Los humanos tuvieron pronto una impresión parecida. Durante innumerables generaciones ellos y sus antepasados habían vivido en los árboles altos. La seguridad era arbórea. Aquí había árboles, pero eran árboles de apio y perejil sin la firmeza pétrea y las ramas innumerables del baniano gigante.
Se desplazaron, pues, nerviosos, desorientados, doloridos, sin saber dónde estaban ni por qué.
Fueron pronto atacados por bricatrepas y espinaserras. Las rechazaron. Eludieron un enorme matorral de musgortiga, más alto y más ancho que cualquiera de los que habían encontrado en la Tierra. Lo que perjudicaba a un grupo de plantas favorecía a otras. Subieron una ladera y llegaron a un estanque alimentado por un arroyuelo. En las orillas había bayas y frutas dulces al paladar, buenas para comer.
—Esto no es tan malo —comentó Haris—. Tal vez podamos vivir aún.
Lily-yo le sonrió. Haris era el más problemático, el más perezoso. Pero le agradaba tenerlo todavía al lado. Después de bañarse en el estanque, Lily-yo lo volvió a mirar. Por muy extrañas que resultaran las escamas que lo cubrían y las anchas excrecencias de carne que le colgaban a los lados, Haris era todavía atractivo, simplemente porque era Haris. Lily-yo tuvo la esperanza de no haber cambiado demasiado. Tomó un pedrusco dentado y se echó la melena hacia atrás; sólo se le desprendieron algunos cabellos.
Después del baño, comieron. Haris trabajó entonces, buscando cuchillos nuevos en los zarzales. No eran tan duros como los de la Tierra, pero no contaban con otra cosa. Luego, descansaron al sol.
La vida de los humanos había cambiado por completo. Habían vivido guiados más por el instinto que por la inteligencia. Sin el grupo, sin el árbol, sin la tierra, nada los orientaba allí y no sabían qué hacer. Se tendieron, pues, a descansar.
Tendida en aquel lugar, Lily-yo observó los alrededores. Todo era muy extraño. Sintió que se le encogía el corazón.
Aunque el sol brillaba como siempre, el cielo era de un azul turquesa. Y aquella semiesfera que resplandecía en el cielo toda manchada de verde, azul y blanco: Lily-yo no podía reconocerla como el lugar donde había vivido. Hacia ella subían unas fantasmales líneas de plata; más cerca, centelleaba la maraña de las redes traveseras, dibujando venas en el cielo. Los traveseros se desplazaban por allí arriba como nubes, los grandes cuerpos en serena laxitud.
Todo aquello era el imperio, la creación de los traveseros. En los primeros viajes a la luna, hacía milenios, habían esparcido literalmente las semillas de este mundo. En un comienzo, habían languidecido y muerto por millares en la inhóspita ceniza, pero hasta los muertos habían dejado allí unos modestos legados de oxígeno, suelo y esporas, y algunas semillas habían germinado en los cadáveres fecundos. Luego de siglos de sopor, habían echado raíces.
Crecieron. Aturdidas y doloridas al principio, las plantas crecieron. Con tenacidad vegetal, crecieron. Se extendieron. Prosperaron. Poco a poco los yermos de la faz iluminada de la luna se cubrieron de verde. En los cráteres, medraron las enredaderas. En las laderas desoladas, serpearon los perejiles. A medida que aparecía la atmósfera, florecía la magia de la vida, fortaleciéndose, vigorosa y rápida. Más que cualquier otra especie dominante en el pasado, los traveseros colonizaron la luna.
La pequeña Lily-yo no sabía nada de todo esto, ni le importaba. Apartó la mirada del cielo.
Flor se había arrastrado hasta Haris, el hombre. Se apretaba contra Haris y él la abrazaba y cubría a medias con su nueva piel, mientras ella le acariciaba el pelo.
Furiosa, Lily-yo se levantó de un salto, dio a Flor un puntapié en la espinilla y luego se arrojó sobre ella, con uñas y dientes para sacarla de allí. Jury corrió a ayudarla.
