Fay era la más pequeña de las niñas, un año menor que la siguiente.
—Lo mataremos —dijo Veggy. Veggy era un niño hombre. Mientras saltaba por la rama de arriba abajo, el alma le resonaba como un cascabel—. Yo sé cómo matarlo. ¡Lo mataré!
—Yo lo mataré —dijo Toy, con firmeza.
Dio un paso adelante, mientras desenroscaba una cuerda de fibra que llevaba en la cintura.
Los otros la observaban, alarmados; no confiaban en la destreza de Toy. Casi todos eran ya adultos jóvenes, tenían los hombros anchos, los brazos recios, y los largos dedos característicos de los humanos. Tres de ellos —una proporción generosa —eran niños hombres: el inteligente Gren, el seguro Veggy, el tranquilo Poas. Gren era el mayor de los tres. Gren se adelantó.
—Yo también sé cómo cazar al chuparraco —le dijo a Toy, mientras observaba el largo tubo blanco que todavía bajaba hundiéndose en la espesura—. Te sujetaré para que no te caigas, Toy. Necesitas ayuda.
Toy se volvió hacia él. Le sonrió, porque Gren era hermoso y porque algún día Gren se emparejaría con ella. En seguida frunció el ceño: ella era el jefe.
—Gren, tú ya eres un hombre. Es tabú tocarte, excepto en las épocas de acoplamiento. Yo capturaré al chuparraco. Luego iremos a las Copas para matarlo y comerlo. Haremos una gran fiesta, celebrando que yo mando ahora.
Las miradas de Gren y Toy se cruzaron, desafiantes. Así como ella no se había afirmado todavía en el papel de jefe, así Gren no había asumido —y le costaba hacerlo —el papel de rebelde. No aprobaba las ideas de Toy, pero aún no quería demostrarlo. Retrocedió, mientras jugueteaba con su alma, la pequeña imagen de madera de él mismo que llevaba colgada del cinturón, y que daba confianza.
—Haz lo que quieras —dijo.
Pero Toy ya se había marchado.
El chuparraco estaba posado en las ramas más altas de la selva. De origen vegetal, tenía muy poca inteligencia y un sistema nervioso rudimentario. Lo que le faltaba en este aspecto, le sobraba en volumen y longevidad.
Parecido a una semilla poderosa y alada, el chuparraco nunca plegaba las alas. Apenas se movían, pero las fibras flexibles y sensitivas de que estaban cubiertas, y una envergadura de cerca de doscientos metros, le permitían dominar las brisas que soplaban en ese mundo de invernáculo.
Posado así, en las ramas de más arriba, sacó aquella lengua increíble, y la hundió en las obscuras profundidades de la selva hacia el alimento que necesitaba. Al fin los botones tiernos de la punta tocaron el Suelo.
Cautelosos, lentamente, los sensitivos tentáculos de la lengua exploraron, listos para retraerse si tropezaban con alguno de los múltiples peligros de aquella región obscura. Esquivó hábilmente los musgos y los hongos gigantes hasta encontrar un trozo de tierra desnuda, pantanosa y espesa, repleta de alimento. La perforó y chupó.
—¡Bien! —dijo Toy cuando estuvo preparada. Sentía detrás de ella la excitación de los otros—. Que nadie haga ruido.
Había atado el cuchillo a la cuerda. Se inclinó hacía adelante y deslizó el cabo suelto alrededor del tubo blanco, encerrándolo en un nudo corredizo. Clavó el cuchillo en el árbol para asegurar la cuerda. Un momento después, la lengua se abultó y se desplegó todo a lo largo mientras el alimento que chupaba del suelo subía al «estómago» del chuparraco. El nudo se apretó. Aunque el chuparraco no lo sabía, estaba preso ahora; ya no podía volar.
—¡Lo has hecho muy bien! —dijo Poyly, admirada.
Poyly era la mejor amiga de Toy, la emulaba en todo.
