—¿Les vamos a hablar de la invasión? —preguntó Bondi.
—¿Por qué no? Lily-yo y Flor, habéis llegado aquí en un momento propicio. Los recuerdos del Mundo Pesado y de la vida salvaje están todavía frescos en vosotras. Necesitarnos esos recuerdos. Por eso os invitamos a volver al Mundo Pesado.
—¿Volver allá? —preguntó Flor boquiabierta.
—Sí. Proyectamos un ataque al Mundo Pesado. Vosotras nos ayudaréis a dirigir nuestras fuerzas.
La larga tarde de la eternidad se consumía, el largo camino dorado de una tarde que alguna vez desembocaría en la noche permanente. Había movimiento, pero un movimiento en el que nada ocurría excepto aquellos sucesos insignificantes que tan grandes parecían a las criaturas que participaban en ellos.
Para Lily-yo, Flor y Haris hubo muchos acontecimientos. Ante todo, aprendieron a volar.
Los dolores relacionados con las alas desaparecieron pronto, al fortalecerse la nueva carne maravillosa, los maravillosos tendones nuevos. Remontar vuelo en aquella leve gravedad era un deleite cada vez mayor; allí no se conocían los torpes aleteos de los hombres volantes en el Mundo Pesado.
Aprendieron a volar y luego a cazar en bandadas. Llegado el momento, fueron preparados para llevar a cabo el plan de los Cautivos.
Fue una serie afortunada de accidentes la que condujo a los humanos a aquel mundo, y lo fue todavía más con el correr de los milenios. Porque, gradualmente, los humanos se adaptaron al Mundo Verdadero. El factor de supervivencia aumentó; se hicieron más poderosos. Y mientras tanto, las condiciones del Mundo Pesado eran cada vez más adversas; sólo la vegetación medraba allí.
Lily-yo, por lo menos, advirtió muy pronto cuánto más fácil era allí la vida. Sentada con Flor y otros diez o doce, comía pasta de alfombrón, a la espera de cumplir la orden de los Cautivos y partir hacia el Mundo Pesado.
Le costaba expresar lo que sentía.
—Aquí estamos seguros —dijo, señalando la vastedad de la tierra verde que se extendía bajo la plateada red de telarañas.
—Si no hubiera moscatigres, sería mejor aún —comentó Flor.
Descansaban en una cumbre desnuda, donde el aire era tenue y ni las enredaderas gigantes se atrevían a trepar. Aquel verde turbulento se extendía allá lejos, abajo, casi como en la Tierra, aunque contenido por formaciones circulares de rocas.
—Este mundo es más pequeño —insistió Lily-yo, tratando una vez más de que Flor entendiera lo que pensaba—. Aquí somos más grandes. No necesitamos combatir.
—Pronto tendremos que combatir.
—Pero luego volveremos aquí. Es un lugar menos feroz, menos peligroso y sin tantos enemigos. Aquí, los grupos podrían vivir con menos miedo. A Veggy y Toy, May, Gren, y a los otros niños, les gustaría.
—Echarían de menos los árboles.
—Pronto olvidaremos los árboles. En cambio, ahora tenemos alas. Es una cuestión de costumbres.
Conversaban a la sombra inmóvil de una roca. Allí arriba, como burbujas de plata en un cielo purpúreo, los traveseros se movían, tejiendo redes, bajando de cuando en cuando a los apios de la superficie. Mientras observaba esas maniobras, Lily-yo pensó en el proyecto que habían elaborado los Cautivos e imaginó una serie de cuadros animados.
Sí, los Cautivos sabían. Podían prever más cosas que ella. Ella y los suyos habían vivido como plantas, haciendo lo que correspondía en cada instante. Los Cautivos no eran plantas. Desde el interior de las celdas veían más que quienes estaban afuera.
Esto era lo que veían los Cautivos: los humanos que habían llegado al Mundo Verdadero tenían pocos hijos, porque eran viejos o porque los rayos que les habían dado alas les habían matado la simiente; el lugar era bueno y sería todavía mejor si hubiese más humanos; y un modo de que hubiese más humanos era traer criaturas y niños del Mundo Pesado.
Esto se había hecho desde tiempos inmemoriales. Hombres volantes intrépidos habían viajado de regreso a aquel mundo, a robar niños. Los hombres volantes habían atacado al grupo de Lily-yo cuando subía a las Copas, habían ido allí a cumplir esa misión. Se habían llevado a Bain para traerla al Mundo Verdadero en una quemurna… y nadie había vuelto a verlos.
Eran muchos los peligros y las adversidades que acechaban en el largo viaje de ida y vuelta. De todos los que iban, pocos regresaban.
Ahora, los Cautivos habían concebido un proyecto mejor y más audaz.
—Aquí llega un travesero —dijo Band Appa Bondi—. Preparémonos a partir.
Caminó al frente del grupo de doce volantes, los elegidos para este nuevo intento. El era el jefe. Lily-yo, Flor y Haris lo ayudarían, con otros ocho, tres varones, y cinco hembras. Sólo uno, el mismo Band Appa Bondi, había sido traído de niño desde el Mundo Pesado; los demás habían llegado allí en la misma forma que Lily-yo.
