden detectar ciertos rasgos que dan testimonio del linaje de la muchacha. Lo cierto es que hay algo en sus ojos que recuerda a Lara Dorren. ¿A que sí, Avallac'h? ¿Quién mejor que tú para apreciarlo?
Tampoco en esta ocasión respondió Avallac'h. Pero Ciri advirtió una sombra de rubor en su cara pálida. Se sorprendió mucho. Y le dio que pensar.
—En resumen —el moreno torció el gesto—, en esta joven dh'oine hay algo valioso, algo preciado. Ya me doy cuenta. Es la misma sensación que si hubiera encontrado una pepita de oro en un montón de estiércol.
Los ojos de Ciri echaban chispas de rabia. Avallac'h volvió lentamente la cabeza.
—Hablas —dijo despacio— igualito que un ser humano, Eredin.
Eredin Bréacc Glas sonrió enseñando los dientes. Ciri ya había visto antes esa clase de dentadura, muy blanca, con dientes muy menudos, muy diferentes a los humanos, todos idénticos, sin colmillos. Había visto dentaduras como ésa en los elfos muertos que yacían alineados en el patio del cuerpo de guardia de Kaedwen. También se había fijado en los dientes de Chispas, parecidos a aquéllos. Pero en la sonrisa de Chispas aquellos dientes parecían bonitos, en cambio a Eredin le daban un aspecto siniestro.
—¿Y esta mocosa —dijo el elfo—, que por cierto está intentando matarme con la mirada, conoce ya el motivo por el que está aquí?
—Desde luego.
—¿Y está dispuesta a cooperar?
—Aún no del todo.
—No del todo —repitió—. Ja, eso no está bien. Porque la naturaleza de la cooperación requiere que ésta sea completa. Si no es completa, sencillamente no puede salir bien. Y ya que nos separa media jornada a caballo de Tir ná Lia, convendría saber a qué podemos atenernos.
—No hay que ponerse nerviosos. —Avallac'h resopló levemente—. ¿A qué viene tanta prisa? ¿Qué vamos a ganar con eso?
—La eternidad. —Eredin Bréacc Glas se puso serio, algo brilló brevemente en sus ojos verdes—. Pero ésa es tu especialidad, Avallac'h. Tu especialidad y tu responsabilidad.
—Tú lo has dicho.
—Yo lo he dicho. Y ahora disculpadme, pero mis deberes me reclaman. Os dejo una escolta, para mayor seguridad. Os aconsejo que paséis aquí la noche, en esta colina; si os ponéis en marcha al amanecer, estaréis en Tir ná Lia a la hora apropiada. Va faill. Ah, sí, una cosa más.
Se agachó y arrancó una rama florida de arrayán. Se la llevó a la cara, después, con una reverencia, se la ofreció a Ciri.
—En señal de disculpa —dijo lacónicamente—. Por mis palabras poco meditadas. Va faill, luned.
Se retiró rápidamente, y muy poco después la tierra tembló bajo los cascos de los caballos, al alejarse con parte del destacamento.
—Por favor, no me vayas a decir —dijo Ciri alterada— que es con él con quien... Que es él... Si es él, entonces nunca en la vida...
—No —respondió sin prisas Avallac'h—. No se trata de él. Tranquila.
Ciri se acercó el arrayán a la cara. Para que Avallac'h no advirtiera la excitación y la fascinación que la embargaban.
—Estoy tranquila.
*****
Los secos cardos y el brezo estepario cedieron el paso a la frondosa hierba verde y a los húmedos helechos; en los suelos encharcados abundaban los ranúnculos de flores amarillas y las manchas violetas de los lupinos. Al poco divisaron un río: pese a la transparencia cristalina de sus aguas, tenía una coloración parduzca. Olía a turba. Avallac'h iba interpretando con su caramillo distintas tonadas alegres. Ciri, apesadumbrada, estaba concentrada en sus pensamientos.
—¿Quién —preguntó por fin— va a ser el padre de ese niño tan importante para vosotros? ¿O es que eso no tiene importancia?
—Sí que la tiene. ¿Debo entender que has tomado una decisión?
—No, no debes entender eso. Sencillamente, quiero aclarar algunas cuestiones.
—Estoy a tu servicio. ¿Qué deseas saber?
—Sabes muy bien qué.
Durante un rato, cabalgaron en silencio. Ciri vio unos cisnes que se deslizaban con mucha prestancia por el río.
—El padre del niño —dijo tranquilamente Avallac'h, yendo al grano— será Auberon Muircetach. Auberon Muircetach es nuestro... ¿Cómo lo llamáis? ¿El caudillo supremo?
—¿El rey? ¿El rey de todos los Aen Seidhe?
—Los Aen Seidhe, el Pueblo de la Colina, son los elfos de tu mundo. Nosotros somos los Aen Elle, el Pueblo de los Alisos. Pero Auberon Muircetach, en efecto, es nuestro rey.
—¿El rey de los Alisos?
—Se le puede llamar así.