—¡No es momento para aparearse! —gritó Lily-yo—. ¿Cómo te atreves a tocar a Haris?
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —le gritó Flor—. Haris me tocó primero.
Haris, desconcertado, se incorporó de un salto. Estiró los brazos, los movió arriba y abajo, y se elevó sin esfuerzo por el aire.
—¡Mirad! —exclamó con alarmado deleite—. ¡Mirad lo que puedo hacer!
Trazó un círculo en un peligroso vuelo sobre las cabezas de las mujeres. Luego perdió el equilibrio y cayó de cabeza, despatarrado, boquiabierto. Se hundió en el estanque.
Tres hembras humanas, angustiadas, temerosas y enamoradas se zambulleron detrás de Haris.
Mientras se secaban, oyeron ruidos en la espesura. En seguida se pusieron en guardia. Volvían a ser ellos mismos. Sacaron las espadas nuevas y observaron el matorral.
Cuando apareció, el ajabazo no era como sus hermanos de la Tierra. No se erguía tiesamente como el títere de la caja de sorpresas; se arrastraba por el suelo como una oruga.
Los humanos vieron el ojo deformado que asomaba entre los apios. Se volvieron sin pérdida de tiempo y escaparon.
Aunque el peligro había quedado atrás, continuaron marchando rápidamente, sin saber lo que buscaban. Luego durmieron y comieron, y siguieron avanzando, a través de la vegetación interminable, a la invariable luz del día, hasta que de pronto el bosque se interrumpió.
Delante de ellos, todo parecía cesar y luego empezar otra vez.
Cautelosamente, se acercaron a ver a dónde habían llegado. El suelo había sido hasta entonces muy desigual. Allí se abría del todo en una ancha grieta. Más allá de la grieta la vegetación crecía de nuevo. Pero ¿cómo podían los humanos salvar aquel abismo? Los cuatro permanecieron inmóviles, de pie, allí donde los helechos terminaban, mirando con angustia el borde distante de la grieta.
Haris el hombre contrajo el rostro dolorosamente como si se le hubiera ocurrido una idea inquietante.
—Lo que hice antes… yendo por el aire —comenzó torpemente—. Si lo hiciéramos otra vez, los cuatro, iríamos por el aire hasta el otro lado.
—¡No! —dijo Lily-yo—. No irás. Cuando subes, bajas.
de golpe. Caerás en la espesura.
—Esta vez lo haré mejor. Creo que ya domino el arte.
—¡No! —repitió Lily-yo—. No irás. No es seguro.
—Déjalo ir —pidió Flor—. Dice que domina el arte.
Las dos mujeres se volvieron para mirarse. Haris aprovechó la oportunidad. Alzó los brazos, los agitó, se levantó algo del suelo y movió también las piernas. Antes de que tuviera tiempo de asustarse, estaba volando sobre el abismo.
Cuando comenzó a perder altura, Flor y Lily-yo, impulsadas por el instinto, también se lanzaron a la grieta. Extendieron los brazos y se deslizaron en un vuelo descendente detrás de Haris, sin dejar de gritar. Jury quedó atrás, llamándolas con desconcertada furia.
Haris recuperó en parte el equilibrio y consiguió alcanzar, pesadamente, un reborde en la otra pared de la grieta. Las dos mujeres se posaron junto a Haris, excitadas, farfullando reproches. Levantaron los ojos, aferrándose al risco para no caer. Los dos bordes de la grieta, donde se alineaban los helechos, sólo dejaban ver un estrecho segmento del cielo morado. Jury no estaba a la vista, pero alcanzaban a oír sus gritos. La llamaron, también a gritos.
Detrás del reborde, se abría un túnel en la pared del risco. Toda la cara de esa roca estaba horadada por túneles parecidos, como una esponja. Tres hombres volantes aparecieron de pronto en el primer agujero, dos machos y una hembra, provistos de cuerdas y lanzas.
