«Rosas se acordó muy bien de aquellas cuatros noches junto a Mariana cuando Panguitruz se le puso enfrente en San Benito de Palermo», manifestó Dorotea Bazán. «Por eso lo apadrinó y le dio su apellido, como debía ser, y lo hizo llamar Mariano, en recuerdo de esa mujer que él había amado quince años atrás; y por eso también le mandó este regalo sólo a él, que mi nieto Güichal y los demás indios deberían haber recibido otro tanto, ¿acaso no? ¿Ellos no estuvieron presos en Santos Lugares y trabajaron duro en “El Pino”? Sí, pero sólo Mariano recibe el presente porque sólo él significa algo para don Juan Manuel. Y me dirás que es una ironía, pero Painé quiere a Panguitruz más que a su primogénito Calvaiú.»
Me despedí de Dorotea Bazán y caminé hacia el toldo ensimismada en mis reflexiones. Atardecía, y los indios se encargaban de conducir el ganado dentro del potrero de palo a pique. Avisté a Mariano en el lomo de su picazo; daba órdenes e indicaciones y era obedecido con prontitud. Nos miramos, y pensé: «Ese indio es el hijo de Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires, amigo de mi esposo», y bajé el rostro porque la mirada de él me seguía intimidando. Caminé a trancos y entré en el toldo, donde hallé a Mainela racionando el azúcar, la yerba y el tabaco, regalos de Rosas, para compartirlos con la cacica vieja, Painé y los hermanos de Mariano. En la pieza contigua me topé con el resto de los presentes: el apero con prendas de plata, el papel, la ropa, el uniforme de coronel y las divisas punzó. Mariano llegó tarde esa noche y cenamos en silencio. Al verme en la soledad del toldo, sin rebeldías ni protestas, sometida a su voluntad, la rudeza innata de Rosas se volvía mansa, a tono con mi condición de mujer culta de ciudad, y el trato brusco por lo indiferente que lo caracterizaba durante el día, se trocaba en el de un esposo circunspecto pero considerado. Con el tiempo le iba conociendo los estados de ánimo, y supe que ésa había sido una buena jornada para él. Aunque remiso a descubrirme sus pensamientos más arcanos, esa noche, sin embargo, luego de la cena, me comentó que estaba muy contento porque su padrino le había enviado un regalo y una carta, que sacó de una caja de madera y me dio a leer. Al terminar la lectura, levanté la vista un tanto desconcertada por esa muestra de confianza, y él, evitándome, devolvió la misiva a la caja y
se apresuró a añadir que, de los presentes que había en la pieza, yo podía elegir cuánto quisiera, era todo mío si así lo deseaba. «No sé para qué quiero un uniforme de coronel y un apero tan lujoso», repliqué de buen talante, y Mariano sonrió. Era hermoso cuando sonreía, la espontaneidad del gesto me fascinaba.
La carta de Rosas había generado revuelo entre las pucalcúes; en realidad, la posdatada invitación a visitarlo era lo que había levantado sospechas entre los loncos, y Painé había solicitado la opinión de las sibilas. Luego de tres días de frenético aquelarre, en los que indios y chinas no comentaban otra cosa, se dio a conocer el oráculo: se presagiaban grandes calamidades si Mariano volvía a poner pie en tierra huinca. Painé mandó a llamar a su hijo que compareció de inmediato frente al Consejo de Loncos y le hizo jurar que jamás regresaría a la tierra de los cristianos. «Ni siquiera para maloquear», agregó el cacique general, y el resto de la indiada aprobó con asentimientos de cabeza. Mariano prestó juramento y abandonó el toldo. Montó su picazo y se perdió entre las cadenas de dunas. Esa noche no me acompañó para la cena y, cuando nos topamos a la mañana siguiente, supe que la prohibición de visitar a su padrino lo había afectado profundamente.