—¡Pronto, a las Copas! —gritó Tor. Ahora que está preso podremos matarlo.
Todos empezaron a trepar por el tronco más próximo, para llegar hasta el chuparraco. Todos menos Gren. Aunque no era desobediente por naturaleza, sabía que había modos más fáciles de Regar a las Copas. Como había aprendido de algunos adultos del viejo grupo, de Lily-yo y Haris el hombre, silbó por la comisura de los labios.
—¡Ven, Gren! —le gritó Poas, dándose vuelta.
Cuando vio que Gren meneaba la cabeza, Poas se encogió de hombros y siguió trepando por el árbol detrás de los otros.
Un torpón acudió al llamado de Gren, revoloteando lacónicamente a través del follaje. Las aspas giraban y en el extremo de cada varilla del quitasol volador crecían aquellas semillas de forma extraña.
Gren se encaramó en el torpón, se aferró con fuerza al mango de la sombrilla, y silbó sus instrucciones. Obedeciéndole perezosamente, el torpón lo llevó hacia arriba, y Gren llegó a las Copas justo detrás del resto del grupo, muy tranquilo, mientras los otros jadeaban.
—No tendrías que haberlo hecho —le dijo Toy con enfado—. Estuviste en peligro.
—Nadie me comió —replicó Gren.
Sin embargo tuvo de pronto un escalofrío, pues comprendió que Toy tenía razón. Subir por un árbol era trabajoso pero seguro. Flotar entre las hojas, donde en cualquier momento podían aparecer unas criaturas horribles y hundirlo a uno en la espesura, era fácil pero a la vez terriblemente peligroso. Sin embargo, ahora estaba a salvo. Los otros no tardarían en saber lo inteligente que era.
La lengua blanca y cilíndrica del chuparraco tanteaba aún los alrededores. El ave, posada justo arriba de donde estaba el grupo, giraba a uno y otro lado los ojos rudimentarios en busca de enemigos. No tenía cabeza. Colgado entre las alas tiesamente extendidas, estaba el cuerpo, una pesada bolsa cubierta por las protuberancias córneas de los ojos y unas excrecencias bulbosas; entre estas últimas pendía la vejiga del estómago, de la que salía la larguísima lengua. Desplegando toda la tropa, Toy les había ordenado que atacaran al monstruo desde varios puntos a la vez.
—¡Matadlo! —gritó—. ¡Ahora, saltad! ¡Pronto, niños míos!
Los niños saltaron sobre el chuparraco posado torpemente entre las ramas más altas, chillando con una excitación que hubiera enfurecido a Lily-yo.
El cuerpo del ave se hinchó, las alas se agitaron en una vegetal parodia de vuelo. Ocho humanos —todos menos Gren —se abalanzaron sobre el follaje plumoso de la espalda, y hundieron los cuchillos en el epicarpio buscando el rudimentario sistema nervioso. En aquel follaje se escondían otros peligros. Despertada de su letargo, una moscatigre salió arrastrándose de una capa inferior de la espesura para toparse casi cara a cara con Poas.
Al encontrarse frente a un enemigo negro y amarillo tan grande como él, el niño hombre retrocedió dando gritos. En esta tierra de los últimos días, adormecida en el ocaso de su existencia, sólo sobrevivían unas pocas familias de los antiguos órdenes de los himenópteros y los dípteros, transformadas por la mutación; la más temible de todas era la moscatigre.
Veggy corrió a socorrer a su amigo. ¡Demasiado tarde! Poas yacía de espaldas, despatarrado. La moscatigre ya estaba sobre él. Las placas circulares del cuerpo se arquearon, y el sable de un aguijón de punta roja salió disparado y se clavó en el vientre indefenso del niño. La moscatigre lo apretó entre las patas traseras y delanteras y con un presuroso batir de alas remontó vuelo llevándose al niño paralizado. Veggy le arrojó inútilmente la espada.