Lentamente, el grupo se levantó y extendió las alas. Había llegado el momento de iniciar la gran aventura. Sentían, sin embargo, un poco de miedo; no podían prever el futuro, como los Cautivos, con la excepción tal vez de Band Appa Bondi y Lily-yo, quien se animó diciéndose: —Así anda el mundo—. Luego, todos extendieron los brazos y volaron al encuentro del travesero.
El travesero había comido.
Había atrapado a uno de sus más sabrosos enemigos, una moscatigre, en una telaraña, y le había succionado el interior hasta dejar sólo una especie de caparazón. Descendió en un campo de apios, aplastando hojas y tallos. Poco a poco, comenzó a germinar. Luego se elevaría hacia las inmensidades negras, donde el calor y las radiaciones lo llamaban. Había nacido en este mundo. Como era joven, no había viajado aún al otro mundo, a la vez temido y deseado.
Los brotes le aparecían en el lomo, se elevaban, estallaban, caían al suelo y se escurrían hundiéndose entre la pulpa y los residuos. Allí, durante diez mil años, crecerían en paz.
Aunque joven, el travesero estaba enfermo. El no lo sabía. La moscatigre enemiga era la causa, pero esto el travesero tampoco lo sabía. La enorme masa era poco sensible.
Los doce humanos planearon y descendieron en el lomo, cerca del abdomen, fuera del campo de visión del racimo de ojos. Se escondieron entre las fibras duras que les llegaban a los hombros y que eran los pelos del travesero. Miraron alrededor. Un rayoplán pasó veloz por encima y desapareció. Tres tumbonas se escurrieron por entre las fibras y no se las vio más. Todo estaba tranquilo, como en una colina desierta.
Al fin se desplegaron y avanzaron en fila: las cabezas gachas, los ojos escrutadores. Band Appa Bondi iba en un extremo y Lily-yo en el otro. El cuerpo del travesero parecía una ladera empinada, con grietas, hoyos y cicatrices, y el descenso no era fácil. Las fibras tenían distintos colores, negro, verde y amarillo, y dividían en franjas la enorme masa del travesero, que observada desde el aire se confundía con el entorno. En muchos lugares unas duras plantas parasitarias habían echado raíces, y se alimentaban exclusivamente de la enorme masa; casi todas perecerían cuando el travesero se lanzase al espacio entre los mundos.
Los humanos trabajaban. En una ocasión fueron derribados por un cambio de posición del travesero. A medida que la ladera se empinaba, bajaban más lentamente.
—¡Aquí! —gritó Y Coyin, una de las mujeres.
Habían encontrando por fin lo que buscaban, de acuerdo con el consejo de los Cautivos.
Apiñado alrededor de Y Coyin, con los cuchillos preparados, el grupo miró hacia abajo. En aquel sitio las fibras habían sido segadas como con una hoz, dejando un trozo desnudo, una especie de costra redonda, ancha, mayor que un humano de pie. Lily-yo se agachó y la palpó. Era muy dura.
Lo Jint puso el oído sobre la costra. Silencio.
Todos se miraron.
Se arrodillaron y metieron los cuchillos como palancas bajo los bordes de la costra. El travesero se movió, y todos se tendieron, apretados contra el cuerpo. Cerca brotó un germen, estalló, y rodó por la ladera. Una larguja lo devoró mientras caía. Los humanos siguieron trabajando.
La costra se movió. La levantaron. Vieron la boca de un túnel obscuro y viscoso.
—Yo entraré primero —dijo Band Appa Bondi.
Descendió al túnel. Los otros lo siguieron. El cielo obscuro permaneció allá arriba como un círculo, hasta que el duodécimo humano entró en el túnel. Luego acomodaron otra vez la costra. Se oyó un ruido sordo, un suave burbujeo, y la costra empezó a cerrarse como la carne de una herida.
Sin moverse, se quedaron allí acurrucados durante mucho tiempo, en la cavidad que palpitaba levemente, los cuchillos listos y las alas plegadas. Los corazones humanos latían con fuerza.
En más de un sentido estaban en territorio enemigo. Los traveseros eran aliados sólo por accidente; devoraban a los humanos como —devoraban cualquier otra cosa. Pero el túnel era obra de la depredadora negra y amarilla, la moscatigre. Uno de los últimos insectos sobrevivientes, la vigorosa y hábil moscatigre atacaba una y otra vez al más invencible de todos los seres vivos.
La moscatigre hembra se posa en el travesero y horada en él un túnel. Excava y excava hasta que al fin se detiene y prepara una cámara natal, paralizando la carne del travesero con el aguijón, para impedir que cure. Antes de volver a la luz del día la moscatigre desova. Cuando los huevos maduran, las larvas se alimentan de la carne fresca y viva.
Al cabo de un rato, Band Appa Bondi hizo una señal y el grupo avanzó, descendiendo desmañadamente por el túnel. Los guiaba una débil luminiscencia. El aire era denso y tenía un olor vegetal. Los humanos se desplazaban muy lentamente, en silencio, pues algo se movía allá adelante.