Días más tarde, los lanceros de Pichuín y de Baigorria llegaron a Leuvucó para unirse a los indios de Painé: salían a maloquear. Me sorprendió comprobar que muchachos muy jóvenes y mujeres los acompañaban, y cuando le pregunté a Lucero para qué, me explicó que los llevaban de malón porque servían para saquear casas, pulperías y negocios de abarrotes mientras los indios contenían el ataque de los humeas. La llaneza de la respuesta me dejó sin habla por un momento, sólo por un momento; enseguida me repuse y articulé: «¡Qué desvergonzados!». Lucero bajó la vista y farfulló: «A mí tampoco me gusta que maloqueen».
El resto del día mascullé acerca de la índole perversa de los salvajes entre los que me hallaba, y el humor con el que me encontró Mariano Rosas esa noche no era propicio para fiestas. Ninguno habló durante la cena y, aunque yo no levantaba la vista, sabía que él me miraba. Luego de que Mainela quitó los platos, Mariano estiró la mano y colocó un durazno frente a mí. El aroma de la fruta me inundó las fosas nasales; el color entre rosado y amarillo me atrajo; lo tomé y me lo llevé a la nariz. Mariano, aunque serio, aguardaba mi respuesta con expectación. «Me pregunto a quién se lo habrá robado, señor Rosas», dije con mordacidad. «Parece que ustedes sólo saben hacer eso, robar en sus malones; por cierto, lo hacen muy bien», añadí, aprovechando el desconcierto de él. Rosas se puso de pie y me miró con ferocidad antes de defenderse. «Me sorprende esa acusación viniendo de una huinca. Los huincas fueron los primeros en robarle a mi pueblo y ahora se rasgan las vestiduras cuando nos cobramos lo que nos quitaron. ¡Hipócritas! Cada vez que maloqueamos, reclamamos parte de lo que el huinca nos sacó a nosotros: la tierra, y aún no hemos obtenido toda la paga. Los ranculche éramos dueños de toda esta gran extensión y de mucho más, y el cristiano llegó un día y nos la arrebató. Ahora ni siquiera podemos caminar libremente por ella que nos matan como a bestias». Me tomó bruscamente por el brazo, me obligó a ponerme de pie y acercó su rostro lívido al mío. «¿Quieres que te diga qué le hace tu gente a la mía cada vez que los atrapan en sus propiedades? ¿Quieres saber cómo los torturan sin piedad, cómo les tajean piernas y brazos, cómo les queman el pecho, les quitan los ojos, los cojones y, cuando ya no queda más que un despojo de carne ensangrentada y deshecha, dejan el trabajo final a los perros cimarrones?». Ahogué un sollozo lastimero, me deshice de su apretón y corrí a la pieza contigua, donde me eché a llorar en el camastro. Mainela apareció con leche tibia y se sentó a mi lado mientras la bebía. «Ya se le va a pasar a Marianito», comentó con aire maternal. «Usté lo trató bien fiero esta noche, señora. ¡Mire que llamarlo ladrón! Ese durazno se lo dio la cacica vieja. Y él lo guardó pa'usté.»
Pocos días después le conté a Lucero que estaba encinta. Mi estado no debía ser una sorpresa: nos habíamos amado infatigablemente, y, aunque yo conocía lavados con vinagre y polvo de mostaza para evitar la concepción, no los había usado. Lucero dejó la prenda que refregaba a orillas de la laguna y me preguntó con una sonrisa: «¿Estás segura?». Me limité a asentir. «Mariano se pondrá hecho unas Pascuas cuando se lo diga.»
Esa noche, Mariano llegó antes de lo usual. Entró en el toldo y saludó a Mainela, que le entregó un mate. Yo revisaba a un bebé sobre la mesa. Hacía días que sufría de cólicos y diarrea y comenzaba a mostrar los alarmantes síntomas de la deshidratación. Con el tiempo, he podido concluir que la diarrea es la principal causa de muerte entre los niños ranqueles, y se debe a la inadecuada alimentación durante los primeros tiempos luego del destete y a la falta de higiene. Mainela hacía de intérprete mientras yo le explicaba a la madre que debía darle de beber sólo agua de arroz con un poco de sal e infusión de ratania y lavar los utensilios del niño con lejía. No había traducción para esa palabra, y la china repitió: «¿Lejía?», y Mainela, sin replicar, le entregó un cacharro con la que nosotras preparábamos hirviendo ceniza de barrilla, y le enseñó cómo usarla. Le indiqué a la india que trajera al niño al día siguiente y la despedí.