Flor y Lily-yo estaban agachadas sobre Haris. Antes que tuvieran tiempo de recobrarse, fueron arrojadas al suelo y atadas con cuerdas. Otros hombres volantes salían de distintos agujeros y volaban planeando para ayudar a los captores. Aquí volaban mas firme, más serenamente que en la tierra,.
—¡Llevadlos adentro! —gritaron.
Los hombres de rostros alertas, inteligentes, rodearon afanosamente a los cautivos y los arrastraron a la obscuridad del túnel.
Asustados, Lily-yo, Flor y Haris se olvidaron de Jury, todavía acurrucada al borde del abismo. Nunca más la vieron.
El túnel descendía en una leve pendiente. Al fin se curvó y desembocó en otro túnel horizontal. Este se abrió a una caverna inmensa de paredes y techos lisos y regulares. Por un extremo entraba una luz diurna gris, pues la caverna estaba en el fondo de la grieta.
Los tres cautivos fueron llevados al centro de la caverna. Les quitaron los cuchillos y los dejaron en libertad. Mientras se agrupaban, intranquilos, uno de los hombres volantes se acercó y habló.
—No os haremos daño mientras no sea necesario —dijo—. Habéis llegado por la travesera desde el Mundo Pesado. Sois nuevos aquí. Cuando hayáis aprendido nuestras maneras, os uniréis a nosotros.
—Yo soy Lily-yo —dijo Lily-yo con orgullo—. Déjame ir. Somos tres humanos, no hombres volantes.
—Sí, humanos, y nosotros hombres volantes. Y vosotros hombres volantes y nosotros humanos, porque somos iguales. No sabes nada. Pronto sabrás muchas cosas, cuando hayas visto a los Cautivos. Ellos te dirán muchas cosas.
—Yo soy Lily-yo. Sé muchas cosas.
—Los Cautivos te dirán muchas cosas más.
—Si hubiera muchas cosas más, yo las sabría. Porque yo soy Lily-yo.
—Yo soy Band Appa Bondi y te digo que vengas a ver a los Cautivos. Lo que dices es charla tonta del Mundo Pesado, Lily-yo.
Varios hombres volantes comenzaban a mostrarse agresivos. Haris le dio un codazo a Lily-yo y murmuró: —Hagamos lo que él dice. No pongas las cosas más difíciles.
A regañadientes, Lily-yo se dejó conducir a otra cámara, con Haris y Flor. Esta cámara estaba medio en ruinas, y hedía. En el fondo, había un derrumbe de roca desintegrada. Los infatigables rayos solares que entraban por el hueco del techo formaban un círculo en el suelo y parecían tener alrededor una cortina de luz amarilla. Cerca de esta luz estaban los Cautivos.
—No temas verlos —dijo Band Appa Bondi, adelantándose—. No te harán daño.
Aquella introducción tranquilizadora era necesaria, porque los Cautivos no tenían un aspecto agradable.
Los Cautivos eran ocho y estaban encerrados en ocho quemurnas lo bastante grandes como para servirles de celdas estrechas. Las celdas estaban agrupadas en un semicírculo. Band Appa Bondi condujo a Lily-yo, Flor y Haris al centro del semicírculo, desde donde podían observar y ser observados.
Los Cautivos eran un penoso espectáculo. Todos tenían alguna deformidad. A uno le faltaban las piernas. Otro no tenía carne en la mandíbula inferior. Otro mostraba cuatro brazos enanos y sarmentosos. Un cuarto tenía unas alas de carne que enlazaban los lóbulos de las orejas y los pulgares, de modo que vivía con las manos perpetuamente levantadas hacia la cara. Un quinto tenía dos brazos y una pierna sin huesos, como colgantes trozos de carne. El sexto arrastraba unas alas monstruosas, como alfombras. El séptimo se ocultaba detrás de una pantalla de excrementos, con los que embadurnaba las paredes transparentes de la celda. Y el último tenía una segunda cabeza, una excrecencia marchita, cuyos ojos se mantenían malévolamente fijos en Lily-yo. Este último Cautivo, que parecía el jefe de los otros, habló, utilizando la boca de la cabeza principal.
