Pura felicidad
Laura había dejado la puertaventana de su habitación abierta de par en par. A diferencia de la noche anterior, ésa era magnífica. Alrededor de las once, el bullicio de la pulpería languidecía y cada tanto se destacaban la voz de doña Sabrina dando órdenes a Loretana y el chirrido de las sillas al ser movidas para barrer el piso. Un aroma exquisito inundaba la recámara gracias a las pastillas de alhucema que se quemaban en un pebetero. Laura cerró las
Memorias
de su tía Blanca Montes y se dispuso a contestar la carta de Eugenia Victoria. El perfume, el silencio, la frescura del aire y la luz de la vela apaciguaban la exaltación con que había dejado la casa del doctor Javier. No se había tratado de algo en particular sino de varios acontecimientos: el encuentro con Nahueltruz Guor ese mediodía en el convento, la inminente convalecencia de Agustín en opinión de María Pancha y la carta de su prima con las novedades de Buenos Aires. «Mi querida Eugenia Victoria», escribió, y levantó la pluma sin saber cómo proseguir. La tenían sin cuidado las habladurías que se entretejían en torno a su fuga y al rompimiento de Alfredo Lahitte; la aburrían las extravagancias de la abuela Ignacia y las maledicencias de sus tías; la irritaba la sumisión del abuelo Francisco y el martirio al que se sometía su madre. Aquello que había constituido el centro de su universo de pronto perdía importancia frente a Nahueltruz y a su amor. Mojó la pluma en el tintero dispuesta a recomenzar la misiva. A pesar de que esa tarde, arrebatada de emoción, le habría confesado a Eugenia Victoria su relación con Nahueltruz y le habría revelado hasta los detalles, en ese momento decidió no mencionarlo. Aunque siempre compartía con Eugenia Victoria sus secretos, un recelo le detuvo la mano; Nahueltruz era sólo de ella. Repentinamente la asaltó el temor de que las circunstancias se confabularan en contra y desbarataran la felicidad. Si bien infatuada de amor por él, Laura no perdía de vista que Guor era un cacique ranquel y que el sentimiento que los unía se juzgaría en muchos círculos como una blasfemia. Lo protegería con su silencio. Llenó dos carillas con los pormenores de la enfermedad de Agustín, de la familia Javier, del viaje de Riglos a Córdoba y de lo bien que se encontraba en el hotel de doña Sabrina. «A Purita todo mi amor, que gracias a sus oraciones y a las votivas que le enciende a San Francisco mi hermano está recuperándose». No mandó saludos a nadie más, ni siquiera a su abuelo, y con esa actitud dio el primer paso hacia lo inevitable: la ruptura con su familia. Cerró y lacró el sobre que entregaría a Blasco para que lo despachara en la primera diligencia que partiera rumbo a Buenos Aires.
Tomó nuevamente el diario de Blanca Montes y le acarició las tapas de cuero. Lo besó también, y una agitación le estranguló la garganta y le llenó los ojos de lágrimas. Pensaba en Blanca Montes como si aún viviese. La admiraba por valiente y le agradecía la generosidad que desplegaba en las páginas de su diario, que le revelaban verdades ocultas y misterios, situaciones que en el pasado ella había tomado por comunes y cotidianas, pero que, de una manera solapada, la lastimaban. A la luz de las memorias de Blanca, la realidad adquiría un nuevo matiz, y ella se sentía más madura, más mujer.
A punto de retomar la lectura, levantó la vista: Nahueltruz, de pie en la puertaventana, la contemplaba mansamente. Ningún sonido había delatado su presencia; él era silencioso, se movía con la sutileza de un ser incorpóreo; ella, sin embargo, lo había presentido intensamente. No hablaron mientras se aproximaban ni tampoco cuando se estrecharon en un abrazo. Guor se había bañado, olía a sosa y aún tenía el pelo húmedo. La enterneció pensar que se había preparado para ella, que le había pedido a fray Humberto un pan de jabón y que se había aseado para agradarle.