Mariano se había marchado a la pieza contigua, y yo me demoraba en la habitación principal en un estado de ansias que me impedía encararlo con aplomo. «¡Blanca!», llamó, y Mainela de inmediato halló una excusa para ausentarse. Descorrí el cuero que separaba los compartimientos y me quedé en el umbral. Rosas acomodaba el apero y las bridas, tarea que no delega a nadie. «En tu estado, —dijo sin levantar la vista—, deberías mantenerte lejos de los enfermos; podrían pasarte sus males y dañar al niño.» Tomé a la ligera la indicación de Mariano Rosas. Al día siguiente, al toparse nuevamente con la india y el bebé con cólicos, me echó un vistazo avieso y pasó rumbo a la pieza sin saludar. Despaché prontamente a mi paciente y cobré fuerzas para enfrentarlo. «Ayer te dije que no quería verte cerca de los enfermos», expresó y, cuando intenté explicarle que no podía abandonar a un paciente en medio de una curación, me frenó en seco para preguntarme con estudiada calma y siniestra expresión: «¿Acaso odias a ese hijo porque es mío, porque yo te lo hice? ¿Quisieras deshacerte de él, sacártelo de las entrañas porque lleva mi sangre?». Un escalofrío me recorrió el cuerpo, pasmada porque Mariano Rosas aún albergaba tantas dudas y recelos respecto de mí. «Los hijos no son responsables por las culpas de los padres», alegué con bastante ecuanimidad. «Este hijo es tan mío como suyo, y yo lo quiero.»
Sin pacientes que ocuparan gran parte de la jornada, tenía que entretener mis horas con otras actividades. Me dediqué a aprender el araucano con la ayuda de Lucero y a enseñarle a leer y a escribir el castellano; junto a Dorotea Bazán, tan hábil con la aguja y el hilo como mi madre, confeccioné prendas y pañales para mi bebé; releí los vademécumes de tío Tito y los viejos libros de medicina de mi padre, y agradecía los que el coronel Baigorria me enviaba por intermedio de Miguelito, aunque sin dejar de preguntarme a quién habrían pertenecido, si su dueño estaría muerto, vivo o cautivo. Me estremecía la idea de conservar algo robado, manchado quizá con la sangre de mis hermanos, pero la avidez por la lectura y la necesidad de matar las largas horas de tedio me quitaban los últimos escrúpulos y devoraba las páginas sin pensarlo dos veces. Con Mainela y Lucero nos dedicamos a hacer acopio de los quermes, vermífugos, revulsivos, tónicos, electuarios y toda clase de potingues que los indios no se cansaban de reclamar, pese a la prohibición de atenderlos personalmente. Rosas no presentaba reparos si se trataba de coser heridas, curar quemaduras, aligerar dolores o espasmos musculares, entablillar brazos y piernas quebradas o anestesiar dietites cariados; incluso en una oportunidad debí tratarle al propio Mariano una contusión en la espalda con tintura de árnica, producto de un golpe mientras jugaba a la chueca.