No había tiempo para lamentar aquella desgracia. Cuando algo que equivalía al dolor se le infiltró en el cuerpo, el chuparraco intentó volar. Sólo el nudo frágil de Toy lo retenía, y la cuerda podía soltarse.
Acurrucado debajo del vientre, Gren oyó el grito de Poas y supo que algo andaba mal. Vio que el cuerpo hirsuto se sacudía, oyó el crujido de las alas que batían el aire. Una lluvia de ramas cayó sobre él, ramas pequeñas que se quebraban, hojas que revoloteaban. La rama a la que estaba aferrado vibró.
El pánico lo ofuscó. Sólo sabía que el ave podía escapar, que había que matarla cuanto antes. Inexperto, apuñaló a ciegas la lengua, que ahora azotaba el tronco tratando de librarse.
Hundió el cuchillo una y otra vez hasta que en aquella manguera blanca y viva apareció una abertura. La tierra y el fango sorbidos del Suelo y destinados a alimentar al chuparraco, fueron expulsados sobre Gren como un vómito de inmundicias. El chuparraco se sacudía convulsivamente y la herida se le ensanchaba.
A pesar del miedo, Gren supo lo que iba a ocurrir. Se lanzó hacia arriba, con los largos brazos extendidos, alcanzó uno de los bulbos protuberantes del ave, y se colgó de él con una sacudida. Cualquier cosa era preferible a quedarse solo en los laberintos de la selva, donde podía errar durante media vida sin encontrar otro grupo de humanos.
El chuparraco se debatía, tratando de huir. Los forcejeos ensancharon el boquete que Gren le había abierto, y tironeando logró soltar la lengua. Libre al fin, remontó vuelo.
Despavorido, abrazándose a las fibras y al follaje, Gren trepó por el lomo enorme, donde estaban acurrucados otros siete humanos asustados. Se unió a ellos sin decir una palabra.
El chuparraco subía y subía hacia el cielo cegador. Allí arriba el sol abrasaba, avanzando lentamente hacia el día en que se convertiría en nova y se consumiría junto con sus planetas, Y debajo del chuparraco, que giraba como la semilla del sicómoro, a la que tanto se parecía, se mecía la vegetación interminable, se elevaba, se elevaba tan inexorablemente como una leche que sube hirviendo hacia la fuente de la vida.
Toy estaba gritando.
—¡Apuñalad al ave! —decía, poniéndose de rodillas y blandiendo la espada—. ¡Apuñaladla, pronto! Despedazadla. Matadla, o nunca más volveremos a la selva.
Con la piel verde al sol, como bronce bruñido, estaba muy hermosa. Por ella Gren lanzaba cuchilladas. Veggy y May tallaron juntos un gran boquete en el cuerpo del ave; los fragmentos de la dura corteza que arrojaban a lo lejos eran atrapados por los rapaces de la selva antes de que tocaran el Suelo.
Durante largo rato el chuparraco continuó volando, imperturbable. Los humanos se fatigaron antes que él. No obstante, hasta el organismo menos sensible al dolor tiene un límite de resistencia: el chuparraco empezó a perder savia por numerosos agujeros y el vuelo amplio se debilitó. Comenzó a descender.
—¡Toy! ¡Toy! ¡Sombras vivientes, mira a dónde llegamos! —gritó Driff. Señalaba la maraña brillante hacia la que estaban cayendo.
Ninguno de los humanos jóvenes había visto el mar; la intuición y un conocimiento instintivo de los azares del planeta les decían que estaban yendo hacía grandes peligros.
Una parte de la costa asomó de pronto y se acercó. Y allí, donde las cosas de la tierra se encontraban con las cosas del océano, la necesidad de sobrevivir libraba la más cruenta de las batallas.
Aferrándose al plumaje vegetal del ave, Gren consiguió llegar a donde yacían Toy y Poyly. Comprendía que él mismo era en gran parte culpable de que se encontraran allí, y quería ser útil.
—Podemos llamar a los torpones y volar a un lugar seguro —dijo—. Ellos nos llevaran a casa sanos y salvos.