Cabalgaron en silencio. Hacía mucho calor.
—Avallac'h.
—Dime.
—Si me decido, entonces... más tarde... ¿seré libre?
—Serás libre y podrás marcharte adonde quieras. Siempre que no prefieras quedarte. Con el niño.
Ciri resopló con desdén, pero no dijo nada.
—Entonces, ¿ya has tomado una decisión? —preguntó Avallac'h.
—La tomaré cuando hayamos llegado.
—Ya hemos llegado.
Por detrás de las ramas de los sauces llorones, que caían hasta el agua formando una cortina verde, Ciri divisó los palacios. Nunca en la vida había visto nada semejante. Aunque estaban construidos en mármol y alabastro, los palacios eran ligeros como cenadores, parecían tan delicados, vaporosos y ondulantes como si no fueran edificios, sino espectros de edificios. Ciri temía que en cualquier momento pudiera levantarse el viento y los palacios se desvanecieran junto con la bruma que surgía del río. Pero cuando sopló el viento, cuando se despejó la bruma, cuando las ramas de los sauces se agitaron y se rizó la superficie del río, los palacios no desaparecieron ni tenían intención de desaparecer. Aunque sí ganaron en encanto. Ciri contemplaba extasiada las terrazas, las torretas que sobresalían del agua como si fueran flores de nenúfares, los puentes que colgaban sobre el río como festones de hiedra, las escaleras, los escalones, las balaustradas, los arcos y pórticos, los peristilos, los pilares y columnas, las cúpulas y los cupulines, los esbeltos pináculos y torres que parecían espárragos.
—Tir ná Lia —dijo en voz baja Avallac'h.
Cuanto más cerca estaban, con más fuerza se encogía el corazón ante la belleza de aquel lugar, que dejaba sin habla y hacía que las lágrimas afloraran a los ojos. Ciri observaba las fuentes, los mosaicos y terracotas, las estatuas y monumentos. Miraba las construcciones caladas, cuya finalidad no comprendía. Y también aquellas otras que, con seguridad, no servían para nada. Al margen de la estética y la armonía.
—Tir ná Lia —repitió Avallac'h—. ¿Habías visto alguna vez algo semejante?
—Desde luego. —Sintió un nudo en la garganta—. Una vez vi los restos de algo semejante. En Shaerrawedd.
Esta vez le tocó al elfo estar un buen rato callado.
Cruzaron a la otra orilla del río por un puente de arcos calado; daba tal sensación de fragilidad que Kelpa estuvo mucho tiempo resistiéndose y bufando hasta que se animó a pasar por allí.
Aunque estaba nerviosa y excitada, Ciri se fijaba en todo con mucho detenimiento, pues no quería perderse nada, ninguna de las imágenes que ofrecía la legendaria ciudad de Tir ná Lia. En primer lugar, porque la curiosidad la azuzaba, y en segundo, porque no dejaba de pensar en la huida y estaba muy pendiente de cualquier posible ocasión. En los puentes y terrazas, en las alamedas y peristilos, en los balcones y pórticos, veía pasar a los elfos de largas cabelleras vestidos con almillas ceñidas y capas cortas, bordadas con motivos foliáceos de fantasía. Miraba a las elfas bien peinadas y muy maquilladas, llevando vestidos sueltos o trajes de aire masculino. Delante del pórtico de uno de los palacios les recibió Eredin Bréacc Glas. Una escueta orden suya bastó para que acudiera con presteza una muchedumbre de jóvenes elfas, vestidas de gris, la cuales se ocuparon en silencio de los caballos. A Ciri hubo algo que le llamó la atención. Avallac'h, Eredin y todos los elfos que había conocido hasta entonces eran de una estatura insólita, y para mirarles a los ojos tenía que levantar la vista. Pero las elfas de gris eran mucho más bajas que ella. Otra raza, pensó. Una raza de siervos. También allí, en ese mundo fabuloso, había quienes trabajaban para los holgazanes. Entraron en el palacio. Ciri suspiró. Era una infanta de sangre real, se había criado en un palacio. Pero semejantes mármoles y malaquitas, semejantes estucos, suelos, mosaicos, espejos y candelabros nunca los había visto. En aquel interior deslumbrante se sentía a disgusto, torpe, fuera de sitio, polvorienta, sudorosa y fatigada por el viaje. Avallac'h, por el contrario, no se alteró en absoluto. Se sacudió con un guante los pantalones y la caña de las botas, sin preocuparse por el hecho de que el polvo se posara en un espejo. Después, con ademanes señoriales, le entregó los guantes a una joven elfa inclinada ante él.
—¿Auberon? —preguntó lacónicamente—. ¿Nos espera?
Eredin se sonrió.
—Sí, os está esperando. Mucho le urge. Exigía que Golondrina fuera conducida de inmediato a su presencia, sin demora. Le he quitado esa idea de la cabeza.
Avallac'h frunció el ceño.