De pronto, el movimiento se les echó encima.
—¡Cuidado! —gritó Band Appa Bondi.
En aquella terrible obscuridad, algo atacaba a los intrusos.
Antes que lo advirtieran, habían llegado a un sitio donde el túnel se ensanchaba formando la cámara natal. Los huevos de la moscatigre habían madurado. innumerables larvas con mandíbulas anchas como brazos de hombre se habían vuelto contra los intrusos y daban dentelladas feroces, iracundas y asustadas.
Casi en el mismo instante en que Band Appa Bondi partía en dos a la primera atacante, otra le cortó la cabeza de una dentellada. El desdichado cayó y sus compañeros avanzaron sobre él en la obscuridad. Precipitándose hacia adelante, eludían las mortales mandíbulas.
Detrás de las cabezas duras, el cuerpo de las larvas era blando y rechoncho. Bastaba un golpe de espada para que estallaran, con las entrañas al aire. Eran combativas, pero aún no sabían combatir. Los humanos acuchillaban furiosamente, las esquivaban, y las acuchillaban. No murió allí ningún otro humano. Apoyados de espaldas en la pared, herían de filo y punta, destrozando mandíbulas, desgarrando vientres endebles. Mataron sin tregua, sin odio ni misericordia, con las piernas hundidas hasta las rodillas en una especie de lodo. Las larvas lanzaban dentelladas, se retorcían y morían. Con un gruñido de satisfacción, Haris acuchilló a la última.
Agotados, los once humanos se arrastraron de vuelta al túnel, a esperar a que las paredes absorbieran el lodo horrible. Y a esperar luego mucho más.
El travesero se sacudió en el lecho de apios. Sentía unos vagos impulsos. Las cosas que había hecho. Las cosas que tenía que hacer. Las cosas que había hecho estaban hechas, las que tenía que hacer estaban todavía por hacer. Expulsó un globo de oxígeno y se incorporó.
Lentamente al principio, trepó por un cable, hacia la red donde el aire se enrarecía. Siempre, siempre antes de la tarde eterna se había detenido allí. Pero esta vez no había por qué detenerse. El aire no era nada y el calor lo era todo, el calor que incitaba y acicateaba, atraía y acariciaba más y más, mientras él iba subiendo.
Lanzó un cable desde una filera. Cada vez con más rapidez, con más decisión, continuó subiendo. Impulsaba hacia arriba la poderosa masa vegetal, alejándose del sitio donde volaban las moscatigres. Allí delante a una distancia incalculable flotaba un semicírculo de luz, blanco, azul y verde: un punto de mira.
Porque el sitio era muy solitario para un joven travesero; un sitio terrible y maravilloso, brillante y sombrío a la vez, colmado de nada. Gira mientras avanzas y te tostarás bien por ambos lados… No hay nada que pueda molestarte…
—Excepto, claro está, el pequeño grupo de humanos. Muy dentro de ti, te utilizan como un arca. No lo sabes, pero los llevas de regreso a un mundo que en otro tiempo, en una época inmemorial, perteneció a esa especie.
En casi toda la selva dominaba el silencio.
El silencio parecía pesar tanto sobre la selva como el espeso manto de follaje que cubría los territorios de la faz diurna del planeta. Era un silencio acumulado a lo largo de millones y millones de años, y que se ahondaba a medida que el sol irradiaba cada vez más energía en las etapas primeras de su declinación. Aquel silencio no significaba, sin embargo, ausencia de vida. Por el contrario, había vida por doquier, en una escala formidable. Pero el aumento de las radiaciones solares, que había extinguido a casi todo el reino animal, había tenido como última consecuencia el triunfo de la vida vegetal. Por todas partes, en miles de formas y disfraces, imperaban las plantas. Y los vegetales no tenían voz.
El nuevo grupo se desplazaba, al mando de Toy, a lo largo de las ramas innumerables, sin turbar nunca el profundo silencio. Viajaban allá entre las Copas, con manchas de luz y de sombra que caían sobre la piel verde de los cuerpos. Alertas siempre a cualquier posible peligro, se deslizaban con el mayor sigilo posible. El miedo los guiaba con un propósito aparente, aunque en realidad no iban a ninguna parte.
El movimiento les daba una necesaria ilusión de seguridad, por eso viajaban.
Una lengua blanca los detuvo.
La lengua bajó poco a poco a un lado de ellos. Silenciosa, Pegada casi al tronco protector, descendía de las Copas al Suelo distante: una cosa fibrosa y cilíndrica que parecía una víbora, áspera y desnuda. El grupo la observó, vio la punta que se desplegaba y desaparecía zambulléndose entre el follaje hacia el suelo obscuro de la selva.
—¡Un chuparraco! —dijo Toy a los otros niños.
Pese a que aún no se sentía muy segura como jefe del grupo, casi todos los niños —todos excepto Grenla rodearon, y la miraron con ansiedad, y luego se volvieron hacia la lengua.
—¿Puede hacemos daño? —preguntó Fay.