—Es una buena idea —lo alentó Poyly.
Pero Toy lo miró con aire ausente.
—Prueba de llamar a un torpón, Gren —dijo.
Gren silbó, frunciendo la cara. El viento se llevó el silbido. De todos modos, estaban volando a demasiada altura; los silbocardos no podían llegar hasta allí. Gren se quedó callado, y se apartó de los otros para ver hacia dónde iban.
—Si la idea hubiera sido buena, ya se me habría ocurrido —le dijo Toy a Poyly.
Es una tonta, pensó Gren con desdén.
El chuparraco empezó a perder altura más lentamente; había llegado a una de las altas mareas de aire cálido y flotaba a la deriva. En sus torpes y postreros esfuerzos por volver a internarse tierra adentro, sólo conseguía navegar en una línea paralela a la costa, dando así a los humanos el incierto privilegio de ver lo que allí les esperaba.
Una destrucción muy organizada se extendía cada vez más, una batalla sin generales que se venía librando desde hacía milenios. O acaso había un general en uno de los bandos, pues la tierra estaba cubierta por ese árbol único e imperecedero que había crecido, que se había expandido y propagado hasta devorarlo todo, de una a otra orilla. Los otros vegetales habían muerto de hambre; el árbol había aniquilado a todos sus enemigos y había conquistado el continente entero, hasta el Terminador, que separaba el día terrestre de la noche; había casi sojuzgado al Tiempo, ya que las infinitas ramificaciones de los troncos le permitirían vivir durante interminables milenios; pero no podía conquistar el mar. A orillas del mar, el árbol poderoso se detenía y retrocedía.
Allí, en medio de las rocas, entre las arenas y los pantanos de la costa, las especies derrotadas por el baniano habían levantado un último baluarte. Era un hogar inhóspito para ellas. Marchitas, deformadas, desafiantes, crecían como podían. El lugar era llamado la Tierra de Nadie, pues estaba sitiado por enemigos a uno y otro lado.
Del lado de la tierra, se les oponía la fuerza silenciosa del baniano. Del otro, tenían que defenderse de las ponzoñosas algas marinas y del asedio continuo de otros enemigos.
Allá arriba, por encima de todas las cosas, progenitor de aquella carnicería, brillaba el sol.
Ahora el ave herida caía más rápidamente; ya los humanos podían oír el golpeteo de las algas contra la costa. Todos juntos, en un grupo indefenso, esperaban a ver que ocurriría.
La caída del ave era cada vez más vertiginosa, más empinada, sobre el mar. La vegetación crecía junto a la orilla en las aguas sin mareas. Trabajosamente, el chuparraco consiguió desviarse hacia una península estrecha y pedregosa que se adentraba en el agua.
—¡Mirad! —gritó Toy. ¡Hay un castillo allá abajo!
El castillo se levantaba sobre la península, alto, delgado y gris; cuando el ave aleteó hacia él, el edificio pareció inclinarse de un modo raro. Ahora iban hacia él, chocarían con él. Era evidente que la criatura moribunda había avistado el claro al pie del castillo y lo había elegido para posarse, único lugar seguro en las inmediaciones.
Pero ahora las alas crujían como viejos velámenes en una tempestad, y ya no le obedecían. El gran cuerpo se desplomaba, y la Tierra de Nadie y el mar se encrespaban para recibirlo, y el castillo y la península se sacudían acercándose.
—¡Sujetaos bien! —gritó Veggy.
Un momento después se estrellaban contra la torre del castillo; el choque los despidió a todos hacia adelante. Una de las alas se quebró y se desgarró cuando el ave se aferró a un contrafuerte lateral.
Toy adivinó lo que podía pasar: si el ave caía, e iba a caer, arrastraría consigo a los humanos. Ágil como un gato, saltó de lado a una depresión entre los remates irregulares de dos contrafuertes y el cuerpo principal del castillo. Enseguida llamó a los otros para que la imitaran.