—Eres hermoso —susurró, mirándolo a los ojos—. Eres hermoso para mí.
Nahueltruz le sonrió, y a Laura la halagó pensar que sólo a ella le sonreía de esa manera, mostrando una parte vulnerable e inocente que al resto ocultaba por orgullo. La halagó saber que le tenía confianza y que a ella llegaba inerme, como un niño que busca el regazo de la madre. Sintió tanto amor por ese hombre en ese instante como jamás había sentido por nadie. Nahueltruz Guor era y sería el verdadero amor de su vida, y supo que moriría amándolo.
Como esperaba que él fuera a ella esa noche, Laura también se había preparado: la recámara olía a alhucema, se había soltado el cabello y untado una loción de rosas en todo el cuerpo, sólo cubierto por una traslúcida bata de muselina. Los resquemores virginales y las vergüenzas de la noche anterior no existían, y una audacia impertinente la volvía libre. Esa libertad le agradaba porque, como nunca, se sentía dueña de sí, de su cuerpo, de su destino. Hacía lo que quería, con quien quería.
Se alejó en dirección a la cama; allí se quitó la bata lentamente. Su desnudez reverberó en la penumbra, y sus ojos negros brillaron con un deseo que perturbó a Guor, quieto y mudo en medio de la habitación. Él se estaba acordando del padre Agustín y de la consideración que le debía; de su condición de indio también y de lo poco que valía respecto a la señorita Escalante.
—Debería dejarte tranquila después de lo que sufriste anoche —expresó sin convicción.
No obstante, cuando Laura, en respuesta, le tendió la mano y lo llamó «Nahuel», él se emocionó íntimamente y, en dos zancadas, estuvo sobre ella y la aferró por la cintura y la besó en la boca, en el cuello, en los hombros, y la tumbó sobre la cama y la poseyó con un ímpetu reprimido desde el mediodía, cuando ella apareció en el convento llenándolo de ansias abrumadoras. ¿No se daba cuenta de que lo volvía loco, que lo convertía en un animal en celo sin control ni medida, que lo despojaba de valores y principios con sólo llamarlo «Nahuel»?
La penetró en un acto rápido, él vestido, ella desnuda, y alcanzó a percibir su estremecimiento de dolor y de inmediato la vio relajar el ceño, entreabrir los labios y gemir. Laura le atenazó la cintura y se acopló en ese vaivén de pubis y vientres tensos y húmedos, y él le aferró la parte alta de la pierna y se internó aun más dentro de ella. Laura se entregaba a la sensualidad sin culpa ni remordimiento; se dejaba arrastrar por la lascivia que le despertaba su amante, y su pasión sobrepasaba el temor a sus mayores, a los preceptos de la Iglesia y a los castigos del mismo Dios. Lo que vivía a manos de Guor era lo único que contaba: feliz como nunca, lo seguía ciegamente en la búsqueda del goce, mientras comenzaba a sentir lo prometido, el placer que subía y crecía, que le atería los miembros, que la desbordaba y la hacía gemir. Alcanzaron juntos un placer que los estremeció hasta agotarlos. Él permaneció largo rato encima de ella percibiendo su fatiga, las manos aún aferradas, los brazos aún extendidos, las piernas aún encaramadas, hasta que pudo retirarse y pensar: «Nunca imaginé que llegaría a sentir así».
Nahueltruz terminó tan desnudo como ella, la ropa desparramada en torno a la cama, las sábanas enredadas. Él era un amante insaciable, ella, una discípula dócil y ávida. Cuando tuvieron hambre, comieron la cena que Loretana había dejado sobre la mesa y que nadie había tocado. Estaba fría, y, sin embargo, la devoraron. Al terminar, Laura se sentó sobre las rodillas de Nahueltruz, le acarició las mejillas y se volvió a admirar del contraste del gris perla de sus ojos con las pestañas tan negras y espesas. Dibujó la línea de sus cejas, le pasó el dedo por el contorno de la oreja, bajó por el cuello y le tocó el trapecio duro y tenso. Era muy interesante estudiarlo, quería aprender cada detalle de su anatomía, sin que parte alguna escapara de su control o dominio. Él la seguía con la mirada.
