La casa del alfabeto (51 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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—Ya, pero ¿qué sentido tiene eso, Wilfried? ¿Por qué iba a creer que nos encontraría a través de Peuckert? Lo único que, en lógica, nos une a Peuckert es haber pasado unos meses con él en una casa de locos. Y debo añadir que de eso hace cientos de años.

—No lo sé. ¡Pero estoy seguro de que lo que pretende Von der Leyen es chantajearnos!

—¡En eso estoy de acuerdo! Llegados a este punto, lo hace para lucrarse, eso también lo creo yo. Bien es cierto que entonces fuimos muy duros con él, pero no creo que lo impulse la sed de venganza.

Stich se volvió, dejándose absorber por la gran superficie de cristal de la ventana.

—A ése lo deja frío la venganza, estoy convencido. La venganza sólo es para los seres irracionales. Von der Leyen no es irracional, si quieres saber mi opinión. ¡Sea quien sea ese tipo!

Era evidente que a Stich lo concomían todas las preguntas sin contestar. La irritación se dibujaba en su rostro con claridad.

—A lo mejor, Peuckert puede ayudarnos de alguna manera a dar con una pista, Peter.

Stich se volvió hacia su esposa. Kröner sabía por qué había hablado desde la otra punta de la habitación. Cuando su marido estaba de aquel humor, era muy capaz de pegarle en cuanto se quedaban a solas. Aunque solía arrepentirse luego y sin duda ya no repartía sus golpes con la misma autoridad de antes, Kröner sospechaba que la mujer, a esas alturas de la vida, prefería que los golpes los recibieran otros. Como, por ejemplo el idiota que se encontraba en el comedor.

También ella se había debilitado con la edad.

Tras unas cuantas llamadas más, Stich entrecerró los ojos. Se volvió hacia Kröner y sacudió la cabeza. Ambos habían aceptado la inevitabilidad de la nueva situación.

El hombre del rostro picado se quedó mirando el teléfono un buen rato. A estas horas, su mujer y su hijo ya debían de haber llegado a su destino. En el momento en que se disponía a coger el auricular, Andrea entró por la puerta con el hombre robot a rastras. Todavía masticaba la comida. Stich lo cogió del brazo y lo sentó suavemente en el sofá. Luego le pasó la mano por el pelo; era una costumbre que había adquirido con el paso del tiempo. El demente se había convertido en una especie de animal de compañía. Se había convertido en su pequeña mascota encerrada. Su gatito y su pequeño mono. Sólo Lankau mantenía una actitud distante.

—¿Has comido, pequeño Gerhart? ¿Andrea ha cuidado bien de ti?

La dulzura siempre irrumpía en su rostro cuando oía hablar de Andrea. Como ahora. Peuckert sonrió y miró hacia Andrea, que acababa de encender la araña.

—¿Te gusta estar un rato sentado en el salón con nosotros, pequeño Gerhart? ¿Quieres que Kröner se siente un ratito a tu lado también?

Stich le cogió las manos y las frotó como si estuvieran heladas.

—Así, Gerhart, así es como te gusta a ti, ¿verdad?

El anciano volvió a acariciar el dorso nervudo de la mano de Gerhart y le sonrió.

—A Andrea y a mí nos gustaría saber si Petra sigue visitándote a menudo.

Kröner detectó un ligero fruncimiento en los labios de Gerhart, apenas perceptible. Ese pequeño gesto hablaba por sí solo. Stich volvió a palmearle la mano.

—Y también nos gustaría saber si te hace muchas preguntas, Gerhart. ¿Te hace preguntas extrañas de vez en cuando? ¿Te pregunta, por ejemplo, acerca del pasado, de los viejos tiempos, o de lo que hacemos cuando nos vamos de excursión al bosque? ¿Lo hace, pequeño Gerhart?

Gerhart apretó los labios y miró hacia el techo, como si pensara.

—Bueno, a veces es difícil acordarse. Pero entonces a lo mejor puedes decirme si alguna vez te ha hablado de Amo von der Leyen, amiguito.