Con su anuencia y el apoyo de Loncomilla y Lucero, comencé a cultivar un huerto, empresa ambiciosa en una tierra árida y arenosa como aquella. No obstante, y gracias al esfuerzo de mis colaboradoras, despuntaron brotes de valeriana, diente de león, angélica, tomillo, pasionaria, malva, hinojo, ratania, murajes y acianos. Con el tiempo, Agustín Ricabarra nos proveyó de semillas y vastagos tan exóticos que mi huerto hubiera enorgullecido al propio tío Tito. Especialmente al atardecer, me gustaba caminar descalza sobre la marisma de la laguna, adhiriendo a la polémica teoría de mi padre que aseguraba que el ejercicio es saludable para una mujer grávida. Además de Gutiérrez, siempre me acompañaban Miguelito o Lucero (órdenes de Mariano); muchas veces nos quedábamos callados, sobrecogidos por el espectáculo de la puesta del sol, el color del cielo y los sonidos del desierto, y yo aprovechaba para meditar con la mano sobre mi vientre abultado. Esa criatura que crecía dentro de mí había creado un lazo tan fuerte y perdurable entre Mariano Rosas y yo que ataba nuestros destinos irremisiblemente; ese hijo suavizaba los rencores y diferencias, y redimía lo que había comenzado con ultraje y odio; a veces, incluso, la palabra “familia” asomaba en mis soliloquios.
Durante esos meses, Mariano se mantuvo ocupado tratando de enseñar a los suyos a trabajar la tierra. Llevar el cultivo del maíz, del trigo y de la cebada a gran escala era su mayor ambición y, con la venia de Painé y del Consejo de Loncos, dispuso de una amplia franja de terreno a escasas varas de la laguna donde fijó las sementeras, que él y un grupo de indios trabajaron duramente de sol a sol. Al ver que mi huerto progresaba, Mariano instruyó a Painé sobre la conveniencia de impulsar el cultivo de árboles frutales, legumbres y verduras entre las mujeres y niños, quienes en pocas semanas comenzaron a remover la tierra y echar las semillas que Mariano negoció con Ricabarra. Pocos años más tarde, los productos hortelanos (melones, sandías, lentejas, arvejas, papas, batatas, zapallos y zanahorias), además de abastecer a las familias, se trocaban en Río Cuarto por azúcar, café, aceite, arroz, yerba, tela, medicinas y otros productos.
Mariano Rosas es un hombre incansable, y la determinación, el empeño y la perseverancia característicos de su personalidad resultan determinantes en el éxito de sus emprendimientos. Solía despertarse con el canto de los gallos, caminar hasta la laguna para bañarse, regresar al toldo donde lo aguardaban el mate y las rodajas de pan de maíz, que engullía sin apuro para luego montar su picazo y no volver a aparecer durante el resto del día. A veces lo avistaba desde lejos, metido en los potreros, interesado en el progreso de los animales. Experto en el manejo del ganado yegüerizo, lanar y vacuno, les conoce las mañas, las enfermedades, cómo engordarlos, cómo domarlos, cómo pialarlos, cómo esquilarlos o marcarlos. Y es generoso al enseñar lo que sabe; se nota que ama a su gente, aunque lo enfurece la propensión natural de sus “penis” a gandulear. En ocasiones, lo escuchaba despotricar contra algún indio que no había aparecido en las sementeras luego de una borrachera o que, simplemente, había preferido quedarse bajo la enramada del toldo a tomar mate con su china. Miguelito intentaba aplacarlo, pero el genio irascible de Mariano Rosas se manifestaba en todo su esplendor en esas ocasiones. Así como aprendieron a quererlo, los ranqueles también aprendieron a temerle y respetarlo. Conmigo, sin embargo, mostraba su lado benevolente y mesurado. Hablábamos poco, como de costumbre, pero no teníamos altercados; evitábamos los temas rispidos y las controversias; me tenía paciencia y complacía mis caprichos y antojos, y yo lo recompensaba dejándolo aplacar en mí el deseo arrebatador que le hervía en la sangre y le destellaba en los ojos azules. A veces me despertaba en medio de la noche, apremiado por algún sueño que lo sorprendía con el sexo tieso. Me buscaba a manotazos. Eran ocasiones de acoplamientos silenciosos, de jadeos y bramidos reprimidos. Al terminar, se apartaba de mí sin pronunciar palabra y se dormía tan rápidamente como había despertado. Yo no volvía a cerrar los ojos hasta mucho después. Estaba segura de que me poseía dormido, que no era consciente de sus actos, y, como al día siguiente ninguno lo mencionaba, yo porque moría de pudor y él porque nada le importaba, siempre quedaba con la duda.