En los días que siguieron, Gerhart Peuckert sufrió un colapso y todos creyeron que sucumbiría y moriría.
Tras unos días de crisis, se constató que no sería así. Dejando a un lado las secuelas físicas de la tortura, las cosas volvieron a su cauce normal. Ni Gerhart Peuckert, ni el Hombre del Calendario llorón, ni los demás, fueron capaces de explicar a sus verdugos lo que les había pasado a los tres pacientes desaparecidos.
Antes de que hubiera pasado una semana, aparecieron dos hombres de semblantes serios vestidos de paisano junto al oficial de seguridad que, además, había dirigido los interrogatorios. Se lo llevaron en medio de una comida y se encerraron con él durante algunas horas. Luego lo sacaron a rastras al patio que había delante de las secciones somáticas y lo colgaron sin contemplaciones, sin tener en cuenta sus protestas a gritos ni sus gimoteos; una deshonra sin precedentes. Ni siquiera lo encontraron merecedor de un pelotón de ejecución. Su error mortal, que además había sido el único durante ocho años despiadados, fue permitir que Amo von der Leyen desapareciera delante de los ojos de todos y no haber dado inmediatamente parte del suceso a Berlín.
Después de la ejecución, Kröner y Peter Stich mejoraron rápidamente. El día de Año Nuevo fueron declarados aptos para el servicio y fueron dados de alta en un corto espacio de tiempo.
Gerhart Peuckert llevaba algún tiempo sin reaccionar a ningún estímulo. Lo dejaron atrás, seguros de que no les causaría problemas.
Los combates en el frente se intensificaron. Para Kröner supusieron un verdadero peligro. Todos los oficiales vinculados al servicio de seguridad, el SD, se encontraban en medio de un fuego cruzado. Muchos cayeron bajo las balas de su propia gente. Sin embargo, aunque Kröner sirvió en los frentes en constante retirada con las mismas competencias sucias de siempre y aunque con ello se procuró un gran número de enemigos, logró zafarse y colocarse en una posición en la que sus hombres no tendrían ocasión de atacarlo. En el preciso momento en que se proclamó la muerte del Führer, en medio de su presunta lucha incansable contra el bolchevismo, Kröner desapareció sin dejar rastro, sin equipaje y sin un solo rasguño.
Antes de pasar al relato del destino que había sufrido Peter Stich, Lankau se quedó un buen rato sin decir nada.
—¡No volvimos a saber nada de Peter Stich! —anunció de pronto.
Amo von der Leyen no reaccionó. Lo miró con ojos vigilantes y permaneció en silencio.
—¡Fueron muchos los que perdieron la vida durante aquellos días!
Lo que Amo von der Leyen no tenía por qué saber era que Stich, después de ser dado de alta del lazareto de las SS en Ortoschwanden, había sido enviado directamente de vuelta a Berlín, donde ocuparía su antiguo cargo de administrador de los campos de concentración.
Había dos razones para ello.
En primer lugar, se habían intensificado los traslados de personal y de prisioneros entre los diferentes campos de concentración, a la vez que se hacía cada vez más necesaria su supresión. Este proceso requería mucha administración, gran pericia y firmeza. Además, las divisiones blindadas en las que había servido Stich habían sufrido muchas bajas. Un gran número de divisiones se habían visto seriamente mermadas o incluso habían sido aniquiladas. Ya no lo necesitaban allí. En cambio, su presencia en los campos de exterminio era imprescindible; de él podían esperar una contribución del ciento por ciento.
De esta manera, Stich había hecho su papel de simulador mejor que los demás hasta el final. Estaba a salvo y, además, tenía competencias para proceder como quisiera.
—A nuestro jefe lo llamábamos el Cartero, pero supongo que eso no es nuevo para ti —dijo Lankau mirando con desconfianza cómo el hombre que tenía delante asentía con la cabeza.
—¡Lo que yo pueda saber o no no debe preocuparte! Pero si te saltas algo en tu relato, será peor para ti. ¡Vas a contármelo todo! ¿Has entendido?
Lankau sonrió y se pasó la lengua por la comisura de los labios.
—Su identidad no tiene por qué importarte, puesto que ya murió. Pero para nosotros fue, a fin de cuentas, un hombre importante.
Arno von der Leyen no reaccionó.
El oyente de Lankau estaba a merced del relato.
En los últimos tiempos de la administración central del Tercer Reich en Berlín, el Cartero había conseguido hacerse con una visión general de las purgas políticas que llevaba a cabo el Gau de Goebbels. Disponía de las listas de los deportados, los condenados a muerte, los ejecutados, los desaparecidos y los encarcelados. Sabía cuándo les tocaría a los siguientes y por qué faltas y delitos.
Su objetivo era juntar, de esta manera, cuatro identidades en las que la edad y el sexo coincidieran con la suya y la de sus cómplices. Por tanto, todavía no había abandonado la esperanza de que Lankau y Dieter Schmidt hubieran salido victoriosos de su intento de fuga.