El hombre que estaba sentado totalmente quieto en el sofá volvió a apretar los labios.

Stich se puso en pie y soltó las manos de Gerhart tan inesperadamente como las había cogido.

—Has de saber que ese tal Amo von der Leyen te está buscando, pequeño Gerhart. ¡Y no entendemos por qué! Y se hace pasar por otro. ¿Sabes lo que dice Kröner que se hace llamar?

Gerhart le envió una mirada apática a Kröner. Kröner no fue capaz de evaluar si lo había reconocido o si había sido una mirada fortuita.

—Se hace llamar Bryan Underwood Scott —prosiguió Stich riéndose secamente antes de carraspear de nuevo—. ¿No es gracioso? Ha estado en Santa Úrsula. Le habló en inglés a Frau Rehmann. Sorprendente, ¿no? ¿No te parece extraño?

Kröner se acercó a Peuckert y se agachó para observar su rostro de cerca. Como de costumbre, no detectó ni la más mínima reacción. Tendrían que ocuparse del asunto sin su ayuda.

—Encontraré a Petra —dijo Kröner incorporándose de golpe.

El anciano no le quitó los ojos de encima mientras se incorporaba. Abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Sí! Y cuando la encuentres, harás todo lo que esté en tus manos por sacarle la verdad, ¿verdad, Wilfried? Si tienes la más mínima sospecha de que nos ha traicionado, mátala, ¿has entendido? —dijo, a la vez que cogía a Peuckert jovialmente por la nuca.

—¿Qué hay de la carta con la que siempre nos ha amenazado?

—¿Qué prefieres, Wilfried? ¿La peste o el cólera? ¡Si no hacemos nada, no hay duda de que tendrás un problema! ¿Y si finalmente decides animarte a hacer lo que debes, ¿quién sabe lo que puede ocurrir después?

La mirada que le envió Stich fue despectiva.

—Han pasado ya casi treinta años, Wilfried. ¿Quién iba a tomarse un pedazo de papel como ése en serio? ¿Y quién nos asegura que realmente existe? ¿Acaso podemos fiarnos de la pequeña Wagner? ¡Vete ya y haz lo que te he dicho! ¿Lo has entendido?

—¡No hace falta que me des órdenes, Stich! ¡ Sé pensar por mí mismo!

Sin embargo, la verdad era que no. Kröner ya no era capaz de pensar. Fuera lo que fuese lo que la reunión con Petra trajera consigo, la situación era totalmente nueva para él, nueva y mudable; dos elementos que se daban de narices con la seguridad que su vida cotidiana demandaba. Al abandonar el salón, se volvió hacia Gerhart Peuckert. Los labios del hombre encogido en el sofá temblaron levemente cuando Stich lo agarró amistosamente por la nuca. Sus ojos no expresaban ningún sentimiento. Su mirada era profunda, como de cansancio por el día que declinaba.

Mientras aún se colocaba el sombrero, Kröner percibió el movimiento difuso de Stich a sus espaldas. Se volvió hacia la puerta, a tiempo para ver cómo el golpe de Stich alcanzaba la sien de su víctima impotente. Peuckert rodó por los suelos protegiendo desesperadamente su rostro con ambas manos.

—¿Qué quiere de ti Arno von der Leyen, imbécil? ¿Acaso eres valioso? —gritó, a la vez que le propinaba una patada con tal fuerza que su débil rodilla emitió un chasquido.

El viejo gimió y miró con sus fríos ojos el cuerpo que estaba tirado en el suelo despectivamente.

—¿Qué tiene ese cerdo que ver contigo?

A pesar de la rodilla, el viejo volvió a patalear. Kröner atrapó la expresión del rostro de Peuckert durante un instante. Parecía más sorprendido que suplicante.

—¿Qué tendrás tú que haga que ese diablo tal vez haya pasado casi treinta años en el extranjero sin olvidarte? ¡Me gustaría saberlo! ¿Qué me dices, pequeño Gerhart? ¿Puedes contárnoslo, a mí y a Andrea?

Stich volvió a propinarle una patada, sin esperar la respuesta.

