La casa del alfabeto (55 page)

Read La casa del alfabeto Online

Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
6.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

Petra estaba feliz por tener a Gerhart de vuelta en Friburgo y durante largo tiempo estuvo convencida de que se pondría bien. Por eso no se casó. El precio de la vida.

Pero a pesar de la fuerza y el cariño de Petra, el estado de Gerhart Peuckert siguió inalterable. Siguió siendo el de siempre, inaccesible, introvertido, presente y, sin embargo, lejano.

Como un amante en una vitrina.

Dejándola a ella de lado, los tres hombres eran prácticamente el único contacto que Gerhart mantenía con el mundo exterior. Por lo que sabía, siempre lo habían tratado más o menos bien. Unos años más tarde, los tres hombres adquirieron la clínica. De esta manera podrían entrar y salir tantas veces como quisieran.

—¿Son ricos?

Laureen tenía una manera especial de pronunciar esa palabra. De joven había estado cargada de desprecio. En Cardiff, los ricos eran aquellos que desangraban a los padres y los hombres de la ciudad, en el puerto y las acerías. Desde que ella había ascendido a estratos más estables desde un punto de vista económico, la palabra había adquirido una dimensión distinta que la llevaba a detenerse un instante, apenas perceptible y vacilante, antes de pronunciarla.

Petra se quedó ensimismada, como si no hubiera oído la pregunta.

—En el lazareto de Friburgo conocí a Gisela, que tenía algunos años más que yo, y nos hicimos amigas. Su marido estuvo ingresado allí; un caso perdido. Cuando falleció durante el bombardeo del lazareto, pocos días antes de finalizar la guerra, ella se sintió aliviada. ¡Aprendimos a reírnos juntas, se lo puedo asegurar!

Una débil y sentimental sonrisa se posó en sus labios. Sin duda, Petra Wagner no se había reído demasiado desde entonces, pensó Laureen.

—Y el destino quiso que, por un lado, mi amiga no pudiera volver a su ciudad natal, y por otro, que estos tres hombres aparecieran, trastornando mi vida por completo. Una tarde tonta, algunos años más tarde, en la que me habían citado los tres, se me ocurrió llevarla conmigo, sólo con la intención de ir bien acompañada. Jamás debería haberlo hecho, porque fue la desgracia de su vida. Se casó con uno de ellos, con el hombre del rostro picado de viruela, Kröner; sin duda el más culto de los tres, pero aun así le hizo la vida imposible. Y, sin embargo, de no haber sido por ella, hoy mismo yo no tendría la más mínima idea de lo que esos hombres se traían entre manos y qué los llevaba a hacer lo que hacían.

Petra miró por la ventana y luego volvió a consultar su reloj. Entonces se puso derecha y se sacudió el estado de ánimo que ella misma había evocado.

—Sí, son ricos —dijo—. ¡Incluso podría decirse que muy ricos!

Al igual que Stich, Kröner sólo invirtió una pequeña parte de su botín. El resto de los bienes muebles que les había proporcionado influencia y poder en el estado federal lo habían obtenido trabajando duramente. No habían tocado los valores depositados en Basilea; tan sólo Lankau había ido gastando regularmente de su fortuna, algo que podría seguir haciendo durante muchos años, en opinión de Petra. De puertas afuera, era el propietario de una fábrica de maquinaria que empleaba a un gran número de personas. Sin embargo, la fábrica era deficitaria. No era más que una coartada social y una afición que, al igual que la vinicultura, le proporcionaría dinero en metálico y amistades de caza durante el resto de su vida. Era el espíritu amable de la ciudad, siempre dispuesto a una broma o a una buena cena. Lankau se convirtió en la encarnación de un hombre de doble personalidad.

En cuanto a Kröner, su campo de acción era más amplio y estaba más diversificado, abarcando desde el comercio hasta propiedades inmuebles y parcelación de solares; todas ellas, actividades que requerían influencia política y muchos amigos. A Petra le resultaba imposible que todavía quedara en la ciudad un bebé de familia burguesa que Kröner no hubiera acariciado o abrazado alguna vez. En resumidas cuentas, se había pasado la mayor parte de su vida labrándose un futuro y olvidándose de las personas que tenía más cerca.