Encontró tres de las identidades sin que le supusiera demasiado esfuerzo. Opositores al Tercer Reich que habían «desaparecido» poco antes y que no tenían familia. Personas que serían tenidas por héroes y resistentes cuando se acabara la guerra. Si suplantaban la identidad de esta gente, no tendrían nada que temer en caso de un posible juicio.
Al Cartero no le resultó difícil hacer desaparecer las pruebas.
Después de algunas indagaciones infructuosas, el Cartero encontró a un candidato apropiado para la cuarta identidad en los calabozos de Potsdam. Un caso que encontró a la vez divertido e irónico. Un judío que, ocultando su verdadera identidad, había ejercido, a lo largo de toda la guerra, de funcionario público de alto rango en la ciudad. Una estela de corrupción, sobornos y fraudes lo había llevado al lugar en el que se encontraba. Más de uno tenía razones más que suficientes para desear su muerte, antes de que acabaran los interrogatorios y el traslado a uno de los campos de concentración se hiciera realidad; un deseo que el Cartero gustosamente pensaba satisfacer.
El judío desapareció sin dejar rastro.
Para el Cartero, un hombre más o menos en el gran sistema jamás había tenido ni la más mínima importancia. Había logrado procurarse cuatro nuevas identidades en las que edad, aspecto físico y estatura se fundían, formando una unidad.
Durante el hundimiento del Tercer Reich, el Cartero desapareció sin dejar rastro.
Ocho días después de la capitulación, el 17 de mayo de 1945, Kröner y el Cartero se encontraron en un tramo de vía apartado y desierto, cerca de una pequeña aldea, en el corazón de Alemania.
El caos reinaba en todo el país. Se saquearon comercios. Hombres, animales y mercancías se dispersaron a los cuatro vientos en una huida anárquica o una última y convulsiva retirada.
Kröner y el Cartero ya llevaban mucho tiempo en camino. Cada uno por su lado, esperaban el anuncio de la rendición definitiva a un par de millas del lugar de encuentro, donde las tropas de los aliados, por mera casualidad, se habían detenido. Apenas un par de millas más adelante, la vía principal era controlada por tropas soviéticas.
Después de un par de días más ocultos, apareció Lankau, demacrado y piojoso como un vagabundo. El reencuentro resultó sorprendente aunque satisfactorio. Tal como habían acordado en el lazareto, los tres habían desafiado el cataclismo y las distancias. Debían encontrarse allí cuando el final de la guerra fuera una realidad. Un vagón de mercancías destartalado determinaría su futuro, rebosante de valores que habían obtenido a costa de las vidas de muchos esclavos rusos.
Toda una vida de acontecimientos separaba el día en que una locomotora ténder había empujado suavemente el vagón hasta su lugar de destino y ahora, cuando las armas habían enmudecido definitivamente, el vagón seguía allí.
Recubierto de algas pero intacto, el vagón seguía aparcado en el olvido, en la vía oxidada de maniobras, apartado de la vía principal, cerca de Hollé, al norte de Naila, en Frankenwald, repleto de reliquias, iconos, platería y otros objetos de valor.
Un tesoro inestimable.
Los tres estaban extasiados. A pesar del cansancio y, en el caso de Lankau, con serias secuelas físicas, fueron capaces de llevar a la práctica su plan.
La noticia de que Dieter Schmidt había muerto fue recibida con gran pesar. Sin embargo, ninguno de ellos se mostró desconsolado. Significaba que había uno menos con quien compartir. En cambio, el Cartero y Kröner estaban indignados porque Amo von der Leyen había podido escapar. El Cartero lo había abroncado encarnizadamente. Había que mover el vagón y había que poner en marcha inmediatamente el resto del plan.
La cerradura de la puerta corrediza estaba oxidada pero intacta. En el interior del vagón todavía quedaban restos de algunos esclavos que, con las prisas, no habían sacado tras su liquidación. Echados sobre las primeras hileras de cajas, parecían simples montones desordenados de ropa. Detrás, había hileras y más hileras de cajas marrones, apiladas unas encima de las otras, desde el suelo hasta el techo. En la primera hilera había dos cajas marcadas con una cruz insignificante. El Cartero las abrió. Después de haber repartido su contenido de dólares americanos, comida enlatada y ropas de paisano, el Cartero abrió su carpeta y entregó a sus cómplices sus nuevas identidades.
El Cartero estaba bien preparado y expuso sus ideas acerca de lo que había que hacer en adelante sin que los demás protestaran ni una sola vez. En lo sucesivo serían personas nuevas. En adelante, sólo podrían utilizar sus verdaderos nombres cuando estuvieran solos. Deberían renunciar a sus antiguas vidas. Tendrían que ser leales los unos con los otros en todo.
Ahora y siempre.