—¿Puedes decirnos lo que el presunto Bryan Underwood Scott quiere de ti?

A sus pies, el hombre había empezado a sollozar. Había pasado otras veces. Un flujo inarticulado de sonidos que, Kröner sabía, podía llevar a Stich a volver a pegarle con más fuerza, a pesar de que jamás lo había visto con sus propios ojos. Kröner volvió a entrar en el salón y agarró a Stich del hombro. La mirada que le devolvió éste le dijo que su gesto había sido innecesario. Stich sabía perfectamente que ya estaba bien. El tiempo podía ser escaso. Debía procurar tranquilizarse.

Andrea Stich pasó tranquilamente por delante de Kröner, se metió en la cocina y sirvió un
snaps
cristalino y aromático en un vasito sucio. Su marido se lo bebió de un trago, tras lo cual se sentó tranquilamente en la silla deslucida, delante del escritorio. Tras unos segundos iniciales de incertidumbre, apoyó la barbilla en la mano y se puso a pensar.

El hombre magullado se puso en pie y siguió a Andrea, que se dirigió al comedor para apagar la luz. Volvió a sentarse en su sitio sin decir nada. Delante tenía un platito con cuatro galletas untadas de mantequilla. Todos sabían que le gustaban las galletas con mantequilla.

No las tocó. En lugar de comérselas, empezó a mecer el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, apoyando las muñecas en el borde de la mesa. Al principio, de forma casi imperceptible; luego, cada vez con más violencia.

Kröner se atusó el sombrero y abandonó el salón silenciosamente.

CAPÍTULO 44

Era el dolor el que llevaba a Gerhart a mecerse hacia adelante y hacia atrás, y fue un sentimiento doloroso por la ausencia de Petra el que lo hizo respirar entrecortadamente.

Habían traspasado su coraza unas palabras muy fuertes.

Se incorporó ligeramente en el asiento y empezó a contar los rosetones en el estucado del techo. Después de haberlos contado un par de veces dejó de mecerse.

Y entonces volvieron las palabras. Batió los pies un par de veces debajo de la mesa y reemprendió el recuento. Esta vez, las palabras no se desvanecieron. Entonces se llevó la mano al lóbulo de la oreja y volvió a mecer el cuerpo para, al instante siguiente, detenerse en seco.

Gerhart echó un vistazo a su alrededor y, en ese momento, la estancia se le vino encima. Lo había tenido bajo su custodia durante muchos años. Lo había rodeado estrechamente, esclavizándolo. Cuando contaba rosetones, comía galletas y pateaba, solía estar cerca el viejo. Petra nunca entraba en aquella estancia.

Contó los rosetones una vez más y volvió a patear debajo de la mesa. Cogió una galleta y le dio un mordisco.

El anciano lo había lastimado.

Las palabras que lo habían excitado empezaron a crecer lentamente. Gerhart empezó a contar, cada vez más de prisa. Cuando finalmente la estancia empezó a rodar sobre su cabeza a un ritmo cada vez más acelerado, rosetón a rosetón, Gerhart dejó de masticar.

De pronto renunció a resistirse a los pensamientos que estaban a punto de apoderarse de él.

Un retazo de un mundo irreal desfiló a toda marcha en su cabeza. Gerhart comprendía a la perfección el nombre de Amo von der Leyen. Era un nombre de una extensión y una estructura con las que pocas veces se había encontrado. Y era un buen nombre. En el pasado lo había repetido infinidad de veces, hasta darle vueltas en la cabeza y dejarlo mareado y confuso. Al final habla dejado de darle cabida.

Y ahora había vuelto para perturbar la paz.

Los pensamientos en cadenas demasiado largas no le hacían ningún bien. Llevaban el conflicto a su interior. De pronto, palabras y sentimientos podían fusionarse, trayendo nuevos pensamientos consigo. Ocurrencias que nunca había reclamado.

Por tanto, era preferible que los conceptos gozaran de vida propia sin sufrir perturbaciones externas.

Y ahora se sentía perturbado.

En medio de ese desasosiego irrumpió un nuevo e inquietante elemento.