Stich era un caso aparte. A pesar de la vida modesta que llevaba era, sin lugar a dudas, el más rico de todos. Había especulado en la reconstrucción alemana, en el floreciente intercambio comercial, en el
boom
del papel de los años sesenta. Escaso riesgo, grandes beneficios; una profesión que únicamente requería clarividencia y tesón. Tomando estas máximas como punto de partida, Stich siempre se había mantenido alejado de la vida social de la ciudad.

Era un desconocido, incluso entre los más allegados.

A lo largo de todos aquellos años, la relación entre los tres hombres se había concentrado en el interés que compartían por ocultar su pasado. Por tanto, procuraban visitar a Gerhart Peuckert con cierta regularidad para influir en su tratamiento. Y, por tanto, también habían sometido la elección de esposa y la propia imagen pública a la aprobación de los demás.

En cuanto a Gerhart Peuckert, todos acabaron por acostumbrarse a su estado. Tan sólo en una ocasión, un estrato de su más profundo ser había emergido a la superficie sorprendiéndolos a todos. Petra había estado presente; había sido con motivo de un vuelo de exhibición. Fue la primera vez en años que había dicho algo.
«So schnell»,
fueron las palabras que salieron entonces de su boca; nada más. Había sido en 1963.

Petra había soñado muchas veces con aquel día, con la esperanza de que alguna vez volvería a repetir.

—¡Y ya ve! Estamos en 1972. Wilfried Kröner tiene cincuenta y ocho años, Lankau sesenta, Stich sesenta y ocho. Bueno, y Gerhart tiene cincuenta años, los mismos que yo. No ha cambiado nada. Simplemente nos hemos hecho mayores. —Petra suspiró—. ¡Así ha pasado el tiempo, imperceptiblemente, hasta hoy!

Laureen se la quedó mirando un buen rato. Había sido un alivio para Petra poder contarle su historia a alguien. La mirada todavía joven de Petra estaba serena y, a la vez, triste.

—Petra—dijo—, le agradezco que me haya contado su historia. Creo cada una de las palabras que ha dicho, pero no entiendo qué tiene que ver mi marido con todo eso. ¿Esos tres hombres pueden hacerle daño?

—Sí, pueden, y lo harán si su marido no se aviene a sus condiciones.

—¿Qué condiciones?

—Mantener la boca cerrada, volverse a casa. ¡No lo sé! —dijo, vacilante—. ¿Y dice que su marido es rico?

—¡Así es, sí!

—¿Puede probarlo?

—Por supuesto que sí. ¿A dónde quiere llegar?

—¡Creo que va a ser indispensable si quiere salir de Friburgo con vida!

—¡Salir vivo de Friburgo!

Laureen estaba asustada.

—Dígame, ¿es consciente de lo que me está diciendo? ¡Haga el favor de contarme inmediatamente lo que le ha pasado a mi marido!

—Puedo contarle una parte, porque no lo sé todo. Pongo una condición, sin embargo. Usted tendrá que garantizarme con su vida que ni usted ni su marido pretenden hacerle daño a Gerhart Peuckert.

En el transcurso de unas cuantas horas, Laureen se había trasladado de una realidad a otra a una velocidad que su cerebro era incapaz de asimilar. Hasta qué punto iba a tener un papel pasivo o no en todo aquel asunto dependía única y exclusivamente de la mujer que acababa de abrirle su corazón. Bryan estaba a punto de trasladarla a otra realidad y tal vez ahora mismo estuviera en apuros. Poco a poco, iba descubriendo nuevas y desconocidas facetas de la personalidad de su esposo. Ya no sabía si podría garantizarle a Petra que su marido no pretendía hacerle daño a Gerhart Peuckert; antes no lo habría dudado ni por un segundo.