—Yo soy el Cautivo jefe. Os saludo, hijos, y os invito a conoceros a vosotros mismos. Sois del Mundo Pesado. Nosotros somos del Mundo Verdadero. Habéis venido, pues sois de los nuestros. Aunque vuestras alas y cicatrices son nuevas, os invitamos a uniros a nosotros.
—Yo soy Lily-yo. Somos humanos, no hombres volantes. No nos uniremos a vosotros.
Los Cautivos gruñeron con fastidio. El Cautivo jefe habló de nuevo.
—¡Siempre tenemos que oír la misma cháchara de vosotros, los del Mundo Pesado! Comprende que os habéis unido a nosotros, porque os habéis vuelto como nosotros. Vosotros hombres volantes, y nosotros humanos. Sabéis poco y sabemos mucho.
—Pero nosotros…
—¡Basta de esa charla estúpida, mujer!
—Nosotros…
—Calla, mujer, y escucha —dijo Band Appa Bondi.
—Sabemos mucho —repitió el Cautivo jefe—. Te diremos algo. Quienes hacen el viaje desde el Mundo Pesado cambian. Algunos mueren. A los que viven les crecen alas. Entre los dos mundos hay rayos muy fuertes, muchos, que no se ven ni se sienten, que nos cambian los cuerpos. Cuando llegas aquí, cuando llegas al Mundo Verdadero, te conviertes en humano verdadero. La larva de la moscatigre no es una moscatigre hasta que cambia. Así también cambian los humanos.
—No entiendo lo que dice —protestó tercamente Haris, echándose en el suelo. Pero Lily-yo y Flor escuchaban.
—A este Mundo Verdadero, como tú lo llamas, venimos a morir —dijo Lily-yo, titubeando.
El Cautivo de la mandíbula descarnada observó entonces: —La larva de la moscatigre cree morir cuando se transforma en moscatigre.
—Todavía eres joven —dijo el Cautivo jefe—. Aquí comienzas otra vida. ¿Dónde están vuestras almas?
Lily-yo y Flor se miraron. Al huir del ajabazo se habían desprendido descuidadamente de las almas. Haris había pisoteado la suya. ¡Era inconcebible!
—¿Ves? Ya no la necesitas. Eres aún joven. Puedes tener criaturas. Algunas pueden nacer con alas.
El cautivo de los brazos sin huesos añadió: —Algunas pueden nacer mal, como nosotros. Algunas pueden nacer bien.
—¡Sois demasiado horribles para vivir! —protestó Haris—. ¿Cómo no os matan por vuestra fealdad?
—Porque sabemos todas las cosas —contestó el Cautivo jefe. De pronto, la segunda cabeza se irguió y dijo: —Tener una buena forma no es todo en la vida. Lo importante es saber. Como nosotros no podemos movernos bien, podemos… pensar. Esta tribu del Mundo Verdadero es buena y reconoce el valor de cualquier forma de pensamiento. Por eso deja que la gobernemos.
Flor y Lily-yo murmuraron a la vez.
—¿Dices que unos pobres Cautivos gobiernan el Mundo Verdadero? —preguntó finalmente Lily-yo.
—Así es.
—Entonces ¿por qué os tienen cautivos?
El hombre volante de lóbulos y pulgares enlazados en un perpetuo ademán de protesta, habló por primera vez, con una voz cálida y estrangulada.
—Gobernar es servir, mujer. Quienes tienen poder son esclavos del poder. Sólo el proscripto es libre. Como somos Cautivos, tenemos tiempo para hablar, pensar, proyectar y saber. Quienes saben manejan los cuchillos de otros. Nosotros somos el poder, aunque gobernamos sin poder.
—Nadie te lastimará, Lily-yo —agregó Band Appa Bondi—. Vivirás entre nosotros y disfrutarás de una vida libre de todo daño.
—¡No! —dijo el Cautivo jefe con las dos bocas—. Este otro ser, el varón, es evidentemente inútil; pero antes que puedan disfrutar de nada, Lily-yo y su compañera Flor han de ayudarnos en el proyecto.