El nombre de Amo von der Leyen no tenía rostro. Hacía años que éste se había borrado y había desaparecido. El nombre transmitía calidez, pero el hombre que se escondía detrás de él irradiaba frialdad. Por lo demás, no había nada en este mundo que le transmitiera una sensación como aquélla.

A pesar de que los tres hombres que lo visitaban de vez en cuando eran capaces de zarandear su ser, jamás lo dejaban inquieto y aturdido. Los actos de los tres hombres desaparecían en el mismo instante en que lo abandonaban.

No era el caso de aquel nombre.

Volvió a contar. Los golpes del pie debajo de la mesa se adelantaron al recuento y el nombre volvió a surgir, rompiendo el silencio eterno. Al final, la tormenta podría desatarse y arrasarlo libremente.

Se quedó un buen rato así.

Cuando Andrea volvió a entrar en el comedor y miró con desprecio el plato, había empezado a darle vueltas a un nuevo nombre, como si nunca hubiera desaparecido. Su timbre representaba un mundo aparte. Una vida lejana e inalcanzable. El nombre de Bryan Underwood Scott era la puñalada en la conciencia que hacía que confluyeran los sentimientos y los recuerdos, abandonándolo en un estado de impotencia, confusión y angustia.

Y lo peor de todo: el hombre del rostro picado los había abandonado para hacerle daño a Petra.

Al igual que una persona que se siente abatida por la pérdida de su amuleto, Gerhart ya no se sentía intocable. La invulnerabilidad había sido ultrajada para siempre. Los sentimientos se habían desatado de una patada al prestar oídos a todas aquellas palabras.

Volvió a intentar contar los rosetones y percibió cómo el odio se abría paso a través de la subconciencia. Los pensamientos volvieron a surgir caóticamente.

Desde que tenía conciencia de su propia existencia, siempre había sido Gerhart Peuckert. A pesar de que también lo llamaban Erich Blumenfeld, él seguía siendo, no obstante, Gerhart Peuckert. Estas dos identidades no se estorbaban. Sin embargo, había algo más en él. También era otro. No sólo un hombre con dos o tres nombres, sino también un hombre que vivía paralelamente a la vida que ahora era la suya. Y aquel hombre era infeliz; siempre había sufrido.

Por eso era bueno que hubiera estado desaparecido durante tanto tiempo.

Gerhart echó un vistazo a las galletas y, distraído, tocó una que le pringó las puntas de los dedos de mantequilla.

El hombre infeliz encerrado en su interior estaba a punto de sobreponerse y emerger a la superficie, con toda su sabiduría y sus conocimientos y toda su rabia reprimida; un hombre joven con esperanzas que nunca se habían cumplido, lleno de amor que nunca había sido alimentado. Era este hombre el que se conmovía al oír el nombre de Bryan Underwood Scott, pero era Gerhart Peuckert el que estaba sentado en el comedor.

Año tras año había sobrevivido con sus pequeños quehaceres y las visitas que recibía regularmente. Al principio, había tenido miedo y observaba a sus visitas con desconfianza y temor. El temor constante a que le quitaran la vida le robaba el sueño, las ganas de vivir y las energías. Una vez hubo superado aquel estado, se dejó arropar por la pasividad laxa a la que miles de días de trivialidad pueden tentar. Por aquel entonces empezó a contar y a practicar sus peculiares ejercicios físicos, con el fin de que los días se desvanecieran siguiendo ritmos sosegados. Y al final, envuelto por la rutina, olvidó el porqué de su ser, dónde estaba y por qué nunca decía nada. Simplemente no decía nada. Comía, dormía, escuchaba la radio, programas infantiles y piezas radiofónicas, luego la televisión, cuando ésta apareció, sonreía de vez en cuando y, por lo demás, se mantenía callado y pasivo, mientras los demás se entretenían con trabajos manuales. Era capaz de pasar horas con las manos entrelazadas, purificado en alma y mente. Se había convertido en Gerhart Peuckert y, de vez en cuando, en Erich Blumenfeld.

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