—Me dijo Blasco que eras casado y que tenías un hijo.
Guor no estaba acostumbrado a hablar de Quintuí y de Linconao, un tema al que nadie se refería en Tierra Adentro y que él reservaba a su intimidad; incluso, en la soledad del toldo, se cerraba a los recuerdos y sentimientos, tanto lo lastimaban. Pero Laura tenía derecho a saber y, un poco a regañadientes, le dijo que era cierto, que había estado casado y le mencionó los nombres de su esposa e hijo.
—¿A qué edad murió Linconao?
—A los seis años. Seguramente Blasco te habrá contado de qué.
Laura asintió. Aunque quería seguir preguntando, no sabía cómo; temía que Guor interpretara como mera curiosidad sus ansias por conocerlo profundamente. Asimismo, le costaba volver a mencionar a Linconao porque, a pesar de que Guor mantenía un gesto imperturbable, ella había percibido un sutil quebranto en su voz.
—También te habrá contado Blasco cómo murió mi esposa.
A Laura le molestó que la hubiese llamado “mi esposa”. Habría preferido que usara el nombre de pila o el impersonal “ella”. Se dijo que Nahueltruz seguía enamorado del recuerdo de Quintuí. Lo notaba infranqueable, como si a ese mundo sólo accediera él. Sus celos aniquilaron el buen talante que había mostrado un rato antes mientras comían y reían de trivialidades o cuando dejó su sitio y se le subió a la falda.
—¿Qué te pasa? —se preocupó Guor, y le corrió un mechón de la frente—. ¿Por qué tienes los ojos llorosos?
—Perdiste a los seres que más amabas —adujo—. Sufriste mucho.
—Ellos sufrieron más que yo, tuvieron muertes horribles. Mi hijo, deshecho por la viruela, y ella destrozada por una fiera. Yo estoy vivo y, a pesar de que fue difícil sobrellevar la pena, el tiempo ha ido cicatrizando la herida.
—Siempre queda la herida —remarcó Laura, con un pesimismo que no le era propio.
—Siempre —coincidió Guor, y se quedó meditabundo. Apoyó el codo sobre la mesa y se sostuvo la frente con la mano.
—¿Estás cansado? —se intrigó Laura.
Nahueltruz no le contestó; ella lo obligó a levantar el rostro y le descubrió las mejillas brillantes de lágrimas. Con culpa y atribulada por el dolor de su amado, se arrepintió de haber abordado el tema de Quintuí y Linconao; había escarbado una herida muy dolorosa para satisfacer su antojo de chiquilla presumida: saber si ella era más importante que el hijo y la esposa. Se odió por haber caído tan bajo, ¿o acaso esperaba que el pasado de Guor desapareciera simplemente porque se habían acostado dos veces?
—¡Perdóname! ¡Perdóname! —repitió, mientras le sostenía el rostro y se lo besaba.
—A veces me pongo triste porque siento la falta de mi hijo profundamente, pero eso no es culpa tuya. Linconao murió y debo habituarme a la idea. Me lastima que haya sufrido antes de morir. Estuve con él durante su enfermedad y lo vi padecer. La impotencia me abrumaba y a veces le pedía a Dios que me tomara a mí y lo liberara a él, tan pequeño, tan indefenso. Pero ésa no era la decisión de Dios, y Linconao se fue y me dejó solo con una pena que me cuesta cargar. Pero los seres humanos somos más fuertes de lo que creemos y seguimos adelante. Nunca olvidamos, pero seguimos adelante.