—Zireael —explicó Eredin sin ninguna prisa— debe presentarse ante el rey sin estrés, sin presión, descansada, tranquila y de buen humor. Para estar de buen humor, nada mejor que un baño, un vestido nuevo, un peinado nuevo y maquillaje. Auberon aguantará todavía ese tiempo, digo yo.
Ciri suspiró hondo y miró detenidamente al elfo. Se quedó sorprendida al darse cuenta de que lo había encontrado muy simpático. Al sonreír, Eredin mostró su dentadura uniforme, desprovista de colmillos.
—Sólo hay una cosa que me hace dudar —declaró Eredin—. Me refiero a los ojos de nuestra Golondrina: centellean como los de un halcón. Nuestra Golondrina no para de lanzar miradas a derecha e izquierda, igualito que un hurón, buscando un agujero en la jaula. Por lo que veo, Golondrina aún está lejos de la capitulación incondicional.
Avallac'h no hizo ningún comentario. Ciri, se entiende, tampoco.
—No me sorprende —prosiguió Eredin—. No podía ser de otra manera, tratándose de la sangre de Shiadhal y Lara Dorren. Pero escúchame con mucha atención, Zireael. De aquí no hay escapatoria. No existe ninguna posibilidad de romper la Geas Garadh, la Barrera Mágica.
La mirada de Ciri decía a las claras que tendría que comprobarlo para creérselo.
—Incluso si, por algún prodigio, se viniera abajo la Barrera —Eredin no le quitaba la vista de encima—, debes saber que eso significaría tu perdición. Este mundo parece muy bonito. Pero también puede traer la muerte, sobre todo para los extraños. La herida que produce una cornada de unicornio no la cura ni siquiera la magia... También deberías saber —continuó, sin dar tiempo a comentarios— que tu talento salvaje no te ayuda en nada. No vas a dar el salto, mejor ni lo intentes. Pero es que, aunque así fuera, también te digo que mis Dearg Ruadhri, mis Jinetes Rojos, son capaces de darte alcance hasta en las simas del tiempo y del espacio.
Ciri no entendía muy bien a qué se refería. Pero la inquietó que Avallac'h se hubiera puesto muy serio de repente y hubiera torcido el gesto, evidentemente molesto con la admonición de Eredin. Sí, como si Eredin hubiera hablado de más.
—Vamos —dijo—. Con tu permiso, Zireael. Ahora van a ocuparse de ti las mujeres. Tienes que estar muy guapa. La primera impresión es la que cuenta.
*****
Parecía que el corazón le iba a estallar, la sangre le latía en las sienes, las manos le temblequeaban. Apretó con fuerza los puños para controlarlas. Inspiró y espiró lentamente hasta que recobró la calma. Relajó los hombros, hizo unos movimientos con la nuca, atenazada por los nervios.
Volvió a mirarse en aquel gran espejo. Su aspecto no le hacía demasiada gracia. El pelo, húmedo aún después del baño, se lo habían cortado y peinado de un modo que le disimulara la cicatriz al menos un poco. El maquillaje realzaba la belleza de los ojos y la boca, tampoco le sentaban nada mal la falda plateada, abierta hasta medio muslo, el chaleco rojo y la blusa ligera de crepé color perla. El fular al cuello le daba un toque sugerente al conjunto.
Ciri se retocó y se alisó el fular, tras lo cual se llevó la mano a la entrepierna y ahí se colocó lo que se tenía que colocar. Y lo que llevaba puesto bajo la falda era una verdadera maravilla: unas braguitas delicadas como una telaraña y unas medias que casi llegaban hasta las braguitas, quedando increíblemente ajustadas a los muslos sin necesidad de ligas.
Cogió el picaporte. Vacilante, como si no fuera un picaporte, sino una cobra dormida. Pestes, pensó automáticamente en élfico, soy capaz de hacer frente a hombres armados. Podré enfrentarme a uno de...
Cerró los ojos, suspiró. Y entró en la habitación.
No había nadie allí dentro. En una mesa de malaquita había un enorme libro y una vieja garrafa. En las paredes se veían extraños bajorrelieves y frisos, cortinas drapeadas, gobelinos floreados.
Y en el rincón opuesto había una cama con baldaquín. De nuevo, el corazón le empezó a latir con fuerza. Tragó saliva.
Con el rabillo del ojo detectó un movimiento. No en la habitación. En la terraza. Allí estaba él sentado, ofreciéndole medio perfil.
Aunque ya había aprendido que entre los elfos nadie tiene el aspecto que ella acostumbraba a creer, Ciri sufrió una ligera sacudida. Siempre que se hablaba de un rey, por la razón que fuera, tenía presente la figura de Ervyll de Verden, de quien había estado muy cerca de convertirse en nuera en cierta ocasión. Cuando pensaba en un rey, se imaginaba a un gordinflón inmovilizado por montañas de grasa, que apestaba a cebolla y a cerveza, con la nariz colorada y los ojos inyectados en sangre asomando por encima de una barba repugnante. Sosteniendo un cetro y un orbe en las manos hinchadas y llenas de manchas pardas.