Eso era antes.

—Sí, respondo por él con mi vida ■—declaró.

CAPÍTULO 48

En el preciso instante en que Lankau oyó el sonido prometedor del encendido del BMW, entrecerró su ojo sano y sonrió.

Por fin se había librado de su hostigador.

Algo le decía que habían sobrestimado a Von der Leyen, y que el mismo Von der Leyen los había infravalorado a ellos. Una combinación ideal; un punto de partida más que prometedor.

Horst Lankau seguía jugando en casa. Atado a una buena silla de brazos de madera de roble que su esposa había adquirido diez años atrás de un comerciante de muebles en Mulhouse; un embaucador y donjuán local que sabía cómo impresionar a las mujeres y cómo vaciar los bolsillos de sus maridos. Cuando la compraron, la silla tenía un aspecto increíblemente sólido, con su fustán rústico y sus patas macizas. Una verdad con modificaciones, pues a la hora de la verdad, resultó ser un trasto por el que habría deseado darle una paliza al comerciante personalmente. Al final, la silla, al igual que tantos otros trastos, había sido reparada con cuatro clavos y trasladada a la viña.

Precisamente entonces, mientras Lankau estaba tirando de los reposabrazos, no le sabía nada mal aquel arreglo. Lankau sacudió exasperadamente la silla hacia adelante y hacia atrás.

No se oyó ni el más mínimo crujido cuando los dos brazos de la silla se soltaron de sus tacos y volaron hacia atrás. Con los pedazos de madera colgándole de los brazos intentó inútilmente agarrar las cuerdas que le ceñían el torso al respaldo de la silla. Las cuerdas y su enorme barriga le impedían alcanzarse los pies y desatarlos. La única alternativa que le quedaba era seguir meciéndose hacia adelante y hacia atrás hasta que la silla se rompiera en pedazos. Cuando el reloj que colgaba sobre la puerta del zaguán dio las seis y cuarto, la silla se desplomó y Lankau volvió a quedar libre.

Peter Stich sonaba distraído. El tono de su voz parecía indicar que llevaba un buen rato pensando, con su
snaps
sobre la mesa, cuando el teléfono sonó.

—¿Dónde diablos has estado? —lo increpó en cuanto reconoció la voz de Lankau.

—He estado practicando el inglés. ¡No sabes lo bien que me defiendo!

Lankau se colocó el teléfono debajo de la barbilla y empezó a frotarse los brazos; las heridas sólo eran superficiales.

—¡Anda, calla ya de una vez! ¡Contéstame! ¿Qué está pasando, Horst?

—Estoy en la viña. El cerdo de Amo von der Leyen me venció, pero ya me he liberado. ¡El muy idiota me ató a la silla de roble de Gerda!

Lankau se permitió una carcajada.

—¿Dónde está ahora?

—Por eso te llamo; ha visto a Kröner. ¡Sabe dónde vive! Acabo de llamar a Wilfried, pero no coge el teléfono.

—¿Y yo qué? ¿Qué sabe de mí?

—No sabe nada, ¡de eso estoy totalmente seguro!

—Bien.

Se oyó un chapoteo al otro extremo de la línea. Eso quería decir que probablemente Andrea se disponía a servirle otra copa
de. snaps.

—¿Y crees que Von der Leyen se dirige a la casa de Kröner en estos momentos? —prosiguió el viejo después de superar un breve acceso de tos.

—Es probable, desde luego.

—De momento, Kröner no aparecerá por su casa. ¡Está buscando a Petra!

—¿A Petra? ¿Por qué?

El día estaba lleno de sorpresas, pensó Lankau.

—Supusimos que no nos había contado toda la verdad. Sospechamos que se había ido de la lengua y le había contado a Von der Leyen lo que le esperaba en Schlossberg. ¡No teníamos noticias tuyas!

—¡No sabía nada! ¿Dónde está Petra?