—Yo soy tan feliz desde que te conocí, Nahuel. Me gustaría saber que tú sientes igual. Si sólo sintieras la mitad de la felicidad que yo siento, no volverías a estar triste.
—Laura —musitó Guor, y la acarició.
«Es tan joven e inexperta, —reflexionó—. Debería enfrentarla a la realidad, debería advertirle que esto es una locura, tendría que abrirle los ojos. ¿Qué puedo darle yo? ¿De qué manera la compensaré si soy un indio?», y, aunque por un momento creyó que podría confiarle sus dudas y desvelos, un miedo inusual le ató la lengua. Su egoísmo posesivo resultó superior a su integridad, y acalló la conciencia porque no estaba dispuesto a apartarla de su lado. «Sé que le hago daño, pero no tengo valor para perderla. No a ella».
Laura lo contemplaba con impaciencia, esperando que Guor le confesara que era feliz, que la amaba, que nunca se separarían. Él, sumido en su soliloquio, no percibía la ansiedad de ella y seguía callado y ensimismado.
—¿Tú también eres feliz desde que me conociste?
El tono pueril de Laura y el sentido mismo de la pregunta le devolvieron la sonrisa.
—Sí, soy feliz, tú me haces feliz. Ahora soy feliz. Desde que apareciste en mi vida me devolviste la alegría que creí perdida para siempre. Te deseo tanto...
—Amor mío —susurró Laura, y le ofreció los labios de nuevo, y él se los besó ardorosamente, mientras le quitaba la bata de muselina. La sentó a horcajadas sobre él, y, al sentir la virilidad de Guor en la entrepierna, Laura comprendió que la cama no era el único sitio donde un hombre y una mujer podían amarse.
A la mañana siguiente Laura llegó tarde a lo del doctor Javier. Nahueltruz se marchó antes del amanecer y ella se quedó dormida. Le pareció que habían pasado sólo cinco minutos cuando escuchó a Loretana que la instaba a levantarse y el sonido del agua en la tina. Remoloneó más de lo debido y se bañó, vistió y desayunó lentamente como si contara con todo el tiempo y nadie estuviera aguardándola. Loretana llamó a la puerta y le comunicó que Blasco se estaba cansando de esperar. Laura tomó su parasol, su escarcela y dejó la habitación reprochándose la demora. A mitad camino, se toparon con María Pancha.
—Estoy muy cansada —confesó la mujer, y fue una sorpresa para Laura que lo admitiera—. Dejé a Agustín a cargo de doña Generosa y vine a ver qué pasaba contigo que demorabas en relevarme.
—Llegaré en cinco minutos y me haré cargo de Agustín; ve a descansar.
Sin reproches ni sermones, María Pancha se alejó en dirección al hotel con la cabeza ligeramente echada hacia delante y arrastrando los pies. En lo del doctor Javier, Laura se enteró de que Agustín estaba reunido con el cacique Guor desde hacía buen rato. Laura, que sabía que Nahueltruz no había pegado ojo, preguntó a doña Generosa si le habían ofrecido el desayuno. La mujer se excusó manifestando que el cacique apenas había saludado al llegar para meterse deprisa en la habitación del padrecito Agustín, que había pedido que no los interrumpieran.
—El padrecito tampoco desayunó —añadió doña Generosa—. Vamos a la cocina, Laurita, y preparemos dos suculentos desayunos, uno para el padrecito y otro para el cacique Guor.
Doña Generosa le abrió la puerta, y Laura entró en la habitación de su hermano con una bandeja: café recién colado, crema fresca, rosquillas de anís, pan caliente, manteca, dulce de moras y queso.
—Buenos días —saludó con alborozo, y fijó la vista en su hermano para evitar la de Nahueltruz, que apenas vio a Laura, se puso de pie, musitó un saludo y apartó con premura varios papeles de la mesa para hacer lugar al desayuno.