Aquel día, Kröner tuvo que jurarles que se mantendría alejado para siempre del norte de Alemania, donde había nacido, donde había transcurrido toda su vida anterior y donde, probablemente, seguía teniendo mujer y tres hijos. Él, por su cuenta, había llegado a la misma conclusión.
En cuanto a Lankau, no había nada que discutir. Había amado a su esposa antes de la guerra, habían tenido cuatro hijos y habían sido felices. Ahora, su ciudad natal, Demmin, a orillas del río Peene, y las tierras de sus padres en Landryg estaban ocupadas por los rusos.
No volvería jamás a aquella región.
En el caso del Cartero las cosas eran distintas. Ya antes del estallido de la guerra, era un hombre odiado en su lugar natal. La bendición de! nazismo y del nuevo orden establecido por el Tercer Reich no estaba demasiado extendida entre aquellos simples aldeanos y el Cartero había denunciado a los reacios. Demasiadas mujeres habían tenido que despedirse de sus seres queridos por su culpa.
Él tampoco podría volver a casa.
El Cartero no tenía hijos pero sí una esposa que, sin rechistar, lo había seguido en admiración muda, sin tener en cuenta lo que la vida con él podría ofrecerle. Todos podían confiar en ella, les aseguró encarecidamente.
Delante de aquel vagón de mercancías, enfundados en sus ropas nuevas, los tres volvieron a jurar solemnemente que, a partir de aquel momento, borrarían el pasado y darían por muertos a sus familiares.
Acto seguido se distribuyeron las tareas que cada uno debería desempeñar. El Cartero se encargaría de trasladar el vagón desde la difusa zona fronteriza hasta Munich. Mientras tanto, Kröner y Lankau volverían a Friburgo para intentar dar con Gerhart Peuckert, del que sabían que conocía sus planes a la perfección, pero cuya suerte desconocían desde que habían abandonado el lazareto.
Si lo encontraban con vida deberían liquidarlo.
Para el Cartero, el transporte del vagón de mercancías resultó inusitadamente sencillo. Varios miles de dólares cambiaron de mano. Más tarde desapareció el oficial de enlace norteamericano que había recibido el dinero, de camino del ayuntamiento de Naila a su casa, en la base militar.
Munich era un hervidero en disolución; el estraperlo y la corrupción estaban a la orden del día. Todo el mundo estaba en venta, siempre y cuando el precio fuera aceptable. La descarga de la mercancía tuvo lugar con la máxima discreción, y antes de que hubiera finalizado el mes la mayoría de los valores fueron despachados a cinco bancos suizos de Basilea.
La misión que tenían por delante Kröner y Lankau no era tan sencilla.
El paisaje era desolador: un país violado, desgarrado por una Idea que ahora debía ser conjurada por todos los medios. El viaje en bicicleta se prolongó durante ocho días. Cerca de cuatrocientos cincuenta kilómetros por una zona ocupada, marcada por la confusión, la desconfianza y los controles.
Tanto para Lankau como para Kröner, volver a Friburgo suponía huir del fuego para caer en las brasas. Aunque durante los últimos meses la ciudad y sus alrededores habían sucumbido, era más que probable que quedara alguien que hubiera sido testigo de su estancia en el lazareto.
Cuando finalmente alcanzaron su meta, las preocupaciones se desvanecieron como por arte de magia. Tan sólo unos torcidos hierros armados, algunos cascotes y algunos bloques de hormigón pulverizados daban testimonio de la existencia del lazareto que, durante un tiempo, los había protegido de la muerte que aguardaba al otro lado de sus muros. La ciudad era todo caos y confusión. Todos tenían más que suficiente con pensar en sí mismos y en los suyos. Sus gentes habían optado por mirar hacia adelante.
Incluso en los pueblos cercanos, Ettenheim y Ortoschwanden, la información que pudieron obtener acerca de lo que había pasado fue escasa. Sin embargo, las pocas declaraciones que lograron sacar a sus habitantes convenían en que un bombardero, que durante el último bombardeo de Friburgo se había desviado de su rumbo, había soltado su carga sobre la loma. La conclusión generalizada era, lógicamente, que se había tratado de un error. Una montaña era una montaña, y unos árboles, nada más que árboles. Algunos de los más avispados habían observado que, después del día del bombardeo, el número de transportes de enfermos había disminuido considerablemente.
El lazareto de las SS había sido un secreto bien guardado que había sido enterrado junto con los que fallecieron durante el bombardeo.
Cuando volvieron a encontrarse en Munich y durante el tiempo inmediatamente posterior al encuentro, los tres vivieron modestamente. La ciudad estaba invadida. Los aliados se habían apoderado con gran efectividad de todos los órganos centrales de control. Cada vez se hacía más complicado vivir en ella sin levantar sospechas y fue entonces cuando el Cartero les presentó una propuesta redentora y sorprendente: que se establecieran en Friburgo, la más bella de entre todas las bellas ciudades de Alemania.