—Se supone que haciendo su ronda de los sábados. Kröner la está buscando. ¡Cuando la encuentre, es muy probable que la liquide!

—¡Pobre Petra! —gruñó Lankau. Petra no le importaba lo más mínimo.

—Cuando Amo von der Leyen haya hecho lo que tenía que hacer, volverá, no lo dudes. ¡Y entonces ya me ocuparé de él! Pero ahora mismo debes ocuparte de encontrar a Kröner, para que sepa lo que está pasando. Von der Leyen conduce mi BMW y lleva mi Shiki Kenju en la cintura.

—Buen coche, mala pistola. ¡Eres muy generoso, Horst! ¿Sabe que se le puede disparar si se le ocurre jugar con el seguro?

La risa de Lankau sonó estridente. Estaba convencido de que Stich había apartado el auricular de su oreja.

—¡Vete a saber! ¡No lo creo! Pero hasta que no se haya demostrado lo contrario, no hay duda de que queda una bala en la recámara que Amo von der Leyen no vacilará en incrustar en el cráneo de Kröner. ¡Lo mejor que puedes hacer es ponerte en marcha, Peter!

—¡No te preocupes! ¡Ahora mismo estoy saliendo por la puerta! —se oyó quedamente antes del clic.

CAPÍTULO 49

Desde que Bryan había abandonado a Lankau atado a la silla del refugio, se había hecho unas cuantas preguntas. En primer lugar, en algún momento tendría que volver a interrogar a Lankau. Las circunstancias que envolvían la desaparición de James seguramente eran correctas, pero si quería encontrar la paz interior, tendría que obligar a Lankau a contarle algo más. Aunque aquel gigantón aún mordía, Bryan había detectado que también las defensas de Lankau tenían sus puntos débiles. Si era capaz de encontrarlos, los elementos de su relato formarían una imagen completa de lo acontecido hasta la fecha. Y entonces dejaría que se marchara.

Mientras tanto, tendría que buscar a Kröner. Se acercaría a él sin rodeos y le haría las mismas preguntas. Tal vez estaría más dispuesto a colaborar. Bryan se pasó la mano por la cintura de los pantalones, donde todavía escondía la pistola. Y a lo mejor conseguía más información acerca de la persona misteriosa a la que llamaban el Cartero. Posiblemente, Kröner le desvelaría dónde estaba Petra.

Cuando todo hubiera concluido, llamaría a Canterbury. Si Laureen seguía estando fuera, llamaría a Cardiff, donde posiblemente la encontraría. Si así era, le pediría que hiciera la maleta, que tomara el rápido a Londres y, desde allí, la línea de Piccadilly hasta el aeropuerto de Heathrow, donde debería tomar un avión a París. Un par de días en el hotel Meurice, en la rué de Rivoli, un domingo en los parques y una misa en Saint-Eustache a su lado sin duda la tentarían y aplacarían.

La casa de Kröner era la única de la calle que no estaba iluminada. En otras casas, una luz en el zaguán o en el jardín podían indicar que había alguien en casa, pero no en aquélla.

Y, sin embargo, sí había alguien.

Allá, delante de la verja, estaba totalmente expuesto. A escasos veinte metros del lugar, divisó a un anciano que acababa de abandonar la puerta principal y se dirigía hacia él. Bryan podía escoger entre pasar de largo o quedarse allí y jugar el juego, ahora que ya había empezado. El anciano se detuvo un instante mirando en su dirección, como intentando recordar si había cerrado la puerta con llave o no. Entonces dio un paso hacia adelante, se repuso y miró fijamente a Bryan. Casi como si ya se hubieran encontrado antes, le sonrió y abrió los brazos.

Other books

DS02 Night of the Dragonstar by David Bischoff, Thomas F. Monteleone
Kiss Me Awake by Momyer, Julie
The King's Gold by Yxta Maya Murray
Trueman Bradley - Aspie Detective by Alexei Maxim Russell
Spirit Seeker by Joan Lowery Nixon
Her Secret Sons by Tina Leonard